—Necesitamos a Diodoro —insistió Sátiro—. Necesitamos a sus hombres como infantes de marina. No podemos enfrentarnos a la flota de Eumeles sin tener ventaja.
Coeno miró en derredor. Conocía a casi todos los capitanes de León, y sus ojos se detuvieron en Aekes.
—¿Y tú, granjero? ¿Necesitas a los hombres de Diodoro?
Aekes se encogió de hombros.
—Yo no. Pero Sátiro tiene aliados. Debemos aguardarlos. Y ellos no tienen infantes.
—Piratas —espetó Pantero.
Coeno miró en derredor y se rio.
—¿Debo deducir que tenéis más barcos?
Dos días febriles haciendo planes y Demóstrate arribó con casi todos sus barcos. Bajó a tierra de muy mal humor.
—Perdí un par de barcos contra uno de los avisperos de cien tripulantes de Eumeles; dioses, fue culpa del propio Dio, que se dejó atrapar en la niebla como un marinero de agua dulce. ¿De dónde ha sacado Eumeles a esos capitanes? —El viejo pirata se bebió una copa de vino y la lanzó contra la pared, haciéndola añicos—. Pero lo peor de todo es que la escuadra ateniense se nos escapó. Diez trirremes y cuatro transportes de tropas, y todo el dinero.
Sátiro sintió la premonición de un desastre, además de abrigar sospechas.
—¡Tenías treinta barcos! —exclamó, y lo lamentó en el acto.
—Oh, claro, si hubieses estado allí, ¡seguro que lo habrías hecho mejor! —dijo Demóstrate. Se marchó de la estancia hecho una furia.
Coeno salió tras él y lo trajo de vuelta. Al parecer el megaro había disipado el mal humor de Demóstrate, y se dieron un afectuoso abrazo. Luego el almirante pirata se disculpó.
—Cuando me enfado pierdo los estribos —dijo—. Coeno me ha explicado que tu hermana está en el Tanais con un ejército —agregó.
Sátiro asintió. Demóstrate miró en derredor.
—Entonces ya tenemos a Eumeles —dijo.
Sátiro negó con la cabeza.
—Necesitamos a Diodoro —dijo.
—Tu hermana te está esperando —le recordó Coeno.
Sátiro miró a la concurrencia. Estaban todos allí: sus propios capitanes, Demóstrate y los oficiales rodios. Néstor se mantenía al margen, representando a Heraclea. Sátiro se puso de pie y todos se callaron.
—Mi hermana no está esperando —dijo—. Tiene un ejército y está en marcha, librando una guerra de guerrillas contra los sármatas, que son tan enemigos míos como Eumeles y sus barcos. No puede aguardarme. En cualquier momento Eumeles puede asediar su fuerte en el Tanais, por más aprovisionado y guarnecido que lo dejara. —Miró en derredor—. Si atacamos ahora, mostraremos a Eumeles nuestro poderío y ya no tendrá que suponer nada. Sin Diodoro somos débiles. Más débiles que Eumeles. Y si perdemos en el mar, estamos acabados; toda la guerra se irá al garete como una coraza de escamas cuando se rompen los cordones. ¿Cierto?
Incluso Coeno asintió.
—Aguardaremos —concluyó Sátiro.
Habían transcurrido diecisiete días desde que Darío zarpara, y un oficial rodio mató a un remero de Manes en una reyerta. Manes condujo a sus hombres a un desmadre de destrucción, matando a un heracleo y a dos rodios e incendiando un almacén.
Sátiro convocó a los oficiales pero, de entre los piratas, solo Demóstrate acudió.
Telereo, navarco de Lísimaco, comenzó por insinuar que ya estaba harto.
—Esta estancia en puerto no sirve de nada —dijo—. Me iré a Tomis y vigilaré la costa.
Pantero meneó la cabeza.
Si hay que dar crédito a Sátiro, cualquier día de estos llegarán los infantes, y entonces zarparemos en pos de Eumeles.
—Ese mercenario es posible que no venga. Podría estar a cuarenta jornadas de aquí. ¿Hasta cuándo esperaremos? —preguntó Telereo.
Sátiro dominó su genio.
—Os pido que aguardéis cinco días más —dijo—. Entretanto, necesito que mis tripulaciones y las vuestras patrullen los embarcaderos, y me gustaría que los navarcos establecieran distritos en los muelles, de modo que pueda confinar en barrios distintos a los rodios y a los piratas. Pantero, debo informarte de que Néstor, la mano derecha del tirano, dice que debe detener a tu timonel.
Pantero negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ninguno de mis hombres irá a la picota por matar a un pirata.
—Permíteme hablar claro —respondió Sátiro—. Diste órdenes de que se evitaran este tipo de situaciones. Ese hombre te desobedeció, ¿y ahora lo tratas como a un héroe?
Pantero señaló a Diocles.
—Si lo hubiese hecho Diocles, ¿lo entregarías a Néstor?
Sátiro asintió.
—Sí —dijo rotundamente.
—No fue un timonel —aclaró Diocles—. Fue un remero, banda de babor, del
Señor del Arco de Plata
. Y el otro imbécil desenvainó primero. —Se encogió de hombros—. Y Manes mató a dos de los suyos. Él es el hijo de puta que merece ser ajusticiado.
Néstor se adelantó. Incluso entre hombres como aquellos, su estatura imponía.
—Eso me corresponde a mí decidirlo —dijo—. Aquí sois aliados, no conquistadores. Si vuestro hombre no es entregado, dejaréis de ser bienvenidos.
Néstor no se estaba marcando un farol, y miraba a Sátiro. Sátiro sabía que el asesinato era la gota que había colmado el vaso después de una semana de robos, algunos a mano armada, y escaramuzas en todos los mercados.
Sátiro abrió los brazos.
—¿Debo suplicarte, Pantero? Todas mis esperanzas se reducen a esto. Los envié al mar para evitar algo así, pero no puedo hacer que Diodoro llegue puntual. Me consta que tus hombres y los piratas se llevan como el perro y el gato. Ayúdame en esto, ofreceré una fianza… —Miró a Néstor para valorar su reacción— …para que ese hombre no sea hallado culpable.
Néstor hizo un contenido gesto afirmativo.
—¿Me das tu palabra? —preguntó Pantero.
Y Sátiro supo que conservaría a los rodios. Por uno o dos días. Se volvió hacia el rey pirata.
—¿Y tú?
Demóstrate se encogió de hombros.
—Manes se rige por su propia ley —dijo—. Cada día es peor. Quiere matarme; desde luego, no acata mis órdenes.
«Y está al mando de cinco barcos; barcos que necesito», pensó Sátiro.
En privado, pidió a Néstor que ignorase a Manes, envió a sus propios infantes de marina a vigilar a Manes, pero el monstruo parecía estar ahíto después de sus últimos saqueos y no se movió de sus barcos. Sátiro pagó una compensación al mercader cuyo almacén habían incendiado y procuró pensar en un modo de mejorar la situación.
Intentó que toda la flota saliera a hacer prácticas de remo, a ejercitarse en las complejas tácticas y maniobras de batalla con las que los capitanes y las tripulaciones profesionales ganaban combates navales. Los rodios salían al mar cada día, remando de un lado a otro, y los barcos de Sátiro los imitaban. Pero Demóstrate se rio.
—No necesitamos tácticas de aprendices —dijo, y se marchó, dejando a Sátiro echando chispas.
Según se rumoreaba, Manes se tiró un pedo cuando le transmitieron las órdenes.
Sátiro tenía previsto cenar con sus capitanes aquella noche. Se sentía acosado; Amastris no quería verlo y Dionisio, el tirano, se mostraba cada día menos receptivo al ver que Diodoro no aparecía. Sin infantes de marina, tenía pocas posibilidades de asestar un buen golpe puesto que los barcos enemigos superaban en número a los suyos. Pantero estaba demasiado enojado para darle su apoyo, y Demóstrate evitaba mirarlo a los ojos. Su flota estaba dividida y poco capacitada. Se preguntó qué estaría haciendo la flota de Eumeles. Entrenar, sin duda.
Sátiro estaba en su habitación de la casa que había sido de Kinón, amargado de tanto darle vueltas a todo, cuando llamaron a la puerta.
—¿Señor Sátiro? —Helios entró—. Tienes visitas, mi señor.
En el salón principal Sátiro percibió un cambio de tono; los hombres hablaban alegremente.
Oyó una voz masculina, luego otra femenina, y de pronto se encontró abrazando a Crax y a Nihmu.
—¡Por todos los dioses! —dijo.
Al cabo de dos horas se había hecho cargo de la situación, y cuando hubo acabado de dibujar mapas en el suelo se volvió hacia ellos. Diocles y Abraham estaban en el suelo con él, siguiendo el nuevo orden de la campaña, y Terón estaba tumbado junto a ellos en un diván. Los demás capitanes y algunos oficiales de sus barcos los rodeaban.
—Tendremos a nuestros infantes dentro de dos días —dijo.
Coeno meneó la cabeza.
—Buen trabajo, Nihmu —dijo.
—Todavía puedo montar —respondió Nihmu—, aunque otras cosas me hayan abandonado. —Se volvió hacia Sátiro—. En cuanto desembarcamos y Coeno me explicó la situación, salí hacia los montes. Me llevé seis caballos y los hice correr.
Hizo un ademán señalando a Crax, que se rio.
—Tuvimos a las mismísimas Furias persiguiéndonos, Sátiro —dijo—. Frigia está llena de soldados. La mitad sirve a Demetrio y la otra mitad no obedece a nadie. En cualquier caso, pelean entre sí. —Se encogió de hombros—. No hay comida y nadie mantiene los caminos en buen estado. Los campesinos se han marchado o han muerto. Y el tiempo ha sido inclemente. —Miró en derredor, saludando a los hombres que conocía con un ademán o un guiño—. Pero el señor Diodoro ya está cruzando las montañas de Bitinia.
—Pero Eumeles tiene sus refuerzos y su dinero —dijo Sátiro—. Hemos perdido una oportunidad o tal vez dos. Tengo que atacar enseguida.
—¡Venga, muchacho! —dijo Crax—. Ya no eres un chaval. Así que escucha. Diodoro está viniendo y, según dice Coeno, tu hermana está bien. Es tan buen soldado como tú. Tardará diez días, tal vez más.
—Darío no aguardará —respondió Sátiro—. Me espera dentro de siete días. No veo cómo llegar puntual.
Nihmu levantó la cabeza.
—Yo puedo estar allí en siete días —dijo—. Soy una bárbara, nadie se fijará en mí.
Sátiro se volvió hacia ella.
—¿Cómo encontrarás a Darío? —preguntó. Nihmu se rio.
—Somos pitagóricos —contestó—. Incluso una bárbara como yo. Confía en mí, Sátiro. Lo encontraré.
Sátiro suspiró.
—Yo regresaré en busca de Melita —dijo Coeno. Se volvió hacia Nihmu y cruzaron una prolongada mirada—. Pero antes hablaré con Demóstrate.
Aquella noche Sátiro soñó que hacía malabarismos con huevos. Uno tras otro le caían al suelo, y cada uno contenía un hombre diminuto que moría cuando el huevo se reventaba contra los adoquines de la calle. Al principio los hombres no tenían rostro, pero luego vio morir a Demóstrate, jadeando como un pez fuera del agua, y luego a Nihmu, con el cuerpo destrozado. Despertó en la habitación silenciosa y permaneció tendido una hora, y luego otra. Finalmente se levantó y salió al patio, donde Coeno estaba atando su cama de campaña a un caballo. Tenía otros dos detrás. Sátiro reconoció el magnífico corcel de Darío.
—¡Es el caballo de Darío! —dijo Sátiro de sopetón.
Coeno sonrió.
—Darío es mi hermano —dijo Coeno—, igual que León. Tal como lo eran Filocles y Diodoro. Seguramente ya lo sabes.
Sátiro nunca había reflexionado al respecto. En un instante entendió mejor lo que había tenido delante de las narices toda su vida.
—Realmente lo compartís todo —dijo.
Coeno le revolvió el pelo.
—Deséame suerte —dijo. Subió a la silla de un salto—. Me estoy haciendo demasiado viejo para esto. Escucha mi último consejo militar. Tómate tu tiempo. Si puedes, obliga a Eumeles a combatir en el mar. Pero recuerda que será ver a tu flota lo que ayudará a tu hermana y aplastará a Eumeles. A tu hermana la presionarán por tu ausencia. ¿Me entiendes? Me daré prisa. Si está en el Hipanis, la encontraré en diez días, quizá menos.
Sátiro asintió.
—Lo entiendo. Y me consta lo poco que te gusta dar consejos.
—Bah, tu hermana me ha habituado. —Hincó las rodillas para dar la vuelta al corcel y enfiló hacia la verja—. Que Atenea guíe tu astucia, Sátiro.
—Y Hermes tus viajes —respondió Sátiro. Pero seguía teniendo presente el sueño y se estremeció.
Y por la mañana, Nihmu también se había marchado.
Veintitrés días después de que Darío zarpara, la avanzada de Diodoro entró en Heraclea. Sátiro fue a recibirlos y casi rompió a llorar al ver a los hombres de su infancia: Sitalkes y el gigante Carlo, el celta, un puñado de olbianos y decenas de hombres que conocía de vista cuando no por su nombre. El propio Diodoro iba al frente de la columna con un peto sencillo y la barba cobriza entrecana moviéndose al compás del caballo.
—Pareces un rey —dijo Diodoro, estrechando el brazo de Sátiro—. Perdona el retraso, muchacho —agregó.
A Sátiro, su tío soldado, el que siempre había tenido más vitalidad, el más fuerte, ahora le parecía una cáscara de sí mismo. Se lo veía más menudo y tenía la espalda encorvada.
—Será voluntad de los dioses —dijo Sátiro—. ¿Cuánto descanso necesitan tus hombres?
Diodoro inhaló profundamente y soltó el aire despacio.
—Los caballos necesitan una semana de comida y pasto. Todavía es invierno en las montañas. La infantería… podría cruzar las pasarelas ahora mismo. Crax dice que necesitas a nuestros macedonios como infantes de marina.
Con un ademán señaló a la infantería que caminaba pesadamente por el camino. Iban de cuatro en fondo, con dos filas que portaban escudos entre otras dos filas de piqueros. Los dos oficiales que iban al frente de la columna le resultaron familiares.
Sátiro hincó los talones en los ijares del caballo y trotó hacia el camino.
—¡Amintas! ¡Draco! —llamó, y los dos mercenarios le sonrieron.
—Creía que te habías olvidado de nosotros —dijo Draco.
—Aunque no nos parecía muy probable —terció Amintas.
Sátiro se apeó y les estrechó la mano.
—Necesito vuestro
taxeis
—dijo—. Lo necesito tan pronto como puedan embarcar. ¿Cuánto descanso necesitáis?
Amintas levantó la vista al cielo y Draco se rio.
—Me gustaría beber una copa de vino y echar un buen polvo —dijo.
—Se está haciendo viejo —dijo Amintas, y los soldados que iban detrás de Draco gritaron, mostrando estar de acuerdo—. Yo me conformo con el polvo.
—Esto significa que podéis zarpar mañana —dijo Sátiro. Sintió que le quitaban un gran peso de encima, que fue sustituido por una nueva sensación en el vientre.
La sensación lo acompañó mientras subía a la colina del palacio, donde volvió a ser bien recibido. El tirano Dionisio lo trató otra vez como a un igual, y cenó sentado en un diván a su derecha.