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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (96 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Siempre «vosotras» y no «nosotras», notó Budur, como si Kirana se excluyera, como si estuviera hablando póstumamente, a pesar de que estaba encantada de poder involucrarse claramente en aquellas actividades. Y encantada también de ver a Budur de visita en el hospital.

—No podrían haber sido más inoportunos —le dijo a Budur con una especie de regocijo cáustico.

No sólo estaba disminuyendo la ya escasa comida, sino que además era primavera, y como solía ocurrir en Nsara, los eternos cielos nublados se habían aclarado de golpe y el sol brillaba cada día, iluminando nuevos verdes que brotaban por todas partes en los jardines, el campo y las grietas del pavimento. El cielo estaba totalmente despejado y relucía como lapislázuli sobre las cabezas, y cuando veinte mil personas se reunieron en el puerto comercial y marcharon por el bulevar Sultana Katirna hasta la mezquita de los Pescadores, muchos miles más vinieron a mirar y se unieron a la multitud que marchaba, hasta que el ejército que rodeaba el barrio disparó botes de gas pimienta y la gente comenzó a correr en todas las direcciones, saliendo de las grandes calles transversales, cortando a través de la medina que flanqueaba el río Lawiyya, causando la impresión de que toda la ciudad se había amotinado. Después de ocuparse de los que habían sido afectados por el gas, la multitud regresó aún más numerosa de lo que había sido antes del ataque.

Esto sucedió dos o tres veces en un mismo día, hasta que la gran plaza frente a la mezquita más grande de la ciudad y al antiguo palacio se llenó de gente, junto a las alambradas que ahora rodeaban el palacio, cantando canciones, escuchando discursos y coreando consignas y suras del Corán que apoyaban los derechos de la gente contra el soberano. La plaza no se vaciaba nunca, ni siquiera se notaba menos gente en algún momento; la gente iba a casa a buscar comida y atender otras necesidades, dejando a los jóvenes para que sostuvieran la protesta durante la noche, pero volvía a rellenar la plaza en cuanto salía el sol de esos días cada vez más largos para dar testimonio. Toda la ciudad estuvo efectivamente cerrada durante el primer mes de la primavera, como un revolucionario ramadán.

Un día, Kirana fue llevada en silla de ruedas por sus alumnos hasta la plaza del palacio, y sonrió al ver todo aquello.

—Ahora sí, esto es lo que funciona —dijo—. ¡Simplemente, es una cuestión de números!

La llevaron a través de la multitud hasta el precario estrado que se montaba cada día con plataformas de carga traídas de los muelles, y la subieron allí para que diera un discurso, algo que ella hizo con deleite, con el estilo habitual, a pesar de su debilidad física. Cogió el micrófono y habló:

—Mahoma expresó la idea de que todos los seres humanos tienen derechos y que no es posible negarlos sin insultar al Creador. Alá hizo que todos los seres humanos fueran Sus criaturas por igual y que ninguno tuviera que servir a otro. Este mensaje llegó en una época muy lejana a estas prácticas, y el curso del progreso de la historia ha sido el trabajo de iluminar estos principios del islamismo y el establecimiento de la verdadera justicia. ¡Estamos aquí para continuar ese trabajo!

»En especial las mujeres han tenido que luchar contra las malas interpretaciones del Corán, enjauladas en su casa y en el velo y en el analfabetismo, hasta que el propio islamismo se hundió bajo la ignorancia general de todos, ¿porque cómo pueden los hombres ser sabios y prósperos cuando de niños son educados por gente que no sabe nada?

»Así luchamos la Guerra Larga y la perdimos; para nosotros, eso fue la Nakba. Ni los armenios ni los birmanos ni los judíos ni los hodenosauníes ni los africanos fueron responsables de nuestra derrota, ni fundamentalmente ningún problema del propio islamismo, puesto que es la voz del amor a Dios y a la integridad de la humanidad, sino sólo el extravío histórico del islamismo, distorsionado como ha sido.

»Ahora bien, en Nsara hemos estado enfrentándonos a esa realidad desde que terminó la guerra, y hemos hecho grandes progresos. Todos hemos sido testigos y hemos tomado parte en el surgimiento de buen trabajo que ha tenido lugar aquí, a pesar de las privaciones físicas de toda clase y la molestia de la lluvia constante.

»Ahora los generales piensan que pueden detener todo esto y volver el tiempo atrás, como si ellos no hubieran perdido la guerra ni nos hubieran lanzado a esta necesidad de creación que tan bien hemos utilizado. ¡Como si alguna vez se pudiera volver el tiempo atrás! ¡Nunca podrá suceder algo así! Hemos creado un mundo nuevo aquí sobre tierra vieja, y Alá lo protege, mediante la acción de toda la gente que realmente ama al islamismo y a sus posibilidades de sobrevivir en el mundo venidero.

»Así que estamos aquí para unirnos a la larga lucha en contra de la opresión, para unirnos a todas las rebeliones, revueltas y revoluciones, todo lo que haga falta para quitar el poder al ejército, a la policía, a los mulás, y devolvérselo al pueblo llano. Cada victoria ha sido una añadidura, una cuestión de dos pasos adelante y un paso atrás, una lucha eterna. Pero en cada paso progresamos un poco más, ¡y nadie nos hará retroceder! Si esperan tener éxito en semejante proyecto, ¡el gobierno tendrá que desechar a la gente y nombrar a otro! Pero no creo que las cosas sucedan de esa manera.

El discurso fue bien recibido, y la multitud siguió creciendo; Budur estaba encantada de ver cuántas de las personas que estaban allí eran mujeres, mujeres trabajadoras de las cocinas y de las fábricas enlatadoras, mujeres para quienes el velo o el harén nunca habían sido un tema, pero que habían sufrido como todos los demás con la guerra y con la crisis; de hecho formaban la muchedumbre con el aspecto más andrajoso y hambriento posible, con una tendencia a estar allí simplemente como si estuvieran dormidas de pie; sin embargo, allí estaban, llenando la plaza, negándose a trabajar. Cuando llegó el viernes, se pusieron de cara a La Meca sólo cuando uno de los clérigos revolucionarios se mezcló entre ellas, no un policía en un pulpito, sino un vecino más, como había hecho Mahoma en su vida. Como era viernes, este clérigo en particular leyó el primer capítulo del Corán, la Fatiha, conocida por todos, hasta por el gran grupo de budistas y de hodenosaunies que estaban siempre allí entre ellos, de modo que todos juntos pudieron recitarla una y otra vez:

¡Alabado sea Dios, Señor del universo!

¡El compasivo, el misericordioso!

¡Soberano del día del juicio!

A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda.

Dirígenos por la vía recta,

la vía de los que Tú has agraciado;

¡la de aquellos que no han incurrido en tu ira ni se han

extraviado!

A la mañana siguiente este mismo clérigo subió a la tarima y comenzó el día recitando un poema de Ghaleb, despertando a la gente y llamándola para que acudiera a la plaza otra vez:

Pronto seré sólo una historia

pero lo mismo pasará contigo.

Espero que el Bardo no esté vacío

pero la gente todavía no sabe dónde vive.

El pasado y el futuro se mezclan,

¡deja que esos pájaros atrapados salgan por la ventana!

¿Entonces qué queda? Las historias en las que ya no

crees. Más vale que hayas creído en ellas.

Mientras vives, ellas llevan el significado.

Cuando mueres, ellas llevan el significado.

A los que vienen después, ellas llevan el significado.

Más vale que hayas creído en ellas.

En la historia de Rumi, él vio el universo

como un todo, y a este todo, al Amor, llamó y conoció,

no era musulmán ni judío ni hindú ni budista,

apenas un amigo, un ser humano vivo,

que le contaba su historia boddhisatva. El Bardo

nos espera para hacerla realidad.

Esa mañana Budur fue despertada en la zawiyya por alguien que le traía noticias de un mensaje telefónico: era de parte de uno de los soldados ciegos. Querían hablar con ella.

Cogió el tranvía y caminó hasta el hospital, un poco aprensiva. ¿Estarían enfadados con ella por no haberlos visitado recientemente? ¿Estarían preocupados por la forma en que se había ido después de la última visita?

Nada de eso. Los más viejos hablaron por todos, o en cualquier caso por una parte de ellos; querían participar en la manifestación contra el golpe militar y querían pedirle que ella los llevara hasta la plaza. Unos dos tercios de ellos dijeron que querían hacerlo.

Imposible negarse a una petición como ésta. Budur accedió, y aun temblorosa e insegura, los condujo hasta la puerta del hospital. Eran demasiados para coger un tranvía, así que caminaron por el sendero junto al río y luego por el que iba junto al acantilado; con una mano apoyada sobre el hombro del que iba delante, como una parada de elefantes. En el hospital, Budur se había acostumbrado al aspecto de sus soldados, pero aquí afuera bajo los brillantes rayos de sol y al aire libre constituían una vez más una imagen impresionante, mutilada y espantosa. Trescientos veintisiete ciegos que caminaban junto al acantilado; se habían numerado antes de salir del hospital.

Naturalmente, llamaron la atención de mucha gente, y algunos comenzaron a seguirlos. En la gran plaza ya había una multitud, una multitud que rápidamente hizo un lugar para los veteranos en el frente de la protesta, de cara al antiguo palacio. Se organizaron en filas tocándose unos a otros y se contaron en voz baja, con una pequeña ayuda de Budur. Luego se quedaron en silencio, con la mano derecha sobre el hombro de un compañero para escuchar a los oradores. La muchedumbre detrás de ellos crecía cada vez más y más.

Algunos aviones del ejército volaban a poca altura sobre la ciudad, y unas voces amplificadas que salían de ellos ordenaban a todos abandonar las calles y las plazas. Se había declarado un toque de queda total, informaban las voces mecánicas.

Sin duda, esta decisión había sido tomada sin saber de la presencia de los soldados ciegos en la plaza del palacio. Ellos estaban inmóviles, y la multitud con ellos. Uno de los soldados ciegos gritó:

—¿Qué van a hacer, gasearnos?

De hecho, eso era muy probable, puesto que el gas pimienta ya había sido distribuido, tanto en las Cámaras del Consejo del Estado como en el cuartel de la policía, incluso en los muelles. Más tarde, se dijo que a los soldados ciegos les habían disparado con gas lacrimógeno durante aquella tensa semana y que ellos sencillamente se habían quedado allí inmóviles, porque ya no tenían lágrimas para derramar. Allí estuvieron en la plaza, cada uno con una mano puesta sobre el hombro de un compañero, coreando la fatiha y el bismallah que da comienzo a cada sura:

¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!

¡En el nombre de Alá, el Misericordioso, el Compasivo!

Budur nunca vio que se lanzara gas pimienta en la plaza del palacio, aunque oyó que los soldados corearon el bismallah durante horas y horas. Pero ella no estuvo en la plaza cada hora de aquella semana, y el de ella no era el único grupo de soldados ciegos que habían abandonado el hospital ni el único que se había unido a las protestas. Así que pudo haber ocurrido algo por el estilo. Desde luego, tiempo después todos creyeron que así había sido.

De cualquier manera, durante aquella larga semana la gente pasó el tiempo recitando largos pasajes de Rumi Balkhi, de Firdusi, del bromista mulá Nusreddin del poeta épico de Firanja, Ali, y del poeta sufí de Nsara, el joven Ghaleb, quien había sido asesinado justo el último día de la guerra.

Budur visitaba frecuentemente el hospital de mujeres en el que estaba Kirana, para contarle lo que sucedía en la plaza y en toda la ciudad, que ahora latía con su gente. Había tomado las calles y de allí no se movía.

Incluso cuando regresó la lluvia. Kirana devoraba las noticias, ávida de salir ella también, sumamente irritada por estar limitada justo en aquel momento. Obviamente, estaba muy enferma, de lo contrario no lo hubiera sufrido, pero estaba demacrada y amarillenta, con ojeras como un mapache de Yingzhou; atrapada, como decía ella, justo cuando las cosas se estaban poniendo interesantes, justo cuando podría haberle dado un buen uso a su facilidad para el discurso, ácido e interminable, cuando podría haber hecho historia y no sólo haber hablado de ella. Pero eso no era lo que tenía que suceder; lo único que podía hacer era estar allí tendida luchando contra la enfermedad. La única vez que Budur se atrevió a preguntar cómo se sentía, ella hizo una mueca.

—Me han atrapado las termitas —se limitó a decir.

Pero a pesar de eso, Kirama se mantenía cerca del centro de la acción. Una delegación de líderes de la oposición, incluyendo a un contingente de mujeres de las zawiyyas de la ciudad, se estaban reuniendo con algunos ayudantes de los generales para protestar y negociar si es que podían; esta gente a menudo visitaba a Kirana para hablar de estrategias. En las calles corría el rumor de que se estaba intentando llegar a un acuerdo con mucho esfuerzo, pero Kirana yacía allí, con los ojos encendidos, y meneaba la cabeza ante el optimismo de Budur.

—No seas ingenua. —Su sonrisa sardónica arrugaba sus desgastadas facciones—. No hacen más que jugar para ganar tiempo. Creen que con el tiempo las protestas amainarán y ellos podrán seguir con sus asuntos. Que sólo tienen que esperar. Probablemente tengan razón. Después de todo, ellos son quienes tienen las armas.

Pero entonces, llegó una flota hodenosauní, que fondeó en la rada del puerto. ¡Hanea! Pensó Budur cuando los vio: cuarenta enormes acorazados, erizados de cañones que podían disparar hasta cien lis tierra adentro. Llamaron a través de una frecuencia de radio utilizada por una popular emisora de música, y a pesar de que el gobierno había tomado el control de la emisora, no pudieron evitar que aquel mensaje llegara a todos los receptores de la ciudad, y muchos escucharon el mensaje y lo pasaron de boca en boca: los hodenosauníes querían hablar con el gobierno legítimo, aquél con el que habían tratado antes. Se negaban a hablar con los generales, quienes estaban rompiendo la Convención de Shanghai al usurpar el gobierno que determinaba la Constitución, una violación muy seria de los tratados; declararon que los barcos no se moverían del puerto hasta que el consejo establecido por el acuerdo de posguerra fuera convocado de nuevo, y que no negociarían con un gobierno dirigido por los generales. Puesto que el grano que había salvado a Nsara de la inanición el invierno anterior había llegado en su mayoría con los barcos hodenosauníes, éste era realmente un serio desafío.

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