Tirano III. Juegos funerarios (16 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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—Me siento como un idiota.

—Sin comentarios —dijo Melita—. Vayamos a comer algo.

—Necesito salir de esta casa. Vino una noche y esclavas la siguiente. Salva mi virtud, Lita.

—Hago lo que puedo —respondió su hermana.

—¿No tuviste tentaciones con ella? —preguntó Sátiro. Metió la mano en su jarra de agua.

—No —mintió Melita.

Fueron juntos a desayunar. Tomaron tortas con miel y semillas de sésamo; ambos comieron cuanto les ofrecieron, y luego tuvieron que bañarse otra vez porque estaban pegajosos. Filocles se rio de ellos, y Melita se rio de sí misma, pues a pesar de su sensatez (había rezado y vertido una libación a Atenea por haberla ayudado la víspera), seguía siendo una niña que comía demasiadas tortas.

A media mañana se encontraban de nuevo en el patio comercial, limpiando yelmos bajo la exigente supervisión de Terón. Filocles tenía un montón de pelo de crin.

Mientras trabajaban, el preceptor repasó su plan.

—Mañana o pasado partiremos hacia el sur —dijo—. Terón irá como capitán de la escolta y yo le acompañaré. Vosotros seréis dos niños nobles que viajan bajo nuestra tutela. Viajaremos a través de un territorio en guerra, aunque espero que no por mucho tiempo.

—¿Por qué no tomamos un barco para Atenas sin más? —sugirió Terón.

Filocles habló en voz baja.

—Tenedos dice que los infantes de marina del trirreme están vigilando los muelles. Creo que quieren que tomemos un barco de modo que puedan atraparnos en el mar. —Miró a Sátiro—. Esto es un rotundo «no» en lo que atañe a ir a ver a Isocles.

El muchacho siguió quitando pátina gris verdosa del yelmo que estuvo limpiando durante el rato que le llevó cantar para sus adentros todo el himno de Atenea. Luego dijo:

—¿Hasta cuándo nos perseguirán?

Filocles gruñó.

—No cejarán hasta que regreses, los mates y te proclames rey. Así son las cosas.

Miró a Sátiro a los ojos y el chico tuvo la impresión de que el espartano le hacía una difícil pregunta filosófica. Apartó la vista. Parecía que Filocles lo acusara de algo. De tener miedo; miedo de hacer valer sus derechos. O de alguna otra cosa.

—Estoy cansado de preocuparme —se quejó.

Terón meneó la cabeza.

—Sátiro, las preocupaciones acaban de comenzar.

Pareció ir a decir algo más, pero justo entonces entró Zósimo desde la calle. Se abrió paso entre las armas y hasta donde estaban los gemelos, a quienes hizo una ostentosa reverencia.

—El amo Eutropio os envía esto —expuso. Sacó un paquete envuelto en lino—. Ruega disculpéis que no tengan vaina.

Dentro del paquete estaban los dos puñales pesados, o espadas muy pequeñas, que habían visto bruñir el día anterior. En ese momento relucían como el agua y tenían empuñaduras de acero y hueso.

Filocles alargó el brazo.

—¿Puedo? —preguntó.

Melita le pasó el suyo.

—Faltaría más —respondió, aunque le encantó desde el momento en que lo tocó.

—Bonita pieza —alabó Filocles—. Está a medio camino entre un cuchillo de comer y una espada corta. —Lo devolvió a Melita—. Zósimo, ¿tendrías la bondad de llevárselos al guarnicionero?

Sátiro se levantó.

—¿Podrías transmitir mi profundo agradecimiento y el de mi hermana al herrero?

—Por supuesto —contestó Zósimo con una sonrisa.

Desde que los huéspedes habían llegado a la casa, había dos esclavos armados en la puerta de la calle. La abrieron para que Zósimo saliera y entró Tenedos, quien les lanzó una mirada iracunda y se marchó hacia las dependencias de los esclavos.

—Pensaba que había ido a comprarnos caballos de refresco —dijo Terón, cuando el mayordomo se hubo ido.

—Me parece que no tiene muy buen concepto de nosotros —respondió Filocles.

Entrada la tarde, los gemelos apenas eran capaces de seguir bruñendo de pura fatiga. Terón los había sometido a una sesión de entrenamiento en el jardín y Filocles les había impartido una lección de manejo de la espada en la tierra compactada del patio —meros rudimentos, y tan parecidos al pancracio que las posiciones de los pies eran casi idénticas, así como la mayoría de los ataques— antes de ponerlos de nuevo a trabajar. Sátiro levantó la cabeza y vio que Zósimo entraba entre los esclavos armados.

—El herrero está encantado de haberos complacido —dijo Zósimo—. Aunque podrás darle las gracias en persona. La caravana se formará en la herrería. Partiremos dentro de dos días, de modo que deberíais salir mañana por la tarde y pasar la noche allí.

—Gracias por tu ayuda, Zósimo —dijo Filocles.

—Iré con vosotros —apuntó el esclavo—. Me toca acompañar a la caravana a la ida y a la vuelta; luego seré libre. —Sonrió de oreja a oreja—. Salvo por los trámites legales.

—¿Y después qué? —preguntó Terón.

—Creo que intentaré aprender el oficio de herrero. El maestro Eutropio lleva años ofreciéndose a enseñarme. Bueno, al menos desde que se me ensancharon los hombros.

Se marchó sonriendo para sí.

El equipo que había en el patio estaba listo según los exigentes requisitos de Filocles; las hojas de las armas bruñidas y afiladas, los astiles de madera de las lanzas aceitados, las puntas pulidas, y las conteras brillantes como el oro. Filocles guardó los yelmos en bolsas de cuero, puso fundas a los escudos y se pasó el cinto de la espada por la cabeza. Terón hizo lo mismo. Les iban bien, y las vainas estaban hechas con esmero; eran de cuero sobre madera con accesorios de bronce. Los puñales de los gemelos tenían las mismas guarniciones, y se las pusieron con orgullo.

—Sospecho que eres la única griega de Heráclea que tiene su propio
xiphos
—comentó Terón mientras le ponía el yelmo—. ¡Salve, diosa de los ojos grises!

—Deja de hacer payasadas —le recriminó Filocles—. Ojalá pudiéramos irnos a la herrería ahora mismo.

—¿Y perdernos otra cena con Kinón? —replicó el corintio no sin cierta mordacidad, a juicio de Sátiro.

Filocles lo miró detenidamente.

—Eres un hombre virtuoso, Terón.

Éste se sonrojó.

—Dado que eres un hombre virtuoso, debo decir que algunas de tus insinuaciones son mujeriles e indecorosas.

Filocles, cuando estaba sobrio, resultaba bastante imponente.

El atleta frunció el ceño.

—Filocles, también tú eres un hombre de virtud. Pero bebes demasiado y pierdes la autoridad que deberías tener por derecho propio. La autoridad para decirme que soy mujeril, por ejemplo.

Ambos hombres estaban de pie.

—Lo que beba o deje de beber es un asunto entre los dioses y yo, corintio. Guárdate tus opiniones.

Filocles cerró los puños.

—Bonito discurso, espartano. Aunque los de tu tierra siempre han sido más dados a criticar que a asumir.

El corintio dio un paso hacia Filocles, que avanzó a su vez, mirando de hito en hito al atleta.

—¡Basta! —gritó Melita—. ¡Basta! ¿Habéis olvidado que en esta ciudad hay gente que quiere matarnos? —Se puso de pie y miró en derredor—. Voy a darme un baño —anunció—. Os recomiendo que hagáis lo mismo.

Se fue resueltamente del patio como una reina.

Sátiro estaba terminando de limpiar su yelmo y deseó ser tan valiente y majestuoso como su hermana. Terón miró a Filocles.

—Nos ha puesto en nuestro sitio, ¿eh?

—¿Has oído hablar de Kineas? —preguntó el espartano. Terón asintió—. Pues acabas de conocerlo. Ése era él, personificado en su hija.

El preceptor de los gemelos llenó una copa de vino de un odre colgado en la pared y derramó una libación al suelo.

—Por el espíritu de Kineas, y por sus hijos. Y por la amistad contigo, Terón —dijo antes de beber.

Terón cogió la copa de asta y miró a Sátiro.

—¿Es difícil tener por padre aun héroe o un semidiós? —Sonrió al chico—. Mi padre era pescador. A veces ése es el camino más fácil. —Alzó la copa hacia Filocles, vertió otra libación y adoptó la postura de un orador—. Por el espíritu de Kineas, que se sienta entre los héroes, Arimnestos y Dion y Timoleón, Ajax y Aquiles y todos los hombres que derramaron su sangre en la ventosa Ilion. Y por tu amistad, espartano, que significa mucho para mí, diga lo que diga cuando me enfurezco. Y por los gemelos.

Derramó vino en cada brindis y bebió. Luego le ofreció la copa a Sátiro, que la aceptó, deseando ser capaz de dar con algo noble que decir. Finalmente vertió una libación y dijo:

—Ojalá me pareciera más a mi padre. Que se halle con los inmortales, dándose un festín. Que vosotros dos seáis amigos.

Tomó un sorbo, sonrió con timidez y devolvió la copa.

La solemnidad del momento se vio interrumpida por los gritos de Melita en el baño. Estaba tirándole agua a alguien, y ese alguien chillaba y reía.

Todos se bañaron para cenar. Kinón regresó de sus recados poco antes de que los esclavos dispusieran los divanes.

—¡Atún! —anunció Melita al entrar. Iba elegantísima con un quitón jónico cuyos broches eran sendos ciervos de plata; ciervos sakje, hechos por un herrero en el mar de hierba. Se recostó en el mismo diván que su hermano—. Calisto dice que vamos a tomar atún porque es la última noche que pasamos aquí.

Sátiro parecía un príncipe, con un quitón de lana blanca decorado con llamas anaranjadas y rojas que subían desde el dobladillo y bajaban desde los hombros, formando un estampado que desconcertaba a la vista; la prenda la sujetaba un broche de oro en cada hombro.

—¿Lo has encontrado en tu cama? —preguntó a su hermana.

—No, Calisto me lo ha traído cuando he acabado de bañarme.

Melita no estaba acostumbrada a reclinarse, y levantó la cadera para alisarse el vestido. Kinón sonrió.

—Quería que ambos tuvierais algo bonito que poneros. Dionisio se ha avenido a recibiros mañana, en público. Después de eso, estaréis a salvo. De hecho, yo dudaría en marcharme con la caravana; estaréis más seguros aquí.

—Más vale que no los manchemos de comida —dijo Melita en voz baja.

Filocles no parecía contento.

—Por más que gocemos con tu hospitalidad… —comenzó, pero Kinón le interrumpió.

—León, nuestro amo, ha viajado hasta las Columnas de Hércules, en los confines occidentales del mar. El asunto que lo llevó allí es secreto; incluso el propio viaje lo era. Pero hoy he recibido la noticia de que ha regresado sano y salvo a Siracusa, y que visitará Alejandría en verano antes de venir aquí. Lo esperamos para finales de otoño. Le he enviado cartas. En mi opinión, deberíais aguardar aquí. Además, he iniciado gestiones para que Sátiro hable ante la asamblea de Atenas. He hablado con Teógenes, que a veces representa los intereses de Atenas aquí, y ha propuesto que fuerais a vivir a su casa en calidad de ciudadanos atenienses. —Kinón bebió un sorbo de vino—. No me fío de él hasta ese punto. Tiene alojado a Estratocles.

—¿Quién es Estratocles? —preguntó Terón.

—Un político ateniense —contestó Kinón—. Llegó hace dos días en un trirreme de Panticapea —explicó, e hizo una pausa para que asimilaran la trascendencia del dato.

»Ahora sostiene que es el representante de Atenas aquí, en Heráclea. Alega una vasta fortuna, contactos familiares y poder político. —Se encogió de hombros—. No sé a qué atenerme, aunque desde luego tiene la apariencia de un representante de Atenas. Está comprando todos los cargamentos de grano que tenemos en venta, y eso le granjea amistades. Yo mismo he hecho negocios con él. Es un demócrata convencido, la clase de hombre que quiere otorgar el mismo poder a todos los ciudadanos. Él y León a veces son rivales. Y tiene fama de asesino. Allí donde va, los enemigos de Atenas mueren.

—Pues será cuestión de evitarlo —comentó Filocles, sonriendo.

—No, no —repuso Kinón—. No me fío de él, pero el tirano le escucha; me refiero a Demetrio de Falero, el tirano de Atenas. Y Demetrio era amigo de Focionte y de Kineas, vuestro padre. Le necesitamos. Puede conseguiros un pasaje a Atenas con garantías de seguridad.

—Sólo que llegó aquí en el trirreme de Panticapea —terció Sátiro, y Filocles asintió.

—Ares, menuda ratonera. Creo que deberíamos mantenernos alejados de ese tal Estratocles, para ver qué podemos averiguar acerca de él. Entretanto, ¿qué pasa con Macedonia? —preguntó Filocles—. ¿En qué términos estáis con Poliperconte?

Kinón alzó la copa para que le sirvieran más vino. El intenso aroma del atún en salsa llegaba desde la cocina. Los esclavos pusieron cuencos de col blanca en vinagre de miel sobre las mesas auxiliares ubicadas al lado de cada comensal.

—Ah, el meollo de la cuestión. —Kinón bebió un poco—. No es Poliperconte con quien teníamos buena relación. Me parece que no estás al día, amigo mío. Poliperconte fue depuesto como regente de Macedonia, y Casandro, el hijo de Antípatro, es quien lleva las riendas; aunque detrás de él está la loca de Olimpia, la madre demente de Alejandro.

—Vaya, eso sí que es una novedad —dijo Filocles—. Algo dijiste anoche antes de acostarnos. ¿Y qué pasa con Heráclea? ¿De parte de quién está?

Kinón meneó la cabeza.

—No hay nadie que esté de nuestra parte. Pérdicas, ¿te acuerdas de él? Era el comandante en jefe cuando Alejandro murió. Pues bien, Pérdicas nos asignó a la satrapía de Frigia después de negarse a reconocer el estatus de ciudad libre que hemos ostentado durante tantos años. Por supuesto, recibió nuestro descontento y a los exiliados, y amenazó, a través de su lugarteniente, Eumenes
el Cardio
, con sitiar la ciudad. Entonces murió en Egipto, asesinado. Ahora Antígono tiene a su ejército y se enfrenta al Cardio. ¿Seguís confundidos?

—Pero… —dijo Filocles—, ¡tú y León vendéis armas al Cardio!

—No —respondió su anfitrión. Volvió la vista atrás hacia donde Calisto estaba indicando a los esclavos que sirvieran el atún. Estaba más guapa que nunca con un quitón cruzado azul oscuro—. No —repitió Kinón, que a todas luces había perdido el hilo de lo que estaba diciendo. Miró hacia otro lado—. No —dijo por tercera vez—. Vendemos armas a vuestro Diodoro, que es un gran capitán y un buen cliente. Sirve a Eumenes
el Cardio
por dinero, y con el permiso e incluso el apoyo de Tolomeo de Egipto. Nosotros preferiríamos que derrotara al Cardio. Aunque en realidad lo que desearíamos es que siguieran combatiendo entre ellos en Frigia y que nos dejaran en paz.

—No lo entiendo —murmuró Sátiro, sintiendo que la cabeza le daba vueltas.

Kinón probó el atún para sus invitados y asintió vigorosamente.

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