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Perdió pie. Tendió los brazos, pero sus manos se aferraron al aire y nada más. Su puño se cerró, vacío. Su cabeza golpeó la roca con un fuerte crujido y rebotó. Golpeó, rebotó y volvió a golpear, como una pelota de goma.
Nos quedamos mirando durante lo que pareció un tiempo muy largo. Eve estaba inmóvil y Zoë, que una vez más había sido la causante del accidente, no sabía qué hacer. Miró a su padre, quien se acercó a ambas a toda prisa.
—¿Estás bien?
Eve pestañeó con fuerza, con expresión dolorida. Tenía sangre en la boca.
—Me mordí la lengua —dijo con voz débil.
—¿Y la cabeza?
—... duele.
—¿Puedes llegar al coche?
Yo iba por delante, guiando a Zoë. Denny llevaba del brazo a Eve. No se tambaleaba, pero se la veía perdida, y quién sabe dónde habría ido a parar si hubiese estado sola. Casi anochecía cuando llegamos al hospital de Bellevue.
—Probablemente tengas una conmoción leve —dijo Denny—. Pero tienen que verte.
—Estoy bien. —Eve lo repetía una y otra vez. Pero era evidente que no lo estaba. Estaba mareada, arrastraba las palabras y se adormilaba todo el tiempo. Pero Denny la despertaba, diciendo algo acerca de que no te debes dormir cuando has sufrido una conmoción.
Entraron en el hospital y me dejaron en el coche con la ventanilla apenas abierta. Me acomodé en el estrecho asiento del acompañante del BMW 3.0 CSi de Denny y me obligué a dormir; cuando duermo, no siento tantas ganas de orinar como cuando estoy despierto.
En Mongolia, cuando un perro muere, lo sepultan en lo alto de una colina para que nadie camine sobre su tumba. El amo del perro le susurra al oído su deseo de que regrese como humano en su próxima vida. Luego, le cortan el rabo y se lo ponen bajo la cabeza. Le meten un trozo de carne o de grasa en la boca para que su alma se alimente durante el viaje. Antes de reencarnarse, el alma del perro puede errar por los altiplanos desiertos tanto tiempo como quiera.
Aprendí eso de un documental del National Geographic Channel, así que creo que es cierto. Dicen que no todos los perros regresan como hombres; sólo los que están listos.
Yo estoy listo.
Pasaron horas antes de que Denny regresara, y lo hizo solo. Me dejó salir, y apenas tuve tiempo de levantarme antes de descargar un torrente de orina sobre el pie del farol más cercano.
—Disculpa, chico —dijo—. No es que me haya olvidado de ti.
Cuando terminé, abrió un paquete de galletas de mantequilla de cacahuete, que debía de haber comprado en una máquina expendedora. Son las que más me gustan. Es por la sal y la mantequilla de las galletas, mezcladas con la grasa de los cacahuetes. Intenté comer poco a poco, saboreando cada bocado, pero estaba demasiado hambriento y me las tragué con tanta prisa que apenas noté el sabor. Qué desperdicio, gastar algo tan maravilloso en un perro. A veces odio ser lo que soy.
Nos quedamos sentados en el bordillo durante un largo rato, sin hablar ni nada. Parecía alterado, y yo sabía que, cuando lo está, lo mejor que puedo hacer es quedarme con él. Así que me tumbé a su vera y esperé.
Los aparcamientos son lugares extraños. Las gentes adoran a sus coches cuando conducen, pero se apresuran a alejarse de ellos cuando se detienen. A las personas no les gusta quedarse mucho tiempo en un coche aparcado. Creo que es porque temen que vayan a pensar mal de ellos. Las únicas personas que se quedan en sus coches aparcados son los policías o los que acechan a alguien. A veces también los taxistas, pero, por lo general, sólo mientras comen. Pero yo puedo pasarme horas en un coche aparcado sin que a nadie le llame la atención. Es curioso. ¿Y si estuviese acechando a alguien? Y en ese aparcamiento de hospital, con su asfalto tan negro, tibio como un jersey que alguno se acabara de quitar, con sus líneas tan blancas, pintadas con meticulosidad quirúrgica, la gente detenía sus coches y salía a escape de ellos. Corrían hasta el edificio. O se escabullían de él y entraban en los vehículos y se marchaban a toda prisa, sin ajustar sus espejos retrovisores, ni estudiar el camino de salida, como si estuviesen huyendo.
Denny y yo nos quedamos allí mucho tiempo, mirando a los que iban y venían, sin hacer otra cosa que respirar. No necesitábamos conversar para comunicarnos. Al cabo de un tiempo, un coche aparcó junto a nosotros. Era hermoso, un Alfa Romeo GTV de 1974, verde pino, descapotable en origen, como nuevo. Mike salió lentamente y caminó hasta nosotros.
Lo saludé y me dio una distraída palmadita en la cabeza. Se acercó a Denny y se sentó en el lugar del bordillo que yo había ocupado. Traté de mostrar un poco de alegría, porque el ambiente era definitivamente sombrío, pero Mike me apartó cuando quise apoyarle el hocico.
—Te agradezco esto, Mike —dijo Denny.
—Faltaría más. ¿Dónde está Zoë?
—El padre de Eve la llevó a su casa y la acostó.
Mike asintió. El ruido de los grillos era más fuerte que el de la cercana carretera interestatal 405, pero no mucho. Nos quedamos escuchando el concierto de grillos, viento, hojas, coches y ventiladores del techo del hospital.
Sé por qué seré una buena persona. Porque escucho. Como no puedo hablar, escucho muy bien. Nunca interrumpo, nunca desvío el curso de la conversación con un comentario propio. Si te fijas, verás que las personas alteran constantemente el rumbo de las conversaciones de los demás. Es como si quien fuese en el asiento del pasajero te quitara el volante de las manos y te obligase a meterte por una calle lateral. Por ejemplo, podría ocurrir que estuviésemos en una fiesta y yo quisiera contarte la historia de cómo fui a recuperar una pelota de fútbol del jardín de un vecino y me vi obligado a saltar a la piscina porque su perro me persiguió, y yo me pusiese a relatar la anécdota y tú, al oír las palabras «fútbol» y «vecino» en la misma frase, me interrumpieras para decirme que de niño eras vecino del famoso futbolista Pelé. Entonces, yo, para ser cortés, te haría una pregunta, como, digamos, Pelé jugó para el Cosmos de Nueva York, ¿te criaste en Nueva York? Y quizá responderías que no, que te criaste en Brasil, en las calles de Três Coraçoes con Pelé, y yo tal vez diría que creía que provenías de Arkansas, y tú contestarías que originalmente no y pasarías a hacerme un resumen de tu genealogía. Así que mi apertura conversacional inicial, que tenía el propósito de contar la historia divertida acerca de cómo me persiguió el perro del vecino, se perdería por completo, y sólo porque tú quisiste hablarme de Pelé. ¡Aprende a escuchar! Te lo suplico. Intenta pensar que eres un perro como yo y escucha a la gente, en lugar de querer reemplazar sus anécdotas con las tuyas.
Esa noche escuché, y oí.
—¿Cuánto tiempo la tendrán en el hospital? —preguntó Mike.
—Quizá ni siquiera hagan una biopsia. Tal vez entren y lo quiten directamente. Maligno o no, está causando problemas. Los dolores de cabeza, las náuseas, las alteraciones de ánimo.
—¿De veras? —bromeó Mike—. ¿Alteraciones de ánimo? Entonces, quizá mi cónyuge también tenga un tumor.
Fue una broma bienintencionada, pero Denny no estaba para bromas esa noche. Dijo en tono severo:
—No es un tumor, Mike. Es una masa. Hasta que no lo analicen no puede decirse si es o no un tumor.
—Lo siento —dijo Mike—. Sólo quise... lo siento. —Me dio una palmada—. Es realmente duro. Si yo fuera tú, me estaría subiendo por las paredes.
Denny se irguió. Lo más que pudo, que no era mucho. No era muy alto. Estaba hecho para la Fórmula 1. Bien proporcionado y fuerte, pero pequeño. Un peso mosca.
—Es justo lo que me pasa. Me estoy subiendo por las paredes —dijo.
Mike asintió con aire pensativo.
—No lo parece. Supongo que eso es lo que te hace tan buen conductor. —Yo lo miré. Eso era precisamente lo que estaba pensando.
—¿Podrías pasar por casa a buscar sus cosas?
Denny sacó su llavero y seleccionó algunas llaves.
—Su comida está en la alacena. Dale una taza y media. Come tres de esas galletas de pollo por la noche. Llévate su cesta de dormir, está en el dormitorio. Y lleva su perro. Dile: «¿Dónde está tu perro?», y lo buscará. A veces lo esconde.
Separó la llave de la casa y se la tendió a Mike.
—Es la misma para las dos cerraduras —dijo.
—No habrá problema —dijo Mike—. ¿Quieres que te busque y te traiga alguna ropa?
—No. Iré por la mañana y, si tengo que quedarme aquí, haré una maleta.
—¿Necesitarás las llaves?
—Eve tiene las suyas.
No dijeron nada más. Sólo se oían los grillos, el viento, el tráfico, los ventiladores, una sirena lejana.
—No hace falta que te contengas —dijo Mike—. Puedes desahogarte. Estamos en un aparcamiento.
Denny se miró los pies, calzados con las viejas botas que usaba cuando salía de excursión. Quería un par nuevo. Yo lo sabía porque me lo dijo, pero no quería gastar tanto dinero, y creo que tenía la esperanza de que alguien le regalase un par para su cumpleaños o las navidades o algo así. Pero nadie lo hacía. Tenía cien pares de guantes de conducir, pero a nadie se le ocurrió nunca regalarle un nuevo par de botas. Yo sé escuchar.
Alzó la vista hacia Mike.
—Era por esto por lo que ella no quería venir al hospital.
—¿Qué? —preguntó Mike.
—Esto era lo que temía.
Mike asintió con la cabeza, aunque era evidente que no entendía de qué hablaba Denny.
—¿Qué harás con tu carrera de la semana que viene?
—Llamaré a Johnny mañana y le diré que ya no correré esta temporada —dijo Denny—. Debo estar aquí.
Mike me llevó a casa para buscar mis cosas. Me sentí humillado cuando me preguntó: «¿Dónde está tu perro?». No quería admitir que dormía con un animal de peluche. Pero lo hacía. Amaba a ese perro, y Denny tenía razón, lo escondía durante el día, porque no quería que Zoë lo incorporara a su colección y, además, porque cuando la gente lo veía quería jugar a disputármelo y no me gusta que anden dando tirones de mi perro. Encima, le temía al virus que había poseído a la cebra.
Pero recuperé el perro del escondite de debajo del sofá, regresamos al Alfa de Mike y fuimos a su casa. Su esposa, que en realidad no era una esposa, sino un hombre que parecía una esposa, le preguntó cómo le había ido, pero Mike apenas le contestó y se sirvió una copa.
—Ese tipo —dijo Mike— está tan tenso que va a tener un aneurisma o algo así.
La esposa o esposo de Mike tomó el perro, que yo había dejado en el suelo.
—¿También tenemos que quedarnos con esto? —preguntó.
—Mira —Mike suspiró—, todos necesitamos algo que nos dé confianza. ¿Qué tiene de malo?
—Hiede —dijo su esposa—. Lo lavaré.
¡Y lo metió en la lavadora! ¡A mi perro! Tomó el primer juguete que me regaló Denny y lo metió en la lavadora... ¡con jabón! No podía creerlo. Me quedé azorado. ¡Nunca nadie había tratado así a mi perro!
Lo miré por la ventana transparente de la máquina mientras daba vueltas y más vueltas entre la espuma. Ellos se reían de mí. No con maldad. Sólo como si pensaran que soy un perro estúpido. Todos lo creen. Se reían y yo miraba y, cuando salió, lo pusieron en la secadora junto a una toalla, mientras yo esperaba. Y cuando quedó seco, lo sacaron y me lo dieron. Quien lo sacó fue Tony, la esposa de Mike. Cuando me lo entregó estaba calentito, y dijo:
—Mucho mejor, ¿no?
Quise detestarlo. Quise detestar al mundo. Quise detestar a mi perro, al tonto animal de peluche que Denny me dio cuando era cachorro. Estaba furioso porque nuestra familia había sido despedazada repentinamente. Zoë con los Gemelos. Eve enferma en el hospital, yo en un hogar ajeno, como un niño adoptado. Y ahora, mi perro despojado de su olor. Quería alejarme de todo e irme con mis ancestros a Mongolia, al más alto de los desiertos, y allí cuidar a ovejas y corderos de los lobos.
Cuando Tony me tendió el perro, lo apresé con la boca, sólo para no faltarle al respeto. Me lo llevé a mi cesta, porque eso era lo que Denny hubiese querido. Y me enrosqué junto a él.
Y ¿sabéis qué fue lo más gracioso? Me gustó.
Me gustó más mi perro de peluche limpio que hediondo, lo que nunca hubiera imaginado. Al menos tenía algo a que aferrarme. Que me permitía creer que el núcleo de nuestra familia no podía quebrarse por obra de un azar, por un lavado accidental, una enfermedad inesperada. Había un vínculo en lo más hondo del corazón de nuestra familia. Nos unía a Denny, a Zoë, a Eve, a mí e incluso a mi perro de peluche. Aunque lo que nos rodeaba cambiara, nosotros siempre estaríamos juntos.
Como soy un perro, no me informaban mucho. No se me permitía ir al hospital y oír las conversaciones en voz baja, los diagnósticos, pronósticos, análisis, ver al doctor, con su gorro azul y su bata azul, susurrando que lo sentía, revelando los indicios que todos deberían haber notado, hablando de los misterios del cerebro. Nadie confiaba en mí. Nadie me consultaba. Sólo se esperaba de mí que hiciera mis necesidades fuera cuando me sacaban y que dejara de ladrar cuando me decían que me callara.
Eve pasó largo tiempo en el hospital. Semanas. Como Denny tenía tantas ocupaciones, cuidarnos a Zoë y a mí, además de visitar a Eve en el hospital cuando se lo permitían, decidió que lo mejor que podía hacer era establecer una rutina, más que vivir de forma casi improvisada, como acostumbrábamos hasta entonces. Mientras que antes él y Eve a veces llevaban a Zoë a comer a un restaurante, ahora siempre lo hacíamos en casa. Mientras que antes Denny llevaba con frecuencia a Zoë a desayunar a una cafetería, sin Eve, ahora siempre desayunaban en casa. Los días consistían en una serie de eventos idénticos: Zoë comía sus cereales, mientras Denny le preparaba el almuerzo que se llevaría, consistente en un bocadillo de mantequilla de cacahuete y plátano en pan integral, patatas fritas, los bizcochos buenos y una botellita de agua. Luego, Denny dejaba a Zoë en la colonia de veraneo antes de ir a trabajar. Cuando terminaba su jornada laboral, la recogía y, una vez de regreso en casa, preparaba la cena mientras Zoë veía la tele. Después de la cena, Denny me daba mi comida y luego llevaba a Zoë a visitar a Eve. Cuando regresaban, la bañaba, le leía un cuento y la mandaba a dormir.
Denny también se ocupaba de los asuntos pendientes, como pagar las facturas o discutir con el seguro médico acerca de los gastos que excedían la cobertura, los plazos de pago y cosas así. Pasaba buena parte de los fines de semana en el hospital. No era una forma muy emocionante de vivir. Pero era eficiente. Y, dada la gravedad de la dolencia de Eve, ser eficientes era lo más a lo que podíamos aspirar. Mis paseos eran escasos, mis visitas al parque inexistentes. Denny y Zoë me hacían poco caso. Pero yo estaba dispuesto a sacrificarme en aras del bienestar de Eve y de la preservación de la dinámica familiar. Me juré a mí mismo que no les causaría problemas de ningún tipo.