—Magnífico. Di a la cocinera que es un genio. —Miró de nuevo a Sátiro—. Nadie es capaz de entenderlo todo, joven príncipe. Pero Herón, en Panticapea, forma parte de este juego. Los grandes jugadores quieren que los menos importantes estén de su parte o fuera del juego. Vuestra ciudad de Tanais ponía en entredicho el reino del Bósforo, y vuestra madre era la reina indiscutible de todos los asagatje. Eso os convierte a vosotros en herederos de dos pequeños imperios que, unidos, abarcan todo el norte del Euxino. Eso significa oro, grano, guerreros sakje y griegos.
Se detuvo un momento para observar a los criados que llevaban el atún al jardín, exhibiendo su tamaño y calidad antes de cortar los filetes para servirlos en fuentes.
Kinón lo contemplaba todo con gesto orgulloso, tanto por su personal como por su mesa.
—Los macedonios no están unidos —prosiguió—. La muerte de Antípatro fue como el fin del mundo para ellos. Antígono no es Antípatro, y Casandro, u Olimpia, todavía no están al mando. Los atenienses siguen siendo poderosos y respaldarán a cualquiera que expulse a la guarnición de su ciudad; por el momento, son partidarios de Casandro. Y éste necesita grano del Euxino para ganarse el favor de Atenas. ¿Se entiende lo que digo?
Se miraron unos a otros, confundidos.
—He oído todo esto cada día en Corinto y sigo sin entenderlo —admitió Terón.
—El Ática y Atenas consumen el triple del grano que producen —explicó Kinón—. Hombres como yo se hacen ricos acumulando grano del Euxino y vendiéndoselo a Atenas. Casandro necesita que ese grano siga fluyendo para que Atenas esté contenta, y puede conseguirlo apoyando a Eumeles de Panticapea para que se erija en el único rey del Bósforo. De ahí que vosotros, niños, os interpongáis en su camino y debáis ser eliminados.
—Yo habría llegado a esa misma conclusión —asintió Filocles.
—Nuestro León ha invertido mucho en Egipto y en la nueva ciudad de Alejandría —prosiguió Kinón—, de modo que, os guste o no, somos aliados de Tolomeo. Eso nos sitúa contra Casandro, a veces contra Antígono y otras contra Eumenes
el Cardio
. El primero está loco por el poder, Antígono es un excelente general y un nefasto gobernante, mientras que Eumenes sería un gran hombre si no fuera tan propenso a demostrar que es mejor que cualquier macedonio. En realidad es el mejor general y el mejor hombre de los tres, pero es griego, no macedonio; ya os figuráis lo que eso significa.
—Lo sé —dijo Filocles, dedicándole una adusta sonrisa.
—Y se casó con la amante de Alejandro, ¿lo sabías? Banugul tuvo un hijo de Alejandro, aunque muy pocas personas lo saben. Un muchacho muy apuesto que se llama Heracles.
Melita tenía los ojos puestos en Calisto y reparó en que la esclava escuchaba atentamente y en que en un momento determinado sus ojos se desviaron para mirar a otra persona, alguien que estaba de pie detrás de Melita. Se recostó, pasando el brazo por encima de su hermano, y vio a Tenedos, el mayordomo, junto a un aparador con una jarra de vino. El hombre no daba muestras de prestar atención a la conversación, y Melita veía a tantos esclavos ir y venir que no estuvo segura.
Quizá los esclavos siempre escucharan.
—Conozco a Banugul —dijo Filocles.
—¡Ya lo dijiste anoche! —Kinón sonrió—. Deduzco que hay mucho por saber. León fue excesivamente efusivo en sus alabanzas. Continúa siendo amigo de ella, le presta dinero y sigue los progresos de su hijo.
Mientras Melita lo observaba, Filocles bebió un sorbo de vino y se quedó mirando al vacío, perdido entre sus recuerdos. Junto a ella, su hermano carraspeó.
—Me parece que lo entiendo, amo Kinón. El caso es que Casandro tiene que aliarse con Herón —dijo. Un esclavo le dio una copa de oro y el muchacho bebió un sorbo con ademán apreciativo—. Ahora veo qué bandos se formarán y las consecuencias que eso tendrá para el Euxino.
Kinón miró con respeto al chico.
—Sí, joven príncipe. Lo que dices es exactamente correcto. Sólo he tenido unos pocos días para reunir esta información, pero a mí me parece que Herón se ha ofrecido a poner todo el norte del Euxino a disposición de Casandro a cambio de tener las manos libres.
—¿Hay noticias de nuestra madre? —preguntó Melita a media voz.
—Me temo que no —contestó el anfitrión, negando con la cabeza.
—Hagamos honor a la comida y apartemos los pensamientos tristes —propuso Filocles.
Melita se echó hacia delante, apoyando el mentón en el hombro de Sátiro.
—Piensan que ha muerto —dijo.
—Sí —susurró Sátiro. La comida daba vueltas ante sus ojos.
Melita lo abrazó.
—Es mejor que esté muerta y no esclavizada o algo peor. Somos sus hijos, y los hijos de Kineas. Convierte tu rostro en una máscara de bronce y comienza a pensar en nuestra venganza —agregó la muchacha, aunque se le quebró la voz.
Sátiro fue el primero en sollozar, pero un instante después ambos lloraban; no eran audaces príncipes del Euxino, sino dos niños cuya madre seguramente había muerto. Se tendieron juntos, llorando, y los demás comensales procuraron no mirarlos.
Los sollozos se prolongaron hasta que los demás hubieron dado cuenta de buena parte del atún, pero luego se enjugaron las lágrimas y comieron. Sátiro comenzó a construir mentalmente su máscara de bronce. El yelmo nuevo de Filocles tenía una visera alta y una larga barbera que le cubría la cara, imitando un bigote, una barba y un gorro tracio. El muchacho mascaba el sabroso atún y las ostras con salsa de salmón, todo ello acompañado de rico pan de cebada, mientras pensaba en la máscara de la armadura y en cómo le ocultaría el rostro, disimulando su miedo. «Si no puedo ser valiente —pensó—, fingiré que lo soy. Ese es mi deber.» Miró a su hermana, que a todas luces disfrutaba de la comida, vertiendo grandes cantidades de vinagre de miel sobre el pescado de una manera que la cocinera no habría aprobado, para satisfacer su goloso paladar, y se preguntó por qué los dioses habían hecho tan valiente a su hermana.
Tomó varias copas de vino a propósito. Luego, cuando los hombres se disponían a beber en serio, Sátiro se levantó de su diván sosteniendo una crátera. Se plantó en medio del jardín y los demás se callaron. Estaba nervioso; corría un riesgo, aunque no sabía exactamente cuál.
—Kinón, ésta quizá sea nuestra última noche como huéspedes tuyos. Hoy ofrezco una libación a Zeus, amo supremo, que ama a los hombres que tienen huéspedes. Y ofrezco una libación a Atenea, mi patrona, y a Heracles, mi antepasado, y a todos los dioses.
Sátiro, presa de la euforia, apenas se sentía nervioso. El vino era su aliado.
—¿Habéis oído? —dijo Terón.
—Bien hablado —corroboró Filocles.
—Y ante todos los dioses pronuncio este juramento. Que ni la edad ni la debilidad ni las heridas, ni el número de mis enemigos, como tampoco ningún otro poder de la tierra, de los cielos o del inframundo me impida, nos impida, a los gemelos, vengarnos de quien ordenó —se le cayó la máscara y se le quebró la voz—, de quienes ordenaron la muerte de nuestra madre. Morirán. Lamentarán el día en que decidieron comenzar esta guerra.
Filocles lo miraba con ojos tristes.
—¡Ay, chico, semejante juramento, una vez pronunciado, adquiere fuerza! Ahora mismo las Furias escuchan y mueven los hilos del destino. ¿Qué dicha acabas de perder? ¿Qué sino has creado?
Melita se levantó y se puso al lado de Sátiro.
—Comparto este juramento con mi hermano. Nos traen sin cuidado las consecuencias, querido preceptor. Nos vengaremos. Eumeles, el que antes era Herón, morirá. Upazán morirá. Casandro de Macedonia morirá. Cada mano contraria a nosotros, hasta el final de la partida…
—¡Basta! —suplicó Terón—. Por los dioses, ¿queréis parar antes de que los dioses os castiguen a vosotros primero?
Melita parecía enardecida. Los últimos rayos del sol le iluminaban el rostro, los ciervos de los hombros titilaban como estrellas y su vestido era de un blanco sobrenatural.
—Nada nos detendrá —añadió.
Sus palabras sonaron oraculares. Una racha de viento barrió el jardín, agitando las rosas y haciendo que las teas llamearan.
Calisto juntó las manos.
—¡Que los dioses te oigan, Melita! —dijo, y acto seguido pareció avergonzarse de su atrevimiento.
Filocles miró a Terón, que ocupaba el diván contiguo.
—¿Seguro que quieres quedarte con estos niños? —preguntó, sin el menor atisbo de ironía.
El corintio suspiró.
—Siento el peso del sino —dijo—. Hasta hace un momento tan sólo era el hijo de un pescador.
—Ahora eres el aliado de los gemelos —señaló Filocles.
Kinón negó con la cabeza.
—Jurar venganza está muy bien en mi rosaleda —dijo—. Pero guardaos de mencionarlo ante Dionisio. Él juega a su manera. Y juega bien. Se mostró más hábil que Alejandro y nos ha mantenido libres de Pérdicas y de Casandro. No hagáis que os expulse, pues no os dará refugio si ponéis en peligro su política.
—¿Cómo es él? —preguntó Filocles.
—Es el hombre más gordo que hayáis conocido jamás —respondió Kinón—. Y tal vez el más tortuoso y despiadado. Hay quien dice que es el alma de Dionisio de Siracusa rediviva. Es el heredero de su hermano. Y no le teme a nada.
Terón apuró su copa de vino.
—Eso no quita que sea un tirano —dijo—. Yo soy corintio. Timoleón derrocó a ese Dionisio de Siracusa.
Kinón miró en derredor.
—Esas cosas no se dicen en Heráclea.
—Tú quizá no las digas —repuso Terón, encogiéndose de hombros—. Yo soy de Corinto, la ciudad que da muerte a los tiranos.
Filocles fulminó al atleta con la mirada.
—Tal vez deberíamos llamarla la ciudad de los malos invitados, ¿eh? Piénsalo bien, Terón. Este hombre nos ha hecho regalos a los que no podemos corresponder, ¿y cómo se lo pagamos? ¿Con grosería?
En lugar de enfadarse, Terón expresó su vergüenza.
—Mis disculpas, anfitrión. Filocles lleva razón.
Mientras los adultos seguían hablando de política, Sátiro contemplaba a Calisto, sentada junto a su amo.
—Deberíamos acostarnos, si mañana tenemos que ser príncipes ante el tirano —señaló Melita.
Sátiro asintió y bostezó, ansioso por ser adulto también pero sin fuerzas para serlo.
—A la cama —dijo Sátiro.
Calisto le sonrió y él le correspondió. Sabía que no volvería a verla nunca más, y todo le parecía muy injusto. No obstante, se levantó para dar las buenas noches, agradeciendo con su hermana a Kinón su impecable hospitalidad, cosa que hizo sonreír a su anfitrión.
Dio un traspié en el suave mármol del peristilo y ni siquiera se desabrochó el quitón, sino que se lo pasó por la cabeza para dárselo a un esclavo antes de meterse en su diván de dormir. El aire primaveral era un tanto fresco y se tapó con su manto tracio, cuidadosamente lavado por el personal de la casa, y cayó dormido.
Sátiro oyó un ruido en su habitación y se despertó al instante. El cuarto estaba a oscuras, con el umbral iluminado por la luz que se filtraba a través del peristilo desde el patio. Alguien entró en la estancia y Sátiro se puso alerta, con el corazón desbocado.
—Soy yo —dijo Calisto desde el centro de la habitación.
El corazón de Sátiro no latió más despacio, aunque por motivos diferentes.
La muchacha se deslizó en su diván, encontró el manto tracio y al taparse con él sus senos rozaron el pecho de Sátiro. Se rio tontamente, metió la mano entre las piernas del chico y puso los labios de modo certero sobre los de él.
Sátiro se debatía entre el miedo, la excitación y un extraño enojo; no era así como deseaba a Calisto. Suponiendo que en verdad la deseara. No obstante, así era; su erección deba fe de ello.
Calisto le puso una mano en el pecho y le pellizcó un pezón con fuerza, tal como hacía su niñera cuando se enfadaba, pero si bien la presión era la misma, el resultado era muy diferente. Cogió una mano de Sátiro y la puso en uno de sus senos —«ah»—, de una suavidad y una morbidez casi increíbles, una suerte de perfección olímpica. La verga de Sátiro se puso firme bajo la mano de la esclava, que se rio.
En el patio, un hombre dio la voz de alarma y se oyó un tremendo estrépito, como si un tronco golpeara una pared. Todo el edificio tembló.
—¡Aaagggh! —chilló la misma voz. Sátiro sabía qué significaba aquel grito: un hombre con la muerte en las entrañas. Su erección se esfumó, su mente reaccionó deprisa y acto seguido se levantó del diván en la penumbra, acariciando la pared con la mano hasta que encontró su espada colgada del tahalí en un gancho. Se pasó el cinto por la cabeza y cogió el manto de la cama.
—Por el Hades, ¿qué estás haciendo? —dijo Calisto.
—Aaagggh…
El siguiente chillido se interrumpió en seco, y luego se oyeron otro estrépito y una expresión de triunfo, un sonido espantoso, seguido de pasos a la carrera. Sátiro se echó el manto encima del brazo, fue hasta el umbral y descorrió la cortina.
En el peristilo había un hombre armado. Llevaba un yelmo que brillaba a la lejana luz del jardín, y estaba a menos de un brazo de distancia, una gran sombra negra contra la oscuridad estigia del corredor.
—¡Traed luz! —gritó el hombre con voz atronadora—. ¡Seguidme!
Sátiro deseaba vacilar, pero antes de que el miedo se adueñara de él dio un golpe bajo, tal como Filocles le había enseñado a hacer una y otra vez, lanzando la mano izquierda hacia delante con el brazo envuelto en el manto para parar los golpes de contraataque. El hombre percibió su movimiento y blandió el arma contra el manto de lana, dejándole el brazo entumecido, pero su espada ya estaba debajo de la greba de su oponente, y Sátiro se recobró y hundió el filo, desgarrando el tendón de la parte trasera de la pierna.
El hombre se desmoronó hecho un amasijo de bronce y miembros, y Sátiro se apartó justo cuando su atacante gritó de dolor.
—¡Ayyy! ¡Ares! ¡Dioses, me han herido! ¡Ayyy! ¡Au, au, au!
«Llevan armadura», pensó Sátiro, y entonces el miedo se adueñó de él y lo paralizó. Intentó abrir la boca para avisar.
—¡Sátiro! —gritó su hermana—. ¡Despierta! ¡Nos están atacando!
Sus miembros se aflojaron, faltó poco para que se cayera, y avanzó torpemente, dando traspiés como un borracho.
—¡Estoy aquí! —dijo.
—¡Corred! —gritó alguien, y aparecieron antorchas en el peristilo, iluminando con su fulgor parpadeante al hombre que se retorcía en el suelo. Sátiro se alejó de él, abandonando a Calisto, y se situó al lado de su hermana.