Titus Groan (57 page)

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Authors: Mervyn Peake

Tags: #Fantástico

BOOK: Titus Groan
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Una vez a bordo de la larga y estrecha mesa, tiene que recorrerla siete veces de extremo a extremo, sin preocuparse por la porcelana y la cubertería dorada, ni por la cristalería, el vino y los manjares en general; en verdad sin preocuparse por nada excepto que no tiene que preocuparse. La señora Ganga alcanza a arrancar al bebé de la muleta y la pierna atrofiada que se le acercan, pues Bergantín no ha perdido tiempo en el cumplimiento de la tradición, y la puntera de la muleta golpea desapaciblemente la pulimentada madera, o hace trizas la porcelana y el cristal tallado. Un apagado glu-glú, seguido de un chapoteo, indica que la pierna se ha hundido hasta el tobillo en una sopera de gachas tibias, pero nada puede detenerlo en la promulgación de su deber.

El doctor Prunescualo se ha marchado tambaleándose con Fucsia en brazos, después de dar instrucciones a Excorio para que escolte a lord Sepulcravo a sus habitaciones. La condesa, por extraño que parezca, ha cogido a Titus de brazos de Tata Ganga, y después de bajar del estrado, camina pesadamente por las losas de piedra con la criatura echada sobre el hombro.

—Vamos, vamos —dice—, de nada sirve llorar; de nada te sirve ahora, no a los dos años, espera a tener tres. Vamos, vamos, espera a ser mayor y te enseñaré dónde viven los pájaros, vamos, sé un buen chico, sé… ¡Ganga!… ¡Ganga! —ruge de repente, interrumpiéndose—. Llévatelo.

El conde y Excorio se han marchado, y también Vulturno después de echar una mirada desconcertada a la mesa y al arrugado Bergantín, que pisotea el exquisitamente preparado y malogrado almuerzo.

Cora y Clarice se quedan contemplando a Bergantín, con las bocas tan abiertas y las pupilas tan dilatadas que estas cavernas dominan los dos rostros hasta el punto de que parecen hechos de oscuridad o ausencia. Continúan sentadas, y tienen los cuerpos muy tiesos por debajo de los rígidos vestidos mientras siguen todos los movimientos del anciano con los ojos, apartándolos sólo cuando un sonido más alto las obliga a mirar a la mesa para ver qué último adorno acaba de romperse.

Desafiando al sol ascendente, la oscuridad de la sala se hace cada vez más profunda. Este desafío es posible gracias al sudario de nubes negras que se extiende por encima del castillo, por encima de los cariados dientes de la montaña, por encima de las empapadas tierras de Gormenghast, de horizonte a horizonte.

Bergantín y las mellizas, atrapados en las sombras del refectorio, a su vez atrapado en las sombras de las nubes que pasan, están iluminados por una sola vela, pues todas las otras se han extinguido. En esta inmensa sala de pórticos, los tres (el títere vitriólico con harapos de color grana y las dos rígidas marionetas de color púrpura, una a cada extremo de la mesa) parecen increíblemente diminutos. La vacilante llama de la vela hace bailar pequeñas varillas de color en las ropas de las hermanas, y de vez en cuando arranca centelleos de diamante a los trozos de cristal de la mesa. Desde la puerta de servicio que hay al fondo de la sala, más allá de la oscura perspectiva de columnas de piedra, el espectáculo de los tres a la mesa parece desarrollarse en un escenario del tamaño de una ficha de dominó.

Cuando Bergantín finaliza su séptimo viaje, la llama de la última vela titubea, se recupera, y de pronto se ahoga en un pantano de sebo, y la sala se hunde en una completa oscuridad, salvo en el lago del centro, donde hay una mancha de sombra rodeada de profundidades de otra naturaleza. Cerca del borde de esta oscura lluvia interior, una hormiga nada intentando salvarse, pero las fuerzas se le debilitan por momentos en esas dos despiadadas pulgadas de agua. Un grito resuena a lo lejos, cerca de la mesa alta, seguido de otro, y enseguida se oye el estrépito de una silla que cae desde el estrado a las losas de piedra, siete pies más abajo, y la voz de Bergantín maldiciendo.

Pirañavelo, que ha observado cómo las piernas desaparecían por la puerta, junto con sus dueños, se ha deslizado fuera de la hamaca. Avanza a tientas hacia la puerta. Cuando llega y encuentra el pomo, da un violento portazo, como si acabara de
entrar
en la habitación, y grita: —¡Eh, ahí! ¿Qué pasa ahí? ¿Alguien tiene dificultades?

Al oír la voz de Pirañavelo, las mellizas empiezan a gritar socorro, mientras que Bergantín vocifera: —¡Luz! ¡Luz! Ve en busca de luz, estúpido. ¿A qué esperas? —La estridente voz se convierte en un rugido, mientras la muleta rechina sobre la mesa—. ¡Luz! ¡Gato de albañal! ¡Luz! ¡Que un rayo te parta, maldito canalla!

Pirañavelo, que acaba de pasar una hora y media muy decepcionante y aburrida en extremo, se estremece de placer al oír estos gritos.

—Enseguida, señor. Enseguida.

Sale por la puerta con un paso de baile, y se va pasillo abajo. Regresa en menos de un minuto con una linterna y ayuda a bajar de la mesa a Bergantín, quien una vez en el suelo, y sin una palabra de agradecimiento, se abre camino escalones abajo y va hacia la puerta, maldiciendo sin cesar, con los rojos harapos brillando débilmente a la luz de la linterna. Pirañavelo observa el horrible cuerpo de Bergantín que desaparece en las sombras, y luego, levantando todavía más los hombros huesudos y altos, bosteza y sonríe al mismo tiempo. Tiene a los lados a Cora y Clarice, y las dos respiran con mucho ruido y los pechos planos les suben y bajan como escotillas. Las mellizas lo miran fijamente mientras él las hace salir y las acompaña por los pasillos hasta sus aposentos, en los que entra con ellas. La lluvia chorrea en las ventanas y martillea el techo.

—Mis queridas damas —dice Pirañavelo—, me parece que un poco de café caliente será lo más indicado, ¿qué opinan ustedes?

PRESAGIO

HACIA EL ATARDECER, el cielo encapotado empezó a desintegrarse, y poco antes de la puesta del sol, un viento del oeste se llevó las nubes en densas y desordenadas masas, y la lluvia con ellas. La mayor parte del día había sido dedicada a todo tipo de prácticas ceremoniales, tanto dentro del castillo como bajo la lluvia, culminando con el peregrinaje en procesión de los cuarenta y tres jardineros encabezados por Pentecostés a la montaña de Gormenghast, ida y vuelta, tiempo en el que habían de meditar en la gloria de la casa de los Groan y muy especialmente en el hecho de que su último miembro había cumplido doce meses, tema portentoso sin ninguna duda pero que seguramente tenían que haber agotado después de la primera milla por los senderos encharcados y sembrados de piedras que los conducían a las estribaciones.

Sea como fuera, a las ocho de la noche, Bergantín, tumbado sobre el sucio colchón, agotado y tosiendo horriblemente —como su padre, que había tosido con tanta convicción antes que él—, pudo rememorar con agria satisfacción esta jornada de ritual apenas diluido. Había sido enojoso que lord Sepulcravo no pudiera asistir a las tres últimas ceremonias, pero había un artículo de ley que eximía la presencia del conde en caso de enfermedad grave. Manteniendo la achacosa pierna totalmente inmóvil, Bergantín se chupaba la barba y observaba a unos palmos por encima de su cabeza una araña que garabateaba sobre el techo. Le parecía desagradable, pero no irritante.

Fucsia se había recobrado enseguida, y junto con la señora Ganga había participado airosamente en las ceremonias, alzando a su hermanito cada vez que la anciana niñera se sentía cansada. Prunescualo la había vigilado estrechamente hasta bien entrada la noche, y al fin había dejado a su señoría al cuidado de Excorió.

Una indescriptible atmósfera de expectación colmaba Gormenghast. El aniversario de Titus no trajo consigo la esperada sensación de culminación o clímax, sino, al contrario, la impresión de que algo empezaba. Unas fuerzas oscuras estaban desencadenándose entre los habitantes del castillo. En algunos, esta impresión, aunque irreconocible, era muy acentuada, condicionada sin duda y agravada por los problemas de cada uno. Excorio y Vulturno estaban al borde de la violencia. Sepulcravo rozaba la frontera de la crisis, y Fucsia no andaba muy lejos, consumida de terror y angustia por la tragedia paterna. También ella, como los demás, estaba a la expectativa. Prunescualo no conseguía distenderse y vigilaba de continuo, y la condesa, habiéndose entrevistado con él y habiéndose enterado de todo lo que Prunescualo se atrevió a contarle, y habiendo adivinado mucho más, estaba encerrada en su habitación, donde cada hora recibía comunicados sobre el estado de su marido. Incluso Cora y Clarice notaban que la vida normal y monótona del castillo no era la de siempre, y estaban sentadas en silencio en sus cuartos, también a la expectativa. Irma se pasaba la mayor parte del día en el baño, y sus pensamientos no hacían más que volver a una noción nueva para ella, chocante, e incluso aterradora: algo había cambiado en el castillo de los Groan. Era diferente. Pero, ¿cómo podía cambiar? «¡Imposible! ¡He dicho que es imposible!», se repetía en medio de las perfumadas burbujas de espuma, pero no conseguía convencerse. Esta idea suya se extendía insidiosamente por todo Gormenghast, aunque no se manifestaba más que como una sensación de malestar.

Irma era la única que había puesto el dedo en la llaga. Los demás se limitaban a contar los portentosos minutos antes de que sus nubarrones particulares se abrieran sobre ellos, pero detrás de sus problemas, esperanzas y temores, crecía esa trepidación menos inmediata, esa intangible insinuación de
cambio
, la más imperdonable de todas las herejías. Algunos minutos antes de la puesta del sol, el cielo por encima del castillo estaba inundado de luz, y como el viento había amainado y las nubes habían desaparecido, era difícil creer que una atmósfera suave y dorada concluyera un día que se había iniciado de manera tan sombría y que había continuado con una violencia tan persistente. Pero todavía era el aniversario de Titus. Los riscos escabrosos de la montaña estaban inocentemente envueltos en un velo lechoso y rosado, como un disfraz. Las tierras pantanosas se derramaban hacia el norte en tranquilas extensiones de agua punteada de juncos. El castillo era ahora una gran escultura lívida, salpicada aquí y allá por mantos de yedra reluciente con hojas que goteaban diamantes.

Más allá de las grandes murallas de Gormenghast, las casas de barro recuperaban poco a poco el color blanquecino habitual, a medida que los rayos del sol tardío sacaban la humedad de las paredes. El humo de los viejos cactos gigantes era apenas visible, y debajo del más grande de estos árboles, iluminada por los oblicuos rayos del sol, había una mujer a caballo.

Durante mucho tiempo pareció que no se movían, ni la mujer ni el caballo. Ella era oscura de piel y el cabello le caía sobre los hombros. A la luz del crepúsculo, tenía en la cara una expresión de doloroso triunfo y de extrema soledad. Se dobló ligeramente hacia adelante y susurró algo al caballo; el caballo levantó la pata delantera y la dejó caer de nuevo sobre la tierra blanda. Enseguida, ella empezó a desmontar, no sin grandes dificultades, pero se deslizó con cuidado por el húmedo flanco gris. Después cogió la cesta que tenía atada a la cuerda de la brida y se acercó lentamente a la cabeza del caballo. Pasó los dedos por la crin enmarañada y húmeda, y acarició la dura frente del animal. —Ahora tienes que volver —dijo pausadamente—. Vuelve con el Padre Moreno, para que sepa que estoy a salvo.

Luego apartó la larga cabeza gris y mojada con un movimiento lento y deliberado. El caballo dio media vuelta, alejándose; la lluvia burbujeaba en las huellas de sus cascos y se extendía en dorados charcos de cielo. Regresó enseguida hasta ella, después de unos pocos pasos, y levantando muy alta la cabeza, sacudió las largas crines de un lado a otro y el aire se llenó con un enjambre de perlas. De pronto, echó a andar por las huellas de sus propios cascos, y sin aminorar el paso ni desviarse del camino de vuelta, se alejó rápidamente de la mujer. Ella lo vio desaparecer y reaparecer varias veces en las ondulaciones del terreno hasta que fue un punto casi imperceptible. La última vez que lo vio, el caballo estaba a punto de alcanzar la cresta del altiplano, antes de descender hacia la llanura invisible. El corazón le latió rápidamente al ver que el animal se detenía en seco, daba media vuelta y se quedaba un momento inmóvil. Luego levantó la cabeza como había hecho antes, y empezó a retroceder paso a paso. Se miraron a través de la vasta distancia, hasta que al fin el caballo gris fue devorado por el horizonte.

La mujer se volvió hacia las casas de barro que se extendían a sus pies, en la luz rosácea. Había empezado a reunirse una multitud, y vio que la señalaban con el dedo.

Envueltas en el cálido resplandor de la luz agonizante, las casas de barro, aun míseras y apretujadas, tenían algo de etéreo, y ella sintió que el corazón se le enternecía con los cientos de recuerdos que le asaltaban la mente. Sabía que esas callejuelas estrechas albergaban la amargura, que el orgullo y los celos esperaban apoyados en las puertas de todos los tallistas, pero durante un instante fugaz sólo vio la luz vespertina que caía sobre escenas de su infancia, y fue con un sobresalto que despertó de esta momentánea ensoñación y comprobó cómo había crecido la multitud. Sabía que este momento sería así. Había previsto este atardecer de luz suave. Había previsto que habría espejos de lluvia en la tierra, y tenía la abrumadora sensación de revivir una escena que ya había representado. No tenía miedo; sin embargo, sabía que sería acogida con hostilidad, con prejuicio e incluso quizá con violencia. Hicieran lo que hicieran con ella, no importaría. Ya lo había sufrido antes. Todo esto era una triste y lejana historia, y un arcaísmo.

Se llevó la mano a la frente y apartó un mechón de cabellos negros y fríos que se le pegaban a la mejilla. «Tengo que dar a luz a mi criatura», se dijo moviendo los labios en silenció, «y luego volveré a estar completa y sola, y todo habrá acabado.» Abrió muy grandes los ojos. «Serás libre. Desde el primer día no estarás sujeta a mí y yo no estaré sujeta a ti; y seguiré el camino que conozco, pronto, ah, muy pronto, y entraré en la dulce oscuridad.»

Juntó las manos y fue lentamente hacia las casas. Allá en lo alto, a la derecha, la gran muralla era ahora más fría; la cara interior estaba cubierta por sombras, y en las profundidades del castillo, Titus, dando un gran grito lacrimoso, empezó a luchar con una fuerza sobrenatural en los brazos de la anciana niñera. En ese mismo momento el exuberante crepúsculo levantó un párpado y Héspero ardió sobre Gormenghast mientras la pequeña carga luchaba bajo el corazón de Keda.

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