El tirano se mofó de sus antiguos soldados. Draco y Amintas se habían marchado de Heraclea años atrás como escoltas y nunca habían regresado. Los soldados macedonios eran demasiado valiosos para permitir que vagaran por ahí a sus anchas.
—¡Desertores! —rugió, y se rio al ver que se amedrentaban.
Sátiro observaba a Amastris. Ella miró a todas partes excepto a sus ojos prácticamente hasta que retiraron los últimos platos, y entonces su mirada se cruzó con la de Sátiro al dirigirla hacia su esclava sirvienta, que entregó algo a Helios.
Era una gran actriz, su Amastris. Fingía tan bien su indiferencia que Sátiro la hubiese tomado por cierta de no ser por aquellas notas.
—¿Zarpáis mañana? —preguntó Dionisio, sacándolo de sus ensoñaciones.
—Contando siempre con el favor de los dioses —respondió Sátiro piadosamente.
—Juraría que me pediste veinte días —dijo Dionisio—, y ya llevas aquí treinta y cinco. Me debes una, chico.
Sátiro asintió.
—Te la debo, mi señor —contestó Sátiro—. Por otra parte, no he saqueado tu ciudad para pagar mis facturas —agregó.
Dionisio se rio.
—¿Fui yo quien te enseñó a hablar así? —preguntó.
—Sí —contestó Sátiro.
Cuando salió del simposio que siguió a la cena, Sátiro iba dando tumbos por la calle. Helios lo tomó del brazo y le ayudó a caminar.
—¿Qué dice Amastris? —preguntó Sátiro. Bamboleaba la cabeza como si estuviera en un barco con mala mar.
Helios se detuvo, lo apoyó contra el muro de un callejón y sacó el trozo de papiro.
—Pregunta si tienes intención de marcharte sin haberla probado —dijo Helios, en voz deliberadamente inexpresiva.
—¿Probarla? —preguntó Sátiro—. Afrodita, ¿cómo espera que llegue hasta ella?
Helios negó con la cabeza y le mostró la nota.
—Léelo tú mismo, señor —dijo.
Sátiro recorrió el callejón hasta dar con una próspera tienda que tenía un farol encendido.
—Por la espalda larga y dorada de Afrodita —masculló—. «¿De verdad probarás el agua salada antes de probarme a mí?», —decía la nota.
Helios no se movió.
El alcohol hacía que a Sátiro le diera vueltas la cabeza.
—Tendría que haber visto esto antes de beber tanto —dijo Sátiro. Levantó la vista hacia la ciudadela que se alzaba encima de ellos y vio una lámpara encendida en uno de los balcones que daba al mar. Y también que las habitaciones adyacentes estaban iluminadas. Meneó la cabeza y el enojo anidó en lo más hondo de su amor.
—Me trata injustamente —dijo Sátiro. Helios asintió—. Al Hades con ella —agregó Sátiro. Enfiló la calle que bajaba hacia la casa que había sido de Kinón. De repente se detuvo y volvió la vista atrás—. La amo, Helios —dijo.
—Sí, señor —respondió Helios.
—¿Tú qué harías? —preguntó Sátiro.
Helios se encogió de hombros.
—¿Y si te ordeno que hables? —insistió Sátiro. Le estaba tomando el pelo al chico. La tomaba con su esclavo porque no podía permitirse enojarse con su amor.
—Entonces hablaré. —Su tono dio a entender que tenía algo que decir al respecto—. ¿Me lo ordenas?
—Te lo ordeno —dijo Sátiro, respondiendo al desafío que traslucía la voz del chico.
—Pues entonces digo que exige que la visites para demostrar su poder, no porque su cuerpo desee el tuyo. Y digo que si fueras sorprendido, el tirano te apresaría o mataría. Y que no eres un ciudadano de Alejandría, la ciudad del amor, sino un rey que va a ganar su reino. —Helios se encogió de hombros—. Y si esta noche necesitas acostarte con una mujer, puedo encontrarte una que no vaya a robarte el reino.
Sátiro trastabilló.
—¡No te gusta! —dijo.
Helios se encogió de hombros otra vez.
—No le llego a la suela de las sandalias —contestó el liberto—. Poco importa que me guste o no.
Sátiro levantó la vista de nuevo y vio la luz en el balcón. También le pareció ver que alguien se movía.
—La flota zarpa al alba —dijo Helios—. Lo ordenaste tú.
Sátiro asintió y dejó de mirar hacia el palacio.
—A dormir —dijo.
Amanecía, y un terral cálido anunciaba lluvia. Diodoro, Crax y Sitalkes estaban en la playa con otra docena de oficiales, destacando a filas de piqueros para que embarcaran en las naves piratas y en cualquier otro barco que anduviera escaso de infantes de marina. Los rodios ya estaban en el agua y, detrás de ellos, los barcos de Sátiro ya andaban sacando sus popas de la playa.
Los transportes de caballos iban cargando corceles de batalla, animales flacos que morirían si pasaban demasiado tiempo en el mar y que necesitarían grano y descanso en cuanto desembarcaran. Sátiro se lo jugaba todo en aquella partida. Iba escaso de tiempo. Se alzó sobre el banco del timonel del
Loto Dorado
y miró hacia popa.
—Me alegra tenerte a bordo —dijo a Draco, que estaba justo detrás de él.
Draco se rio.
—Amintas tendrá celos de que seas todo mío —dijo.
—Terón lo necesita más que yo —respondió Sátiro.
Stesagoras se aproximó a ellos.
—¿Dónde quieres que ponga a todos estos infantes? —preguntó a Neiron, como timonel y trierarca, aunque hizo la pregunta de modo que su queja llegara a oídos de Sátiro.
Sátiro permaneció un momento más observando cómo formaba su flota y saltó del banco del timonel.
—Pon a los infantes adicionales en popa, junto al timón —dijo. Veinte infantes en un barco eran demasiados para librar un buen combate, pero les darían una ventaja decisiva en caso de que se produjera un abordaje.
—La popa quedará hundida —dijo Neiron en voz baja.
—Poseidón nos ha brindado una buena brisa y un día radiante —contestó Sátiro. Sus ojos buscaron los de Helios, que aguardaba con un escudo de bronce dorado.
—¡Da la señal! —le gritó Sátiro.
Helios buscó el sol con la superficie de su escudo, un brillo que podía verse desde varios estadios de distancia, y lo hizo destellar tres veces.
Sesenta y seis barcos de guerra. Como mínimo veinte menos de los que tenía el enemigo. Y sus cubiertas atestadas de infantes, con lo cual no podía permitirse la táctica de navegación necesaria para un combate relámpago.
Neiron llevaba el timón. Más a proa, Fileo comenzó a marcar el ritmo de estrepada.
—Estoy impresionado —dijo Draco.
—Más lo estarías si estuvieras con Eumeles —respondió Sátiro.
Draco gruñó.
—No, muchacho. Estoy impresionado contigo. Pero picaré en el anzuelo. ¿Cuántos barcos tiene él?
Neiron no apartó los ojos de la proa.
—Ochenta y cinco. Y tal vez más si los atenienses se le han sumado.
Draco asintió.
—Sí, es lo que andan diciendo los muchachos.
A Sátiro siempre le impresionaba la exactitud de los chismes de los soldados.
—¿Y qué dicen sobre las posibilidades que tenemos? —preguntó.
Draco se rio.
—Oh, las probabilidades de éxito les traen sin cuidado, chaval. Todo el mundo sabe que eres el niño mimado de Tiqué. El favorito de Fortuna, ¿eh? La suerte es mejor que los números en estos casos.
El estómago de Sátiro decía algo muy diferente.
—La suerte viene y se va —respondió.
Draco asintió, frunciendo los labios en señal de aprobación.
—Sí, no cabe duda de que es verdad. —Sonrió—. Pero cualquiera puede ver que la tuya te sigue acompañando.
Sátiro tuvo que admitir que no tenía demasiado sentido seguir preocupándose cuando veías formar a las cuatro compactas columnas de trirremes y que estas navegaban con un viento favorable protegiendo a los mercantes que transportaban a los caballos.
Draco observaba la costa y la ciudadela de Heraclea.
—Juraría que vamos hacia el este —comentó.
—Tal vez ya seas todo un marinero —respondió Neiron, sonriendo.
—¡Pantecapea está al norte! —dijo Draco.
—Demasiado arriesgado. Más de mil estadios. Con un viento como este, quizá lleguemos en un día, pero lo más probable es que pasemos la noche en el mar.
Neiron era el timonel del navarco. Él había fijado el rumbo. Draco se encogió de hombros.
—¿Y qué? Pasemos la noche en el mar.
Sátiro intervino.
—Draco, pernoctar en el mar no es para tomarlo a risa. En primer lugar, las tempestades llegan al Euxino sin previo aviso. Una tormenta por poco mató a mi padre cuando vino aquí por primera vez, y la flota podría desperdigarse en cuestión de una hora; incluso perder la mitad de los barcos. Basta con que perdamos diez para que no venzamos.
Neiron asintió.
—Sí, y en el mar no podemos cocinar.
Draco sonrió.
—Por supuesto. Qué tonto soy.
—Como casi todos los macedonios —dijo Neiron, pero su sonrisa quitó hierro al comentario—. Esta noche dormiremos en la playa de Sinope. Ahí dejaremos de contar con el efecto sorpresa; seremos como un perro en un corral. Apuesto un darico de oro contra una lechuza de plata a que todos los mercantes del puerto huirán en cuanto nos vean llegar.
Draco se encogió de hombros.
—¿Y eso?
Sátiro intervino de nuevo.
—Hasta que atraquemos en Sinope, la existencia de nuestra flota es prácticamente un secreto. Heraclea y Pantecapea no son exactamente amigas. Creemos que Eumeles no sabe cuántos barcos tenemos ni el armamento que llevamos. —Hizo un gesto cortante con la mano—. Cuando hagamos escala en Sinope, todo el mundo sabrá lo que tenemos y tendremos que atacar a la yugular.
—De Sinope a la entrada de la bahía del Salmón hay ochocientos estadios —dijo Neiron—. Una buena jornada de navegación. Si el tiempo se mantiene, desembarcaremos en la bahía del Salmón, cenaremos y pasaremos la noche allí.
—Y pasado mañana iremos a remo hacia Pantecapea con la barriga llena —dijo Sátiro. Las manos le temblaron al decirlo.
Draco miró a uno y a otro.
—¿Dos días? —preguntó.
—Como muy pronto —contestó Sátiro.
Draco se sentó en el banco del timonel y comenzó a desabrocharse el
thorax
.
—Pues entonces voy a dormir una siesta —dijo.
El sol aún estaba alto en el cielo cuando avistaron Sinope. Sátiro observó las demoras correspondientes y llamó a Helios.
—Saca el escudo —le dijo.
Neiron estaba estirando la pierna derecha. Había hecho dos encuentros de pancracio con Draco, saliendo más airoso de lo que Sátiro hubiese esperado, y ahora ambos hombres hacían estiramientos a la luz del atardecer.
—¿Qué tienes en mente, navarco? —preguntó Neiron.
Sátiro se dirigió a Stesagoras, que llevaba el timón.
—Voy a ordenar formación de combate —dijo.
Stesagoras asintió.
—¡Fileo! —gritó—. ¡Espabila! Que tus brutos vuelvan al yugo.
Se oyó un retumbar de pies descalzos sobre madera pulida cuando los remeros, que habían disfrutado de un día de paz relativa, navegando tranquilamente ante la costa sur del Euxino, recibieron la orden de ocupar sus puestos.
—Envía la señal «tripulad las bancadas».
Sátiro saludó a Diocles, que llevaba el
Halcón Negro
pegado a su popa.
Helios se subió al banco del timonel y quitó la funda a su escudo. Lo hizo destellar.
Sátiro se encaramó a su lado.
—Dioses, hay que maniobrar —dijo—. Envíala otra vez.
Tres repeticiones más consiguieron que todos los remeros ocuparan las bancadas, aunque Sátiro tuvo la impresión de que los piratas se limitaron a imitar a los barcos que tenían más cerca, haciendo caso omiso de las señales. Además, saltaba a la vista que varios barcos piratas estaban fuera de la formación.
Pantero envió una señal larga. Todo el sistema de señales era rodio, y a Sátiro le costó tanto interpretar la señal que compadeció a los capitanes que nunca habían visto algo semejante.
Helios no tenía aquellos problemas.
—Mejor de lo esperado —tradujo—. Literalmente —agregó.
—Envía la señal de «formación en astas de toro» —dijo Sátiro, y Helios transmitió la orden mediante los destellos correspondientes.
Menos mal que la flota de Eumeles no les había tendido una emboscada ante la costa de Sinope. El sol estaba muy bajo en poniente y parecía posible que los remeros fuesen a quedarse sin cenar cuando Sátiro se dio por vencido, canceló la orden de formar las astas de toro y envió los barcos a la playa. Todos los mercantes habían huido hacía rato, muchos de ellos rumbo al norte.
—El perro ya está en el gallinero —dijo Neiron cuando tuvieron una fogata encendida y la panza llena—. Las águilas han espantado a las palomas. El caos reina de nuevo. —Se rio—. Ha sido la peor maniobra que he visto en mi vida.
—No ha salido mal del todo —dijo Sátiro.
—¿Cómo dices, señor? —preguntó Pantero, que se había acercado con sus capitanes.
—Ningún pirata ha perseguido a los mercantes —contestó Sátiro.
Pantero lo miró con renovado respeto.
—Navarco, no te falta razón. ¿Qué plan tenemos para mañana?
Sátiro levantó la mano para anticiparse a Neiron.
—Subiremos por la costa este a remo —dijo.
Neiron meneó la cabeza.
—El tiempo es perfecto —dijo—. Podríamos llegar a Pantecapea en dos días.
Demóstrate también estaba presente.
—Sí, ¿pero debemos hacerlo? Estoy contigo, muchacho. Costeemos a remo y que suden la grasa que les sobra.
Sátiro sonrió.
—El próximo que me llame muchacho tendrá el privilegio de batirse conmigo en un encuentro de pancracio, de hombre a hombre. —Se obligó a sonreír—. El espectáculo que hemos dado esta tarde ha sido tan lamentable que solo me cabe esperar que Eumeles esté al corriente en cuestión de doce horas y que obre en consecuencia. —Se alejó unos pasos y dio media vuelta—. La competición entre piratas y rodios se ha acabado. Todos vosotros sois mis capitanes, y espero que dediquéis la próxima semana a aprenderos el libro de señales y las tácticas que usaremos cuando encontremos a Eumeles en el mar.
Demóstrate negó con la cabeza.
—Eso no está hecho para mis chicos, muchacho…
Se calló al ver que Sátiro se dirigía hacia él.
—Desnúdate —dijo Sátiro.
Demóstrate entornó los ojos.
—Si me largo —dijo—, te quedas sin flota.
—De todos modos ya no tengo flota —repuso Sátiro—. Tus queridos piratas acaban de demostrarlo, cuando no han sido capaces de formar una línea de combate. Desnúdate.