—Sí —dijo ella.
—En el castillo te daba miedo volver; pero ahora que estás aquí, no tienes miedo. Ya veo por qué —dijo él—. Has descubierto que estás enamorada. ¿Lo amas?
—No lo sé. No entiendo. Estoy en las nubes, Braigon. No puedo decir si lo amo o no, o si lo que amo tanto es el mundo, el aire y la lluvia de anoche, y las pasiones que se abrieron como flores en los capullos apretados. Oh, Braigon, no lo sé. Si amo a Rantel, entonces también te amo a ti. Ahora mientras te miro, con la mano en la frente y los labios que se mueven apenas, es a ti a quien amo. Amo que no hayas llorado de rabia y que no te hayas hecho pedazos al encontrarme aquí. La manera en que te has sentado aquí a solas, oh, Braigon, tallando la rama y esperando, sin miedo, comprendiéndolo todo… aún no sé cómo, pues no te he dicho nada sobre lo que de pronto me ha transformado.
Se apoyó contra la pared, y el sol de la mañana le iluminó el rostro pálidamente.
—¿Puede ser que haya cambiado
tanto
?
—Te has liberado.
—Braigon —exclamó Keda—, es a ti…, es a
ti
a quien amo. —Se retorció las manos—. Sufro por ti y por él, pero el sufrimiento me hace feliz. Tengo que contarte la verdad, Braigon. Estoy enamorada de todo, de todas las cosas, aun del sufrimiento, porque ahora observo todo desde arriba. Ha sucedido algo, y ahora me siento clara…, clara. Pero te amo a ti, Braigon, más que a cualquier otra cosa. Es
a ti
a quien amo.
Como si no hubiera oído, Braigon movió distraídamente la rama en la mano y después se volvió hacia Keda.
Había apoyado la pesada cabeza en la muralla, y ahora la miraba con los ojos entornados.
—Keda —dijo—, te esperaré esta noche. En la hondonada de hierba al pie del Bosque Retorcido. ¿Te acuerdas?
—Allí estaré —dijo ella, y en ese mismo momento el aire vibró entre sus cabezas y la punta de acero de un largo cuchillo golpeó las piedras entre ellos y se rompió con el impacto.
Rantel estaba delante de ellos; temblaba.
—Tengo otro cuchillo —dijo con un susurro que apenas se oyó—. Es un poco más largo. Y estará más afilado esta noche cuando vaya a buscaros a la hondonada. Hoy hay luna llena. ¡Keda! ¡Oh, Keda! ¿Has olvidado?
Braigon se puso de pie. Se había movido sólo para ponerse delante de Keda. Ella había cerrado los ojos y tenía una cara inexpresiva.
—No puedo evitarlo —dijo—. No puedo evitarlo. Me siento feliz.
Braigon enfrentó a Rantel. Habló por encima del hombro, pero sin quitarle los ojos de encima.
—Tiene razón —dijo—. Lo veré a la puesta del sol. Uno de los dos volverá a ti.
Entonces Keda se llevó las manos a la cabeza.
—¡No, no, no, no! —chilló. Pero sabía que así tenía que ser, y se calmó, apoyándose cabizbaja contra el muro; los cabellos rizados le caían sobre la cara.
Los dos hombres se fueron; sabían que no podían estar con ella en aquel día aciago. Tenían que preparar las armas. Rantel volvió a entrar en la casa de barro y salió unos momentos más tarde, envuelto en una capa. Se acercó a Keda.
—No entiendo tu amor —le dijo.
Ella levantó los ojos y vio la cabeza erguida de Rantel, los cabellos como un matorral de oscuridad.
No respondió. Sólo veía la fuerza de él, sus pómulos salientes y su mirada apasionada. Sólo veía su juventud.
—Yo soy la causa —dijo por fin—. Soy yo la que debería morir. Y voy a morir —dijo apresuradamente—. Pronto; pero hoy, ¿qué me pasa hoy? No siento miedo ni odio, y no me importa el dolor ni la muerte. Perdóname. Perdóname.
Se volvió y le aferró la mano que sostenía el puñal.
—No sé. No entiendo —dijo—. No creo que haya nada que hacer.
Le soltó la mano y él se marchó a lo largo de la muralla y desapareció en un recodo a la derecha.
También Braigon se había ido. Los ojos de Keda se nublaron.
Keda —se dijo a sí misma—. Keda, esto es una tragedia.
Pero las palabras quedaron flotando vacías en el aire de la mañana mientras ella apretaba los puños y no sentía ninguna angustia, y el pájaro brillante que le llenaba el pecho estaba allí todavía cantando…, estaba todavía cantando.
—YA ES SUFICIENTE por hoy —dijo lady Cora dejando el bordado en una mesa junto a su silla.
—Pero si sólo has dado tres puntadas, Cora —dijo lady Clarice, tirando del hilo con el brazo en alto.
Cora la miró, desconfiada. —Me has estado espiando —dijo—, ¿verdad que sí?
—¿Y por qué no? Bordar no es un asunto secreto —respondió su hermana meneando la cabeza.
Cora no quedó convencida y empezó a frotarse una rodilla contra otra, con aire resentido.
—Yo también he acabado —dijo Clarice, rompiendo el silencio—. Medio pétalo; suficiente para un día como hoy. ¿Ya es la hora del té?
—¿Por qué siempre quieres saber la hora? —dijo Cora—. «¿Es la hora del desayuno, Cora?»… «¿Es la hora de la cena, Cora?»… «¿Es la hora del té, Cora?» Y siempre lo mismo. ¿No sabes que la hora no tiene importancia?
—La tiene si estás con hambre —respondió Clarice.
—No es verdad. Nada tiene mucha importancia; ni siquiera cuando estás con hambre.
—Sí que la tiene —disputó su hermana—. Yo lo
sé
.
—Clarice Groan —dijo Cora severamente, levantándose de la silla—, tú sabes
demasiado
.
Clarice no respondió, pero se mordió el delgado y caído labio inferior.
—Normalmente cosemos mucho más tiempo, ¿no es verdad? —dijo por fin—. A veces nos pasamos horas y horas, y casi siempre hablamos sin parar, pero hoy no hemos hablado nada, ¿verdad, Cora?
—No —dijo Cora.
—¿Por qué no?
—No lo sé. Supongo que no teníamos ganas de hablar, tontaina.
Clarice se levantó, se alisó el vestido de satén púrpura, y luego miró burlonamente a su hermana.
—Ya sé por qué no hemos hablado.
—Oh no, no lo sabes.
—Sí que lo sé —dijo Clarice—.
Yo
lo sé.
Cora arrugó la nariz, y con un gran crujido de faldas se encaminó a un gran espejo de pared y se reajustó una horquilla en el pelo. Cuando creyó que había pasado el tiempo suficiente, insistió:
—Oh, no, tú no sabes nada —dijo, y miró a su hermana en el espejo, por encima del reflejo de su propio hombro. De no haber tenido cuarenta y nueve años para haberse acostumbrado al fenómeno, seguramente se habría asustado al ver que en el espejo había otra cara junto a la suya, un poco más pequeña, es cierto, pues su hermana estaba detrás, pero de una similitud sorprendente.
Vio cómo la cara del espejo abría la boca.
—Sí que sé —le llegó la voz desde atrás—, porque sé lo que
tú
estabas pensando. Es fácil.
—Tú
crees
saberlo —dijo Cora—, pero yo sé que no es verdad, porque yo sí sé exactamente lo que tú has estado pensando todo el día que yo estaba pensando, y por eso lo sé.
La lógica de esta respuesta no dejó una impresión duradera en Clarice, pues aunque calló unos instantes, enseguida continuó: —¿Quieres que te diga lo que has estado meditando?
—Supongo que puedes decirlo si quieres. No me importa. ¿Y bien? Estoy dispuesta a escucharte. Venga, habla.
—Ahora no estoy segura de querer decirlo —dijo Clarice—. Me parece que me lo voy a guardar, aunque es
evidente
. —Pronunció la palabra «evidente» con mucho énfasis—. ¿Todavía no es la hora del té? ¿Toco la campanilla, Cora? Qué lástima que esté demasiado ventoso para ir al Árbol.
—Estabas pensando en ese muchacho Pirañavelo —dijo Cora, que se había deslizado al lado de su hermana y la miraba muy de cerca. Notó que al retomar el tema tan de repente había sorprendido a la pobre Clarice.
—Y tú también —dijo Clarice—. Hace rato que lo sabía. ¿A que sí?
—Sí, lo sabía —dijo Cora—, hace mucho rato. Ahora las dos lo sabemos.
El fuego recién encendido lanzaba irrespetuoso las sombras de las mellizas de un lado a otro del techo y sobre las paredes donde colgaban muestras de sus bordados. Era una sala amplia, de unos treinta pies por veinte. Frente a la entrada del pasillo había una puerta pequeña, una abertura semicircular que daba a la Habitación de las Raíces. A ambos lados de esta abertura había dos grandes ventanas con gruesos cristales dispuestos en rombos, y en las otras dos paredes de la sala —en una de las cuales estaba la pequeña chimenea— había dos puertas angostas: una llevaba a la cocina y las habitaciones de los dos criados, y la otra al comedor y al sombrío dormitorio amarillo de las mellizas.
—Dijo que nos exaltaría —dijo Clarice—. Lo oíste, ¿no?
—No estoy sorda —dijo Cora.
—Dijo que no nos honraban bastante, y que tenemos que acordarnos de quiénes somos. Somos lady Clarice y Cora Groan, eso es lo que somos.
—Cora y Clarice —corrigió su hermana— de Gormenghast.
—Pero no damos miedo a nadie. Él dijo que los obligaría.
—¿A qué, querida? —Al comprobar que los pensamientos de las dos habían sido idénticos, Cora había empezado a ceder.
—Que los obligaría a tener miedo —dijo Clarice—. Esto es lo que deberían hacer. ¿Verdad que sí, Cora?
—Sí, pero no lo hacen.
—No. Eso es lo que pasa —dijo Clarice—, aunque esta mañana lo he intentado.
—¿Qué, querida? —dijo Cora.
—Aunque esta mañana lo he intentado —repitió Clarice.
—¿Intentado qué? —preguntó Cora en un tono más bien condescendiente.
—¿Te acuerdas cuando dije «Voy a dar una vuelta»?
—Sí. —Cora se sentó y se sacó del pecho plano un diminuto pero pesadamente perfumado pañuelo—. ¿Qué ha ocurrido?
—No fui nunca al cuarto de baño —dijo Clarice, sentándose de pronto muy rígida—. En cambio fui a buscar tinta. Tinta
negra
.
—¿Para qué?
—No pienso decírtelo por ahora, aún no es el momento —dijo Clarice dándose importancia; le temblaba la nariz, como a un potrillo salvaje—. Cogí la tinta negra y la vertí en una jarra. Había mucha. Luego me repetí lo que tú me dices tantas veces, y que yo también te digo a ti, que Gertrude no es mejor que nosotras, en realidad no puede ni compararse con nosotras, porque no tiene ni una gota de sangre Groan en las venas, sólo la sangre corriente que no sirve para nada. De modo que cogí la tinta y sabía lo que quería hacer. No te lo conté porque hubieras podido decirme que no lo hiciera, y no sé por qué te lo cuento ahora, porque quizá pienses que hice mal, pero como ahora ya está hecho, no importa lo que pienses, ¿verdad, querida?
—Todavía no lo sé —dijo Cora un tanto displicente.
—Pues bien, sabía que Gertrude tenía que ir a la Galería Central a las nueve para recibir a los siete mendigos más horribles de Extramuros, y verterles mucho aceite por encima, por lo que fui a las nueve a la puerta de la Galería Central con mi jarra de tinta, y me acerqué a Gertrude, pero no era como yo quería, pues llevaba un vestido negro.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Cora.
—Pues que quería echarle la tinta encima del vestido.
—Eso estaría bien,
muy
bien —dijo Cora—. ¿Lo hiciste?
—Sí —dijo Clarice—, pero no se notó porque el vestido era negro, y de todas maneras no me vio cuando se la tiraba porque estaba hablando con un estornino.
—Uno de
nuestros
pájaros —dijo Cora.
—Sí, uno de los pájaros robados. Pero los otros me vieron. Se quedaron con la boca abierta. Vieron mi intención, pero como Gertrude no llegó a enterarse, mi intención no sirvió de nada. Luego no tenía nada más que hacer y sentí miedo, y he venido corriendo hasta aquí; me parece que ahora limpiaré la jarra.
Se levantó para poner en práctica esta idea, pero en aquel momento se oyeron en la puerta unos golpes discretos. Los visitantes eran pocos y raros, y por un momento estuvieron demasiado excitadas para decir «Entre».
Cora fue la primera en abrir la boca, y su voz inexpresiva sonó más alta de lo que se había propuesto:
—Entre.
Clarice estaba junto a ella. Los hombros de las dos se tocaron un momento. Tenían las cabezas echadas hacia adelante como si estuvieran asomadas a una ventana.
Se abrió la puerta y apareció Pirañavelo, sosteniendo bajo el brazo un elegante bastón con un reluciente puño de metal. Ahora que había restaurado y pulido el bastón-espada robado, no se separaba nunca de él. Iba vestido de negro como de costumbre, y se había comprado una cadena de oro que llevaba colgada al cuello. Se había oscurecido con brillantina la exigua cuota de cabellos rubios, y se la había cepillado hacia adelante en una amplia curva sobre la frente pálida.
En cuanto hubo cerrado la puerta, apretó el bastón elegantemente bajo el brazo, y se inclinó.
—Sus señorías —dijo—, mi injustificada intrusión en la intimidad de ustedes, sin más trámite que unos sumarios golpes en la puerta, podría sin duda considerarse el colmo de la impertinencia si no fuera porque me trae un asunto grave.
—¿Quién ha muerto? —dijo Cora.
—¿Gertrude? —apuntó Clarice.
—Nadie ha muerto —dijo Pirañavelo acercándose—. Les contaré los hechos dentro de unos minutos; pero primero, mis estimadas señorías, me sentiría muy honrado si me permitieran admirar los bordados de ustedes. ¿Me permiten verlos?
Miró a una y otra con aire interrogante.
—Ya los había mencionado antes, en casa de los Prunescualo —susurró Clarice a su hermana—. Dijo que los quería ver, nuestros bordados.
Clarice tenía la firme convicción de que mientras susurrase, por muy alto que fuera, nadie oiría una palabra excepto su hermana.
—Lo he oído —dijo su hermana—. No creas que estoy ciega.
—¿Qué le gustaría ver primero? —dijo Clarice—. ¿Nuestras labores, la Habitación de las Raíces o el Árbol?
—Si no me equivoco —dijo Pirañavelo a modo de respuesta—, las creaciones de la aguja de ustedes adornan las paredes que nos rodean, y después de haberlas visto como un relámpago, por decirlo de algún modo, no puedo resistirme a examinarlas con más detenimiento, antes de tener el placer de visitar la Habitación de las Raíces.
—Ha dicho «creaciones de nuestra aguja» —susurró Clarice con una voz desanimada y alta que se oyó en toda la habitación.
—Naturalmente —dijo su hermana, y se encogió otra vez de hombros, y volviéndose a Pirañavelo torció levemente hacia arriba la comisura de la boca, y aunque el resultado fue tan poco expresivo como la curva entre los labios de un bacalao muerto, el joven la interpretó como un mensaje: tanto él como ella estaban muy por encima de comentarios tan obvios.