A primera hora de la tarde el viento volvió a rolar al este, soplando de tierra, y la escuadra perseguidora comenzó a ganar terreno, comenzando a notarse que llevaba remeros más descansados y mejor alimentados.
Sátiro los vigilaba mientras se aproximaban. Estaba de pie en la popa observando los gallardetes que ondeaban en el mástil, indicando cada cambio de viento.
—¿Neiron? —llamó.
—¿Señor?
Neiron se despertó y enseguida se puso alerta. Había puesto al maestro remero al timón para dormir un rato en el banco del timonel.
—Tengo intención de virar al oeste y navegar de empopada hasta Chipre —dijo—. ¿Qué opinas?
Neiron se chupó dos dedos y los levantó. Luego miró las nubes.
—Es arriesgado —dijo.
Sátiro señaló hacia popa y Neiron dio media vuelta y vio a los perseguidores.
—A lo mejor no van a por nosotros —dijo, mesándose la barba.
Sátiro asintió.
—Son persistentes, no obstante. Se avecina otro vendaval y esos caballeros siguen en el mar.
—Y realmente parecen barcos de guerra. —Neiron miró protegiéndose los ojos con la mano—. Seis horas hasta que avistemos el templo de Afrodita en Kleides. —Meneó la cabeza—. Si el viento cambia, estaremos en mar abierto en plena noche con una tormenta formándose detrás de nosotros.
Sátiro asintió.
Neiron se encogió de hombros.
—Hazlo —dijo.
Sátiro cogió el timón. Neiron fue hacia proa y ordenó a los tripulantes de cubierta y a los marineros que izaran la vela mayor, y en cuanto estuvo envergada al mástil, Sátiro dio la orden y el
Loto
, que todavía iba a remo, viró de norte a este en una eslora. Sátiro quedó complacido al ver que el siguiente barco de la fila, el
Oinoe
, estaba preparado y, aunque tardó más en levantar su mástil, efectuó la virada ordenadamente. Detrás de él, el
Platea
compensó su mal rendimiento en una maniobra anterior y viró con celeridad, y los dos trirremes levantaron sus mástiles mientras viraban.
El
Jacinto
se demoró en la virada y perdió terreno mientras seguía avanzando lentamente a remo hacia el norte. No sería de extrañar que su timonel se hubiese dormido. Pero por lento que fuese el
Jacinto
, más lo fueron los perseguidores. Continuaron rumbo norte tanto rato que Sátiro comenzó a preguntarse si estaba huyendo de fantasmas. Solo cuando se hubieron interpuesto por completo entre Sátiro y la costa giraron sus proas hacia el mar, aunque no izaron las velas.
—Cuento diez —dijo Neiron—. Son enormes, los muy cabrones. Todo el mundo construye barcos cada vez mayores. ¿Eso es un
hepteres
?
El perseguidor de más porte descollaba entre los demás, con tres cubiertas de remeros y un casco ancho y pesado que sin embargo parecía navegar deprisa.
—Ahí van Demetrio o su almirante —dijo Sátiro. Meneó la cabeza—. Debe creer que somos la tan esperada incursión desde Egipto.
—Por eso nos ha alejado de su costa —dijo Neiron—, y ahora nos deja a la merced de Poseidón.
—Ojalá no hubieras dicho eso —respondió Sátiro.
Siguieron adelante por un mar cada vez más embravecido, con el viento aullando detrás de ellos.
Pero tenían buenos barcos y buenos oficiales, y antes de que los últimos rayos rosados del ocaso invernal desaparecieran tras las montañas de Chipre, el
Loto
tenía la popa varada en arena negra al oeste de Ourannia, con un promontorio entre ellos y la fuerza de viento de levante. Campesinos chipriotas bajaron a la playa con canastos de pescado seco y cangrejos vivos, y Sátiro pagó en metálico un festín mientras el viento arreciaba y volvía a caer.
Durante tres días avanzaron penosamente ante la costa de Chipre, con la proa encarada al fresco viento de poniente que siguió a la tempestad, y siguieron costeando hasta llegar a la playa de Likkia, una playa que Sátiro ya había utilizado con anterioridad. Allí aprovisionó los barcos, pagando a crédito con el nombre de su tío, por todos bien recibido. Aguardó unos días a que soplara viento del este y, cuando se levantó, hizo un sacrificio en la playa y se hicieron a la mar.
—Derechos al oeste hasta Rodas —dijo.
Neiron meneó la cabeza.
—¿Por qué arriesgarse? —preguntó.
—El tiempo vuela —dijo Sátiro—. Cualquier día de estos correrá la voz de nuestra partida de Alejandría.
—Cualquiera que se dirija al norte tiene que seguir la misma ruta que nosotros hemos seguido —dijo Neiron.
—Y yo ya lo he hecho antes —respondió Sátiro.
Neiron asintió.
—Eso me han dicho —contestó—. ¿No basta con una vez?
La mayoría de naves navegaba cerca de la costa, poniendo rumbo norte desde la punta de Chipre hasta la costa de Asia Menor para luego costear de puerto en puerto hacia poniente.
—Si el viento se mantiene doce horas, alcanzaremos Rodas antes de que las estrellas aparezcan en el firmamento —dijo Sátiro.
—Si el viento cae, estaremos a la deriva en alta mar, rezando para que Poseidón se apiade de nosotros. —Neiron se encogió de hombros—. Pero tú eres el navarco. Solo espero que cuando Tiqué te abandone yo ya haya muerto.
Sátiro sonrió, pero mantuvo los puños apretados y tuvo retortijones de estómago hasta que aquella noche atracaron. La tripulación se exaltó cuando el vigía divisó el promontorio de Panos, y de nuevo cuando se deslizaron por el espejo de agua del puerto interior de la ciudad, pasado el templo de Poseidón.
—¿Todo esto por ganar un día? —preguntó Neiron.
Sátiro terminó de verter el vino al mar.
—Las tripas me dicen que cada día cuenta —contestó.
—¿Crees que aceptarán tu oferta? —preguntó Neiron.
Sátiro señaló la playa de debajo del templo, donde había una docena de triemioliai varados en la arena.
—¿Se te ocurre algún otro motivo por el que prepararían una escuadra en pleno invierno? —preguntó.
—Los dioses te aman —dijo Neiron, sonriendo. Asintió con gravedad—. Aprovecha mientras dure.
Pantecapea, finales de invierno, 310 a.C.
—¿Cómo está nuestro augusto prisionero?
Eumeles estaba de un inusitado buen humor. Sentado en su banqueta de hierro contemplaba por encima de las almenas de su ciudadela el centelleante Euxino a la luz de finales de invierno. ¿O ya era el principio de la primavera? El tiempo era benigno y el sol brillaba.
Idomeneo tenía una lista de asuntos importantes y León, el prisionero, no era uno de ellos.
—Sigue vivo. ¿Realmente necesitas saber más?
Eumeles se encogió de hombros.
—Me preguntó cómo se sentiría la joven Melita si le enviara una mano o un ojo.
Idomeneo cerró los ojos un momento y los abrió lentamente.
—Yo no lo recomendaría, señor. Ya tiene a nuestros granjeros de su parte.
—Si el estúpido de Marthax hubiese recurrido a mí… —Eumeles meneó la cabeza—. Pero ella carece de flota, y la única infantería que conseguirá serán esos perros amotinados de Olbia. Nuestro ejército se la comerá y, mientras estemos en ello, recuperaremos la lealtad de Olbia de una vez por todas. —Eumeles sonrió—. Qué ganas le tengo a esta campaña. Solo dos pasos para delante y tres para atrás. Cuando Olbia sea aplastada, realmente seré rey.
Idomeneo asintió.
—Sí, señor —dijo automáticamente—. Entretanto, los atenienses quieren ver satisfechas sus cuotas de grano o de lo contrario amenazan con cortarnos el crédito.
—¿De dónde esperan que venga ese grano exactamente? —Eumeles negó con la cabeza—. ¿Cómo pueden contar con llenar sus barcos dos veces al año cuando antes solían cargarlos una sola vez?
—Les vendiste un segundo cargamento el otoño pasado, señor.
Idomeneo no tendría que haber dicho aquello, pues permitió que sus opiniones se reflejaran en su voz y su amo se volvió hacia él, clavándole sus pálidos ojos asesinos.
—Perdona si me equivoco —dijo Eumeles, su voz apenas un susurro—, pero me ha parecido oír que criticabas mi política.
Idomeneo abrió sus tablillas y recorrió con el estilo la lista de asuntos pendientes.
—Señor, el hecho es que los atenienses exigen más grano de inmediato. Y si no los satisfacemos, tus mercenarios no embarcarán, como tampoco habrá con qué pagar a los hombres que ya tenemos. Siguiendo con el mismo tema, Nicéforo solicita audiencia. Supongo que tiene intención de reclamar pagos. Sus hombres llevan tres meses sin cobrar.
Nicéforo era el
strategos
de Eumeles, un hombre excepcionalmente competente. Era a un mismo tiempo inteligente y leal, una combinación difícil de encontrar.
Eumeles asintió.
—Pues veámosle.
—¿Entiendes que no tenemos dinero? —preguntó Idomeneo.
Eumeles lo miró y se rio.
—Llevas una vida muy dura, Idomeneo. Si criticas al tirano, vives presa del miedo. Si no le das consejo y cae, caes con él. —Eumeles meneó la cabeza—. Escucha, yo ya montaba este tigre cuando tú eras un cachorro. Mi padre fue tirano en estos pagos. Ten un poco de fe. Este invierno las cosas han cambiado a nuestro favor. Presiento el final de la peor parte. Estos problemas de dinero nunca son difíciles de resolver. Y una vez que los bárbaros del mar de hierba estén en su sitio, tendremos poder. Poder de verdad. Dudo que Lisímaco, Antígono y los diádocos sepan realmente lo ricos que somos aquí arriba. —Eumeles sonrió—. Mi intención es ser muy fuerte antes de dejarles descubrir que puedo comprar y vender a los señores del mar Interior. —Miró las tablillas de Idomeneo y suspiró—. Solo tengo que pasar por los sórdidos pormenores habituales para llegar a la parte buena.
Idomeneo fue en busca de Nicéforo. Prefería a su amo cuando se mostraba malhumorado y pragmático. La vivacidad era muy peligrosa porque le enturbiaba el pensamiento.
—¿Cómo está hoy? —preguntó Nicéforo. Llevaba un magnífico peto de bronce y plata debajo de su manto tirio carmesí.
—Mejor que nunca —contestó Idomeneo.
Nicéforo enarcó una ceja.
—Siempre dices lo mismo, y no siempre es verdad. —Se encogió de hombros—. No me malinterpretes. Necesitamos que esté en plena forma. No me gustan los informes de los georgoi. Esa arpía podría arrebatarnos la campiña.
—La superstición de los granjeros es de sobra conocida —dijo Idomeneo.
Nicéforo se detuvo ante las puertas de la ciudadela.
—Escucha, mayordomo. Tengo la cortesía de comentar asuntos de estado contigo como si fueras un igual porque pienso que velas de todo corazón por los intereses de tu amo. No me vengas con perogrulladas.
—Debo quedarme con tu espada,
strategos
—dijo el guardia, en tono de disculpa.
Nicéforo no apartó sus ojos de los del mayordomo mientras entregaba al guardia su espada recta y sobria.
—Los georgoi tienen motivos para estar asustados —admitió Idomeneo.
—Exactamente. —Nicéforo asintió—. Pasemos.
Inclinó la cabeza ante el tirano, sin más protocolo. Eumeles le correspondió con una reverencia cortés.
—¿Vienes a buscar dinero? —comenzó Eumeles.
—Los muchachos acumulan tres meses de atrasos. Lo sabes de sobra, así que no voy a extenderme. Si llega la nueva falange con los salarios en el bolsillo, habrá un motín. —Nicéforo cruzó los brazos—. Aunque eso no es lo que me ha traído aquí.
—Tus hombres aún no han sido llamados a combatir. —Eumeles parecía pensar que aquel era un detalle importante—. Tienen casa y comida. Cobrarán cuando los necesite.
Nicéforo puso los ojos en blanco.
—Señor, guarda tus discursos para la asamblea. Mis hombres quieren cobrar. Me encomendaste que buscara soldados, soldados de verdad, no escoria jónica. Los contraté en Heraclea e incluso de entre las filas de Lisímaco, y ahora quieren su dinero.
Eumeles miró con arrogancia a su
strategos
.
—Muy bien. Necesito que encuentren los medios para cobrar su salario. Una solución elegante. Envía la falange a la campiña a recoger el grano; todo el grano. Todo lo que esos georgoi tengan en sus graneros. Primero envía un
taxeis
a las tierras del Tanais; no nos meteremos con nuestros granjeros hasta que no quede nada en el Tanais.
—¿Quieres dejarlos sin semillas? —preguntó Nicéforo.
Eumeles asintió.
—Sí. Hasta el último grano.
—Pero… —comenzó Idomeneo.
—¿Acaso parezco idiota? —gritó Eumeles, poniéndose de pie. Era más alto que la mayoría de los hombres, y muy flaco, y había perdido el pelo de la coronilla. Parecía más un burócrata que un temible tirano hasta que se levantaba cuan alto era—. Coge sus beneficios —dijo—. Quítales los medios para mantener a esa princesa de pacotilla, a esa Melita. Déjalos sin medios para cultivar la tierra y se morirán de hambre.
Idomeneo negó con la cabeza. Cruzó una mirada de mutuo y silencioso entendimiento con Nicéforo.
—Amo, señor, si despojamos a los labriegos del Tanais, se los servimos en bandeja.
Eumeles asintió.
—Entiendo que pienses eso pero, francamente, y no nos engañemos, a esos campesinos ya los hemos perdido. Son un atajo de traidores. ¿Por qué no arrebatarles sus bienes?
—En cuanto retire a mis hombres después de recaudar ese impuesto, toda la región se inflamará —dijo Nicéforo.
Eumeles negó con la cabeza.
—No. Te equivocas. En cuanto recaudes ese impuesto se convertirán en refugiados, hombres sin hogar que vagarán en busca de comida. Cuando haya vencido a los bárbaros, regresaré y otorgaré títulos de propiedad a los soldados, fincas grandes con su correspondiente población de siervos muertos de hambre. Tendré un pueblo leal y estable de soldados, soldados que, de la noche a la mañana, serán prósperos terratenientes mientras que los campesinos rebeldes se verán reducidos a la esclavitud, que será lo mejor para ellos. Y la única arma que necesito contra ellos es el hambre.
Nicéforo se rascó el mentón.
—En tal caso se trata de un asunto de coordinación, señor.
Eumeles se rio.
—Sí, y la coordinación es mía. Escucha, esta chica no puede reunir a las tribus en cuestión de días. Antes de que constituya su ejército, la inundaremos de bocas inútiles, campesinos sindi y meotes hambrientos, hombres desesperados. Y sus inútiles familias. En cuanto tengamos el dinero, pagamos a nuestros hombres, llegan nuestras nuevas tropas y partimos a por ella. La aplastamos en cuanto el suelo esté duro, y asunto concluido. Los campesinos no tienen a quien recurrir, y nosotros hemos cambiado el reglamento sobre la propiedad de la tierra. Tal como debería haber sido desde el principio.