—Creo que no. Faltarán otros diez días de sol hasta que la hierba esté lo bastante seca para cabalgar; quizá veinte. Construiremos un kurgan para Marthax al lado del de mis padres. Y un campamento fortificado: un campo base. Comida, grano, cobijo.
Graethe se rio.
—Los sakje no necesitan cobijo —dijo—. Somos cuatro mil jinetes. Veinte mil caballos. En menos de un mes nuestros caballos habrán engordado.
Melita negó con la cabeza.
—Esta no será una guerra comparable a ninguna otra en la que hayan luchado los sakje —dijo—. Soy joven, pero recuerdo que, en mi juventud, mi madre se bastaba para dirigir a cinco mil caballos en el campo de batalla. Ahora las fuerzas de combate de la realeza sakje, los guardianes de la puerta occidental, suman diez mil caballos. ¿Cuántos sármatas hay?
—Demasiados —dijo Urvara—. Ya echo de menos a Ataelo.
—Se reunirá con nosotras en Tanais —dijo Melita.
Urvara no respondió.
Tanais antaño se alzaba sobre un promontorio al lado del río. De su juventud, Melita recordaba el hipódromo y los templos; un hermoso templo de mármol, de estilo jónico, dedicado a Atenea Niqué por los amigos de su padre y su tío León, que había costeado buena parte de su construcción. Recordaba los edificios dispuestos en una ordenada cuadrícula, limpios y arreglados, y una estatua ecuestre de su padre con la espada apuntando al este, hacia las tierras donde habían combatido contra Iskander.
No quedaba nada. El pedestal de la estatua, un gran plinto de mármol con escenas de aquellas batallas talladas en la base, se erguía solitario en lo alto del promontorio, pero el barro y la nieve cubrían las marcas del incendio, y la estatua en sí misma se había transformado en armaduras, puntas de flecha y otros utensilios de bronce.
Sentada a lomos de
Grifón
en medio de las ruinas de su juventud y de los sueños que habían compartido sus padres, lloró. Por alguna compleja razón, nunca había acabado de creer que Tanais hubiese sido destruida hasta que la vio. Se dio cuenta de que aquella mañana se había levantado ansiosa por emprender la marcha, esperando… ¿qué? ¿Esperando encontrar al anciano liberto en las cuadras? ¿A Bion aguardando en su establo?
En cierto modo, aquello le facilitó la tarea. No vaciló al ordenar que limpiaran lo alto del promontorio. El pedestal de la estatua de su padre fue a parar a la muralla que levantaron los sakje con ayuda de los granjeros de los alrededores, que habían acudido con su grano en cuestión de horas. Les hizo construir un granero al estilo sindi; encendieron una hoguera inmensa para derretir el suelo y luego excavaron un hoyo profundo en la tierra, en el que cabían tres hombres de pie uno encima del otro, y lo forraron con piedras. Luego lo cubrieron con un tejado de paja, soportado por vigas que habían transportado por el río.
Mientras los sindi y los meotes trabajaban, los sakje encendieron otra gran hoguera en la orilla. Cuando el rescoldo comenzó a enfriarse, cavaron una profunda cámara funeraria en la tierra seca y la recubrieron de troncos hasta formar una casa. Metieron a Marthax en la casa y mataron cien caballos en la zanja que la rodeaba. Cada hombre y mujer llevó un terrón, y muchos de los sindi y los meotes hicieron lo mismo, y el kurgan fue creciendo.
Llevaban diez días en Tanais cuando Ataelo llegó con cien jinetes a sus espaldas y cuatrocientos hombres de expresión adusta montados en ponis, con arcos y flechas. Traían ponis sármatas y llevaban abrigos de cuero también sármata, y cantaban mientras se aproximaban.
Los granjeros meotes salieron a los caminos a recibirlos. Los caminos eran verdaderos cenagales y las mujeres maldecían el barro frío que les salpicaba las piernas, pero aclamaron a Ataelo cuando pasó por delante de ellas.
Ataelo desmontó junto a Melita y la abrazó.
—¿Te acuerdas de Temerix? —preguntó.
Temerix era el mismo de siempre: una figura amenazadora. Tenía más edad, pero su estatura no había menguado.
—Me han dicho que conoces un atajo —dijo el herrero—. Iba dos días detrás de ti; eran demasiados y tuve que marcharme. —Se rio, y su risa fue maligna—. Pero he reclutado a los valles norteños —agregó. Señaló a los hombres que tenía a sus espaldas—. Los recaudadores de impuestos de Upazan no regresarán a casa.
—¿Y Lu? —preguntó Melita. Lu era otro personaje clave de su infancia; su niñera, su confidente. La esposa de Temerix, oriunda del remoto oriente.
—Lu te envía su amor —contestó Temerix. La palabra «amor» sonaba rara en sus labios, pero sonrió y los años se le borraron del semblante—. Por todos los dioses, hija de Srayanka. Ahora vamos a pasarlo bien.
Melita volvió a abrazar a Ataelo.
—Me preocupaba que estuvieras tanto tiempo fuera —dijo.
—Los hombres de Upazan ya estaban en las tierras altas cuando encontramos al herrero —explicó Ataelo—. ¡Creían que habíamos huido! ¡Ja! El suelo está sembrado de cadáveres. —Apartó la vista—. Coeno está herido.
—Esa sí que es una mala noticia. Coeno es… el capitán de mi guardia —respondió Melita.
Faltó poco para que dijera que era «el hombre en quien más confío».
—Está formando una milicia con los hombres del alto Tanais —dijo Ataelo en sakje—. La herida no es muy grave.
Melita se mordió un mechón de pelo.
—Tenemos una base segura y grano —dijo—. En cuanto el suelo se seque, subiremos al valle y veremos qué tiene Upazan.
En su fuero interno, le preocupaba que Ataelo, Temerix y Coeno hubiesen demostrado su poderío a Upazan demasiado pronto.
Diez días de brisas primaverales. Diez días de observar a los granjeros rascándose la cabeza, de observar a los más osados conducir a sus bueyes a los campos y prácticamente desaparecer en el fértil barro negro, con las grandes bestias apenas capaces de caminar por la tierra como queso derretido que se adhería a sus pezuñas.
Incluso cuando muchos de los granjeros comenzaron a arar en serio, roturando el suelo una, dos, tres e incluso cuatro veces antes de plantar las semillas, Melita tuvo que seguir aguardando porque Ataelo era incansable y Samahe cabalgaba por los montes con sus doncellas, y en aquellas latitudes la primavera tardaba en llegar.
En los valles, las chicas bailaban las danzas de primavera bajo los árboles y plantaban semillas que no necesitaban tierra para crecer, y las risas llenaban el aire cuando los primeros brotes verdes asomaban en el suelo como respuesta a las plegarias a Deméter y al regreso de Perséfone. Melita, que no había pensado en el sexo en cinco meses, sintió despertar su interés, primero por un muchacho, luego por otro, hasta que el instinto primaveral fue tan fuerte que se refugió en ejercer de reina. Comenzó a interpretar el papel e interpuso a su guardaespaldas y a Urvara, que en muchos aspectos era su primera ministra, entre sus ansias y su cuerpo.
Incluso con los caballeros de su guardia se mostraba seca y directa, sin alentar la menor conversación.
Y entonces llegó un día, cuando las primeras rosas florecían, cuando ya se había celebrado la festividad de Atenea, en que Ataelo y Samahe anunciaron que el suelo estaba duro. Melita se puso de pie y sacudió su fusta.
—Que traigan a mis caballos —ordenó.
Y el ejército se puso en marcha aquel mismo día.
Cabalgaron con caballos de refresco a mano, con una vanguardia al mando de Temerix, muy avanzada para prevenir emboscadas, y una retaguardia a cierta distancia del grueso del ejército por si ocurría un desastre. No llevaban carros, y recorrían doscientos estadios o más en una jornada, incluso a través de las tierras altas.
Melita halló tiempo para cabalgar con las doncellas, muchachas dolorosamente más jóvenes que ella, y se enojó al constatar que había perdido la juventud y la libertad. Al principio se mostraron discretas y estúpidamente respetuosas, pero luego se volvieron jactanciosas y estúpidamente llamativas, presumiendo de los hombres que matarían y de aquellos con los que se acostarían, o practicando juegos sexuales entre ellas, y Melita se contrarió.
También se contrarió con Nihmu, que desde la partida de Coeno se había recluido cada vez más en el mundo de los espíritus, tomando humo a diario y hablando de sus sueños como si fueran las premoniciones de su juventud. Que se las diera de
baqca
enojaba a unos y complacía a otros, a tenor de las corrientes políticas de cada clan, pero Tameax la evitaba y se negaba a prestarle un tambor o a hablar de sus rituales con ella.
Melita se enfrentó a Nihmu en la relativa intimidad de su tienda de humo, obligándose a decir lo que pensaba a través de la recargada atmósfera del interior.
—Te necesito como consejera —dijo Melita—. Ya tengo
baqca
.
Nihmu le sonrió distraídamente.
—Nunca volveré a acostarme con un hombre —dijo—, y así recuperaré todos mis poderes.
Melita salió de la tienda hecha una furia, como si el humo hubiese avivado su enojo como la madera aviva el fuego.
Ataelo estaba fuera del amanecer al ocaso, cazando en los altos riscos. Samahe iba con él. Coeno se encontraba más adelante, entrenando a granjeros en su amado valle, donde había erigido el templo a Artemis. Urvara, Parshtaevalt y Graethe tenían sus respectivos clanes y sus propios problemas.
Melita dejó de tener ganas de llorar. Dejó de tener ganas de gritar, de fornicar, de tener amigos. En cuestión de días, de la misma manera en que se había endurecido con vistas a sobrevivir, se convirtió en la reina; silenciosa, prudente y escrupulosa. Se convirtió en la mujer que recordaba callada de pie junto a su cama a la luz del pasillo; el pelo recogido en rodetes de trenzas, el cuerpo oculto por una chaqueta blanca de piel de venado con sus chapas de oro y sus delicados bordados de pelo de caribú.
A veces, cuando su madre la sostenía en brazos, su madre lloraba. Aquellas lágrimas siempre habían asombrado a Melita cuando las notaba en sus mejillas a los seis años de edad. Pero ahora, a solas, con el mismo peinado y el torso envuelto en el mismo abrigo de piel de ciervo, sintió el mismo vacío; supo que era el mismo.
—Extraño a mi hijo —dijo al viento.
—¿Dónde está Sátiro? —preguntó al sol naciente.
—¿Esto es todo lo que hay? —preguntó a las flores nuevas.
Y el ejército emprendió la marcha hacia el norte.
En el templo de Artemis, Melita se permitió el lujo de abrazar a Coeno.
—Mis disculpas, señora —dijo él, haciendo una profunda reverencia. Llevaba el brazo izquierdo en cabestrillo—. Resulté herido en la primera refriega y pensé que aquí tal vez me recuperaría.
Melita tuvo que reconocer, pese a estar molesta con él, que sus granjeros parecían peligrosos. Constituían la única infantería con armadura de todo su ejército, quinientos hombres con corazas de escamas o de cuero grueso, provistos de arcos y lanzas y yelmos con forma de media luna como los de los tracios.
—Los estás convirtiendo en griegos —señaló Melita.
—Mataría por medio centenar de hoplitas —admitió Coeno.
—Eres el capitán de mi guardia —dijo Melita, lanzándole una clara indirecta.
—Lo soy —confirmó Coeno—. Mis excusas, señora.
—Muy bien —prosiguió Melita—. Los has entrenado. Ahora reanudemos la marcha. Y tú puedes reincorporarte a tus obligaciones.
Coeno asintió bruscamente y ocupó su puesto, y sus hombres se unieron a la columna, besaron a sus esposas, abrazaron a sus hijos y siguieron marchando hacia el norte. Y aquella noche Melita la emprendió con Coeno en la relativa intimidad de su tienda.
—¿Has visto a Nihmu? —preguntó Melita.
—Ya no me necesita —contestó Coeno, entornando los ojos—. Tampoco es que tú la hayas ayudado demasiado.
—¿Yo? —preguntó Melita—. Si ni siquiera consigo que me hable. En cuanto el ejército se detiene, salta del caballo y se pone a tomar humo. Vive prácticamente encerrada en el mundo de los espíritus.
Coeno meneó la cabeza.
—La decisión es suya. Quiere recuperar los poderes que… …no estoy seguro que haya tenido alguna vez. No lo soporto. Me marché para alejarme de ella. —Levantó la cabeza y Melita vio lágrimas en sus ojos—. Perdona, Melita. No aguanto ver cómo se mata. Envíame a otra misión.
Melita se estremeció.
—¿Me abandonaste por culpa de Nihmu? —preguntó con aspereza—. Coeno, tengo veinte años, mando un ejército de extranjeros en una tierra que a menudo me resulta ajena.
—Quizá me haya dejado llevar a engaño —dijo Coeno—, pero te aman.
—No tienen ni idea de quién soy. Ni siquiera yo misma sé quien soy. Pronto me habrán convertido en lo que quieren que sea: la diosa virgen. Artemis rediviva. La reencarnación de mi madre. —Se estremeció con furia—. ¡Y tú te marchaste para evitar las consecuencias de seducir a Nihmu aun sabiendo que está casada!
Coeno se levantó.
—No tengo por qué escuchar esto —dijo—. Y no la seduje para apartarla de mi amigo. Más bien fue al contrario.
—¡Escúchame! Te necesito, maldita sea. Pero tú… tú la descarriaste.
A Melita no le gustaba que Coeno fuese humano, y en aquel momento no le gustó la expresión de su rostro.
—¿Dices que yo la descarrié? —le espetó Coeno.
Se oyó un alboroto en la oscuridad, más allá de la hoguera. Cascos de caballo y gritos.
—Seguiremos hablando más tarde —dijo Melita.
—¿Dónde está la señora? —preguntó un jinete, y más cascos en la oscuridad.
Melita levantó la voz.
—¡Aquí! —gritó, y mientras gritaba, Coeno se interpuso entre ella y el jinete.
—Eres demasiado confiada —dijo Coeno.
El jinete se mantuvo a distancia de la espada.
—He jurado lealtad —dijo—. Señora, están atacando el campamento de Tanais. ¡Los hombres de Eumeles han llegado en barco!
—¿Qué significa esto? —preguntó Melita.
—Ha desembarcado un
taxeis
de infantería de Eumeles —dijo el mensajero—. Los sorprendimos en la playa y matamos a varias docenas, pero nos obligaron a retroceder hasta el fuerte.
Melita sacudió la cabeza para despejarse la mente.
—Que vengan mis caudillos —dijo.
Coeno envainó la espada.
—Artemis sea con nosotros. No es posible que tengan suficientes hombres para tomar el fuerte; dejamos a medio millar de granjeros para defenderlo.
Parshtaevalt llegó el primero, ajustándose el fajín.
—Los granjeros no resistirán salvo si saben que vamos a respaldarlos —dijo—. El pueblo de la tierra no está preparado para luchar solo y, ¿quién puede culparlos?