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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (91 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Ni hablar —dijo Tahar—. Comparados con los barcos chinos no eran más que dhows. Vamos, Tristán, tú lo sabes.

Tristán se encogió de hombros.

—Tenían diez o quince lenguas distintas, treinta o cuarenta principados, ¿no es cierto? —dijo Naser—. Estaban demasiado divididos para conquistar a nadie.

—Lucharon juntos para tomar Jerusalén —señaló Tristán—. Las disputas internas les daban experiencia. Ellos pensaban que eran el pueblo elegido de Dios.

—Los pueblos primitivos suelen pensar eso.

—Es cierto. —Tristán sonrió, inclinándose para mirar por la ventana hacia la mezquita del barrio—. Como digo yo, ellos eran iguales a nosotros. Si hubieran sobrevivido, habría más gente como nosotros.

—No hay nadie como nosotros —dijo Naser tristemente—. Yo pienso que los francos deben de haber sido muy diferentes.

Tristán volvió a encogerse de hombros.

—Puedes decir lo que quieras acerca de ellos, no tiene importancia. Puedes decir que hubieran sido esclavizados como los africanos, o convertidos en esclavos del resto de nosotros, o que hubieran traído una era dorada, o que hubieran hecho una guerra peor que la Guerra Larga...

La gente negaba con la cabeza al oír aquellas imposibilidades.

—... pero no tiene importancia. Nunca lo sabremos, así que podéis decir lo que queráis. Son nuestros jinns.

—Es gracioso el modo en que los despreciamos —observó Kirana—, y sólo porque han muerto. A un nivel inconsciente parece que eso hubiera sido por su propia culpa. Una debilidad física, o un fallo moral, o una mala costumbre.

—Afrentaron a Dios con su orgullo.

—Eran pálidos porque eran débiles, o viceversa. Muzaffar ha demostrado, que cuanto más oscura es la piel, tanto más fuertes son las personas. Los africanos más negros son los más fuertes de todos, los más pálidos de la Horda de Oro son los más débiles. Hizo pruebas. Los francos eran hereditariamente incompetentes, ésa fue su conclusión. Perdedores en el juego evolutivo de la supervivencia del más apto.

Kirana negó con la cabeza.

—Lo más probable es que sólo fuera una mutación de la peste, tan fuerte que mató a todos sus huéspedes, y por lo tanto ella misma murió. Podría haberle sucedido a cualquiera de nosotros. A los chinos, o a nosotros mismos.

—Pero hay una especie de anemia que es común en todo el Mediterráneo, que pudo haberlos hecho más susceptibles...

—No. Podríamos haber sido nosotros.

—Eso podría haber sido bueno —dijo Tristán—. Ellos creían en un Dios misericordioso; su Cristo era todo amor y misericordia.

—Es difícil llegar a esa conclusión si se recuerda lo que hicieron en Siria.

—O en al-Andalus...

—Eso estaba latente en ellos, listo para salir disparado. Mientras que para nosotros lo que está latente es la jihad.

—Tú dijiste que eran iguales a nosotros.

Tristán sonrió debajo de su bigote.

—Tal vez. Son el espacio en blanco del mapa, las ruinas que están debajo de nuestros pies, el espejo vacío. Las nubes en el cielo que se parecen a tigres.

—Es un ejercicio completamente inútil —reflexionó Kirana—. ¿Y qué habría pasado si esto hubiera ocurrido, si aquello hubiera ocurrido, qué habría pasado si la Horda de Oro hubiera forzado el paso en el corredor Gansu al comienzo de la Guerra Larga, qué habría pasado si los japoneses hubieran atacado China después de recuperar Japón, qué habría pasado si los Ming hubieran conservado su flota tesoro, qué habría pasado si nosotros hubiéramos descubierto y conquistado Yingzhou, qué habría pasado si Alejandro Magno no hubiera muerto joven?, y así hasta el infinito, y todas esas cosas habrían marcado enormes diferencias, y sin embargo siempre es totalmente inútil. Esos historiadores que hablan acerca de utilizar el método contrafactual para fortalecer sus teorías son ridículos. Porque nadie sabe por qué suceden las cosas, ¿lo veis? Cualquier cosa podría ser consecuencia de cualquier otra. Ni siquiera la historia real nos dice algo. Porque no sabemos si la historia es sensible, y una civilización se perdió por el canto de una uña, o si nuestras acciones más significativas son como pétalos en una inundación, o algo entremedio, o ambas cosas a la vez. Simplemente no lo sabemos, y ninguna conjetura nos ayuda a descubrirlo.

—¿Entonces por qué a la gente le gusta tanto hacer conjeturas?

Kirana se encogió de hombros, y le dio una calada a su cigarrillo.

—No son más que historias.

Y de hecho inmediatamente se propusieron más historias, porque a pesar de la inutilidad que se reflejaba en los ojos de Kirana, la gente disfrutaba haciendo conjeturas: qué habría pasado si la perdida flota marroquí de 924 hubiera llegado hasta las islas de Azúcar y regresado; qué habría pasado si el Kerala de Travancore no hubiera conquistado tantas partes de Asia y hubiera desarrollado sus líneas de ferrocarril y su sistema legal; qué habría pasado si no hubiera habido una sola isla de un Nuevo Mundo; qué habría pasado si Birmania hubiera perdido la guerra con Siam...

Kirana no paraba de menear la cabeza.

—Tal vez sería mejor pensar en el futuro.

—¿Tú, una historiadora, dices esto?

—¡Es absolutamente imposible conocer el futuro!

—Bueno, pero para nosotros es como un proyecto que debe ser representado. Desde la Ilustración de Travancore, nuestra noción de futuro es la de algo que construimos. Esta nueva conciencia del tiempo futuro es muy importante. Nos convierte en una hebra en un tapiz que se ha desenrollado durante los siglos anteriores a nosotros, y se seguirá desenrollando durante los siglos posteriores. Estamos a mitad de camino atravesando el telar: ése es el presente, y lo que hacemos dispone la hebra en una dirección peculiar, y en consecuencia cambia el dibujo del tapiz.

Cuando comencemos a tratar de hacer un dibujo que sea agradable para nosotros y para los que vienen después, entonces tal vez podréis decir que nos hemos hecho con la historia.

19

Pero era posible sentarse con gente asi, tener conversaciones como ésa y seguir caminando afuera a la luz de un sol aguado sin nada para comer y sin dinero que sirviera para algo. Budur trabajaba muy duro en la zawiyya, y organizaba clases en persa y en firánjico para las muchachas hambrientas que llegaban y que únicamente hablaban la lengua berberisca o árabe o andalusí o skan-distaní o turco. Por las noches, seguía yendo a los cafés y las cafeterías y, a veces, a los antros del opio. Consiguió trabajo con un organismo del gobierno como traductora de documentos, y siguió estudiando arqueología. Se preocupó cuando Idelba volvió a caer enferma, y pasó mucho tiempo cuidándola. Los médicos decían que Idelba sufría «agotamiento nervioso», algo parecido a la fatiga de batalla de la guerra; pero a Budur le parecía muy evidente que estaba cada día más débil físicamente, dañada por algo que los médicos no podían identificar. Una enfermedad sin causa; a Budur esto le resultaba algo demasiado aterrador. Probablemente se tratara de una causa oculta, pero eso también era algo aterrador.

Se involucró más aún en la administración de la zawiyya, haciéndose cargo de algunas de las tareas que solía hacer Idelba. Había menos tiempo para leer. Además, quería hacer algo más que leer, o incluso algo más que escribir informes: se sentía demasiado ansiosa como para leer, y el mero hecho de leer por encima un número de textos y luego reducirlos a un texto nuevo le parecía una actividad extraña; era como ser un alambique, como destilar ideas. La historia como si fuera un coñac; pero ella quería algo más sustancial.

Mientras tanto, muchas noches seguía saliendo y disfrutando del paisaje de medianoche en el café y en las salas de opio, escuchando el oud de Tristán (ahora eran sólo amigos), a veces en un sueño opiáceo que le permitía pasearse por las salas neblinosas de sus pensamientos sin entrar en realidad en ninguna de ellas. Estaba en lo más profundo de un ensueño acerca de la naturaleza de colisión ibrahámica del curso de la historia, algo como los mismísimos continentes, si los geólogos estaban en lo cierto, que creaban nuevas fusiones, como en Samarcanda, o en la India mogol, o los hodenosauníes enfrentados con China en el oeste y con el islam en el este, o Birmania, sí; todo esto estaba apareciendo cada vez más claro, como trozos diferentes de rocas de colores en el suelo arremolinándose en uno de los elaborados arabescos de Hagia Sophia repetidos hasta el infinito, un efecto común del opio para estar seguros, pero entonces eso era lo que siempre había sido la historia, un dibujo alucinado que creaba acontecimientos fortuitos, así que no había razón alguna para no creer en la iluminación simplemente por eso. La historia como un sueño de opio...

Halali, una compañera de la zawiyya, irrumpió en el café mirando a su alrededor; al verla, Budur supo inmediatamente que algo le había pasado a Idelba. Halali se acercó, su rostro tenía una expresión muy seria.

—Ha empeorado.

Budur la siguió, tropezando bajo el peso del opio, intentando desterrar inmediatamente todos los efectos con el pánico, pero eso sólo consiguió lanzarla cada vez más lejos en distorsiones visuales de toda clase; nunca había visto a Nsara tan desagradable como aquella noche, la lluvia cayendo con fuerza en las calles, garabatos de luz pergeñándose debajo de sus pies, figuras de gente que más parecían ratas nadando...

Idelba ya no estaba en la zawiyya; la habían llevado al hospital más cercano, una inmensa y laberíntica estructura de la época de la guerra que estaba sobre una colina al norte del puerto. Budur llegó hasta allí arriba caminando con dificultad, dentro de la mismísima nube de lluvia; luego el sonido de la lluvia golpeaba el barato techo de lata. La luz era un intenso latido blanco amarillento en el que todos parecían vacíos y muertos, como carne que caminaba, como solían decirles a los hombres que eran enviados al frente durante la guerra.

Idelba no tenía peor aspecto que el resto, pero Budur fue corriendo a su lado.

—Le cuesta mucho respirar —dijo una enfermera, levantando la vista desde su silla.

Budur pensó: esta gente trabaja en el infierno. Estaba muy asustada.

—Escucha —dijo Idelba tranquilamente. Luego a la enfermera—: Por favor, déjanos solas diez minutos. —Cuando la enfermera se hubo marchado, le dijo a Budur en voz baja—: Escucha, si muero, tendrás que ayudar a Piali.

—¡Pero tía Idelba! Tú no vas a morir.

—Tranquilízate. No puedo arriesgarme a escribir esto, tampoco puedo arriesgarme a decírselo a una sola persona, por si algo les ocurre a ellos también. Tienes que conseguir que Piali vaya a Ispahán, para que explique nuestros resultados a Abdol Koroush. También a Ananda, en Travancore. Y a Chen, en China. Todos ellos tienen muchísima influencia en sus respectivos gobiernos. Hanea se ocupará de su parte. Recuérdale a Piali lo que decidimos que era mejor. Pronto, sabes, todos los físicos atómicos entenderán las posibilidades teóricas de la manera de dividir el alactino. La posible aplicación. Si todos saben que la posibilidad existe, habrá una razón para que ellos presionen para hacer que la paz sea algo permanente. Los científicos pueden presionar a sus respectivos gobiernos, dejando bien claro cuál es la situación y tomando el control de la dirección de los campos más importantes de la ciencia. Deben mantener la paz, o si no habrá una avalancha de destrucción. Si se les da la opción, tienen que elegir la paz.

—Sí —dijo Budur, preguntándose si realmente sería así. Su mente estaba tambaleándose ante la perspectiva de semejante responsabilidad, que cargaba ahora. Piali no le caía demasiado bien—. Por favor, tía Idelba, por favor. No te aflijas. Todo saldrá bien.

Idelba asentía con la cabeza.

—Es muy probable.

Aquella noche, se recuperó; más tarde, justo antes del amanecer, justo cuando Budur comenzaba a salir de su delirio de opio, cuando era incapaz de recordar mucho de lo que había pasado durante la noche, una noche que había durado siglos. Pero todavía sabía qué quería Idelba que ella intentara hacer. El amanecer llegó tan oscuro como si hubiera habido un eclipse y allí se hubiera quedado.

Idelba no murió hasta el año siguiente.

Al funeral asistió mucha gente, cientos de personas, de la zawiyya y de la madraza y del instituto, y del monasterio budista, y de la embajada hodenosauní, y del panchayat del barrio y del consejo del estado, y de muchos otros lugares de toda Nsara. Pero ni una sola persona de Turi. Budur estaba de pie, entumecida en una fila de recepción con algunas de las mujeres mayores de la zawiyya, y estrechaba una mano tras otra. Más tarde, durante el triste despertar, Hanea se acercó a ella una vez más.

—Nosotros también la queríamos —dijo con una sonrisa de piedra—. Te aseguramos que cumpliremos las promesas que le hicimos.

Un par de días después, Budur asistió al hospital para leer a los soldados ciegos. Entró en la sala y se sentó mirándolos fijamente en sus sillas y en sus camas, y pensó: Probablemente esto sea un error. Puede que me sienta vacía pero probablemente no lo esté. Les contó acerca de la muerte de su tía, y trató de leerles algo del trabajo de Idelba, pero no era como el de Kirana; incluso las sinopsis eran incomprensibles, y los textos en sí, estudios científicos que hablaban del comportamiento de cosas invisibles y compuestos, en gran parte, de tablas numéricas. Renunció a leer aquellos escritos y cogió otro libro.

—Éste es uno de los libros favoritos de mi tía, una colección de los escritos autobiográficos encontrados de Abu Ali Ibn Sina, uno de los primeros científicos y filósofos, un gran héroe para ella. Por lo que he leído de él, Ibn Sina y mi tía eran parecidos en muchos sentidos. Ambos sentían una gran curiosidad por el mundo. Ibn Sina fue el primero en dominar la geometría de Euclides, luego se propuso entender todo lo demás. Idelba hizo exactamente lo mismo. Cuando Ibn Sina aún era joven cayó en una especie de fiebre de investigación, que se apoderó de él durante casi dos años. Ahora os leeré lo que él mismo dice sobre ese momento de su vida:

Durante esta época, no dormí completamente ni una sola noche, ni durante el día me dediqué a otra cosa que no fuera estudiar. Compilé una serie de archivos para mí, y para cada prueba que examinaba, introduje en los archivos sus premisas silogísticas, su clasificación, y lo que podía deducirse de ellas. Reflexioné acerca de las condiciones que podrían ser aplicadas a sus premisas, hasta haber verificado aquella cuestión para mí mismo en cada caso. Cada vez que me vencía el sueño o que era consciente de mi debilidad, tomaba una copa de vino, para que me volvieran las fuerzas. Y cada vez que el sueño me vencía, solía ver esos mismos problemas en los sueños; lograba aclarar muchas cuestiones durante esas horas. Seguí en esto hasta que todas las ciencias echaron profundas raíces dentro de mí y yo las entendí hasta donde era humanamente posible. Todo lo que aprendí en aquella época es tal como lo sé ahora; hasta hoy, no he agregado nada que tenga demasiada importancia.

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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