Tirano IV. El rey del Bósforo (57 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano IV. El rey del Bósforo
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—¿Y los granjeros? —preguntó Melita.

—Nadando con los caballos sakje. No es algo que todos los griegos sepan hacer. —Meneó la cabeza—. ¿Algún movimiento por parte de Upazan?

Melita miró río arriba, donde el día sereno y sin polvo indicaba que el enemigo estaba descansando.

—Nada. —Se sentó en un tocón—. Pero si Urvara se empeña en luchar con Nicéforo, ¿qué ocurrirá? Es un combate muy desigual, caballería contra infantería.

Coeno asintió.

—En efecto. De hecho será una carrera entre la falange de Eumenes y Upazan. Upazan tiene más caballería que todos nosotros juntos; más del doble, incluso ahora. Pero carece de infantería. Si derrotamos a Nicéforo antes de que llegue Upazan, se verá indefenso. Pero si Nicéforo resiste hasta que llegue…

Melita negó con la cabeza.

—Urvara nos ha obligado a correr un riesgo enorme. ¿Y si le ordeno que regrese?

Coeno se sentó. Los hombres se iban congregando en torno a ellos; Scopasis y Graethe, Ataelo con los ojos enrojecidos de llorar, y Buirtevaert con la mano en el hombro de Ataelo, su hijo Thyrsis detrás de él y el
baqca
Tameax con sus pobladas cejas. Pero todos guardaron silencio y escucharon. Aquella no era su manera de hacer la guerra.

Coeno miró a su alrededor.

—Si la haces regresar, nos enfrentamos a Upazan en esta orilla del río, Nicéforo recobra el buen juicio, embarca a todos sus hombres y cruza.

—Ajá —dijo Melita. Ahora lo vio claro—. No es que corramos peligro. En realidad, nuestra situación es desesperada.

Coeno apoyó las manos en las rodillas.

—A no ser que tu hermano no llegue a tiempo —dijo—, tenemos pocas alternativas.

Melita se levantó.

—Pues entonces ataquemos con lo que tenemos. Upazan ha perdido un día. Se pondrá en marcha al alba para cruzar el vado. Temerix, tus doscientos mejores hombres, con ponis, a defender el vado. Si Upazan cruza al norte de nosotros, las patrullas informarán a tus hombres para que se unan a nosotros. De lo contrario, defended el fuerte con la vida. El resto de tus arqueros que me siga. Quizá podamos enterrar a Nicéforo bajo una montaña de flechas.

Ataelo se encogió de hombros.

Graethe miró a los hombres que hacían flechas.

—Solo si disponemos de ellas para tirar —dijo.

La avanzada de Upazan los localizó a oscuras, pero estaban preparados, y Melita durmió durante la lucha y al despertar le dieron vino caliente y un parte de novedades.

Scopasis le acercó el tazón a la mano, y Melita se fijó en que tenía sangre debajo de las uñas.

—Les hemos dado una paliza, pero muchos han escapado. —Se encogió de hombros—. Hemos matado a un buen puñado. —Frunció el ceño—. Aunque han visto las estacas del vado.

De pronto, Melita lo besó. Scopasis se quedó impresionado y retrocedió, dando un traspié.

—¿Señora? —farfulló.

Melita sonrió.

—La guerra no lo es todo en la vida, Scopasis. Algún día no llevaremos armadura.

Melita reparó en el brillo de sus ojos: el forajido seguía vivo.

—¡Armadura! —ordenó, y entonces recordó que ya no tenía a Samahe para que le trenzara el pelo. La dejó sorprendida, consternada, en realidad, lo pronto que su mente dejaba atrás a los muertos. Morían demasiado deprisa.

Sacudió la cabeza para despejarse y conjurar la tristeza.

Gaweint le llevó su armadura y comenzó la jornada.

Condujo a su retaguardia sin incidentes a través del vado, y estrechó la mano a Temerix y a otra docena de arqueros. Luego enfiló hacia el oeste por la margen sur del río. Resultaba extraño, parecía una inversión del orden natural de las cosas.

Ataelo cabalgaba cerca de ella, y procuró alcanzarlo.

—Esta mañana he echado en falta a Samahe —dijo sin rodeos.

—Yo la extraño por cada latido de mi corazón —respondió Ataelo en griego.

—Yo… —comenzó Melita.

—Quiero su cuerpo —interrumpió Ataelo—. No logré recuperarlo, y se irá mutilada a la otra vida, y gemirá pidiendo venganza, ¿y qué puedo darle?

Melita se arrimó más a él.

—¿La cabeza de Upazan? —preguntó.

Ataelo hizo un ademán negativo.

—Upazan nunca morirá por el arma de un hombre —dijo—. Está dicho. Incluso Nihmu lo dijo.

Melita echó mano de su formación griega.

—Si Filocles estuviera aquí, te diría que Samahe tuvo una buena vida contigo y que te dio dos hijos y una hija, y que lo que le suceda a su cuerpo después de morir no significa nada, porque está muerta.

Ataelo la miró con el semblante un tanto aliviado de su hondo pesar.

—Pero tú y yo somos más sensatos, ¿eh? —Y meneó la cabeza.

—La buscaremos y construiremos un kurgan —prometió Melita.

Ataelo no contestó, y siguieron cabalgando hacia el oeste.

Melita envió a Coeno en busca de Urvara o Eumenes para que le trajera novedades, y luego cabalgaron todo el día. El sol estaba bajo en poniente, sus rayos les daban de pleno en la cara, de modo que podían oír la batalla pero no verla.

Melita encontró a Thyrsis cabalgando con su
baqca
y les sonrió.

—Necesito un explorador —dijo a Thyrsis.

Tameax frunció el ceño.

—¿Por qué tiene que ser él? Quiere luchar y solo sabe contar hasta diez. Envíame a mí.

Melita torció el gesto.

—Necesito un buen informe de lo que está sucediendo en el sol.

Thyrsis asintió.

—Me haré con una docena de buenos jinetes e iremos juntos —dijo. Melita se alegró al ver que tenía tanto temple. Era apuesto como un griego, y su armadura estaba limpia y cuidada, remendada a diario, señalándolo como guerrero de primera clase. Tenía heridas y había matado; quizá fuese el mejor guerrero de su generación. Sin embargo, no había en él nada que la conmoviera como la conmovía Scopasis.

—Mantén vivo a mi hosco
baqca
—bromeó Melita, y se alejó, dejando a Tameax enfurruñado. «¿Cuántos capitanes de ejército tienen que preocuparse de que los hombres compitan por su afecto?», se preguntó a sí misma. Pero, por alguna extraña razón, ese día estaba contenta. Era ella quien estaba al mando. No Coeno, no Ataelo, no Graethe, ni siquiera Tameax o Thyrsis. Ellos obedecían.

Fue Scopasis quien vio primero la almenara. Se rascó la cicatriz de la cara y Melita lo miró, pero él tenía la vista fija en el suroeste.

—Me parece que la almenara está encendida —dijo Scopasis—. La almenara del fuerte.

—¿Eres capaz de distinguir un fuego en el ojo del sol? —preguntó Melita.

Scopasis se encogió de hombros.

Tameax surgió a galope tendido de la creciente oscuridad como un cuervo, todo él lana negra montando un caballo negro.

Urvara está en esta margen del río —anunció—. He visto su estandarte pero no me he acercado. Está combatiendo a pie.

Melita tuvo un escalofrío de miedo.

—¿Con lanzas contra la falange?

—Ha hecho desmontar a toda su gente —dijo Thyrsis—. Han formado una muralla de escudos en la Colina de los Cuervos.

—La almenara del fuerte está encendida —dijo Tameax.

—Descifra este acertijo —dijo Melita—. ¿Por qué está encendida la almenara? ¿Por qué lucha Urvara?

Los demás hombres guardaron silencio. Tameax se rascó la barba.

—Creo que Eumenes debe de haber llegado —dijo—. Llegó y encendió la almenara para que Urvara supiera que está aquí. Ahora Urvara lucha para proteger el paso más bajo, de modo que Eumenes vaya detrás de ella.

Ataelo dio su opinión con la voz tomada.

—Es un hombre sabio. Me parece que lleva razón.

Melita miró a Tameax un buen rato.

—Si tienes razón… —dijo.

Él asintió.

—La tengo —afirmó.

Melita miró en derredor. Le quedaban unos ochocientos jinetes. Llevaban siete días en acción.

—Debemos caer sobre el flanco de Nicéforo y obligarlo a retirarse —dijo—. Quizá tengamos que luchar a oscuras. Es preciso que Eumenes de Olbia cruce a la ribera sur y se una a nosotros.

A lo largo de la columna sakje, todos los guerreros cambiaron de caballo. Los granjeros, una fuerza compuesta por trescientos hombres, solo tenían un poni por cabeza. Melita montó en
Grifón
y fue a ver al lugarteniente de Temerix, un corpulento y rubicundo herrero que se llamaba Maetón.

—Seguidnos tan deprisa como podáis y, cuando lleguéis, buscad mi estandarte. ¿Entendido? Si todo lo demás falla, matad a cuantos enemigos encontréis. —Melita le estrechó la mano y él inclinó la cabeza. Detrás de él, Melita vio a Gardan. Levantó la voz—. Mañana a esta hora habremos terminado. Eumenes ha llegado de Olbia. Podemos vencer ahora y nunca volverán a someternos con impuestos extranjeros ni con las incursiones de Upazan.

Los hombres dieron vítores, y Melita se despidió con la mano.

Cuando se puso en cabeza de la columna sakje, empuñó el hacha.

—Y ahora a cabalgar —ordenó.

Y emprendieron la marcha.

Diez estadios de campo abierto. En dos ocasiones cruzaron cercados de granjas siguiendo instrucciones de Thyrsis, que había dejado a algunos de sus jinetes para que los guiaran, y luego, de cara al sol poniente, subieron a una loma desde donde vieron dos
taxeis
completos de falangistas enemigos enfrentados al último vado, y en el vado, a los caballeros de Urvara, todos con armadura de escamas de la garganta a los tobillos, empuñando sus hachas en lo alto de la ribera. Delante de ellos, el terreno estaba sembrado de cadáveres.

—¡Seguidme! —gritó Melita. Se agachó sobre el cuello de
Grifón
y le hincó los talones, pasando de un medio galope a un galope tendido.

Los sakje no necesitaban órdenes para formar en orden de combate. Iban en una larga columna y se desplegaron por la llanura, sacando sus arcos de los carcaj y encajando las primeras flechas en las cuerdas sin dejar de galopar, mientras los caballos más rápidos adelantaban a los más lentos.

El batir de sus cascos anunció su llegada y, mucho antes de que se aproximaran a Nicéforo, sus piqueros ya estaban cambiando de dirección, y los sakje se vieron enfrentados a una pared de puntas de lanza. Melita seguía galopando un largo de caballo por delante de Scopasis y sus caballeros. No conocía bien a su corcel, pero desplazó el peso hacia la derecha y
Grifón
giró alejándose de las puntas de lanza, pasando a una braza del relumbrante seto vivo. Tiró su primera flecha contra la masa de rostros y armaduras de cuero, tan de cerca que el astil penetró en el vientre de un hombre antes de que
Grifón
la hiciera pasar por delante de él.

Antes de montar su segunda flecha, buscando la hendidura con el pulgar, Scopasis clavó su primera saeta en un escudo enemigo y maldijo.

—¡Juntad los escudos! —gritó el filarco.

Melita lo vio abrir la boca para dar la orden siguiente, pero los escudos macedonios eran muy pequeños comparados con el gran
aspis
que llevaba su hermano, y le disparó por encima del borde del escudo, fallando la diana negra de la boca, de modo que la flecha penetró por el puente de la nariz y asomó la punta por la parte trasera de su yelmo.

Los piqueros podían hacer poco más que agachar la cabeza para que las cimeras los protegieran de la lluvia de flechas y rezar a sus dioses. Los sakje cabalgaban tan cerca que podían elegir cómo disparar, por encima o por debajo del escudo, y los hombres caían con saetas clavadas en los pies. Ochocientos sakje pasaron con gran estruendo ante el flanco de la falange, y cien piqueros cayeron, heridos y chillando, o muertos antes de que sus yelmos golpearan el suelo.

Melita lanzó su tercera flecha, no acertó a ver el resultado, y acto seguido pasó ante el último enemigo y se encontró en campo abierto. Siguió adelante hasta detenerse junto a Urvara, que empuñaba una espada ensangrentada entre su estandarte y su tanista. La mujer con el pelo del color del hierro se quitó el yelmo y dejó colgar la espada para estrechar la mano de Melita.

—Sabía que vendrías —dijo—. Juntas, quizá terminemos con él.

Melita cogió su carcaj. Le quedaban ocho flechas.

—Esto ha sido un farol —confesó.

Urvara esbozó una sonrisa.

—Ahí lo tienes —dijo, y vieron una figura montada a caballo que llegaba a la falange enemiga.

—¿Un mensajero del fuerte? —preguntó Melita—. ¿Debemos hostilizarlos otra vez?

Urvara negó con la cabeza.

—Van a retirarse; se nota en los hombres de la primera fila. He perdido a mucha gente hoy; no estoy segura de poder ayudarte. Deja que se vaya.

Había piqueros y sakje muertos de una punta a otra de la llanura; tres estadios de cadáveres.

Nicéforo estaba a menos de un estadio. En cierto modo resultaba extraño que Melita reconociera su voz. Le estaba gritando a alguien. Y luego los piqueros comenzaron marchar, cerrando filas encima de los muertos. Las filas posteriores caminaron hacia atrás y se retiraron, pero los piqueros se mantuvieron firmes.

—Son buenos combatientes —dijo Coeno. Volvía a llevar la armadura y un bonito yelmo ático con la cimera roja—. Vendrá a pedir una tregua.

—Dadme todas vuestras flechas —ordenó Melita a sus hombres, y en cuestión de segundos tuvo el carcaj lleno; cuarenta flechas, todo lo que tenían.

Se volvió hacia Coeno.

—Tú te vienes conmigo. Los demás esperad aquí. ¡Scopasis, aquí! —Más amablemente, añadió—: Coeno puede protegerme. Y quiero que Nicéforo vea un carcaj lleno.

Por descontado, Nicéforo ya cabalgaba hacia ellos, montado en un feo caballo zaino. Parecía no importarle estar solo ante las huestes enemigas.

—Ojalá ese hombre fuese mío —dijo Melita.

Coeno asintió.

—Si sobrevive, quédatelo —dijo.

Nicéforo se encontró con ellos en un claro entre los muertos.

—Querría una tregua de un día para recoger a mis muertos y darles sepultura —dijo—. Reconozco que me habéis vencido.

Melita negó con la cabeza.

—No, lo siento, Nicéforo. Me gustas, pero nada de tregua. Por la mañana acabaremos contigo. Salvo que quieras negociar condiciones.

—Upazan, el aliado de mi amo, está en camino —contestó Nicéforo—. No nos derrotarás por la mañana.

Melita se encogió de hombros.

—No tengo por qué soltar bravatas ni negociar. ¡Largo!

Dio media vuelta a su caballo y, mientras lo hacía, vio la expresión estupefacta de Nicéforo y, viendo hacia dónde dirigía los ojos, miró hacia el mismo lugar.

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