En 1925, el paleontólogo Henry Fairfield Osborn, miembro del mismo museo que Melodie, fue el primero en elaborar la hipótesis de que la extinción masiva de los dinosaurios se debió a una epidemia propagada por todos los continentes, a la manera de la Peste Negra. En su libro
The Dinosaur Heresies,
Robert Bakker había profundizado en la hipótesis de Osborn formulando la teoría de que la extinción masiva podía explicarse por brotes de microbios de otro origen que habían hecho estragos entre los dinosaurios. La causa de la llegada de esos microbios era la unión de Asia y América del Norte. La mezcla de especies había provocado la propagación de nuevos gérmenes. El libro de Bakker se había publicado hacía casi veinte años, pero sus ideas se habían ido hundiendo poco a poco en el olvido en proporción inversa a la aceptación de la teoría del impacto del asteroide.
Pero ahora parecía que la razón, en cierto modo, la tenía Bakker.
Los dinosaurios habían muerto a causa de una epidemia, concluyó Melodie —ahí estaba el microbio culpable, ante sus ojos—, pero la causa de esta última no era la unión gradual de continentes, sino el propio impacto del asteroide, cuya caída había provocado incendios, oscuridad, hambruna y pérdida catastrófica de hábitats en todo el planeta. Los cálculos demostraban que a partir del impacto la Tierra se había visto sumida durante meses en una noche perpetua, con un aire tan cargado de polvo y de hollín que era imposible respirarlo, y una lluvia tan ácida que disolvía hasta las piedras. El impacto del asteroide había creado las condiciones perfectas para la propagación de epidemias a gran escala entre los supervivientes, que se movían por un paisaje lleno de animales muertos o moribundos, y estaban ellos mismos famélicos, quemados, heridos y con el sistema inmunitario gravemente deteriorado. En tales condiciones, una epidemia devastadora, más que posible, era inevitable. El asteroide había matado a la mayoría de los dinosaurios. Del resto habían dado buena cuenta las epidemias subsiguientes.
Sin embargo, la teoría tenía otro giro importantísimo, un giro tan extravagante que Melodie aún no había decidido si podía publicarse o si era el fruto de cincuenta horas sin dormir. El giro era el siguiente: la partícula Venus no parecía una forma de vida terrestre, sino… eso, extraterrestre.
Quizá, sólo quizá, la partícula Venus hubiera llegado con el asteroide.
Masago saltó del helicóptero y pasó bajo las hélices, que se empezaban a parar. Después de cruzar la zona de aterrizaje, miró el desierto que lo rodeaba. El avión no tripulado Predator indicaba que los objetivos habían bajado al valle innominado desde el borde de la meseta que lo presidía. El helicóptero se había posado en el centro del valle, el punto que los cuatro soldados tomarían como referencia para ir reduciendo el perímetro.
Llegó Hitt, seguido por los últimos dos hombres del grupo, los soldados de primera Gowicki y Hirsch. El terreno era arduo y complicado, pero los objetivos estaban prácticamente encerrados en el valle por los despeñaderos que les vedaban el paso. Los cuatro miembros del equipo de Hitt se habían repartido por las únicas cuatro salidas existentes, y en ese momento ya estrechaban el cerco. Solo faltaba que Hitt y sus dos hombres entrasen en busca de los objetivos. No tenían ninguna posibilidad de escapar.
El jefe del comando y sus dos especialistas ya habían descargado y transportado los equipos. Ahora estaban poniendo a punto los GPS, mientras murmuraban mensajes en la frecuencia del comando a los miembros que en esos instantes realizaban sus movimientos de pinza.
—En marcha —dijo Masago.
Hitt asintió. Al ver la señal de su mano, los otros dos hombres se colocaron en formación triangular, con el vértice retrasado. De acuerdo con los planes, Masago se quedó cien metros por detrás, con su arma de siempre, una Beretta 8000 Cougar, en una pistolera cruzada. Gowicki y Hitt tomaron la delantera. Hirsch, el vértice del triángulo, cerraba la formación. Avanzaron con prudencia por un cauce seco en dirección al punto por donde, según la información del Predator, habían huido los tres objetivos. Masago buscó huellas en el suelo de arena, pero no encontró ninguna. Era solo cuestión de tiempo.
Subieron por el cauce, que se fue ensanchando hasta llegar a una bifurcación. Descansaron en ella mientras Hitt trepaba para efectuar un reconocimiento. El sargento volvió en pocos minutos haciendo un escueto movimiento de negación con la cabeza. Al siguiente gesto reanudaron su camino hacia una hilera de rocas con forma de setas.
Nadie decía nada. Se separaron a medida que el cauce se ensanchaba, y pronto llegaron a la sombra del extraño bosque de rocas verticales.
—Aquí hay una huella —murmuró Gowicki—. Y aquí otra.
Masago se puso de rodillas. Eran huellas recientes de sandalias. El monje. Volvió la mirada y encontró otras: las de la mujer, un pie pequeño, entre un treinta y siete y un treinta y ocho, y las del hombre, un cuarenta y cinco o un cuarenta y seis.
Se adentraron entre las rocas, con Hitt al frente. Masago descartó la posibilidad de que pretendieran tenderles una emboscada. Habría sido un suicidio atacar a una patrulla de la Delta Forcé con un par de pistolas, si es que las tenían. No, estarían escondidos pero ya los sacarían, ya. Faltaba poco para el cumplimiento de la primera fase de la operación.
Llegaron a un grupo de rocas enormes, apoyadas entre sí, que los obligó a arrastrarse por un hueco. Hitt esperó a que llegara Masago, que iba el último, para señalar marcas recientes en la arena compactada. Los fugitivos habían pasado por ahí. Y no hacía mucho.
Masago asintió con la cabeza.
El primero en entrar fue Hitt, que lo hizo a gatas; el último, Masago, que al levantarse vio que las paredes se encajonaban. Consultó un momento el mapa. Todo indicaba que sus presas se habían metido en un cañón sin salida, del que nadie, ni siquiera ellos, podía salir trepando.
Murmuró por los auriculares:
—Mientras no tenga la información que necesito, me hacen falta vivos.
—Esperen aquí —dijo Ford—, yo subiré a echar un vistazo.
Escaló por una roca y, mientras Tom y Sally descansaban, hizo un reconocimiento del terreno. Estaban en plenos Badlands, rodeados de rocas de formas peculiares. El helicóptero se había posado a menos de dos kilómetros, en el centro del valle. Ford tuvo la certeza de que les seguían el rastro. Gracias a su formación en la CÍA, también previo que habrían puesto hombres en los posibles puntos de salida, y que esos hombres estarían convergiendo para cerrarles el paso. Solo tenían una oportunidad: encontrar una salida inesperada del cañón, o bien un escondrijo.
Miró hacia el fondo del cañón. Delante había una serie de promontorios cenicientos y sin vegetación; detrás, otro grupo de rocas desnudas, que parecían hileras de monjes encapuchados. Varios kilómetros más lejos se erguía una concentración de precipicios bermellones, como si fuera la escalera de transición a otra meseta. Si pudieran escaparse por ahí tendrían alguna posibilidad, aunque a simple vista no prometía mucho. Miró a Sally y Tom. Perdían fuerzas a gran velocidad. Dudó que pudieran caminar mucho más tiempo. No había más remedio que buscar un escondite.
Bajó otra vez al fondo del cañón.
—¿Ha visto algo? —preguntó Tom.
Ford negó con la cabeza. Prefería no entrar en detalles.
—Sigamos.
Siguiendo el lecho, llegaron al bosque de rocas verticales. Era un espacio cerrado, donde se había acumulado un calor agobiante. Trepando por las rocas caídas, o escurriéndose entre bloques de arenisca, se internaron cuanto les fue posible en la concentración de monolitos, pasando del sol a la sombra y de la sombra al sol. En algunos casos las rocas estaban tan juntas y apoyadas unas en otras que tenían que pasar a gatas.
Bruscamente, sin transición, se encontraron de nuevo frente a la pared de un precipicio que se curvaba en ambos lados, formando una especie de anfiteatro. Al fondo, aproximadamente quince metros por encima de la base del cañón, un antiguo curso de agua había excavado una cueva. Ford vio una serie de muescas borrosas en la piedra; era una escalera natural labrada antaño por los indios anasazi para subir a la caverna.
—Vayamos a ver aquello —dijo.
Cuando llegaron al pie de la pared, Tom examinó el antiguo camino anasazi y miró hacia arriba. —Nos encontrarán, Wyman —dijo.
—Es la única opción. Puede que la cueva tenga salida, y si borramos nuestras huellas tal vez pasemos inadvertidos. Es una posibilidad.
Tom se giró hacia Sally.
—¿Tú cómo lo ves?
—Yo ya no estoy para ver nada.
—Pues vamos.
Se esmeraron en borrar sus huellas y subieron por el camino anasazi, que no les presentó grandes dificultades. Solo tardaron unos minutos en llegar a la cueva. Ford se paró a respirar. A él tampoco le quedaba mucha resistencia. Le pareció increíble que Sally y Tom pudieran caminar. El aspecto de los dos era terrible. Para bien o para mal, la cueva marcaría el final de su camino.
Tenía la forma de una cúpula muy grande, con suelo de arena blanda y paredes de arenisca curvadas en su parte superior. El sol indirecto que entraba desde fuera lo bañaba todo de un resplandor rojizo. Olía a polvo y a tiempo. Al fondo de la cueva había una roca enorme que parecía haber caído hacía una eternidad. La acción del agua que se filtraba por la trama de grietas del techo la había pulido y redondeado.
Al recorrer la cueva asustaron a una colonia de golondrinas que habían hecho su nido en ella y que al revolotear en la penumbra llenaron el aire de gritos estridentes.
—La cueva podría seguir por detrás de la roca —dijo Ford.
Fueron hasta el fondo, donde estaba la roca caída.
—Mirad —dijo Tom—, huellas.
La arena estaba muy bien alisada, pero vieron huellas de una bota de montaña en el espacio entre la roca y la pared lateral de la cueva.
Se deslizaron por el hueco y penetraron en la parte trasera, al otro lado del peñasco caído.
Ford se volvió y lo vio: era el gran tiranosaurio, con las mandíbulas y las patas delanteras saliendo de la roca.
Parecía estar luchando por soltarse, por emerger del todo de la tumba de piedra. Estaba de costado, pero la inclinación de la roca caída lo había puesto casi en vertical. De ese modo, la sensación de vida era más fuerte, más grotesca. Al contemplar al animal, Ford estuvo muy cerca de sentir sus últimos y desgarradores momentos de conciencia terrenal. Nadie dijo nada. El espectáculo era impresionante.
Se aproximaron en silencio a la base de la peña, donde había algunos restos que se habían desperdigado por la arena, piezas que se habían desprendido del fósil por la erosión, como un diente largo y negro en forma de cimitarra. Tom lo cogió y pasó el pulgar por el reborde interno, cruelmente erizado de puntas. Después se lo dio a Ford con un silbido.
Pesaba mucho, y estaba frío.
—Increíble —murmuró Ford, mirando otra vez al monstruo grande y silencioso.
—Mire —dijo Tom, señalando unos objetos de factura humana parcialmente enterrados en la arena.
Eran estatuillas de madera, a cual más peculiar. Se arrodilló para escarbar en la arena e hizo aparecer más estatuillas, así como un bote pequeño lleno de puntas de flecha.
—Ofrendas —dijo Ford—. Ahora sabemos por qué se acaba aquí el camino de los indios. Adoraban al monstruo. No me extraña.
—¿Qué es eso?
Tom señalaba un canto metálico que sobresalía de la arena. Apartó la arena y encontró una lata quemada. La sacó y levantó la tapa. Dentro había una bolsa hermética con un fajo de cartas con sobre, fecha y dirección: «Robbie Weathers». La primera llevaba la siguiente inscripción:
Para mi hija Robbie. Espero que te guste esta historia. El tiranosaurio es todo tuyo. Afectuosamente, Papá.
Enrolló las cartas en silencio y volvió a meterlas en la lata. De repente Sally, que estaba más cerca de la boca de la cueva, susurró: —¡Voces!
Ford dio un respingo, como si saliera de un sueño. La situación se le echó encima en toda su magnitud.
—Tenemos que escondernos. Vamos a ver hasta dónde llega la cueva.
Tom sacó la linterna casi sin pilas que aún llevaba encima y enfocó el fondo de la cueva. Todos miraron fijamente. Terminaba en una grieta pulida por el agua, demasiado estrecha para que pasara una persona. Tom paseó la luz de la linterna alrededor de la grieta.
—Esto no tiene salida —dijo Ford en voz baja.
—¿Ya está? —dijo Sally—. ¿Ahora qué hacemos? ¿Rendirnos?
En vez de contestar, Ford se acercó a la boca de la cueva y sepegó a la pared para mirar hacia abajo. Tardó poquísimo en volver.
—Están abajo, en el cañón. Tres soldados y un civil.
Tom también se asomó a mirar el pequeño anfiteatro, por el que se movían dos hombres con rifles de asalto y uniforme de camuflaje. De repente apareció otro, y luego otro. Estaban inspeccionando el terreno donde habían borrado las huellas. Uno de ellos señalaba la cueva.
—Bueno, ya está —dijo Ford en voz baja.
—Y una mierda.
Tom sacó la pistola de la riñonera, hizo saltar el cargador, metió un par de balas sueltas y volvió a encajarlo en su sitio. Al levantar la cabeza vio que Ford hacía un gesto de escepticismo.
—Si les dispara es que se quiere suicidar; es un comando especial.
—No pienso dejar que me maten sin defenderme.
—Yo tampoco. —Ford guardó silencio, con una mueca de concentración en su rostro curtido. Como si tuviera la mente en otra cosa, sacó el diente de dinosaurio del bolsillo y lo sopesó. A continuación, lo guardó—. ¿Tiene el cuaderno, Tom?
Tom lo sacó.
—Démelo. La pistola también. —¿Qué piensa…?
—No tengo tiempo de explicárselo.
Observados desde abajo por Masago, Hitt y sus dos hombres treparon por la cuesta empinada de arenisca y, al acercarse al borde de la cueva, se pegaron a la roca y se separaron para tener cubiertos a sus ocupantes desde tres ángulos. Era una maniobra muy clásica, tal vez un poco exagerada teniendo en cuenta que los objetivos probablemente estuvieran desarmados.
Una vez que todos estuvieron en sus posiciones, se oyó la voz de Hitt. No le hizo falta levantarla mucho para dar una impresión de férrea autoridad.
—¡Eh, los de la cueva! Somos muchos más y tenemos más armas. Vamos a entrar ya. No se muevan. Mantengan las manos a la vista.