Tirano III. Juegos funerarios (22 page)

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Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
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Tenedos, el mayordomo de Kinón, estaba intentando esconderse detrás de otro hombre.

Sátiro se quedó helado. El guardia le había seguido escaleras abajo, pero la muchedumbre de esclavos lo separaba de Tenedos. Pensó que podía enfrentarse al mayordomo hombre a hombre; su enemigo era más corpulento y mayor, pero lo más probable era que nunca se hubiese entrenado para luchar. Le pareció oír a Terón diciendo: «Cada vez que te enfrentes a un hombre en una prueba de fuerza, te vencerá.» Pero Tenedos no era más que un esclavo, y Sátiro tenía una espada.

Para colmo, Calisto necesitaba el agua.

«Mierda, ¿por qué es tan complicada la vida?», pensó. Dio la espalda a los esclavos y dejó la jarra en el suelo. Respiró profundamente, giró sobre sí mismo y salió disparado en pos del mayordomo.

Tenedos se movió deprisa, derribando a una muchacha y empujando a un hombre más corpulento que él contra el borde de la fuente en su huida. Sátiro saltó por encima de una banqueta volcada y vio que el guardia macedonio avanzaba deprisa a pesar de la armadura, cruzando la parte trasera del patio de la fuente.

Tenedos se coló por una puerta y desapareció. Sátiro dobló la esquina a toda velocidad y corrió bajo los aleros de las casas de los esclavos, donde las dependencias de las mujeres sobresalían como asomándose al patio de trabajo, pero allí no había nadie más que dos esclavas viejas tejiendo quitones de lino, que se arrimaron a la pared para dejarle pasar. El mayordomo sin duda se había escondido en una de las habitaciones de los esclavos o en las cocinas.

El guardia llegó jadeando.

—¿Y bien?

—¡Es el mayordomo de la casa de Kinón! —dijo Sátiro. Al ver que sus palabras no significaban nada para el guardia, agregó—: ¡El asesino!

El soldado asintió con severidad, se llevó un silbato de hueso a los labios y sopló con fuerza una y otra vez. Todos los esclavos se tendieron de inmediato en el suelo, y en los pórticos que rodeaban el patio resonaron pasos presurosos.

—Lo cogeremos —aseguró el guardia—. En cuanto tenga aquí al pelotón, mi señor, te irás derecho de vuelta a tus cámaras.

Sátiro negó con la cabeza.

—Yo puedo identificarlo. Está en uno de esos cuartos. Vayamos a…

—Escucha, chaval. Te estamos protegiendo. Deja que te protejamos, caray.

El guardia sonrió. Aparecieron media docena de arqueros, hombres negros corpulentos con plumas de avestruz en el pelo.

—Un asesino. En los cuartos de los esclavos —indicó el soldado, señalando con la lanza.

—¡Cogedlo vivo! —gritó Sátiro.

El jefe de los arqueros se volvió.

—Tal vez —dijo, con una sonrisa malvada.

—Vuelve a tu habitación, mi señor —dijo el macedonio. Detrás de él, tres arqueros aprestaron sus flechas mientras los otros tres desenfundaban unos puñales de hierro de aspecto muy peligroso.

—Son medje —dijo el macedonio—. Tu mayordomo está sentenciado. Ya verás cuando traigan a sus puñeteros monos. Huelen a un hombre a un estadio de distancia.

Sátiro no quería abandonar la persecución, y deseaba aprender más cosas acerca de los medje, pues rara vez había visto a un grupo de hombres que dieran tanta impresión de competencia.

—¿Cómo lo reconocerán? —preguntó.

—Será el que no esté tumbado en el suelo en posición de sumisión… —El macedonio negó con la cabeza—. Y si lo está, no llevará el disco de esclavo. Y ahora, vete.

Sátiro volvió a envainar la espada, recogió la jarra al pasar junto a la fuente, enojado consigo mismo, y fue corriendo hacia la escalera de los esclavos.

—He visto a Tenedos —anunció mientras le daba la jarra a Melita. Daba la impresión de que en la habitación nadie se había movido—. Estaba en el patio de trabajo. Creo que él también me ha visto a mí.

—¿Ha escapado? —preguntó Filocles—. ¿Por qué no lo has perseguido?

Sátiro pensó que aquello era injusto.

—La guardia del palacio va tras él. Uno de los soldados me ha obligado a regresar.

Néstor asintió.

—Bien hecho —dijo—. Ese hombre conoce bien sus obligaciones.

—¿En qué demonios andabas pensando, chico? —preguntó Filocles—. Néstor, ¿registraréis el palacio?

El capitán de la guardia gruñó.

—Estoy convencido de que ya se está haciendo. Y el chico ha hecho lo correcto; igual que mi hombre. Él es el objetivo.

Se asomó al pórtico y comenzó a gritar órdenes. Luego se volvió de nuevo hacia la habitación.

—¿Vosotros dos le reconoceréis? —preguntó a Filocles—. Tú y Terón, venid conmigo. Formaré dos grupos. Yo debo atender al tirano; cerrará el palacio a cal y canto.

—No necesitamos que cierre el palacio —replicó el espartano.

Néstor meneó la cabeza.

—Te equivocas. Es posible que todo esto tenga como objetivo al tirano.

Frustrado, Sátiro fulminó con la mirada a su preceptor. Melita le pasó la jarra.

—No estés tan abatido —le dijo Melita—. Envía a un esclavo a buscar más agua.

Poco después, todo el complejo estuvo plagado de soldados. Había guardias en cada puerta y en la mayoría de las ventanas, y cuando un esclavo iba a algún lugar, los guardias se avisaban para vigilar sus movimientos y anotarlos en un registro. Cada vez que sonaba un silbato, todos los esclavos se echaban cuerpo a tierra, con los brazos a los costados. Era un método eficaz y amedrentador.

Draco apareció al lado de Sátiro.

—No puedes ni echar un polvo sin que tus enemigos vengan a incordiar —rezongó. Pero sonrió al muchacho—. Vayamos a tus habitaciones, mi señor. Me han ordenado que las registre contigo.

Draco asintió indicándole que lo acompañara, salieron juntos a la
stoa
y otro guardia dio aviso de que se movían. Cuando llegaron al ala donde se alojaba Sátiro, registraron a fondo las habitaciones, abriendo todos los arcones y mirando debajo de todas las camas y divanes, así como detrás de todas las cortinas. La meticulosidad de Draco resultaba inquietante. El joven nunca se había figurado que hubiera hombres adiestrados para efectuar registros.

Los esclavos seguían llevando jarras de agua. Sátiro se volvió para regresar a las habitaciones de su hermana.

—No te vayas —dijo Draco—. Puedes aguardar aquí, mi señor.

—Ya me conoces —replicó Sátiro.

—Ve a tu habitación. Lee la
Ilíada
. Lo que sea. Tan sólo obedece, ¿de acuerdo?

El mercenario macedonio estaba muy serio.

El jovencito se encogió de hombros con un ademán de fastidio propio de adolescentes y entró en su habitación. Estaba solo. Fue hasta la hornacina y encontró la bolsa de rollos que había visto allí el día anterior.

Cómo no, la
Ilíada
.

Sátiro se sentó en el suelo e intentó leer sobre la ira de Aquiles, procurando no pensar en la constante amenaza de ser asesinado.

Aquiles no le ayudó a esclarecer su problema. En la
Ilíada
nadie se enfrentaba a enemigos que acechaban en la noche y usaban veneno; bueno, a excepción de Ulises. Pero las palabras aladas surtieron su efecto benéfico: no tardó en quedar absorto, leyendo con avidez.

Se oyeron gritos en el pórtico y un sonido distante que pareció un chillido, y el chico levantó la cabeza del rollo que estaba leyendo. Tuvo miedo. Se preguntó si lo próximo que vería sería un asesino irrumpiendo en la habitación.

—Mierda —masculló. Sin proponérselo, se encontró recordando a su madre y la calidez de sus infrecuentes abrazos. Y acto seguido pensó en la chica sármata llamando a su madre mientras agonizaba. Le temblaron las manos.

Se retiró a un rincón, mientras la mente le corría desbocada como una cuadriga tirada por caballos enloquecidos. Pensó en la ciudad y en las cuadras y en su madre. Pensó en su padre, el semidiós. Pensó en su hermana. En Calisto. ¿Qué clase de vida llevaba aquella chica? ¿Moriría? ¿Era culpa de él?

Poco a poco, su respiración recobró un ritmo normal. Las manos dejaron de temblarle, se dio cuenta de que empuñaba la espada y de que estaba acurrucado en un rincón de su habitación.

—Estoy perdiendo el juicio —dijo en voz alta. Envainó la espada, se lavó la cara y se mojó la cabeza—. ¿Draco? —llamó, con voz bastante firme.

Naturalmente, el guardia le oyó. No había intimidad en ninguna parte.

—¿Mi señor? —respondió el soldado.

—Me gustaría ir a la habitación de mi hermana.

—¡El príncipe Sátiro se mueve! —gritó el capitán—. Adelante, mi señor.

Sátiro salió al aire vespertino y caminó por el pórtico hasta la habitación de Melita. Cuando adelantó al soldado, el macedonio se volvió para mirarle.

—Pronto habrá terminado todo —le informó en un susurro.

—Gracias —respondió el muchacho—. ¿Lita? —llamó.

—¡Pasa! —dijo su hermana, y Sátiro apartó la cortina.

Melita estaba sentada en una silla junto a Calisto, que seguía tendida en la cama, inconsciente. Su gemela lo recibió con una sonrisa tan radiante como forzada.

—Hola, hermano —lo saludó.

—¿Estás bien?

—No —contestó Melita con una sonrisa, pese a que las comisuras de los labios le temblaban un poco—. Hay personas que intentan matarme. Matarnos. Esto no es como una lucha. ¡Es horrible, Sátiro! ¡A mí me gusta la gente!

Sátiro la estrechó entre sus brazos, contento de poder consolar a alguien. Sobre todo a su hermana, dado que normalmente era ella quien le consolaba a él.

—No es todo el mundo, hermana. Sólo un par de imbéciles. Si hubiese corrido más, ya estaríamos a salvo.

—¿Quién crees que eres, Aquiles? ¿Todo depende de ti? ¿Eres el centro del mundo? ¡Ya basta de esta mierda de asumir la responsabilidad! ¡Eso es fruto de leer demasiado a Platón!

Le apoyó una mejilla en el hombro y lo abrazó. El peso de la cabeza le clavaba una de sus mejores fíbulas en el hombro, pero aquello era un gaje del oficio de ejercer de hermano.

—No lo he atrapado, y ese macedonio me ha hecho regresar aquí. ¡Tendría que haberme quedado! Me siento como un mierda.

Sátiro se sintió mejor por el mero hecho de decirlo en voz alta.

Melita levantó la vista, con los ojos enrojecidos, y negó con la cabeza.

—La esclavitud no los vuelve débiles, bobo. La esclavitud los vuelve desesperados. Prométeme que cuando seamos reyes no tendremos esclavos.

—¡Trato hecho! Lo juro por Zeus y por todos los dioses.

Permanecieron un rato abrazados en silencio. Las sombras se alargaron. Calisto seguía respirando.

—Estoy mejor —dijo Melita—. Gracias.

Se apartó y comenzó a arreglarse el pelo.

—¡Eh! —protestó él—. ¿Y si yo no estoy mejor?

—¿Puedo decirte una cosa? —preguntó su hermana, dándole la espalda.

—Claro —contestó Sátiro. Contemplaba a Calisto. Comparaba su rostro sucio, los labios hinchados, las marcas de las quemaduras y la piel tirante con la imagen de la belleza que había presentado la primera noche en la rosaleda. La comparación encerraba muchas lecciones.

—Cuando pensaba que te morías, estaba dispuesta a suicidarme —dijo sin alterarse—. Me parece que no querría vivir sin ti, hermano.

Se hincó una horquilla en el pelo. Sátiro se rascó la cabeza con aire avergonzado.

—Sí —se limitó a decir. Otra de sus excelentes respuestas.

—¿Mi señor? —preguntó el capitán de la guardia desde el otro lado de la cortina.

—Es Draco, nuestro centinela. ¡Adelante! —dijo Sátiro.

El macedonio asomó la cabeza.

—Nos vamos de aquí, mi señor. Los medje tienen a tu hombre y la cena sigue en pie. Nuestro tirano nunca se dejaría intimidar por un esclavo. De modo que tenéis que vestiros. —Desvió los ojos hacia donde estaba sentada Melita—. Mis disculpas, mi señora.

—Un momento —dijo el chico, saliendo tras el mercenario—. Gracias.

Draco sonrió debajo de su yelmo tracio.

—No hay de qué, mi señor.

—¿Por qué ya no me llamas «Sátiro» o «chico»?

—Órdenes. Hay que trataros a los dos como a miembros de la realeza. —El capitán sonrió—. Aunque los visitantes de la realeza no suelen ayudarnos a saquear una casa, por supuesto.

—¿Puedo pedirte un favor?

—Claro. Pide lo que quieras. Mi turno termina en cuanto me quite este
thorax
.

Se puso el escudo en bandolera.

—¿Puedes conseguirme un quitón? ¿Un buen quitón? Señaló la mancha alargada de vómito negro de su prenda decorada con llamas. Draco sonrió de oreja a oreja.

—Eso está hecho. ¡Eh! —gritó, volviéndose—. ¡Eh, Filotas! ¿Dónde tienes a tu querida?

Otro hombre con armadura apareció entre las columnas del otro lado del peristilo de los huéspedes.

—Aquí mismo, hijoputa.

—Mándala para acá. El príncipe necesita algo de ropa —dijo Draco, y soltó una carcajada de satisfacción.

—¡Ella también! —Filotas se rio—. Tendrás que esperar un momento.

Draco se encogió de hombros.

—Es un juerguista, nuestro Filotas. Las mujeres lo adoran. Tiene la verga más larga que el pie de una doncella. —Puso los ojos en blanco—. Su amante es una de las esclavas del guardarropa. Su amante actual, se entiende.

Sátiro intentó parecer un hombre de mundo.

—Mi madre dice que «nada de esclavas».

—¡Afrodita! ¿Y eso por qué? —preguntó Draco, perplejo.

—Porque no pueden decidir por sí mismas. No son dueñas de su cuerpo.

Sátiro se las arregló para pronunciar bien el discurso, como si realmente supiera de qué estaba hablando. El guardia se rio.

—¡Ares! ¿Y a quién le importa eso? ¿Bien dispuesta? ¿Mal dispuesta? —Miró a Sátiro—. Me cago en diez. Lo siento, chico. No te lo tomes así, no soy un monstruo. Sólo que tu madre es un poco estricta para mi gusto.

La chica acudió, evitando mirarlos, vestida con un quitón jónico pulcro y elegante.

—¿Amo? —preguntó.

—Al príncipe le gustaría saber si podría conseguir un quitón del guardarropa —pidió Draco muy formal—. Su favorito se ha manchado de vómito.

La esclava levantó la vista y miró el quitón de Sátiro. Acarició el raso.

—No quedará limpia del todo —dijo. Se animó—. Pero conozco a una arpía a quien no le vendrá mal intentarlo. ¿Podemos movernos, Draco?

—Libres como los putos pájaros, encanto —contestó el guardia—. Mi señor, te dejo en buenas manos.

—Dame la prenda, mi señor —dijo la chica, chasqueando los dedos, y Sátiro se la quitó por la cabeza.

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