Helios llegó de la cocina con un cuenco de sopa. Se sentó en la cama y se la dio a cucharadas a su amo.
Sátiro comió poco, aunque tenía ganas de beberse el cuenco entero y pedir otro, y se tendió de nuevo en la cama consumido de hambre.
Al cabo de media hora, el alimento seguía en su estómago.
Nearco se encogió de hombros.
—Me he equivocado por un día —dijo—. Ahora te repondrás enseguida.
Helios trajo un brasero y lo encendió para mantener caliente el cacharro de bronce en el que había traído el estofado desde la cocina. Cada media hora daba otras veinte cucharadas de sopa a su amo.
—Te libertaré —dijo Sátiro—. ¿Y si te liberto y te llevo al mar? Cuatro años. Necesito un sirviente —dijo.
Helios sonrió de oreja a oreja.
—Por supuesto —dijo. Y más quedamente agregó—: Ya sabía a qué te referías —dijo—. Pero tenía que oírte decirlo. —Se le saltaron las lágrimas—. La gente hace promesas que luego no cumple —dijo.
Sátiro se sorprendió dando palmaditas al chico en la cabeza. «Yo detestaba que Filocles me hiciera esto», pensó.
Helios levantó la vista.
—Vino un hombre; un egipcio con vestiduras de sacerdote. Trajo un paquete.
—Ve a buscarlo —dijo Sátiro.
En un momento lo desenvolvieron y apareció la espada de su padre; tal vez un pelo más corta, pensó Sátiro, pero era magnífica, y el azul metálico relucía, casi púrpura en la punta, de modo que la hoja relumbraba con gélida malevolencia.
—¿Me harías un recado? —dijo Sátiro a Helios—. Ve a ver a Safo y que te dé una mina de oro. Luego llévate a Hama y a dos soldados como escolta y ve al templo de Poseidón. Entrega el oro a Namastis, el sacerdote. Si quiere que lo acompañes a algún sitio, escóltalo allí adonde vayáis.
Helios contemplaba la espada.
—Un día, querré una espada como esta —dijo.
—Un día, te regalaré una —concedió Sátiro—. Y ahora, date prisa.
Al día siguiente Nearco estaba sentado en un taburete de hierro en la habitación de Sátiro, moliendo polvos junto a la ventana.
—Suelo utilizar esta habitación para preparar medicinas cuando tú no estás —dijo—. Espero que no te importe. Tiene la mejor luz.
Sátiro sonrió.
—No estoy en posición de censurar lo que hagas, doctor.
Nearco asintió y siguió moliendo.
—Es lo que pensaba. ¿Sigues queriendo ver a Fiale?
La sonrisa de Sátiro se desvaneció.
—Sí —dijo con gravedad—. ¿Crees que alguna vez se haya condenado a alguien usando como prueba un sueño? —preguntó.
Nearco se encogió de hombros.
—Me figuro que es posible —contestó—. Los sueños son poderosos.
La mirada de Sátiro se endureció.
—Me gustaría investigar el argumento de un sueño —dijo Sátiro—. ¿Fiale conserva a la misma sirvienta en su casa?
Nearco levantó la vista del almirez y el macillo.
—Sí —contestó.
—¿La misma mujer que cuando yo… era su cliente? —preguntó Sátiro.
Nearco reanudó su trabajo.
—Yo no estuve en su casa entones —dijo—. ¿Una mujer menuda, morena de pelo, que sería guapa si su mirada no fuese tan penetrante?
—Buena descripción de Alcea, doctor —dijo Sátiro—. Tiene un tatuaje en la muñeca izquierda.
Nearco se encogió de hombros sin dejar de trabajar.
—Nunca le he examinado las muñecas.
Sátiro hizo una seña a Helios, que aguardaba sentado junto a la pared.
—¿Sabes leer y escribir, chico? —le preguntó.
Helios asintió.
—Bastante bien —respondió—. Griego y un poco de escritura del templo.
—¿En serio? —dijo Sátiro—. Estupendo. Eres un pozo de sorpresas. Necesito que me hagas un mandado.
Helios asintió y se levantó del suelo.
—Ve en busca de Alcea. Trabaja para la hetaira Fiale. Trata de entablar conversación con ella. Y luego intenta averiguar dónde estuvo, hmm, hace dos noches.
Nearco enarcó una ceja.
—Eso es mucho pedir a un esclavo.
Sátiro se recostó.
—Le he prometido la libertad —dijo—. Dejemos que se la gane.
Tomó más sopa, y Nearco lo cambió; un humillante servicio más que el médico le prestaba. Sátiro pensó que él sería un mal médico. Detestaba tocar a las personas, detestaba la suciedad de sus propios excrementos, la bilis de su estómago, los mil pormenores de la enfermedad.
—¿Cómo lo soportas? —preguntó a Nearco, una vez limpio.
—¿Hmm? —respondió Nearco, mirando por la ventana—. Perdona, ¿qué has dicho?
Sátiro meneó la cabeza.
—Nada —dijo.
A la mañana siguiente se despertó con el sol e intentó levantarse de la cama. Dio unos pocos pasos y descubrió que le fallaban las fuerzas, y regresó a la cama sin que le doliera nada. Para desayunar tomó un huevo, y luego otro.
—Ya estás curado —dijo Nearco a mediodía, visto que no había devuelto los huevos—. Quiero que a partir de ahora te lo pienses mucho antes de tomar amapola otra vez. Aunque tengas una mala herida. De hecho, siempre echarás de menos esa sustancia. ¿Entendido?
—Sí —contestó Sátiro.
—Bien —dijo Nearco—. Safo lleva días con ganas de visitarte pero he supuesto que no querrías que te viera tan debilitado; conozco a los hombres como tú. Y además anda muy ocupada con el bebé.
—¿Dónde está Helios? —preguntó Sátiro.
—No lo he visto. Y la culpa es solo tuya, le encomendaste una tarea semejante a uno de los trabajos de Heracles —contestó Nearco, encogiéndose de hombros.
Sátiro leyó a Heródoto mientras el médico molía huesos para hacer pigmentos y luego quemaba un poco de marfil en un brasero.
—¡Puaf! —dijo al regresar al interior—. Disculpas por el olor.
Sátiro hizo una mueca.
—Más olores he despedido yo durante esta semana —respondió.
Nearco asintió, abanicándose.
—Vamos a vestirte —dijo, echando un vistazo al reloj de agua. Lo rellenó, reiniciando su mecanismo de dos horas de duración, y luego buscó un sencillo quitón blanco, se lo puso a Sátiro y lo volvió a acostar.
—Lamento haber mandado a Helios a la calle —dijo Sátiro—. No caí en la cuenta de que tendrías que hacer parte de su trabajo.
—Nearco negó con la cabeza.
—La decisión fue mía. Ahora tenemos ciertas normas en esta casa; desde los ataques cuando nació Kineas. Solo se toman esclavos tras haber comprobado sus antecedentes. Hacemos casi todo el trabajo nosotros mismos y recibimos muy pocas visitas. En la ciudad corre el rumor de que estás aquí; todavía no lo hemos confirmado. Podrías ser tú o tu tío León quien trajo el
Loto
a puerto. ¿Entiendes?
Sátiro asintió.
—Por supuesto.
—Y Hama tiene contactos en, ¿cómo debería decirlo?, en los bajos fondos. Entre los criminales del mercado nocturno. Se oyen cosas. En esta ciudad hay hombres que ofrecen dinero por tu cabeza.
Sátiro sonrió.
—Estratocles está muerto y sus conspiraciones siguen en marcha.
Nearco se rascó la nariz.
—Sófocles el Ateniense ha tomado el relevo.
Sátiro asintió.
—Ya lo sé —dijo.
Acto seguido Safo entró majestuosamente en la habitación, con Calisto pisándole los talones y un bebé en brazos.
Sátiro sonrió a las dos mujeres. Safo se inclinó para besarlo y lo mismo hizo Calisto.
—Nunca te imaginé haciendo de niñera —dijo Sátiro a Calisto. Calisto era una hetaira en activo que había sido esclava de su hermana, siendo ahora una mujer libre, dueña de sí misma.
—Hmm —dijo Calisto maliciosamente—. Estoy convencida de que eres un experto en mujeres, joven amo. Ahora soy madre, gracias.
—¿Qué opinión te merece Helios? —preguntó Safo. Una sirvienta le acercó una banqueta y se sentó.
Sátiro alzó las manos, tomó a su sobrino en brazos y lo acomodó sobre su pecho. El niño ya era capaz de sostenerse sentado por sí mismo, y pestañeaba observando el mundo con curiosidad.
—Es excelente —contestó Sátiro a la pregunta de Safo—. Ya le he prometido la libertad.
Safo enarcó las cejas.
—¿En serio? Pensé que tal vez necesitarías un criado.
—Y así es. Me lo quedaré durante cuatro años; pero según parece ya le han prometido la libertad en otras ocasiones.
Sonrió a Safo, que asintió lentamente, mostrando su complacido desacuerdo.
—Sabrás que lo aprehendieron los piratas —dijo Safo—. Mataron a sus padres, lo vendieron a un burdel y ejerció la prostitución durante dos años hasta que un cliente, sacerdote, por supuesto, lo compró para emplearlo como escriba… y calientacamas.
Su voz se fue volviendo más dura y grave a medida que hablaba. Igual que al tío León, a Safo la habían vendido como esclava y abusaron brutalmente de ella hasta que la libertaron. Aquel era el destino que más temía cualquier heleno, y el precio inevitable de un mundo en el que imperaba la esclavitud. Pero León y Safo obraban en consecuencia. Ambos compraban partidas de esclavos, sobre todo si habían nacido libres, y les buscaban colocaciones que les permitieran libertarse.
—Fue mi aliado, Demóstrate —dijo Sátiro.
—Tu «aliado» es un verdadero titán del Tártaro —le espetó Safo.
Sátiro se encogió de hombros.
—Tía —dijo—, este último año he aprendido que si aspiro a ser rey, a veces tendré que hacer cosas que, en sí mismas, son despreciables.
Safo mantuvo su semblante impertérrito pero, a sus espaldas, Calisto asintió.
Sátiro estiró un dedo y el pequeño Kineas lo agarró, tiró de él e intentó tragárselo.
—No lograré convencerte —prosiguió Sátiro—. De modo que tengo que pedirte que confíes en mí. Sé lo que estoy haciendo.
—Tu madre hizo un pacto con Alejandro —dijo Safo—. Nunca se lo perdoné, no pude. Fue una de las razones por las que nos establecimos en Alejandría. Y ahora tú, tú que eres prácticamente mi hijo, te vas a vender de la misma manera.
—Mi madre pactaba con cualquiera que quisiera pactar con ella para conseguir paz y seguridad. Incluso con Alejandro. —Sátiro no sabía que hubiese habido tan serias diferencias entre su madre y Safo. Dio un beso a su sobrino y meneó la cabeza—. Perdona. Me sabe mal. Me siento sucio cada vez que estoy con él, pero fue almirante de mi padre. Mi padre lo utilizó y yo haré lo mismo.
—Entonces lo cubría la sangre de sus víctimas —repuso Safo.
Sátiro se recostó.
—Hola, hombrecito —dijo a su sobrino—. No tengas prisa de hacerte mayor.
Kineas gorjeó y alargó los brazos hacia Calisto, que se aproximó para cogerlo con ese aire que adoptan las mujeres que consideran a los hombres incapaces de entretener a un bebé.
—¿Tiene un ama de cría? —preguntó Sátiro.
—Sí —contestó Calisto.
—¿Tú? —dijo Sátiro sorprendido.
Calisto se rio, con aquella risa grave tan seductora que atraía a clientes dispuestos a pagar cinco y diez minas por una noche, y a veces veinte veces esa suma.
—Me parece que sabes de sobra cómo se hacen los bebés —dijo Calisto.
Sátiro decidió que resultaría poco delicado preguntar quién era el padre, pero su semblante debió de traslucir la pregunta, puesto que Calisto se rio a carcajadas, sin un ápice de seducción.
—No es un cliente —dijo—. Un amigo. —Le dio el pecho al niño—. Pueden crecer juntos —agregó.
Aquella misma tarde Helios llegó con una manta limpia y envolvió a Sátiro.
—¿Tuviste suerte en tu misión? —preguntó Sátiro.
—La encontré —dijo Helios, asintiendo—. He quedado con ella esta noche. A menudo sale por la noche. En esa casa confían plenamente en ella; es prácticamente la mayordoma. Es la clase de esclava que da miedo a los demás esclavos. Cuesta saber de parte de quién está, si captas a qué me refiero.
—Lo capto —dijo Sátiro—. ¿Necesitas dinero?
Helios asintió.
—Me irían bien unos cuantos daricos —dijo—. Me gustaría parecer un esclavo que también goza de la confianza de su amo.
—Ya no eres un esclavo de confianza —respondió Sátiro. Cogió un rollo que le había llevado Nearco—. Aquí lo tienes —dijo—. Un hombre libre. Aún no eres ciudadano, pero ya me ocuparé de eso cuando acaben los cuatro años que hemos pactado.
Helios se abalanzó sobre el rollo y lo abrió. Sátiro lo vio mover los labios mientras leía; lo leyó dos veces.
—Aún debo presentarme ante el sumo sacerdote —dijo Helios.
—Pues mejor que te des prisa. —Sátiro asintió—. Hace cosa de una hora… —Se echó a reír porque de pronto le estaba hablando a una habitación vacía—. ¡Necesitas a Nearco como testigo! —gritó, confiando en que el chico lo oyera.
Nearco entró aturullado en la habitación al cabo de media hora.
—Ese chico tan guapo me ha besado en público —dijo—. Créeme, ha sido toda una experiencia. —Nearco enarcó una ceja—. Lo has hecho muy feliz pero, ¿no se marchará? Es libre.
—Se nota que nunca has sido esclavo —dijo Sátiro—. Pasaré cuatro años enseñándole a ser libre. Si me abandona, volverá a ser esclavo en cuestión de una semana. Y le consta. ¿Dónde trabajará? ¿En un burdel? ¿Como liberto?
Nearco asintió.
—Entiendo. —Se rascó la barba—. Podría ir a los templos y ofrecerse como aprendiz. Quizá para aprender medicina.
—Dentro de cuatro años, será el maestro remero más apuesto de la flota de León —dijo Sátiro—. O habrá muerto. —Dedicó media sonrisa a Nearco—. Me parece que le gustaría vengarse, y no me importará proporcionarle los medios y la oportunidad.
Nearco dejó de moler polvos. Volvió la cabeza.
—¿Traicionarías a tu aliado?
—¿Traicionar? —repuso Sátiro, riendo—. Realmente, Nearco, has llevado una vida muy retirada. —Cambió el tono de voz. Cogió un rollito de cebada, una de las especialidades del cocinero, y se lo comió mientras leía un rollo de papiro—. ¿Me escribirías una carta, Nearco?
—Soy médico, no escriba. Y Helios tiene muy buena caligrafía.
La mano de mortero de Nearco siguió moliendo.
—Le he tomado afecto a ese chico, pero no puedo confiarle el contenido de una carta para Diodoro —explicó Sátiro.
Nearco asintió.
—Entendido —dijo—. Me das un montón de trabajo, ¿sabes? —preguntó haciendo una mueca en broma.
La redacción de la carta les llevó casi toda la tarde. En un momento dado, Safo se sumó a ellos, añadiendo sus propias instrucciones y los mejores deseos para su marido, así como noticias que podían serle de utilidad en la lejana Babilonia de Seleuco, noticias que también interesaron a Sátiro. Calisto estaba sentada con los dos bebés, cual niñera esclava que los atendiera por turnos, y Sátiro se fijó en que Safo le transmitía noticias al escribir, sin decirlas en voz alta. Escribían con tinta negra directamente sobre la madera de unas tablillas a las que habían raspado toda la cera. Con su pulcra y firme caligrafía Safo escribió: