Tirano III. Juegos funerarios (54 page)

Read Tirano III. Juegos funerarios Online

Authors: Christian Cameron

Tags: #Bélico, Histórico

BOOK: Tirano III. Juegos funerarios
6.93Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¡Peleo! —exclamó el mayor, un hombre nervudo con la barba tan blanca como la nieve del monte Olimpo—. Me habían informado de que venías hacia aquí.

—Y aquí estoy. Este joven pícaro es Sátiro, el sobrino de León. Un navarco bastante aceptable. Sátiro, estos dos ancianos son Timeo y Pantera. Este año están al mando de la flota.

Peleo les dio la mano a ambos.

—Entonces eres Sátiro, el hijo de Kineas de Atenas, ¿verdad, chico? —Pantera hacía honor a su apodo, con una mata de abundante pelo gris a pesar de la edad, cejas que le conferían un aire furibundo y una inmensa barba que no lograba ocultar el horno que ardía detrás de sus ojos—. ¿Cuándo vas a librarnos de la puta sifilítica de Eumeles? ¿Eh, muchacho?

—Mi hermana ya lo habría matado —dijo Sátiro con un carraspeo—. Yo aún lo estoy meditando.

—¡Señor de los sementales, oigo el ruido metálico de sus huevos desde aquí! —dijo Pantera. Se volvió hacia Peleo—. Estábamos hablando de vuestros piratas. Cuando habéis arribado, ¿adivinas qué han hecho?

Peleo se encogió de hombros.

—¿Remar hacia el norte con el viento en la amura?

—¿Puedo intervenir, señor? —dijo el joven navarco con una sonrisa.

—Adelante, muchacho —indicó Pantera, gruñendo.

—Han puesto rumbo al sur para costear, buscando la flota de Antígono.

—Chico listo —comentó Timeo, entornando los ojos—. ¿Y por qué?

—No son piratas —explicó Sátiro—. O, mejor dicho, no son sólo piratas. Nos persiguen a Melita y a mí, por orden de Estratocles de Atenas. Quizás eso forme parte de un acuerdo de mayor alcance. —Se encogió de hombros—. Estratocles
el Informante
es la clase de hombre capaz de conseguir un salvoconducto de sus adversarios y al mismo tiempo dedicarse a espiarlos. —Se encogió de hombros—. Hay que reconocer que es eficiente.

—Atenas no siente un gran amor por Casandro, de eso no hay duda. —Pantera miró en derredor y se dirigió a Peleo—. Cuando Antígono nos ataque, ¿Tolomeo nos apoyará?

—Tiene que hacerlo —asintió Peleo—. Está armando una flota. No es la flota que vosotros o yo armaríamos, pero mejor eso que nada.

Timeo gruñó.

—Parte de la flota del Tuerto está en nuestras playas para asegurar el bloqueo.

Se rascó el mentón, mirando hacia el suelo. Sátiro bajó la vista y se dio cuenta de que estaba encima de una carta del mar Interior. Sus sandalias pisaban la costa de Rodas, con los rayos de Helios perfilados en oro, y Esmirna quedaba a dos pasos de él.

—El resto ha desaparecido —terció Pantera, señalando vagamente la costa de Asia.

—Que yo sepa, Demetrio se la llevó directamente a Alejandría para quemar la ciudad. Es un tipo muy osado. —Timeo meneó la cabeza—. Sacamos todos nuestros cruceros al mar para impedir el bloqueo, y luego hicieron su jugada y no hemos vuelto a verlos.

—Nuestro puerto está vacío, por si no os habéis fijado. No nos quedan más barcos que puedan salir a explorar. ¿Recorreríais vosotros la costa de Palestina en el camino de regreso? —solicitó Pantera a Peleo—. Nuestra necesidad es grande.

Peleo miró a Sátiro.

—Eso tiene que decidirlo él, caballeros. Palestina queda muy lejos de nuestra derrota. Y no podríamos traeros las novedades.

—Podríais transmitirlas a nuestra base de Chipre. Peleo, nos hallamos en un apuro. Y, además, estamos en el mismo bando —dijo Timeo, levantándose de la banqueta.

—Soy tan rodio como el que más, Timeo —respondió Peleo, encogiéndose de hombros—. Pero trabajo para un alejandrino y soy un servidor honesto. El año pasado vosotros enviasteis barcos a asistir a Antígono
el Tuerto
.

Pantera se encogió de hombros.

—Fue por pura conveniencia. Sabes bien a quién preferimos.

—Bienvenido a los Juegos Olímpicos de la política, chico —dijo Peleo a Sátiro.

El muchacho se adelantó.

—¿Encontraríais un mercante que llevara el cuero del señor León hasta Esmirna?

—En principio eso tiene fácil arreglo —asintió Timeo.

—Siendo así, venderemos artículos de lujo para pagar a los remeros y zarparemos de vacío hacia la costa de Palestina —decidió Sátiro.

—Y volaremos —terció Peleo.

—Esos dos lobos se os echarán encima en cuanto salgáis del puerto —advirtió Pantera.

—Casi nos alcanzan cuando íbamos a plena carga —respondió el viejo timonel—. A no ser que los dioses quieran condenarnos, si vamos vacíos llegaremos al horizonte antes de que puedan montar sus infernales máquinas.

Sátiro respiró profundamente.

—Necesitamos tres días —dijo—. La tripulación necesita un descanso.

—De acuerdo —convino Timeo—. Entretanto, tal vez llegue uno de nuestros cruceros y ya no será preciso molestaros.

El joven se volvió hacia Peleo.

—Y mi hermana se queda a bordo —sentenció.

—Hecho —dijo el marinero con un encogimiento de hombros.

Tras un día de excesos y otro más de reposo, los tripulantes del
Loto Dorado
se congregaron en la playa, hoscos o sonrientes según la naturaleza de cada cual. Muchos de ellos habían encontrado compañía, por lo general temporal, y unos cuantos habían ganado o perdido bienes. Sátiro vio a un joven remero con lo que parecía una clámide de tejido de oro en torno a los hombros, de pie junto a un hombre de más edad con la cabeza entre las rodillas que al parecer iba completamente desnudo. Pero ninguno llegó tarde ni dejó de presentarse, y todos tenían consigo el cojín de remar, fuera cual fuese el estado de su indumentaria.

Peleo se levantó. Llevaba un peto de bronce y sostenía un yelmo.

—¡Éste es un viaje de guerra! —gritó—. ¿Alguien prefiere quedarse en tierra? Tengo un par de jabalinas para cada hombre y añadiré un óbolo a la paga. Pero apenas llevaremos cargamento y eso significa que no hay reparto.

Kyros, el oficial de remeros, habló.

—¿Qué pasa con las capturas?

Peleo asintió.

—Eso está hecho. Pero vamos a explorar una costa enemiga, muchachos. No habrá mucho tiempo para capturas. Si las hacemos, se repartirán según la costumbre de Rodas.

Kyros asintió y volvió a sentarse en cuclillas.

Peleo se volvió hacia Sátiro.

—Esto es lo que se considera un consejo entre la gente de mar —dijo—: la corriente es favorable.

—Pues aprovechémosla —resolvió el muchacho.

Los dos lobos se percataron de que el
Loto Dorado
zarpaba en cuanto éste pasó por delante del templo de Apolo y salió de la dársena del puerto. Peleo los vigilaba, protegiéndose los ojos con la mano, mientras lanzaban sus remos a bordo para luego empujar sus popas playa abajo. Pero en la orilla no soplaba viento y sus remeros reaccionaron despacio, de modo que el
Loto
les sacó ventaja sin apenas esfuerzo.

—¡Adiós y buen viaje! —dijo Peleo, sin quitarles el ojo de encima—. Desde luego sus proas cargan con un buen peso en metal. No me importaría perderlos de vista.

Lo último que vieron de ellos fueron sus mástiles hundiéndose en el horizonte mientras la costa de Asia surgía por la amura de babor.

Sátiro vio los reveladores cabos que lo conducirían hasta Xanthos.

—Supongo que no haremos escala en Xanthos —dijo.

—Tenemos un día espléndido y una tripulación dura como la madera vieja —respondió Peleo—. Aprovechemos este viento franco del oeste mientras sople y veamos si alcanzamos las playas de Panfilia. Si el tiempo se mantiene —dijo, e hizo el signo del cuerno con la mano—, tal vez arribemos a Pafos, en Chipre, y ya no volveremos a ver a esos cabrones.

Kyros cogió un cazo de agua del tonel de popa y miró al timonel enarcando una ceja.

—Nada de decírselo a los muchachos, supongo.

Peleo se rio a carcajadas.

—A lo mejor cuando salga la luna. —Miró a Sátiro—. Estaría bien que pudieras contar a tus nietos que una vez fuiste de Rodas a Pafos en una singladura.

Se apostó al lado del joven por espacio de diez estrepadas y entonces notaron el viento franco del oeste en sus espaldas. El timonel mostró una de sus escasas sonrisas.

—Levanta el palo mayor, Kalos. Iza la vela.

—Palo y vela mayor —contestó el hombre.

Bajo, peludo y con múltiples cicatrices, su nombre indicaba lo que no era: apuesto. Tal vez era el tipo más feo que Sátiro hubiese visto jamás, incluido Estratocles, pero tenía sentido del humor, y a menudo sostenía que había sido un avatar de Afrodita en una vida anterior y que ahora pagaba por ello.

Por supuesto, también era un marino muy experimentado. En menos tiempo del que se tardaba en dar cien paladas, el palo mayor estuvo arbolado y asegurado con recios obenques, y la vela mayor iba ascendiendo, tensa como una tabla y redonda como un queso.

—Navarco —dijo Peleo con brusquedad—, si te interesa mi consejo, diría que podemos hacer la travesía hasta Pafos.

Sátiro asintió varias veces, considerándolo.

—Pues entonces, adelante —decidió.

—Lo único es que todo el trayecto es por mar abierto. Ni avistamientos ni refugios —agregó el timonel, enarcando una ceja muy poblada.

—¿Por un día? ¿Somos marineros o no? —preguntó Sátiro retóricamente—. ¿Cuál es el rumbo?

—Hace años que no hago esta ruta. —Peleo entrecerró los ojos para mirar el sol y el cielo—. Suroeste. No, más al sur. Eso es. Mantén esta derrota. —Se quedó tanto rato contemplando la estela que Sátiro pensó que quizás había cambiado de parecer—. La navegación de altura es la que te permite descubrir si eres capaz de llevar el timón —dijo—. No hay demoras ni balizas. Tu estela es recta o no lo es. ¿Me oyes, chaval?

Sátiro se estaba cansando de aquella vida que parecía consistir en una interminable sucesión de pruebas, pero se tragó la primera respuesta que acudió a sus labios y logró sonreír.

—Lo haré tan bien como pueda.

—Veo una muesca en tu estela —repuso Peleo.

Cuando el sol estuvo en lo alto del cielo, Melita recorrió la cubierta elevada que discurría entre las bancadas de los remeros. La mayoría de ellos iban cómodamente sentados, y unos cuantos estaban aparejando un toldo en la banda de babor para guarecerse del sol.

Ahí donde fuese la seguían el silencio, las miradas y algunos comentarios en voz baja. La vida a bordo había demostrado a Melita lo estúpidos que eran los hombres. Su cuerpo de mujer era capaz de poner fin a una riña, a una discusión, a una afirmación religiosa; realmente era increíble que los hombres se las arreglaran para trabajar estando ella en el barco.

Por contraste, ella estaba rodeada en todo momento de hombres desnudos, si bien ninguno la excitaba ni un ápice. Algunos tenían cuerpos hermosos; su hermano, por ejemplo, o el viejo Peleo, a su manera. Jenofonte, excepto por los granos de la cara, tenía el físico de Heracles. El capitán de infantería hacía ejercicio desnudo, reluciente de aceite, tratando a todas luces de atraer su atención. Tenía un buen cuerpo, pero, tal como Melita ya le había comentado a Dorcus, no había gran cosa dentro de él.

Se recogió el quitón jónico con un brazo y la clámide con el otro antes de dejarse caer sobre un fardo de pieles de becerro que hacía las veces de asiento de popa para las visitas del timonel.

—Estoy harta de que me miren —se quejó Melita a su hermano.

—Pues yo estoy harto de que me pongan a prueba. ¡Te lo cambio! —dijo Sátiro con una sonrisa irónica.

—¡Trato hecho! —respondió Melita, y escupió en la palma de la mano. Las chocaron sin que Sátiro dejara de agarrar el remo de gobierno con ambos brazos.

—Ahora has puesto una muesca en mi estela —dijo Sátiro.

—Finges que eres marinero mientras yo finjo que soy griega. —Melita se rio—. ¿Cuándo dejaremos de fingir?

Su hermano contempló el horizonte por encima de la proa por un largo momento.

—Me acuerdo de cuando pensaba que tú eras mucho más madura que yo —dijo al cabo—. Ahora pienso que quizá te haya adelantado, por un tiempo. Porque aprendí una cosa el año pasado, y la volví a aprender después de besar a Amastris.

—¿Besaste a Amastris? ¿No a una esclava vestida con su ropa?

—¿Estaba mascando canela antes de llamarme? —preguntó Sátiro.

Melita sonrió de manera enigmática.

—Entonces… la besaste. ¿Fue bonito?

Sátiro suspiró.

—Sí, fue bonito, Lita. A eso me refería. No fue en absoluto como besar a Fiale. Besar a Fiale me ponía el miembro duro. Besar a Amastris me ablandó.

—Me vas a matar. ¿Mi hermano tiene un alma poética? ¿Y yo me quedo con estos farfollas? —Hizo un ademán que abarcó a los hombres de cubierta. Luego, al ver que Peleo se acercaba por la cubierta central, se aproximó más a Sátiro—. Cuéntame qué aprendiste.

—Siempre estamos fingiendo. —La miró de hito en hito, tan de cerca que Sátiro podía ver las motas de color de su iris y ella veía su propio reflejo en el de él. Melita notó el aliento de Sátiro en el rostro—. Finjo ser valiente cuando tengo miedo. Finjo que me interesa el sexo cuando lo que quiero es impresionar a mis amigos. Finjo que soy religioso cuando voy al templo. Finjo ser obediente cuando gobierno el barco.

Su hermana lanzó una mirada a Peleo y Sátiro le cogió el brazo.

—Escúchame bien, Melita, esto es lo que todo efebo sabe. Pero lo que yo sé es que lo que se finge acaba convirtiéndose en la realidad.

Melita lo miró como si fuera la primera vez que lo veía.

—Pero… —Hizo una mueca—. Sátiro, ¿por qué no eres siempre así?

—¿Qué? —Sátiro frunció el ceño.

—En el mar, eres tan sabio como Filocles —explicó ella, alzando los brazos al cielo como en una súplica a los dioses—. Tan sutil como Diodoro. En tierra, a menudo eres… bueno, no del todo un hombre, hermano.

—Vaya, pues muchas gracias —respondió el joven. Al cabo de un instante, se encogió de hombros—. No lo sé. En el mar estoy al mando, al menos en este viaje. Y mandar… bueno, es como un cubo de agua fría cuando estás dormido. Y no paro de ver a otros haciendo cosas que me consta que yo hago. Jeno a veces me causa escalofríos, así que ayúdame, ¿quieres?

Se echó a reír, y Melita se le unió.

—Si fueseis marineros, me esperaría un motín —dijo Peleo. Dedicó una sonrisa a la muchacha—. ¿Puedo presentar a la
despoina
una disculpa por mi grosería cuando huíamos de los piratas?

Ella le sonrió abiertamente con los ojos brillantes y echándose el pelo para atrás. Si como griega aquéllas eran las armas que debía utilizar, las blandiría sin piedad.

Other books

The Chill by Ross Macdonald
Submersion by Guy A Johnson
Barbara by Jorgen-Frantz Jacobsen
The Linz Tattoo by Nicholas Guild
The Shadow Queen A Novel by Sandra Gulland
Lone Star 02 by Ellis, Wesley
Lamb by Bernard Maclaverty