El duelo por el reinado carecía de reglas, aunque se decía que quien obtuviera el reinado con un arco en la mano no sería un buen rey. Se decía.
Melita sostenía la lanza por encima de la cabeza, como si fuera a arrojarla, y apuntó la cabeza de
Grifón
hacia el pecho del caballo de Marthax, hincándole los talones en lo ijares. El corcel reaccionó dando un salto y sus cascos levantaban una nube de nieve como si galopara sobre el viento.
Marthax levantó su escudo para parar el golpe a unas pocas zancadas de distancia, y Melita giró la lanza para colocársela debajo del brazo, sin dejar de apuntar, de modo que la lanza golpeó el escudo de Marthax que cayó de la silla; y a ella poco le faltó, pese a que apretó con las rodillas los flancos de
Grifón
, que respondió al impacto demostrando su veteranía.
Melita dio la vuelta a
Grifón
trazando un amplio círculo. «No pierdas la calma», pensó. «¡No pierdas la calma y vive!» Pero otra parte de ella decía «¡He derribado a Marthax y seré reina!» Cuando regresaba hacia él, Marthax tenía una rodilla en el suelo y se apoyaba en su hacha para levantarse. Le manaba sangre de debajo del yelmo, pero logró ponerse en pie.
Melita detuvo a
Grifón
a pocos largos de caballo de Marthax.
—No seas estúpida, chica —le espetó Marthax.
Melita saltó a tierra y sacó su
akinakes
de empuñadura sencilla, la misma que había portado en Gaza y en todas las batallas libradas en las llanuras. Agarró la lanza con la mano izquierda.
Marthax fue a por ella sin añadir palabra, avanzando pesadamente por la nieve tan deprisa como se lo permitía su herida.
Melita arrojó la lanza con la izquierda y le dio en la rodilla, justo encima de la greba, y Marthax cayó de nuevo sobre la nieve.
Y se rio.
—¡Argh! —gruñó.
Melita lo circundó con cautela puesto que todavía empuñaba el hacha y se estaba poniendo de pie.
—Desde luego, sabes luchar —dijo Marthax—. ¡Un buen kurgan! —agregó, y fue dando traspiés hacia ella con el hacha en alto para asestarle un buen golpe.
Y ella se puso al alcance de su mandoble, recibiendo el golpe de refilón en el hombro y la espalda, hizo la finta de Harmodio, la favorita de su hermano, y le clavó toda la longitud de su espada debajo del brazo empujando hacia arriba. Se trataba de un movimiento que había practicado mil veces con Sátiro, Filocles y Terón, y le pareció apropiado dárselo a Marthax dado que, si se hacía bien, garantizaba una muerte instantánea.
La hoja se hundió hasta la empuñadura, y el rey murió antes de desplomarse, arrancándole la espada de la mano con su peso al caer al suelo.
Melita se inclinó sobre él para retirar su espada, y el dolor del golpe que había recibido en la espalda la asaltó como en una emboscada y faltó poco para que se cayera. ¿Había cambiado de parecer en el último momento, Marthax? ¿O le había concedido un combate en buena lid porque la había calado?
Marthax estaba muerto. No consiguió arrancar la espada hasta el tercer tirón, y se le torció la mano. Dejó caer la gastada empuñadura en la nieve y se dio cuenta de que los jinetes la estaban vitoreando desde ambas líneas. Justo como había previsto.
A sus pies yacía un anciano con la barba roja de sangre, el rostro arrugado libre del yelmo a causa del último golpe. Melita se agachó y le cerró los ojos.
Coeno llegó al trote con las riendas de
Grifón
en la mano. Detrás de él venían Urvara y Parshtaevalt y, desde el otro extremo del campo, los capitanes de Marthax también se aproximaban.
—Mi saludo, reina de los asagatje —dijo Coeno.
—Me ha dado el reinado —respondió Melita.
—Sí. Siempre fue uno de los mejores —dijo Coeno—. Jamás habríamos vencido a Zoprionte sin él.
Otros hombres y mujeres la iban rodeando. Montó a
Grifón
, costándole más esfuerzo que cualquier otra vez en su vida.
—¡Escuchad! —gritó, y todos se callaron.
—¡Srakorlax! —clamó Scopasis. Otros sakje repitieron el nombre.
—¡Escuchadme! —gritó Melita.
Grifón
se mantenía firme como una roca entre sus piernas—. Marthax ha muerto como rey de los asagatje, como heredero de Satrax. En primavera le construiremos un gran kurgan en la orilla del río. Cada uno de sus caballeros donará un caballo, y yo donaré más de cien. ¡Marthax era el señor de diez mil caballos!
Cuatrocientas voces no bastaron para llenar los gélidos eriales del mar de hierba en invierno, pero su rugido se hizo eco de la alegría del pueblo por el alivio que suponía que no fuera a comenzar una cruenta guerra civil.
—¡Y luego juntaremos nuestro poderío, y los sármatas sentirán el peso de nuestros cascos! —concluyó Melita.
Y todos la aclamaron de nuevo.
Alejandría, invierno, 311-310 a.C.
Sátiro estaba tendido bocarriba junto a la imponente figura de Heracles, que iba solo y llevaba encima la piel de león. Desde cierta distancia, Sátiro lamentaba su propia muerte, y su espíritu flotaba en la habitación, observando al dios-héroe de pie junto a su cuerpo.
Tánatos entró a través del suelo, como si subiera a la habitación desde el Hades por una escalera invisible.
—Es mío —dijo.
—No —respondió Heracles.
—¡Es mío! —insistió la Muerte, y su voz era la voz de todas las criaturas del averno; el hedor a muerte y el olor a tierra vieja lo acompañaban. Sus prendas eran de lino putrefacto y su corona de oro presentaba una pátina de tanto tiempo como llevaba enterrada.
Heracles se interpuso entre la Muerte y la cama.
—No —dijo, y cruzó sus poderosos brazos.
—¡Ya van diez veces! —repuso la Muerte entre dientes—. ¿Acaso soy un semi-mortal para que se me trate así?
—¡Fuera de aquí! —dijo Heracles.
Tánatos no era cobarde.
—Bah —espetó, escupiendo arena—. Déjame ver qué parte de ti sigue siendo mortal, diosecillo.
Heracles se encogió de hombros.
—Ya he probado tu fuerza, tío.
Tánatos lo golpeó de improviso con una espada en forma de hoz, un
kepesh
egipcio. Heracles le agarró la muñeca de la mano con la que empuñaba la espada y levantó al dios y a su espada del suelo y salió de la habitación al balcón que se abría sobre el mar.
—Refréscate la cabeza en el reino de tu hermano Poseidón —dijo Heracles.
—¡Me llevé a tu padre en su momento de gloria, muchacho! ¡Y haré lo mismo contigo! —gritó Tánatos, y sus espantosos ojos se cruzaron con los de Sátiro, que entendió que se dirigía a él.
Y entonces Heracles dio media vuelta y arrojó al dios de la muerte por el balcón.
No se oyó el ruido de su caída al agua.
Y, a la manera de los sueños, Heracles lo condujo varios parasangs a lo largo del río hasta que llegaron a un templo, y Heracles lo llevó hasta el altar, pero no era un altar, y un anciano a quien sostenían dos musculosos aprendices estaba forjando hierro en un yunque, y la escena la iluminaba la luz rojiza de la fragua, y mientras Sátiro observaba, enfrió la hoja curvada, y en su sueño Sátiro sonrió, y luego lo llevaban de la mano por la maraña de calles del mercado nocturno, cruzándose con putas, pordioseros y cesteros, pasando ante el puesto de un panadero que trabajaba de noche para obtener más ganancias y con el de un hombre que vendía objetos robados, y con una mujer que afirmaba ser hija de Moira, la diosa del destino, y que podía ver el futuro. Heracles pasó ante todos ellos sin que ninguno lo viera, excepto la hija de Moira, que levantó los ojos de una fraudulenta fortuna y, horrorizada, se cubrió la cabeza con una estola.
Entraron en una taberna y los hombres se apartaron del camino del dios de los héroes sin darse siquiera cuenta de lo que hacían, echándose para un lado en respuesta a un movimiento de los ojos de Heracles, y Sátiro caminaba detrás de él. Olía el vino rancio, y también el olor penetrante del jugo de amapola que el posadero guardaba en una botella de cristal; cristal auténtico del templo, que valía su peso en oro. Casi perdió al dios por su repentino deseo de poseer aquella aciaga sustancia y así cambiar su sueño de sórdida realidad por los colores que hablaban como los dioses.
Se debatió entre qué paso dar. Uno lo conduciría, invisible y laureado, hasta la botella; el otro seguiría a su dios. Y entonces cruzó detrás de Heracles una cortina de cuero manchado, y luego un muro de mampostería sin mortero, hasta un cuarto inmundo que quizás antaño estuviera encalado pero que ahora apestaba a vino rancio y comida podrida.
Reconoció en el acto al hombre sentado a la mesa. Era Sófocles, el médico asesino ateniense, y había cuatro hombres en cuclillas en el suelo de tierra y una quinta persona, una mujer, de pie junto a la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho. Todos volvieron la cabeza cuando el dios apareció ante ellos, y Sófocles se puso en pie de inmediato, tomó aire y miró en derredor.
—Algo… ha venido —dijo—. ¡Malditos sean Egipto y sus espíritus!
Heracles no contestó y señaló a la mujer que estaba junto a la puerta.
Sátiro la conocía y…
Despertó. Estaba bañado en sudor, y débil; tan débil que no podía levantar el brazo para secarse el sudor de la cara.
Nearco estaba sentado a su lado.
—¿Estás despierto? —preguntó.
Sátiro quería mover el brazo pero fue como si la parálisis le impidiera ese primer movimiento, y un dolor atroz le sacudió el brazo, un calambre como los que podía padecer un atleta mal masajeado después de haberse esforzado demasiado. Una experiencia por la que Sátiro había pasado muchas veces.
Tuvo otro calambre, se acurrucó sobre el costado y le dieron arcadas. Nearco le sostuvo una palangana pero lo único que sacó fue un hilillo de bilis.
Cuando los calambres cesaron se relajó, y un esclavo le limpió la barbilla con una toalla. Inhaló profundamente y soltó el aire despacio, para ver si volvía a tener náuseas.
—¿Estaba muerto? —preguntó.
Nearco negó con la cabeza.
—Ni mucho menos. Lo has hecho muy bien, muchacho. Aunque, a decir verdad, tenías el hábito muy poco arraigado; ha sido cuestión de semanas. Mi hermano, por ejemplo…
Nearco meneó la cabeza.
—¿Dónde está Fiale? —preguntó Sátiro.
—Te visita a menudo, según tengo entendido —contestó Nearco—. Joven amo, me cuesta imaginar que te apetezcan sus servicios en tu estado actual.
—No… al contrario, doctor. Canción… Fiale… —Tomó aire y consiguió hablar con claridad—. Hará tanto por restablecer mi salud como… —Un calambre en el estómago, y se acurrucó en posición fetal. Cuando recobró el aliento, prosiguió— …como tus cuidados. —Hizo amago de sonreír—. No lo tomes a mal. Nunca podré agradecerte bastante lo que estás haciendo por mí.
Nearco encogió los hombros.
—Soy un criado de la familia, cumplo con mi deber. Debo decir que siempre me ha alegrado servir al amo León.
Los dos días siguientes Sátiro se recobraba y vomitaba por turnos, y sus músculos se negaban a obedecer a medio hacer los movimientos más simples. Pasaba las horas diurnas tendido en el balcón bajo el pálido sol invernal. A veces creía ver la imagen incorpórea de su dios en pie junto a él, y en otras ocasiones meneaba la cabeza al pensar en los curiosos efectos que la enfermedad tenía sobre la mente. Nearco le había proporcionado un esclavo, Helios, un chico oriundo de Amphipolis que había sido esclavizado cuando sus padres se lo llevaron en un viaje por mar, y el chico lo atendía con una solicitud poco frecuente en un esclavo.
Sátiro estaba sentado al sol, con un rollo de Heródoto en las manos. No conseguía leer pese a que el texto relataba la resistencia de los helenos en Platea, el clímax de la gran obra de Heródoto.
—¿Cuánto tiempo llevas siendo esclavo? —preguntó Sátiro.
El chico hizo memoria.
—Cuatro años —contestó—. Me tomaron preso la primavera en que Casandro mató a la reina.
Sátiro sonrió porque, incluso en su estado, comprendió que el chico se refería a Olimpia, la reina hechicera de Macedonia. Un enemigo. Un enemigo menos.
—¿Abusaron de ti los piratas? —preguntó.
—Los piratas, no —dijo Helios sin mostrarse alterado—. Pero mataron a mis padres.
Sátiro asintió.
—¿Sabes el nombre del pirata que te apresó? —preguntó Sátiro.
—Sí, claro —contestó el chico—. Nos abordó Demóstrate. Su tripulación mató a mis padres porque opusieron resistencia. Luego me pidieron perdón —agregó Helios, sonriendo.
Nearco y Safo le estaban enviando un mensaje. Su cerebro lo captó a través de la bruma del dolor y el desánimo: aquel chico era su voto de desaprobación a la alianza con el rey pirata.
—¿Te gustaría hacerte a la mar conmigo, chico? —preguntó Sátiro.
Helios sonrió haciendo honor a su homónimo, el sol, y sus cabellos rubios de tracio reflejaron sus rayos.
—Oh, sí —contestó entusiasmado.
Sátiro se recostó, agotado por la breve conversación.
—Si te llevo al mar y te enseño a luchar, ¿me servirás durante cuatro años?
Helios se encogió de hombros.
—Soy un esclavo —dijo, y acto seguido sonrió—. Me encantaría ir al mar —agregó.
Sátiro fue consciente de que había dejado la parte más importante de su oferta sin decir. Intentó formularla mentalmente, pero se estaba desvaneciendo—. No importa —dijo, y se durmió.
Cuando volvió a despertarse, Nearco se sentó junto a su cama y le dio sopa; un maravilloso cocido de cordero, con especias y bolas de masa.
Luego lo vomitó todo.
Helios lo limpió, y Sátiro volvió a vomitar. Helios lo limpió de nuevo, quitándole con paciencia cada salpicadura del desagradable vómito de la melena, las pestañas, el vello púbico.
Sátiro bebió agua y se durmió.
Más tarde se despertó y era de noche. Se movió en el diván, notó que había alguien más en el lecho y se encontró con que el chico estaba pegado a él.
—Perdón —dijo Helios—. Estabas tiritando.
Sátiro se desperezó y no tuvo ningún espasmo muscular.
—Helios —susurró—. ¿Crees que podríamos probar a tomar un poco de sopa?
Las lámparas se encendieron por toda la casa antes de que transcurrieran diez minutos en el reloj de agua. Nearco se personó con una bata persa. Puso una mano en la frente de Sátiro y luego en su vientre.
—Por Hermes y todos los dioses —dijo.