Enfocó una que estaba especialmente bien conservada y ajustó la magnificación a setecientos cincuenta. La partícula llenó todo el objetivo, perfilándose con gran nitidez. A medida que la examinaba, Melodie sentía crecer su sorpresa. Cada vez se parecía más al símbolo de Venus. Era una esférula de carbono con un palo acabado en una cruz, y ésta en algo parecido a unos pelos. Abrió el cuaderno de notas del laboratorio y la dibujó:
Cuando terminó el dibujo, se apoyó en el respaldo de la silla y lo contempló con profunda sorpresa. La partícula no se parecía a ningún tipo de inclusión que pudiera haber cristalizado de forma natural dentro de la roca. De hecho, no le encontró parecido con nada, como no fuera con los radiolarios que había examinado y dibujado durante dos días para un proyecto científico del instituto. Decididamente, su origen era biológico, habría puesto la mano en el fuego.
Retiró media docena de partículas Venus del portaobjetos y las trasladó a una bandeja para microscopía electrónica de barrido, que introdujo en una cámara de vacío y preparó para un examen con el correspondiente microscopio. Cuando pulsó el botón, la máquina emitió un suave zumbido, señal de que estaba evacuando la cámara.
«Bueno, será cuestión de echarle un vistazo en tres dimensiones a esta cosa», pensó.
F. P. Masago estaba en la sala de informática encalada del monasterio, que ahora era el centro de control del Predator. Su mirada no se despegaba de una pantalla plana conectada a la señal DLTV de la principal cámara del Predator. La mesa de madera rústica del monasterio estaba cubierta por toda una serie de instrumentos electrónicos muy avanzados que estaban siendo manipulados por tres operadores. El principal, un «controlador de combate» del Grupo Táctico Especial Aéreo 615, llevaba un casco FlightSim para aviones no tripulados, y la consola donde trabajaba presentaba los controles básicos de un avión normal: palanca, acelerador, indicador de velocidad, selector de rumbo y altímetro, así como un joystick a lo F16.
Masago dejó un momento de mirar la pantalla para observar a los dos controladores de apoyo. Estaban tan absortos en su tarea que no veían nada fuera del mundo electrónico donde estaban inmersos. Uno de los dos tenía a su cargo la consola de instrumental, compuesta por varias pantallas, interruptores, teclados y lectores digitales que controlaban el equipo de vigilancia y reconocimiento del Predator. Dicho equipo, cuyo peso era de doscientos kilos, consistía en cámaras electro-ópticas y de infrarrojos, un radar de apertura sintética para volar con mal tiempo, un monitor bicolor DLTV con zoom variable y un Spotter de 955 milímetros, además de un radar de infrarrojos FLIR de alta resolución con seis campos de visión de entre diecinueve y quinientos sesenta milímetros.
Los de la Delta Forcé ya habían vuelto con el helicóptero, pero aún no era su turno.
La vista de Masago se desplazó hacia el segundo controlador. Era el que manejaba los tres sistemas multiespectro de rastreo del UAV, con señalizador láser, telémetro, sistema ESM/ECM y un indicador de blanco móvil. El UAV ya había usado uno de sus dos misiles Hellfire C para matar al monje.
La atención de Masago volvió a concentrarse en la pantalla. De repente se puso tenso.
—Recibo algo —murmuró en sus auriculares la voz inexpresiva de uno de los operadores.
Vio a dos personas, y a otra que se les acercaba desde una distancia de cien metros. Cuatrocientos metros más arriba, en el cañón, había alguien en el suelo.
—Haz un zoom de novecientos milímetros en el objetivo situado más al sur —dijo.
La pantalla captó una nueva imagen: un hombre apoyado en la pared del cañón. Tenía una mancha grande. Sangre. Estaba muerto. Al monje y a los otros dos los esperaba por la información del policía, Willer, pero aquel otro, el muerto, era una incógnita.
—Reduce otra vez a doscientos cuarenta.
Volvieron a verse las tres siluetas. Ahora la de más al norte corría. Vio fugazmente el blanco de su cara al mirar hacia arriba. Era el entrometido de la CÍA, el que iba de monje. Masago no salía de su sorpresa.
—Parece que al final se nos ha escapado el de la falda —murmuró el controlador del sistema de rastreo.
Masago se inclinó hacia la imagen y la escrutó tan fijamente que parecía querer beber su esencia.
—Acércame el objetivo del medio.
La cámara dio un salto y la pantalla se llenó con la imagen de un hombre: Broadbent, la persona a quien buscaba Masago, esencial para el plan. Tratándose de quien había encontrado al buscador de dinosaurios, tenía más probabilidades que nadie de conocer el emplazamiento exacto del fósil. Según Willer, la mujer y el monje también eran cómplices, aunque faltaba saber cómo encajaban todas las piezas. Bueno, en realidad no hacía falta que encajasen demasiado. El objetivo de Masago era muy simple: averiguar la localización del fósil, despejar la zona de personal no autorizado, extraer el fósil e irse. Los detalles para el informe secreto ex post facto, que los juntara algún machaca.
—Reduce a ciento sesenta —dijo al operador de la consola de instrumental.
Otro cambio de imagen. Ahora los tres estaban juntos, corrían a refugiarse en las paredes del cañón.
—Activando MTI —dijo el controlador.
—No —murmuró Masago.
El controlador puso cara de sorpresa.
—Los necesito vivos, incluido al monje.
—A sus órdenes.
Masago inspeccionó el cañón. Tenía una profundidad de doscientos cincuenta metros, y paredes escalonadas que formaban un cuello de botella justo antes de abrirse al gran valle rocoso. Ninguno de los cañones laterales, que eran pocos, tenía salida. Era una zona casi cerrada, que les brindaba una buena oportunidad.
—¿Ves donde se estrecha el cañón? ¿Más o menos a las dos en tu pantalla?
—Sí.
—Pues ese es el blanco. —¿Señor?
—Quiero un impacto en la pared del cañón que provoque un derrumbe lo bastante importante como para que no puedan seguir. Tenemos la oportunidad de atraparlos.
—A sus órdenes.
—Rumbo ciento ochenta, bajando a dos mil —dijo el piloto.
—Apuntando a blanco fijo. Preparado para disparar.
—Espere mi señal —murmuró Masago por el micrófono de los auriculares—. Un momento.
Estaba viendo que el disparo del avión sería demasiado alto. El borde del cañón apareció en pantalla. De repente los objetivos quedaron ocultos tras la pared de roca.
—Me cago en… —murmuró el piloto.
—Pon rumbo ciento sesenta y gira —dijo Masago—. Reduce altura y sigue el cañón.
—Pero entonces verán que…
—De eso se trata, de que les entre el pánico.
La inclinación del aparato puso el paisaje en diagonal.
—Reduce el zoom a cincuenta milímetros.
La imagen se amplió a un plano general. Ahora Masago veía los dos bordes del cañón. El cambio de rumbo del Predator hizo reaparecer los tres objetivos, tres hormigas negras que corrían al pie de las paredes verticales del cañón en dirección al valle.
—Blanco centrado —dijo el operador en voz baja.
—Todavía no —murmuró Masago.
El plano general le permitía ver que el cañón hacía una curva, seguida por unos cuatrocientos metros en línea recta. Era como hacer correr ñus desde un helicóptero. Observó a las figuras, desde esa altura parecían moverse con la lentitud y la impotencia de los insectos. Poco podían hacer, encerrados como estaban entre paredes de trescientos metros. Llegaron al otro lado de la curva y siguieron corriendo en línea recta, sin despegarse de la pared del cañón, con la esperanza de que los protegiera.
—Cuando dispares —murmuró Masago—, activa la señal de vídeo del misil.
—Sí, señor.
—Espera…
Un largo silencio. Aún corrían, pero se veía que estaban exhaustos. La mujer se cayó. El monje y el otro la ayudaron. Estaban a trescientos cincuenta metros del blanco. Trescientos veinticinco. Trescientos.
—Fuego.
La pantalla parpadeó con otro cambio de señal, abandonando la del Predator por la de la cámara incorporada al misil, que primero recogió una porción de cielo azul y luego el suelo acercándose, hasta que enfocó la pared izquierda del cañón. La pared creció rápidamente de tamaño, a medida que el misil se acercaba al blanco con la guía láser. Cuando el proyectil hizo contacto, la imagen saltó automáticamente a la cámara de televisión del Predator. De repente volvían a estar encima y a verlo todo desde arriba: una nube silenciosa de polvo que ascendía junto a grandes trozos de roca. Las figuras se habían tirado al suelo. Masago esperó. Los quería medio atontados, pero no muertos.
El movimiento del aire en el cañón empezó a llevarse la nube de polvo. Al cabo de un rato reaparecieron las figuras. Ahora corrían en sentido inverso, hacia el punto del que habían venido.
—Cómo corren, los cabrones —murmuró el controlador.
Masago sonrió.
—Haz que suba otra vez el UAV y sigue vigilándolos. Yo voy para allá con el helicóptero. Ya los tenemos: tres ratas en una lata caliente.
Tom corría muy cerca de Sally, perseguido por la tormenta de polvo que había levantado la explosión, cuyo eco aún vibraba en sus tímpanos. Descansaron un poco al amparo de la pared del cañón. Tom jadeaba con la espalda en la roca, cuando llegó Ford.
—Pero ¿se puede saber qué pasa? —dijo Tom entrecortadamente.
El monje negó con la cabeza.
—¿Qué es lo que nos ha disparado?
—Un avión no tripulado. Aún nos vigila. Por lo menos se le han acabado los misiles, solo llevan dos. —Esto es surrealista.
—Creo que solo ha disparado para bloquear el cañón. Nos quieren cortar la salida.
—¿«Quieren»? ¿Quiénes?
—Luego, Tom. Ahora tenemos que salir de aquí.
Tom miró el cañón con los ojos entornados, examinando la pared hacia ambos lados. Le llamó la atención una grieta muy ancha en diagonal, en cuya base había una larga acumulación de escombros. Dentro de la grieta abundaban los apoyaderos y asideros. Las rocas, al quedarse atascadas durante su caída, habían creado condiciones perfectas para la escalada.
—Por ahí —dijo—. Podemos trepar por esa grieta. —Se giró hacia Sally—. ¿Te ves capaz?
—¡Hombre, claro! —¿Y usted, Wyman? —Sin problemas.
—A la derecha de la repisa hay un buen ángulo para subir.
—Usted primero —dijo Ford.
—¿Sabe qué hay al otro lado?
—Nunca me había metido tanto en las mesas.
Tom contempló sus zapatos italianos hechos a mano de cuatrocientos dólares. Estaban tan hechos polvo que ni siquiera se reconocían, pero no se habían roto. Menos mal que había encargado los que tenían la suela de goma… Levantó la cabeza justo cuando les pasaba lentamente por encima la cola de la nube de polvo, que oscureció el cielo con un velo de color azufre.
—Vamos.
Puso la mano en el primer asidero y subió a pulso.
—Fijaos atentamente dónde pongo las manos y los pies y usad los mismos asideros. No os acerquéis más de tres metros. Ahora tú, Sally.
Tom apoyó la rodilla en la roca y empezó a trepar. Intentó no pensar en que tenía la boca como llena de arena. El ansia de beber ya no era sed, sino algo más, un dolor físico.
Fue una escalada dura y vertiginosa, pero al menos no faltaban asideros. Tom subía metódicamente, girándose a cada minuto para ver qué hacía Sally. Era atlética, y le cogió rápidamente el truco. Ford trepaba sin miedo, como un mono. Tema un don innato. Cuanto más subían, más grande y más aterrador era el vacío a sus pies. Estaban practicando la escalada Ubre, sin cuerdas, piolets ni nada. Caer equivalía a morir.
Tom centró la vista en la pared de roca. Ya estaba en el territorio desconocido que hay después del cansancio. Descansaron en una pequeña repisa. Ford sacó la cantimplora.
—¡Dios mío! ¿Es agua? —preguntó Sally.
—Muy poca. Beba dos tragos.
Las manos de Sally temblaron al coger la cantimplora. Después de beber se la dio a Tom, que también bebió un poco. El agua estaba caliente y sabía a plástico. Aun así, tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no beber más, porque le parecía el líquido más delicioso que había probado en toda su vida. Le pasó la cantimplora a Ford, que se la guardó enseguida en la mochila.
—¿Usted no bebe?
—No me hace falta —respondió lacónicamente.
Tom miró hacia arriba. Oía el zumbido de mosquito del avión, pero no lo veía. Volvió a arrimarse a la roca; su cabeza intentó entender algo del ataque.