Tiranosaurio (21 page)

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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga, Misterio

BOOK: Tiranosaurio
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Dearborn se relamió, quitándose un resto de nata con una lengua grande y rosada.

—Todo esto lo registran muy bien las rocas del límite KT de Ratón Basin. Lo primero que se ve es una capa de escombros, fruto del impacto en sí. Es un estrato grisáceo, con gran presencia de iridio, un elemento escaso que solo se encuentra en los meteoritos. Al microscopio se advierte que está lleno de minúsculas esférulas, gotitas congeladas de roca derretida. Encima de esta capa hay otra completamente negra que fue descrita por un geólogo como «la ceniza del mundo cretácico». Los geólogos son los grandes poetas de la ciencia, ¿no le parece?

—Sigue extrañándome el interés de Weathers por el límite KT en alguien que solo buscaba dinosaurios.

—Sí, es un misterio. Puede que usara el estrato para localizar fósiles de tiranosaurio. El Cretácico final, justo antes de la extinción, es la época en que los dinosaurios dominaron la Tierra.

—¿A cuánto se cotiza un buen tiranosaurio en estos momentos?

—Alguien ha dicho que si se juntaran todas las personas que han encontrado un tiranosaurio no darían ni para un equipo de béisbol. Es lo menos habitual del mundo. Yo, para el próximo que salga al mercado privado, ya tengo dos docenas de clientes esperando, y calculo que algunos estarían dispuestos a pagar cien millones o más.

Tom silbó.

Dearborn dejó la taza, pensativo. —Yo tenía la sensación… —¿De qué?

—De que Stem Weathers buscaba algo más que un simple tiranosaurio, algo relacionado con el límite KT propiamente dicho, pero no sabría concretar…

Dejó la frase a medias y se sirvió otra taza de café.

—Pobre Stem. Y pobre Robbie. No le envidio tener que darle la noticia.

Se acabó la taza y se comió otro bollo. Después se pasó la servilleta por la cara y las puntas de los dedos.

—Bueno, Thomas, ahora le toca hablar a usted. Explíqueme qué encontró Stem Weathers. Naturalmente, puede contar con mi discreción.

Le brillaban los ojos.

Tom sacó de su bolsillo el esquema del ordenador y lo abrió sobre la mesa de centro.

Lentamente, inexorablemente, pero movido por un ímpetu colosal, el grandioso cuerpo de Harry Dearborn se levantó de la silla, mudo en su estupor.

16

Maddox se inclinó sobre la mujer, que estaba en la cama, con la melena rubia dispersa por la almohada, como un halo. Empezó a salir de su inmovilidad, gimió… y finalmente abrió los ojos. Maddox se limitó a observar en silencio cómo la expresión de su mirada pasó de la confusión al miedo en cuanto lo recordó todo. Levantó la pistola para que la viera.

—Ojo con intentar nada raro. Como máximo te puedes sentar. Al incorporarse, la rubia hizo una mueca. Las esposas que tenía en las muñecas y los tobillos tintinearon. Maddox hizo un gesto que abarcó la celda. —¿Qué te parece? Silencio.

—Me he esforzado por que estuvieras a gusto.

No contento con cubrir la bobina de cable con un mantelito para usarla de mesa, y poner flores frescas en un tarro de mermelada, había colgado un grabado firmado y de edición limitada procedente de la cabaña. El farol de queroseno vertía su luz amarilla por la celda, que por suerte no era tan tórrida como el exterior, y eso que faltaba poco para el anochecer. El aire era puro, limpio de los vapores o los gases perniciosos de las minas.

—¿Cuándo vuelve Tom?

No hubo respuesta. La rubia miró para otro lado. Maddox se estaba empezando a cabrear.

—Mírame.

No le hizo caso.

—He dicho que me mires.

Maddox levantó la pistola.

Ella giró despacio la cabeza y lo miró con insolencia. Sus ojos verdes echaban chispas de rabia. —¿Te gusta lo que ves?

No dijo nada. Su expresión era tan viva que a Maddox le pareció un poco desconcertante. No parecía asustada. Sin embargo, él sabía que lo estaba. Aterrorizada. Y tenía motivos.

Se levantó y alzó los brazos, dedicándole su irresistible media sonrisa.

—Fíjate bien. No estoy mal, ¿eh? Nada, ninguna reacción.

—¿Sabes que vas a verme mucho? Empezaré enseñándote el tatuaje que tengo en la espalda. ¿Ya te imaginas qué es? Nada.

—Tardaron dos semanas en hacérmelo: cuatro horas diarias durante catorce días. Me lo hizo un colega de la cárcel, un genio de la aguja. ¿Sabes por qué te explico esto?

Se quedó callado, pero ella no dijo nada.

—Porque si hoy estamos tú y yo juntos es por el tatuaje. Ahora escúchame: quiero el cuaderno. Lo tiene tu marido. Te soltaré cuando me lo haya dado. Así de fácil, pero para eso tengo que ponerme en contacto con él. ¿Tiene móvil? Si me das el número podrás salir en pocas horas.

Por fin le sacó unas palabras.

—Búscalo en el listín.

—Oye, tía, ¿por qué me lo pones tan difícil?

Ella no dijo nada. A ver si aún pensaba que tenía voz y voto… Pues habría que demostrarle lo contrario. Maddox la domaría como a una potranca.

—¿Ves las esposas de la pared? Por si no lo has adivinado, son para ti.

La rubia ni siquiera se volvió.

—Míralas bien.

—No.

—Levántate.

Se quedó sentada.

Maddox apuntó con cuidado al tobillo y disparó desviando un poco el cañón hacia la izquierda. La reverberación fue ensordecedora. Sally saltó como un cervatillo. La bala había perforado el colchón, haciendo salir algunos trozos del relleno.

—Mierda. He fallado.

Maddox volvió a apuntar.

—Te vas a quedar coja para toda la vida. Venga, levántate.

Ella se puso de pie, las esposas tintinearon.

—Ve a la pared donde están clavadas las esposas. Te quitarás las que llevas y te pondrás esas.

Esta vez pudo ver que los esfuerzos de la rubia por seguir poniendo cara de arrogancia no lograron evitar que se filtrara el miedo en su expresión. Le apuntó con la pistola.

—Si te da en la arteria, hasta es posible que te mueras.

Silencio.

—¿Vas a hacer lo que te pido o tendré que dispararte al pie? Es la última vez que te aviso, y hablo en serio. La rubia comprendió que era verdad. —No, ya lo hago —dijo con un nudo en la garganta. Tenía los ojos empañados.

—Así me gusta. Te lo voy a explicar: las dos esposas tienen la misma llave. Empieza abriendo las de los tobillos. Luego la muñeca derecha. De la izquierda me encargo yo.

Maddox le tiró la llave. Ella se agachó a recogerla, abrió torpemente los grilletes de los tobillos y siguió las instrucciones.

—Ahora tira la llave al suelo.

Maddox se agachó a recogerla.

—Te voy a soltar la mano izquierda.

Se acercó a la mesa para dejar la pistola. Después volvió para esposar la muñeca izquierda de la rubia y comprobó que las dos esposas estuvieran bien cerradas.

Retrocedió y cogió la pistola de la mesa.

—¿Ves esto? —Se señaló el muslo—. ¿Sabes que antes me has dado?

—Lástima que no haya sido en medio y unos diez centímetros más arriba.

Maddox soltó una carcajada ronca.

—¡Anda, si estás hecha una humorista! Pues cuanto antes acabes tu actuación, menos durará todo esto. El cuaderno lo tiene tu marido, Tommy, y yo lo quiero. —Volvió a apuntarle al pie con la Glock—. Dame su número y podremos empezar.

Ella le dictó un número de móvil.

—Ahora te voy a dar un gustazo.

Maddox retrocedió un paso, sonriendo, y empezó a desabrocharse la camisa.

—Te voy a enseñar mi tatuaje.

17

La sala de lectura del Amsterdam Club estaba tan silenciosa como de costumbre. Solo se oía el susurro de los periódicos y algún cubito chocando con un vaso. El revestimiento de roble de las paredes, los cuadros de tonos oscuros y el mobiliario macizo creaban un ambiente de elegancia intemporal, reforzado por el aroma de los libros antiguos y el cuero.

Cómodamente sentado en un rincón, dentro de un círculo de luz amarillenta, el doctor Iain Corvus echaba un vistazo al último número de
Scientific American
entre sorbo y sorbo de martini. Tras hojearlo un poco, casi sin leerlo, lo arrojó impacientemente a la mesita. Era un sábado a las siete de la tarde; los miembros del club empezaban a vaciar la sala de lectura para irse a cenar. Corvus no tenía hambre, ni de comida ni de conversación. Hacía setenta y dos horas que no sabía nada de Maddox. Ignoraba por completo dónde estaba y qué hacía, y no tenía ninguna manera segura de ponerse en contacto con él.

Volvió a cruzar las piernas, cambiando de postura, y bebió un buen trago de martini. El calor que le subía del pecho a la cabeza era agradable, pero no lo consoló. Tantas cosas dependían de Maddox… Todo, todo dependía de él. Justo entonces, cuando su carrera se hallaba en un momento crítico, Corvus estaba en manos de un ex presidiario.

Melodie se había quedado a hacer horas extra en el laboratorio de mineralogía, para seguir con su análisis del espécimen. Estaba dando mucho más de sí de lo que Corvus había previsto, demostrando su talla como científica. De hecho, estaba haciéndolo tan bien que Corvus empezaba a sentirse un poco inquieto. Tenía miedo de que Melodie le diera más problemas de lo que pensaba a la hora de compartir la gloria. Quizá fuera un error dejar que se ocupara ella sola de un análisis tan importante y tan innovador, sin implicarse lo necesario él mismo para presentarse como su autor legítimo.

Le había prometido que lo llamaría a las once para darle los últimos resultados. Corvus miró su reloj: cuatro horas.

De momento, con lo que había descubierto Melodie ya podía presentarse tranquilamente al comité de titularidad. Era un regalo de Dios. Ya no podían negarle el puesto, porque si se iba a otro museo se llevaría el espécimen de dinosaurio más importante de todos los tiempos. Por muy antipático que les cayera, por pésima que fuera la opinión que tuviesen de su lista de publicaciones, no dejarían que se les fuera de las manos un espécimen de esas características. Era un golpe de suerte casi inverosímil. No, suerte no, pensó; suerte, como había dicho alguien, era cuando la preparación coincidía con la ocasión, y él se había preparado bien. Hacía más de seis meses que había oído los rumores de que Marston Weathers seguía el rastro de algo muy gordo. Sabía que estaba en el norte de Nuevo México con la esperanza de llevarse ilegalmente un dinosaurio de tierras de la Dirección General del Territorio, es decir, de suelo público, y se había dado cuenta enseguida de que la ocasión era perfecta: quitarle un dinosaurio a un ladrón y devolvérselo a la ciencia. Sería un servicio público de un valor incalculable… y se haría un magnífico favor a sí mismo.

La noticia de que Maddox había matado a Weathers le había puesto los pelos de punta, pero una vez superada la primera impresión había entendido que era lo más conveniente, en el sentido de que lo simplificaba todo. Por otro lado, era una manera de quitar de en medio a un personaje que tenía a sus espaldas más robos de especímenes científicos insustituibles en suelo público que cualquier otro, vivo o muerto.

Preparación. Maddox no le había llovido del cielo. Si se había puesto en contacto con Corvus era por su condición de primera autoridad mundial en la familia Tyrannosauridae. Al pensar en Marston Weathers como la clave para apoderarse de un espécimen de primera categoría, Corvus se había dado cuenta de la gran utilidad que podía tener Maddox… siempre que saliera de la cárcel. Se había arriesgado mucho liberándolo, en efecto, aunque lo había beneficiado el hecho de que no cumpliera condena por homicidio en segundo grado, sino por homicidio sin premeditación con agravantes; su abogado era buenísimo. Por otro lado, Maddox tenía un historial de buen comportamiento, y en el momento de la primera petición de libertad condicional no había parientes ni amigos de la víctima que pudieran asistir a la vista y contar el daño que les había hecho. Una vista en la que sí había intervenido Corvus, para responder por Maddox y ofrecerle trabajo. El plan había salido bien. El comité le había concedido la libertad.

Con el paso del tiempo, Corvus se había dado cuenta de que Maddox reunía una serie de cualidades poco frecuentes; era una persona que no solo destacaba por su carisma e inteligencia, sino que tenía mucha labia, buen aspecto y saber estar. De haber nacido en otras circunstancias, podría haber sido un científico más que pasable.

Preparación y ocasión. De momento Corvus no había dado un paso en falso. Le convenía serenarse, confiar en que Maddox llevaría a buen puerto la misión y le traería el cuaderno. Cuaderno que lo llevaría directamente al fósil. Era la clave de todo.

Miró impacientemente su reloj, bebió el último sorbo de martini, y cogió el
Scientific American.
Ya estaba más tranquilo.

18

Sally Broadbent le vio quitarse la camisa a la luz tenue del farol de queroseno. Percibía el frío del acero en sus muñecas y tobillos, la humedad del aire, y un goteo en algún sitio. El lugar donde estaba parecía una especie de cueva o de mina abandonada. Con dolor de cabeza, y un gusto a cobre en la boca, tuvo la sensación de que aquello le estaba pasando a otra persona.

No se creía que su secuestrador fuera a soltarla después de recibir el cuaderno de Tom. La mataría. Lo veía en sus ojos, en el hecho de que no se tapara la cara y que tuviera tan pocos reparos en revelar información sobre sí mismo.

—¿Qué te parece?

Lo tenía de cara, desnudo de cintura para arriba, sonriendo a medias mientras flexionaba despacio los pectorales y los bíceps. —¿Preparada?

Tendió los brazos, encorvó la espalda… y se giró de golpe.

Sally estuvo a punto de gritar. Toda la espalda estaba cubierta por la imagen tatuada de un Tyrannosaurus rex en pleno ataque, con las garras levantadas y la boca abierta. Estaba tan bien hecho que parecía a punto de saltar. Cuando el secuestrador movió los músculos, fue como si el dinosaurio se agitase.

—Guay, ¿eh?

Sally se lo quedó mirando.

—Te he hecho una pregunta.

Seguía dándole la espalda, tensando alternativamente los músculos de uno y otro lado de la espalda para que el tiranosaurio moviera una garra, luego la otra y luego la cabeza.

—Ya lo veo.

—Cuando estaba en la cárcel decidí que necesitaba un tatuaje. Por tradición, ¿comprendes? Pero también por necesidad. Así se ve quién eres, y defines tus alianzas. Los tíos sin tatuar suelen acabar de bujarrones. Lo que pasa es que yo no quería la típica calavera, ni ninguna chorrada de esas de la muerte. Quería un tatuaje que me representara, que les dijera a los demás que no estaba dispuesto a que me dieran por el culo, y que podía valerme por mí mismo sin tener que jurar lealtad a nadie. Por ese elegí un tiranosaurio, que es lo más peligroso que ha vivido en el planeta.

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