Eumeles no estaba en Olbia. Eumeles y su flota estaban justo allí, aguardando en Gorgipia.
Melita tenía llagas causadas por la silla porque llevaba demasiado tiempo montando con las piernas mojadas. El cuerpo le dolía todo el día y por las noches dormía mal, y comenzaba a preguntarse si realmente estaba preparada para dirigir a los sakje. Jamás oía una sola queja de sus jinetes.
Cabalgaban hacia el sudoeste a través de las estribaciones del Cáucaso. En los valles visitaban las granjas, cabalgando entre remolinos de caballos y ganado enojado. Más cerca de Tanais, rara vez eran el primer grupo de sakje; a menudo encontraban las granjas abandonadas o a familias en el camino, cargando con sus pertenencias a la espalda.
No obstante, tardaron poco en ser el primer indicio que tenían los granjeros de que su mundo estaba en llamas. Melita se familiarizó con la consabida rutina, las agotadoras obligaciones que la empujaban al borde mismo del cinismo. La hostilidad inicial, la cortesía servil, la ira disimulada, la aceptación, la obediencia y la exagerada reverencia por su persona eran fases que veía representar, un día tras otro, a medida que su grupo despejaba los valles sureños del Tanais, adelantándose a la inminente invasión de Upazan.
Cuando sus llagas se convirtieron en úlceras enrojecidas y purulentas, había despejado las tierras altas tan al este como el mandato de su madre lo había hecho por el sur, y enfiló la ribera oriental del Hipanis aguas abajo, invirtiendo por completo el sentido de su anterior viaje invernal. Gaweint, su mejor escolta, le traía a diario noticias de Ataelo, que operaba en otro valle más al norte.
A Melita comenzaba a preocuparle que sus granjeros estuvieran renunciando en balde a una temporada de siembra y cosecha. ¿Y si Upazan no venía? ¡Qué estúpida parecería! ¡Cuánto las despreciarían sus granjeros!
Ser reina de los asagatje nunca le había parecido menos atractivo. Tanto menos cuanto que la gente mayor la llamaba Srayanka a la cara, nunca «Melita» o siquiera «Señora». A veces podía pasarlo por alto; una anciana de una aldea cercana a las fuentes del Hipanis estaba prácticamente ciega, y tocó el rostro de Melita y llamó a los demás aldeanos para que vieran a Doña Srayanka, que había regresado de entre los muertos. Pero otros no eran tan inocentes. Simplemente querían que Melita fuese su madre. La intensidad de sus deseos era suficiente para que se conformara, pero en su fuero interno se moría de vergüenza.
Mientras cabalgaba hacia poniente siguiendo el curso del Hipanis, otros grupos comenzaron a sumarse al suyo; una banda de guerreros de los Gatos Esteparios, otra de los Caballos Rampantes, que habían completado su barrido hacia el sur.
Al día siguiente, después de encontrarse con Buirtevaert, un joven subjefe de los Caballos Rampantes que la saludó llamándola por su nombre y levantándole la moral, Melita se encontró al frente de una larga columna de sakje cuando enfiló la última curva del camino hacia la granja de Gardan.
Los escoltas habían avisado a Gardan, que los aguardaba en el patio de la granja, montado junto con su familia a lomos de unos ponis muy peludos. Tenía un carro del que tiraba su buey, y Melita se fijó en que llevaba su fragüilla y su yunque amarrados en la parte de atrás, encima del eje trasero del carro. Cuando se aproximó, Gardan la saludó como un sakje.
—Señora, estamos listos para cabalgar.
Hizo una reverencia y la miró desde debajo de las cejas, que seguían siendo tan pobladas como Melita las recordaba.
—De modo que has regresado.
Melita sonrió. Había algo en Gardan que lo hacía simpático.
—En efecto —dijo Melita.
Buirtevaert se acercó y señaló a Gardan con la fusta.
—¿Conoces a este hombre de la tierra? —preguntó en sakje.
Gardan se rio. Su sakje era mejor que el de Melita.
—Saludos, jinete del cielo —dijo—. Soy amigo de la señora.
Buirtevaert no se mostró descortés, incluso después de una primavera desplazando al pueblo de la tierra como si fuera ganado. Saludó con su fusta.
—Y tú eres herrero, hombre de la tierra; lo digo sin ánimo de ofender. Los amigos de la señora son mis amigos. ¿Está lista tu familia?
—Tú mismo lo puedes ver —contestó Gardan. Se volvió hacia Melita—. ¿Recuerdas lo que te dije cuando fuiste mi huésped?
—Que estuviera segura —contestó Melita—. Nunca lo he olvidado.
—Que estuvieras bien segura —repuso Gardan—. Vamos a perder una cosecha entera, señora. El pueblo pasará hambre.
—¿Has recogido tus reservas de grano? —preguntó Melita.
Gardan se encogió de hombros.
—Hasta el último grano que ha cabido en el carro.
—¿Y has destruido el resto? —preguntó Melita. No había percibido el olor a grano seco quemado con el que ya se había familiarizado.
Gardan apartó la vista.
—Hmm —dijo.
Melita se aproximó a él, hasta que pudo mirarlo a los ojos.
—Gardan, me pides que esté segura. Esto es la guerra; no puedo estar segura pero lo hago tan bien como sé. Y me consta que mi deber, mi primer deber, es proteger a mis granjeros. Pero si dejas una provisión de grano enterrada para que la encuentre Upazan, no me estás ayudando a estar segura. ¿Crees que no hallará tu grano, con perros, caballos y hombres?
La esposa de Gardan, Methene, fulminó con la mirada a su marido.
—Te lo dije —le reprochó.
Gardan se encogió de hombros.
—La gente pasará hambre —insistió—. He tardado veinte años en levantar esta granja. —Tenía lágrimas en los ojos—. Preferiría luchar por ella que dejársela a los lobos —dijo.
Melita asintió.
—¿Dónde está el grano, Gardan?
Gardan inclinó la cabeza, aceptando su autoridad.
—Enterrado en el pozo viejo. Ven.
Melita negó con la cabeza.
—No, ve a quemarlo tú mismo. Y date prisa.
No tenía por qué ordenarle que se diera prisa. Según sus informaciones, Upazan aún estaba a veinte jornadas al este a caballo. Pero tenía otras diez granjas que visitar, o veinte; más familias a las que enviar río abajo para que se sumaran al flujo de refugiados que se dirigía a Tanais, en el noroeste.
Se marcharon envueltos en el olor que Melita había echado en falta al llegar, el olor del grano al arder. Gardan agachó la cabeza para disimular su llanto. Los niños la miraban como si fuera una diosa; inescrutable, buena y mala a la vez. Protectora y opresora. La mirada de un niño transmitía muchos significados, pero Melita la había visto ya tantas veces que no precisaba sus acalladas y avergonzadas palabras para confirmar lo que decían sus ojos.
Amaneció, y Melita se obligó a levantarse del camastro de mantas y pieles. La primavera ya había llegado y los árboles tenían hojas, pero las mañanas seguían siendo frías y el suelo distaba mucho de ser un colchón o un mullido diván. Le dolían las caderas y la espalda, y sufría una contractura en el cuello que no la abandonaba en todo el día. Tuvo que darse masaje en los dedos para que obedecieran. Se sentó junto al fuego que sus caballeros habían encendido y bebió dos tazones de líquido caliente antes de verse con ánimo de enfrentarse al ritual de sajar las llagas de los muslos, vendarlas con tiras de lino que ya no estaban precisamente limpias y orinar, todo ello en privado.
—Echo en falta a otras chicas —le dijo a la mañana. Aún tenía fríos los dedos cuando se sentó en un árbol derribado para trenzarse el pelo. Le habría gustado que alguien la ayudara, pero pedírselo a cualquiera de sus caballeros equivaldría a una invitación a hacer travesuras. Todos estaban enamorados de ella, los muy cabrones. Hizo una mueca. ¿La única mujer guerrera en cien estadios a la redonda? ¿La reina intocable? Claro que la amaban. Por eso no tenía a nadie que le hiciera las trenzas.
«Madre, ¿cómo soportabas la adoración, el amor y la estupidez? Necesito una trompetera; una chica que sea mi compañera. ¿Cómo hago para encontrar una?» Cualquier muchacha que hallara tendría amantes y favoritos y amigos de su clan, y entre todos la enredarían en una nueva telaraña de obligaciones. «Mejor me hago las trenzas yo misma», pensó.
Oyó cascos de caballo en el fondo del valle mientras aún buscaba una solución al problema de tener compañía. Miró hacia el noreste. Había un jinete, una figura solitaria que avanzaba al galope.
Se levantó del tronco, molesta porque una de las vendas se le estaba corriendo, enojada por tener que enfrentarse a otra jornada con dolores en las piernas. «Antes me encantaba montar», pensó.
—¡Scopasis! —llamó.
Scopasis estaba en medio de sus caballeros, había aumentado de estatura, de modo que el hombre alto y guapo que tenía frente a ella, tan seguro de sí mismo, tan genuinamente seguro de sí mismo, apenas guardaba algún parecido con el joven forajido que había conocido cuatro meses antes.
—¿Señora? —preguntó Scopasis.
—Se acerca un jinete —dijo Melita—. ¿Queda infusión?
Scopasis le ofreció su propio tazón, lleno hasta el borde. Luego se volvió y miró hacia la distante arboleda donde estaba apostado el centinela a caballo que vigilaba el norte.
—Scylax lo está viendo —dijo Scopasis.
Melita fue hasta la hoguera de los Caballos Rampantes y saludó con una inclinación de cabeza a Buirtevaert, que sonrió. Lucía una larga trenza a un lado del rostro, envuelta con hilos y campanillas de oro. El mechón anunciaba que era un hombre casado.
—¿Cómo se llama la afortunada? —preguntó Melita.
—Daen —contestó él, sonriendo de un modo que mejoró aún más la opinión que Melita tenía de él. «Algún día quizás haya un hombre a quien se le ilumine así la cara al pensar en mí.» Por el momento, Buirtevaert era un subjefe competente y obediente, uno de los pocos hombres de su edad a quien su presencia no parecía volver idiota.
—Me encantaría conocerla —dijo Melita.
—¿Gachas, señora? —preguntó Buirtevaert. Los Caballos Rampantes tenían un enorme caldero de bronce en el que preparaban todas sus comidas. El grano de aquella mañana sin duda lo habían añadido sin más al estofado de venado que habían cenado la víspera.
«Cuando estaba en Alejandría añoraba las llanuras. Ahora añoro Alejandría. ¿Dónde está mi hijo? ¿Qué clase de madre soy?»
—Estás triste —dijo Buirtevaert—. ¿Tienes un hombre al que extrañas? —Apartó la vista, como si el mero hecho de hacer aquella pregunta fuese una descortesía—. Perdona, señora.
—¿Sabes que tengo un hijo? —preguntó Melita—. Cumplirá ocho meses dentro de unos días. —Meneó la cabeza—. Mi hombre… murió.
Buirtevaert meneó la cabeza a su vez.
—Me habían dicho que eras viuda —dijo—. Ser joven y estar sola en primavera… —Se encogió de hombros—. Es como en todas las canciones…
Se calló, un tanto avergonzado. La mayoría de aquellas canciones eran sobre viudas cachondas.
Melita sonrió al verlo tan confundido. Su posición como señora parecía haber añadido veinte años a su edad. Los jóvenes la divertían. Tal vez se estuviera convirtiendo en su madre.
—¡Señora!
Al volverse, Melita vio que sus caballeros montaban, Scopasis señalaba al jinete que se aproximaba. Pese a la distancia, Melita reconoció a Samahe.
—¡Noticias! —gritó Scopasis. Fue al encuentro de Melita, llevándole su caballo de silla, y ella se obligó a montar. Todas las llagas se abrieron a la vez, y notó la sangre y el pus que mojaban el lino sucio de las vendas, enfriándole las piernas donde las alcanzaba el viento que se colaba al interior del abrigo.
Samahe llegó y la abrazó. Melita correspondió a su abrazo con creces.
—Estaba deseando la compañía de una chica —dijo Melita—, y aquí estás tú.
Samahe sonrió.
—Necesitas una trompetera —dijo riendo—. Tal vez una amante.
—¿Una chica? —preguntó Melita. En Alejandría conocía a muchas chicas que se acostaban con chicas. La mera idea le hizo reír. Se dio una palmada en el muslo y maldijo el dolor.
Samahe también se rio, pero luego se puso seria.
—Una chica en tu cama significa que no hay habladurías ni bebés —dijo. Se encogió de hombros—. Yo nunca lo he hecho. —Puso los ojos en blanco insinuando lo contrario—. Escucha, no estoy aquí para hablar asuntos de cama. Ataelo piensa que Urvara ha visto patrullas de reconocimiento de Upazan; ayer, no lejos de aquí. Al norte, al este y al este otra vez.
—¿De cuándo es la noticia? —dijo Melita, yendo al grano.
—De hace tres o cuatro días. —Samahe miró en derredor—. Tienes una buena fuerza. Ataelo te pide que vayas al norte con él. Si vas, tienes que ir enseguida y cabalgar sin tregua.
Melita hizo una seña a Scopasis y a Buirtevaert para que se unieran a ella.
—Hemos despejado el valle hasta el transbordador. Queda poco por hacer. —Miró a sus comandantes—. ¿Podemos regresar al norte para apoyar a Ataelo?
—¿Con Samahe para guiarnos? —preguntó Buirtevaert—. ¡Pongámonos en camino!
Scopasis asintió.
—Estoy deseando que Upazan sienta el frío de mi espada en el cuello —dijo.
Melita asintió, previendo las nuevas costras que le saldrían en las llagas de los muslos.
—Yo también —dijo.
Cinco días en la silla; cinco días con el calor de una compañera que le trenzaba el pelo y de vez en cuando le hablaba de cosas distintas a cuántos hombres mataría, o cuántos caballos fulanito y menganito habían llevado a tal o cual batalla. De bebés e inofensivos cotilleos sobre quién se había acostado con quién.
La principal aportación de Samahe fue el ungüento que tenía para las llagas y la disciplina que impuso en el cambio de ropa. Samahe viajaba con dos pares de pantalones y dos abrigos, y cada vez que cruzaba un arroyo o un río, se detenía, se desnudaba y se cambiaba, poniendo el pantalón mojado a secar en la grupa del caballo que llevaba su equipaje. Melita aprendió que las mujeres nómadas debían cuidar bien de sí mismas para evitar esa clase de llagas y otras cosas peores. Aprendió muchas cosas viajando con Samahe, y lo mejor fue que Samahe la enseñaba sin darse aires de superioridad.
Antes de alcanzar a Ataelo encontraron a otros dos grupos de guerreros y, cuando llegaron a su campamento, supieron que él también había reclutado más escoltas, de modo que entre todos contaban con una fuerza políglota de casi mil caballos procedentes de todos los pueblos.
El abrazo que Melita dio a Ataelo fue casi tan largo como el que le diera Samahe, y antes de que le contara sus novedades, Melita convocó un consejo de todos los jefes presentes, y al atardecer se reunieron en torno a una hoguera mientras los hombres y mujeres más jóvenes bosquejaban sus patrullas en la blanda tierra negra y se jactaban de sus proezas. Thyrsis contó bien su relato, como de costumbre; el pelo le brillaba a la luz de las llamas, y Melita pensó que era el hombre más guapo de todos los sakje. Y también vio a Tameax, que sonrió y frunció el ceño al verla.