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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (103 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Un fósil vivo, querrás decir —dijo resoplando.

Como ese pez cuya especie tenía cuatrocientos millones de años de antigüedad y que había sido encontrado recientemente en la red de un pescador de Madagascar. El Viejo Pez Dragón. Respondió para aceptar la invitación, luego escribió a Pyinkayaing y presentó una solicitud de prolongación del permiso que le habían dado.

El huevo rojo

La granja, que era una extensión del instituto —prácticamente, ella misma un pequeño instituto—, estaba en el extremo oeste de un pueblo llamado Putatoi, al oeste del río Pulmón Norte, a la orilla del arroyo Puta, un alegre arroyuelo que bajaba de la cordillera costera y creaba una galería ribereña de robles en las márgenes aluviales apenas un poco más altas que el resto del valle. Por lo demás, el valle estaba totalmente dedicado al cultivo de arroz; los grandes ríos que llegaban a él desde las montañas de ambos lados habían sido desviados en un elaborado sistema de irrigación, y el ya bajo fondo del valle había sido hecho aún más bajo, hasta convertirlo en un sistema de terrazas anegadas, cada terraza apenas unos dedos más alta que la de más abajo. Todos los diques de este sistema se curvaban, como parte de una especie de tecnología de resistencia contra la erosión hídrica; entonces, el paisaje se parecía bastante al de Anam o Kampuchea, en realidad al de cualquier lugar del Asia tropical, excepto que donde la tierra no estaba inundada, estaba sorprendentemente seca. Hacia el oeste se erguían colinas del color de la paja, formando la primera de las cordilleras costeras entre el valle y la bahía; luego, hacia el este, los enormes picos nevados de las Montañas del Oro se elevaban como un Himalaya lejano.

Putatoi estaba metido en un nido de árboles en esta gran extensión de verdes y dorados. Era una aldea al estilo japonés, con tiendas y apartamentos agrupados junto al arroyo y pequeños grupos de casas de campo que rodeaban el centro del pueblo al norte del riachuelo. Después de haber estado en Pyinkayaing, la aldea parecía pequeña, sin gracia, poco animada, verde, apagada. A Bao le gustó.

Los estudiantes del instituto procedían en su gran mayoría de las granjas del valle y estaban estudiando principalmente para ser agricultores de arroz o administradores de huertos. Las preguntas que hicieron en la clase de historia china que les dio Bao eran increíblemente ignorantes, pero los jóvenes eran alegres y de rostros frescos; no les importaba en absoluto quién era Bao ni qué había hecho en la posguerra. Eso también le gustó.

Los alumnos mayores, los del seminario más pequeño donde se estudiaba historia, específicamente, estaban más interesados por su presencia entre ellos. Le preguntaron acerca de Zhu Isao, por supuesto, y hasta sobre Kung Jianguo y la revolución china. Bao contestó como si se tratara de un período de la historia que él había estudiado mucho y sobre el cual tal vez había escrito uno o dos libros. No les habló de sus recuerdos personales, y la mayor parte del tiempo sintió que no tenía ninguno para ofrecerles. Todos lo observaban muy atentamente mientras hablaba.

—Lo que tenéis que entender —les dijo—, es que no hubo un ganador en la Guerra Larga. Todos perdieron, y nosotros todavía no nos hemos recuperado de ella.

»Recordad lo que se os ha enseñado acerca de ella. Duró sesenta y siete años, dos tercios de un siglo, y se estima que en ella murieron casi mil millones de personas. Pensad en la guerra de esta manera: he estado hablando con un biólogo que vive aquí y trabaja en temas de población; él ha tratado de calcular cuántos seres humanos han vivido en todo el curso de la historia, desde el comienzo de la especie hasta hoy.

Algunos de la clase se rieron de semejante idea.

—¿No han oído hablar acerca de esto? Él calcula que, desde el comienzo de la especie humana, han vivido unos cuarenta mil millones de personas aunque, por supuesto, ese momento aún no se ha definido, así que en realidad esto no es más que un juego. Pero significa que si ha habido cuarenta mil millones de seres humanos en toda la historia, una de cada cuarenta personas que han vivido en toda la historia fue asesinada en la Guerra Larga. ¡Se trata de un porcentaje muy alto! »Pues bien. Todo el mundo cayó en el caos, y ahora hace ya tanto tiempo que vivimos a la sombra de la guerra que no sabemos cómo se ve la luz del sol a pleno. La ciencia sigue haciendo avances, pero muchos de ellos se vuelven contra nosotros. El mundo natural está siendo envenenado por nuestros grandes números y nuestras rudimentarias industrias. Y si volviéramos a tener otro conflicto, podríamos estar todos perdidos. Vosotros probablemente seáis conscientes, desde luego muchos de los gobiernos lo son, de que la ciencia es capaz de proporcionar muy rápidamente bombas extremadamente poderosas, dicen que una bomba podría acabar con una ciudad, así que esa amenaza también está sobre nosotros. Si cualquier país intenta conseguir esa bomba, todos podrían querer la suya.

»Todos estos peligros inspiraron la creación de la Liga de Todos los Pueblos, con la esperanza de crear un sistema mundial que pudiera resolver los problemas mundiales. Eso se hizo inmediatamente después del esfuerzo del Año Uno, medidas estandarizadas y todo el resto, para formar lo que se ha llamado la cientifización del mundo, o modernización, o programa hodenosauní, entre otros nombres que se han postulado. Nuestra época, de hecho.

—En el islam, nada de esto gusta —señaló un estudiante.

—Sí, esto ha sido un problema para ellos: cómo reconciliar sus creencias con el movimiento cientifizador. Pero hemos visto cambios en Nsara que se han propagado en gran parte de Firanja, y una Firanja unida implica que se ha reconocido que hay más de una manera de ser un buen musulmán. Si el islamismo es una forma de sufismo, que es budista en todo menos en el nombre, y vosotros decís que eso está bien, entonces es difícil condenar a los budistas en el valle vecino. Y esto está sucediendo en muchos lugares. Todas las hebras están comenzando a entretejerse, ¿entendéis? Hemos tenido que hacerlo para sobrevivir.

Al final de esa primera serie de clases, los profesores de historia invitaron a Bao a que se quedara entre ellos e hiciera cursos permanentes; después de pensarlo un poco, él aceptó su invitación. Le gustaba aquella gente y el trabajo que hacían. La mayor parte de los esfuerzos del instituto tenían que ver con la producción de más alimentos, con el intento de que la gente encajara en el sistema natural de la tierra de una forma menos rudimentaria. La historia era parte de esto, y los profesores de historia eran personas amistosas. Además, una mujer soltera de su edad, profesora de lingüística, había sido especialmente simpática con él durante su estancia. Habían cenado juntos algunas veces y adquirido el hábito de encontrarse para almorzar. Su nombre era Gao Qingnian.

Bao se mudó al pequeño grupo de cabañas donde vivía Gao, alquiló una cabaña junto a la de ella que había quedado disponible en el momento justo. Las casas eran de estilo japonés, con paredes delgadas y ventanas grandes, todas agrupadas alrededor de un jardín común. Era un precioso y pequeño barrio.

Por las mañanas, Bao comenzó a cavar la tierra y a plantar verduras en un rincón de aquel jardín central. A través de un hueco entre las cabañas podía ver los grandes robles del valle, más allá los verdes arrozales y la cima aislada del monte Miwok, a más de cien lis de la aldea, al sur del gran delta. Hacia el este y hacia el norte, más arrozales, las terrazas curvándose verde sobre verde. La cordillera costera hacia el oeste, la Montaña del Oro al este. Bao montaba una vieja bicicleta para ir al instituto a dar clase y daba los seminarios más pequeños en mesas de un merendero junto al arroyo, debajo de unos enormes robles. De vez en cuando, solía alquilar una pequeña aerobarca en el aeropuerto que estaba al oeste del pueblo, y visitaba a Anzi y su familia. A pesar de que Bao y Anzi seguían estando distantes e irritables, la repetición de estas visitas finalmente los tranquilizó; en muchos aspectos eran como un ritual agradable. No parecían estar conectadas con los recuerdos que Bao tenía del pasado, sino que eran acontecimientos con contenido propio.

—Bueno —solía decirle Bao a Gao—, bajaré a Fangzhang para reñir un poco con mi hija.

—Eso es; diviértete un poco —decía Gao.

La mayor parte del tiempo, Bao se quedaba en Putatoi y daba clases. Le gustaba la gente joven con sus rostros frescos. Le gustaba la gente que vivía en el grupo de cabañas alrededor del jardín. Tanto en los laboratorios de agronomía del instituto como en los campos experimentales, o afuera en los arrozales y en los propios huertos, el trabajo era sobre todo de agricultura. Ésa era la actividad de aquel valle. Todos los vecinos le daban consejos para que cultivara mejor su pequeña huerta y muchas veces eran consejos contradictorios, lo cual no era algo demasiado tranquilizador puesto que se encontraban entre los más expertos del mundo en el tema y puesto que podría llegar el día en que hubiera más gente que comida en el mundo para alimentarla. Pero ésa también era una lección, y a pesar de que le preocupaba, también le hacía reír. Y le gustaba el trabajo, sentarse en la tierra, desherbar y observar crecer los vegetales. Mirar el monte Miwok a través de las terrazas de arroz. Cuidaba los bebés de algunas de las parejas más jóvenes que vivían en las cabañas, y hablaba con ellos acerca de lo que acontecía en el pueblo, y se pasaba las tardes afuera sobre la hierba jugando a los bolos con un grupo al que le gustaba hacer eso.

Pronto las rutinas de su vida comenzaron a parecer las únicas que Bao conocía. Una mañana, cuidando a una pequeña niña que había cogido la varicela, sentado a su lado mientras ella se bañaba tranquilamente con harina de avena tibia, golpeando estoicamente el agua con sus dedos y gimiendo de vez en cuando como un pequeño animal, sintió que una ráfaga repentina de felicidad lo atravesaba, sencillamente porque era el viejo viudo del barrio, y la gente acudía a él para que cuidara de los niños. Viejo Pez Dragón. Había habido un hombre igual en Pekín, un hombre que vivía en un agujero en la pared junto a la Gran Puerta Roja, arreglando zapatos y observando a los niños en la calle.

La profunda sensación de soledad que había aquejado a Bao desde la muerte de Pan comenzó a desaparecer. A pesar de que las personas entre las que vivía ahora no eran Kung, ni Pan, ni Zhu Isao —no eran los compañeros de destino, apenas gente con la que se había encontrado por casualidad— sin embargo, ahora ellos eran su comunidad. Tal vez siempre había sido así, y no hubiera un destino involucrado; sencillamente, uno se encontraba con la gente que le rodeaba y no importaba qué más pasara en la historia o en el gran mundo. Para el individuo, siempre era una cuestión de conocidos del lugar: la aldea, el pelotón, la unidad de trabajo, el monasterio o la madraza, la zawiyya o la granja o el bloque de apartamentos, o el barco, o el barrio; estas cosas formaban la verdadera circunferencia del mundo de cada uno, unas veinte partes o algo así, como si todas juntas representaran una obra. Y no había dudas de que cada reparto incluía los mismos personajes, como en el teatro No o en una obra de títeres. Y entonces, ahora, él era el viejo viudo, el cuidador de niños, el viejo y vencido poeta burócrata que bebía vino junto al arroyo y cantaba nostálgicamente a la luna, arañando con un azadón en su huerto improductivo. Todo aquello le hizo sonreír; le daba placer. Le gustaba tener vecinos y le gustaba el rol que interpretaba entre ellos.

El tiempo pasó. Siguió dando algunas clases, organizando todo para los seminarios a la sombra de los robles.

—¡Historia! —solía decir entonces—. Es algo a lo que cuesta mucho llegar. No hay un modo fácil de imaginarla. La Tierra gira alrededor del sol, trescientos sesenta y cinco y un cuarto de días al año, año tras año. Miles de estos años han pasado ya. Mientras tanto, una especie de mono ha seguido haciendo más y más cosas, creciendo en número, apoderándose del planeta por medio de los significados. Finalmente, gran parte de la materia y la vida en el planeta fue usada en su provecho, entonces tuvieron que comenzar a pensar en qué querían hacer, además de simplemente mantenerse con vida. Entonces, se contaron historias unos a otros sobre cómo habían llegado al sitio en que estaban, qué había sucedido y qué significaba todo eso.

Bao suspiró. Sus alumnos lo observaban.

—De acuerdo a cómo Zhu contó la historia, es una cuestión de tragedia para el individuo, comedia para la sociedad. Durante los ciclos del tiempo histórico se pueden lograr reconciliaciones, ésa es la comedia; pero cada individuo se encuentra con un final trágico. Debemos admitir que no importa qué otra cosa digamos, puesto que la muerte de una persona siempre es un final y una catástrofe.

Los alumnos de Bao lo miraban fijamente, muy dispuestos a admitir aquello, ya que todos tenían alrededor de los veinticinco años, mientras que él tenía casi setenta, y eso hacía que se sintieran inmortales. Tal vez aquélla fuera la utilidad de los más viejos en la evolución, concluyó Bao: proporcionar a los jóvenes una especie de escudo psíquico que los defendiera contra la realidad, mediante el ardid de hacer una descripción de ellos que les permitiera ignorar el hecho de que la edad y la muerte también les alcanzarían y de que éstas podían llegar en cualquier momento e imprevisiblemente. ¡Una función muy útil! Esto también aseguraba a los viejos un poco de diversión y el recuerdo adicional de su propia mortalidad para que no se olvidaran de que debían apreciar la vida.

Así que sonrió ante la infundada ecuanimidad de los jóvenes.

—Está bien, admitimos esa catástrofe, y los vivos continúan adelante. ¡Siempre adelante! Tejen unas cosas con otras lo mejor que pueden. De modo que, lo que Zhu Isao solía decir y mi viejo camarada Kung Jianguo solía decir, cada vez que una generación aúna fuerzas y se rebela contra el orden establecido para intentar que las cosas sean más justas, está condenada a fracasar en algunos aspectos, pero tiene éxito en otros; en cualquier caso, deja algo a la posteridad, aunque sea únicamente el conocimiento de lo difícil que son las cosas. Lo cual, visto desde la distancia, llega a ser una especie de éxito. Y así la gente sigue adelante.

Una joven aozhani, llegada allí como tantas otras de todo el mundo para estudiar agricultura con los viejos expertos del instituto, dijo:

—Pero como de todas maneras todos nos reencarnamos, ¿es realmente la muerte una catástrofe?

Bao sintió que respiraba profundamente. Como mucha gente educada científicamente, él no creía en la reencarnación. Estaba claro que era sencillamente una historia, algo que provenía de las viejas religiones. Pero aun así, ¿cómo explicar ese sentimiento de soledad cósmica, el sentimiento de haber perdido a sus eternos compañeros? ¿Cómo explicar aquella experiencia en la Puerta del Oro, con su nieta en brazos?

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