—Sí, ama —respondió la esclava. Tenía unas manchas negras debajo de los ojos, como si le hubiesen dado de puñetazos, y el blanco de sus ojos carecía de su claridad habitual, pero por lo demás estaba intacta.
—¿Tenedos te dijo que fueras a la habitación de mi hermano y que dejaras una lámpara fuera?
—Sí —contestó Calisto.
—Para que sus asesinos supieran qué habitación ocupaba —dedujo Melita.
—Tienes que creerme, ama. Yo no sabía qué intenciones tenía —suplicó la bella esclava, estremeciéndose.
—Es posible que Tenedos siga vivo, ¿entiendes? Y él te necesita muerta. ¿Qué sabes sobre ese tal Estratocles? —preguntó Melita.
La chica de más edad negó con la cabeza.
—Es ateniense. Kinón hablaba de él con desdén. —Se encogió de hombros—. No era amigo nuestro.
Melita asintió.
—Trae más esclavos —ordenó—. Arreglad la habitación, tráeme algo que ponerme y ve en busca de Néstor. —Cogió una de las manos de la otra chica—. No me abandones, y me encargaré de que seas libre antes de que termine el año. Pero si me la juegas, date por muerta.
—Juro… —comenzó Calisto.
—Harías cualquier cosa con tal de sobrevivir —la interrumpió Melita. Asintió, mayormente para sí misma—. No debo tenértelo en cuenta. No obstante, sigo pensando que sabes más de lo que me cuentas. ¡Y ahora vete! —agregó, echando a la esclava de la habitación.
La niña se puso un quitón, maldiciendo la estupidez de la vestimenta griega femenina. Recorrió el pórtico a paso ligero y entró a ver a su hermano, que tenía algo más de color en el rostro y todavía dormía. Se quedó un rato observando cómo le subía y le bajaba el pecho.
—¿Cuándo podré gritarte por alguna tontería que hayas dicho o porque hayas herido mis sentimientos? —dijo en voz alta—. ¿Cuánto tardaré en darte un bofetón?
—Seguro que antes de lo que supones —respondió Filocles. Se hallaba sentado donde antes lo había estado el esclavo, y la muchacha no había reparado en él. Ahora corrió a abrazarlo.
—Tuvimos suerte —dijo el espartano.
—No tanta —respondió Melita, todavía abrazada a él.
—Es verdad. Kinón está muerto —admitió—. Y Zósimo, que me caía tan bien. Y muchos otros hombres y mujeres. Y todos los infantes del reino del Bósforo.
—¿Infantes? —preguntó Melita.
—Los hombres armados que nos atacaron anoche eran en su mayoría infantes de marina del trirreme. —Filocles suspiró—. Fuera cual fuese el dios que me ordenó matar a sus heridos, hoy me siento como un asesino. No sobrevivió ninguno. Y ahora no sabremos quién ordenó el ataque. Tiene que haber sido Herón.
—Fue Estratocles, el ateniense. Le oí. —Melita se apartó de su preceptor—. Y a Calisto le ordenaron que dejara una lámpara encendida delante de la habitación de mi hermano cuando fuera a… a acostarse con él.
Filocles se sobresaltó.
—¿Se lo ordenaron? ¿Quién?
—Tenedos, el mayordomo.
Melita volvió junto al lecho para mirar a su hermano. El espartano guardó silencio unos instantes.
—¿Cómo sabes que Estratocles estaba implicado? ¡Si era el hombre a quien Kinón había pedido que nos llevara a Atenas!
—Le oí. Habla como si estuviera resfriado por culpa de la cicatriz que le parte la nariz. Oí a otros hombres llamarle por su nombre. Y lleva clavada una flecha mía —agregó con orgullo.
—Tal vez esté muerto en la casa —aventuró Filocles—. La guardia del tirano no se anduvo con chiquitas. —Se puso en pie, y Melita se dio cuenta de que estaba tan entumecido como ella, o más—. Dioses, qué viejo soy —rezongó.
—Eres un héroe —aseguró Melita.
—Sólo un asesino —replicó él—. Tú sí que eres una heroína. La digna hija de tu padre.
La niña le cogió la mano.
—¿Por qué nunca elogias a mi hermano de esta manera? —preguntó.
—Los hombres no necesitan elogios —contestó Filocles—. Es el hijo de Kineas. Por supuesto que es valiente.
Melita meneó la cabeza.
—Él piensa… No sé. Sólo lo deduzco de sus silencios. Creo que piensa que es un cobarde y que tú consideras lo mismo.
—Me crié en un cuartel —dijo Filocles con un gruñido—. Nadie me prodigó elogios. Y sobreviví.
Su pupila volvió a menear la cabeza.
—Y mira qué poco te ha afectado —comentó.
El preceptor se detuvo un momento junto a la cortina, como para replicar, pero lo pensó mejor y salió.
Calisto llegó con un tropel de sirvientes de palacio que limpiaron su habitación y le hicieron la cama. La esclava seguía adulándola para ganarse su favor, pero Melita no se fiaba de la chica.
Los esclavos llevaron comida y Calisto probó todos los platos. Luego prepararon la cama y la esclava se ofreció a compartirla con ella.
—Me gusta dormir acompañada, ama —dijo—. Estaría encantada de calentarte el lecho… o algo más.
Sonrió, pero su taimado encanto acusaba fatiga y desesperación.
El ofrecimiento no interesó a Melita.
—En el suelo, por favor —dijo.
Permaneció despierta hasta que Calisto comenzó a roncar suavemente. Entonces, con la mano derecha empuñando su espada corta debajo de la manta, se durmió.
Por la mañana su hermano estaba despierto. Tenía la pierna infectada, pero el médico no parecía preocupado y le permitió renquear a su antojo. Demostró que estaba en forma cojeando hasta la habitación de Melita al amanecer. Todavía tenía la nariz roja.
—¡Estamos vivos! —exclamó Sátiro. La abrazó, estrechándola entre sus brazos encima de la cama mientras ella se despertaba lentamente, feliz de oír su voz.
—Ni siquiera sabía que estaba herido, Lita. Oh, me siento tan… ¡vivo!
—A mí aún me duelen los músculos —dijo ella—. Por Artemisa, diosa de todas las doncellas, nunca había estado tan entumecida. ¡Te ha vuelto el color!
—¡Casi todo concentrado en la nariz! —Sátiro se rio—. El médico dice que estaré pálido durante unos cuantos días —agregó—. Voy a comerme toda la carne que encuentre. El tirano nos invita a una cena pública esta noche. Filocles dice que Estratocles ha huido de la ciudad. Lo vi, cabrón sin nariz, ¡parecía un leproso!
—Me parece que tendrías que calmarte, hermano. ¿Cómo se encuentra Terón? —preguntó Melita, poniendo los pies en el suelo para escabullirse de su hermano, que dirigió la vista hacia el cuerpo de Calisto—. ¿Te acostaste con ella? —preguntó Melita.
Su hermano se encogió de hombros.
—Comenzamos. Y entonces nos atacaron.
Se estremeció.
—Le ordenaron que te sedujera, hermano. Para mostrar a los asaltantes dónde dormías. —Melita le acarició la mejilla—. Recuerda lo que nuestra madre dice a propósito de los esclavos. Calisto haría cualquier cosa con tal de sobrevivir. Cualquier cosa.
Sátiro observó a la joven que dormía. Luego miró a su hermana y le dedicó aquella sonrisa tan propia de él que decía «vamos a liarla gorda».
—Escucho todo lo que me dices —admitió—. Y luego veo esos pies… esa pierna. —Sonrió—. La deseo.
Calisto alargó un brazo, dio un bufido y se volvió.
Melita dio una bofetada a Sátiro en broma.
—Ahora es mía. Ni tocarla.
—¿Tuya?
Melita se inclinó hacia él.
—Le estoy diciendo a todo el mundo que Kinón me la regaló durante la cena —susurró—. Así conservará la vida.
—Lo había olvidado —dijo Sátiro, irguiéndose—. De acuerdo, es tuya. ¿Puedo disponer de ella cuando no la necesites?
Sonrió como un sátiro, y esta vez el bofetón de Melita no careció de cierta malevolencia. Había olvidado que tenía la nariz rota, y su hermano se dejó caer en la cama.
—¡Au! —exclamó.
Mientras lo mimaba, Melita pensó: «Pues no he tardado tanto.»
Sátiro también estaba entumecido, el tobillo le dolía mucho y la nariz duplicaba su tamaño normal, pero se convirtió al instante en el favorito de la guardia y era lo bastante joven para regodearse con la admiración de los soldados, de modo que deambuló por la ciudadela todo el día, inspeccionando la armería, comiendo en el cuartel donde el tirano alojaba a sus guardias más leales. Todos ellos eran mercenarios, y algunos habían sido soldados de élite de Alejandro: hipaspistas o argiráspidas con el rey de Macedonia. Daba la impresión de que todos se llamaban Felipe o Amintas y de que a todos les gustaran los chicos. Le besaron un poco más de la cuenta, pero también decían cosas graciosas y contaban chistes groseros. Revivió su parte en la acción, tumbado en el suelo limpio del cuartel y demostrando cómo se había ensañado con los pies de sus oponentes, y los soldados rugieron en reconocimiento de su valor.
—Muy buena idea, para ser un chico —dijo un viejo veterano.
—¡Que no te enteras de nada, Felipe! —intervino otro con la barba cana—. Su padre nos dio una paliza en el Jaxartes. ¿Te acuerdas? ¡Kineas
el Ateniense
! Conocí a tu padre, chico. Llevas su misma cabeza encima de los hombros. Era todo un
stratego
.
—¿Era valiente? —preguntó Sátiro, y se arrepintió en el acto.
Felipe se rascó la barba.
—No tanto como Alejandro —respondió—. ¡No te pongas tonto conmigo, Amintas! Nadie era tan valiente como el rey. Nada le daba miedo.
—Era más terco que una mula —farfulló Amintas—. Eso no es coraje. Eso es propio de tontos.
Los dos veteranos se fulminaron con la mirada. A Sátiro le pareció que se trataba de una vieja disputa.
—¿Te acuerdas de Cleito? No Cleito
el Negro
, al que mató el rey. ¿Te acuerdas de Cleito
el Rojo
? ¿En la falange? —dijo otro soldado con acento macedonio, que acababa de entrar y estaba quitándose la clámide—. Él sí que era valiente.
—¡Estaba loco de atar! —protestó Felipe—. ¡Yo estaba allí cuando saltó la muralla de Tiro!
—¿Y te acuerdas de lo flaco que estaba? ¿Y de que, comiera lo que comiese, siempre tenía ardores?
—Claro —dijo Amintas—. ¡Decía que prefería morir que comer!
—¿Y recuerdas lo que pasó cuando Antígono lo curó? Dejó de combatir como si estuviera loco. Se cubría como todos los demás. ¿Verdad? Porque entonces tenía una razón para vivir.
—¿Qué intentas decir, cabroncete norteño? —preguntó Felipe.
—¡Bah! A lo mejor no intento decir nada. A lo mejor es que me gusta oír mi puñetera voz, ¿eh? ¿De quién es este culito? Está un poco entrado en años, pero estaré encantado de quedármelo hasta que le crezca el pelo.
El recién llegado pellizcó la mejilla de Sátiro.
—Es el hijo de Kineas de Atenas, el que salvamos la otra noche en casa de Kinón —explicó Amintas, aproximándose—. Y ese culito no es de nadie.
—Hay que joderse —dijo el recién llegado. Hizo el saludo militar—. Perdóname, chico. No pretendía ofender.
—Descuida —dijo Sátiro fríamente. El cuartel era otro mundo; espeluznante y divertido, oscuro y luminoso al mismo tiempo.
—Draco —se presentó el recién llegado, tendiendo la mano.
—Sátiro —correspondió el chico.
—¡Acabas de tocar la mano que salvó a Alejandro en la muralla! —dijo Felipe—. ¡Ah! Llegarás lejos, chico. Una vez Draco salvó al rey, en la India. ¿No es cierto, querido?
—Sólo fui el pobre tipo que tenía al lado en la escalera de mano. Estuvo tirándose pedos delante de mi cara hasta que llegamos arriba —corroboró Draco.
Todos se echaron a reír.
Avanzado el día, Draco acompañó a Sátiro y Filocles cuando éstos fueron a la casa de Kinón. Los cadáveres seguían allí, dispuestos en ordenadas hileras en medio del patio donde habían cenado, y el muchacho hizo lo posible por contener las náuseas. Inspeccionó las hileras y regresó donde aguardaban Draco y Néstor.
—¿Están todos aquí? —preguntó Sátiro.
El capitán asintió.
—Con este calor, si hubiésemos olvidado alguno lo sabríamos.
Sátiro negó con la cabeza.
—Tenedos, el mayordomo, no está aquí. Como tampoco Estratocles, el ateniense, ni el primer hombre al que alcancé; vi a Estratocles arrastrando a un herido cuando vosotros irrumpisteis en la casa.
Hablar le tranquilizó. Respiró profundamente, volvió a acometerlo el hedor y, pese a todos sus esfuerzos por contenerse, le vino una arcada y vomitó.
—Pobre chaval. Con el tiempo, lo superarás —dijo Draco, apartándose a tiempo ágilmente.
Le dio agua de su cantimplora y Sátiro se limpió la boca en la calle. Luego se obligó a enfrentarse de nuevo al macabro espectáculo del patio. El olor seguía siendo muy fuerte y había infinidad de moscas. Se veía sangre coagulada por doquier, como si estuviera en un matadero o en un altar de sacrificios.
Sátiro había ido para ver los cadáveres, pero también para reclamar sus pertenencias antes de que el tirano se adueñara de lo que quedara de la propiedad. Kinón no había dejado herederos ni testamento.
—Coge lo que quieras —dijo Néstor. Se volvió hacia Draco—. Cuando el joven Sátiro haya recogido los bienes de su grupo, quiero ver todos estos cuerpos en el carro que aguarda en la calle. Hacedlo vosotros mismos. Después, los hombres que estuvieron presentes cuando irrumpimos aquí podrán llevarse lo que elijan entre los bienes de la casa. El resto es para el jefe. ¿Está claro?
Draco asintió y le guiñó un ojo a Sátiro.
—A mí me parece muy bien, capitán.
Las sandalias del muchacho se pegaban al suelo a cada paso que daba mientras se aproximaba a sus aposentos, y las moscas lo invadían todo. Respiró con cuidado al doblar la esquina. La sangre medio seca era como una alfombra marrón rojiza bajo el sol, y se extendía hasta la puerta de su habitación. Cerró los ojos y respiró hondo, y en la garganta notó el picor del cobre de la sangre.
Como era de esperar, había una lámpara fuera. Pero cuando se agachó para inspeccionarla, vio que el pabilo estaba recién cortado. No se había encendido nunca. ¿Acaso Calisto se había olvidado de encenderla?
Había tantas piezas en el rompecabezas que se sintió aturdido.
Oía a Draco reír con otro hombre a la vuelta de la esquina. «¿Cómo es posible que se acostumbren a esto?», pensó.
Su habitación estaba en mejor estado. Las clámides estaban en el suelo, allí donde las había tirado. Las enrolló, recogió sus bolsas y se las arregló para empacar su equipo y el de su hermana, así como la ropa nueva y las joyas, y llevarlo todo a los caballos sin volver a vomitar. El tobillo y la espinilla derechos le dolían a cada paso, y no paraba de rascarse la nariz como un loco, pero se obligó a caminar hasta el salón del otro extremo del patio, donde no había estado nunca, pasando bajo unos frescos de hombres que tenían trato carnal con otros hombres, hasta llegar al salón de recepciones. Buscaba algo que llevarse, algo que le recordara a Kinón.