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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (90 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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También era cierto que tratar al arte como algo sagrado muchas veces significaba fumar opio o beber láudano para estar preparado para la experiencia; algunos incluso utilizaban los destilados de opio más fuertes desarrollados durante la guerra, fumándolos y hasta inyectándoselos. Los estados de ensueño resultantes hacían de la música de Tristán algo fascinante, según decían los dados a estas prácticas, incluso aquellos que no eran aficionados a las melodías de la civilización perdida; el opio provocaba un profundo ensimismamiento en la superficie sensual del sonido musical, en las armonías de las melodías sencillas, vibrando entre una banda drogada y una audiencia drogada. Si la actuación se combinaba con los aromas de un artista de las fragancias, los resultados podían ser verdaderamente místicos. Algunos eran escépticos con respecto a todo aquello: Kirana dijo una vez:

—Con todo lo que se meten, podrían cantar una sola nota durante una hora entera y olerse los sobacos, y estarían felices como pajarillos.

Tristán mismo solía dirigir las ceremonias de opio antes de la música, por lo que aquellas noches tenían para ellos un cierto aire ritual, como si Tristán fuera una especie de maestro sufí, o un personaje del martirologio de Husain, obras a las que el público del opio también asistía después de cruzar a la tierra de los sueños, para mirar cómo Husain se ponía su propia mortaja antes de ser muerto por Shemr, el público gimiendo, no por el asesinato en el escenario, sino por aquella elección de martirio. En algunos de los países chiítas la persona que interpretaba a Shemr tenía que correr para no ser asesinada después de la actuación, y más de un desafortunado actor había acabado su carrera a manos del público enfurecido. Tristán lo aprobaba totalmente; ésa era la clase de inmersión en el arte que quería que alcanzaran sus audiencias musicales.

Pero únicamente en el mundo profano; era todo por la música, no por Dios; Tristán era más persa que iraní, como decía él a veces, mucho más omariano que cualquier tipo de mulá, o un místico de talento zoroástrico, que montaba rituales en honor a Ahura-Mazda, una especie de culto al sol que en la Nsara brumosa podría venir directamente del corazón. Encauzar cristianos, fumar opio y adorar el sol; hacía toda clase de locuras por su música, incluyendo trabajar durante muchas horas todos los días para que cada nota quedara en la página en el sitio indicado; y sin embargo nada de todo aquello hubiera importado si la música no hubiera sido buena, pero sí lo era, era más que eso; era la música de la vida de todos ellos, la música de Nsara en su época cumbre.

Sin embargo, él hablaba de la teoría que estaba detrás de su música con pequeñas frases y aforismos crípticos que luego se divulgaban como «las últimas de Tristán»; y a menudo se trataba simplemente de un encogimiento de hombros y una sonrisa y una mano que ofrecía una pipa de opio y, sobre todo, de su música. Componía lo que componía, y los intelectuales de la ciudad podían escuchar y después hablar acerca del significado de todo aquello, y muchas veces lo hacían durante toda la noche. Tahar Labid solía hablar infinitamente sobre la música de Tristán, y luego le decía a éste, con una agresividad casi burlona: «Ah, claro, ¿no es acaso Tristán Ahura?» y continuaba sin esperar respuesta, como si hubiera que reírse de Tristán como de un sabio idiota que nunca se dignaba a responder; como si en realidad no supiera qué significaba su música. Pero Tristán sólo sonreía a Tahar, como una esfinge y enigmáticamente debajo del bigote, relajado como si estuviera echado junto a su ventana mirando afuera los húmedos adoquines negros o pinchando a Tahar con una mirada divertida.

—¿Por qué no respondes nunca? —exclamó Tahar una vez.

Tristán frunció los labios y le silbó una respuesta.

—Oh, vamos —dijo Tahar, enrojeciendo—. Di algo para que al menos pensemos que tienes una idea en la cabeza.

Tristán dejó de silbar.

—¡No seas grosero! ¡Por supuesto que no hay una sola idea en mi cabeza!; ¿qué crees que soy?

Entonces Budur se sentó a su lado. Se sentó con él cuando, con un leve movimiento de la barbilla y un fruncimiento de los labios, la invitó a uno de los salones en la parte de atrás del café donde se reunían los fumadores de opio. Había decidido que se uniría a ellos si se le presentaba la oportunidad, para ver cómo era escuchar la música de Tristán bajo aquella influencia; para ver cómo era aquella droga, utilizando la música como la ceremonia que le permitiría superar su miedo al humo típico de Turi.

El salón era pequeño y oscuro. El huqqah, más grande que un narguile, estaba sobre una mesa baja situada en el centro de unos cojines que había en el suelo; Tristán cortó un trozo de una tableta negra de opio y lo puso en el cuenco, lo encendió con un encendedor plateado mientras otro aspiraba. A medida que iba pasando la única boquilla, los fumadores aspiraban de ella, y uno tras otro comenzaban inmediatamente a toser. La tableta negra que había en el cuenco burbujeaba dejando un alquitrán a medida que se iba quemando; el humo era espeso y blanco, y olía como el azúcar. Budur decidió aspirar tan poco que no llegaría a toser, pero cuando le llegó la boquilla e inhaló suavemente, el primer sabor del humo la hizo toser endemoniadamente. Parecía imposible que pudiera afectarle algo que hubiese estado dentro de ella tan poco tiempo.

Luego sintió el efecto. Sintió que la sangre le llenaba primero la piel y después todo el cuerpo. La sangre la llenaba como si fuera un globo, saldría a chorros de no haber sido por la piel caliente que la contenía. Latía con su pulso, y el mundo latía con ella. Todo de alguna manera saltaba hacia adelante dentro sí mismo, al ritmo de los latidos de su corazón. Las superficies de las cosas se arremolinaban con una presión y una tensión centrífugas, se veían como lo que Idelba decía que eran en realidad, paquetes de energía envasada. Budur se puso de pie con los demás y caminó, balanceándose cuidadosamente, atravesando las calles hasta la sala de conciertos del viejo palacio, y entró en un espacio largo y alto como una baraja de naipes puesta de lado. Los músicos entraron en fila y se sentaron, sus instrumentos parecían extrañas armas. Siguiendo las indicaciones de Tristán, expresadas con la mano y con los ojos, comenzaron a tocar. Los cantantes cantaban en la antigua tonalidad pitagórica, pura y almibarada, una sola voz vagando arriba en contrapunto. Luego Tristán con su oud, y los otros músicos de las cuerdas, del bajo al tiple, entraron furtivamente por debajo, destrozando las armonías simples, presentando todo un mundo nuevo, una Asia de sonido, tanto más compleja y oscura —la realidad— filtrándose y, durante el curso de una larga lucha, aplastando al canto sencillo del viejo occidente. Lo que Tristán estaba cantando era la historia de Firanja, pensó Budur de repente, una expresión musical de la historia de este lugar en el que vivían. Los firanjis, los francos, los celtas, los más antiguos allá en la oscuridad del tiempo... Aquellos pueblos arrasados uno tras otro. No era una actuación con aromas, pero había incienso ardiendo delante de los músicos, y a medida que sus canciones se iban tejiendo, los fuertes olores de sándalo y de jazmín llenaron la sala, entraron con el aliento de Budur y cantaron dentro de ella, tocando un complejo rondó con su pulso, igual que en la propia música, que era tan claramente otra manera que tenía el cuerpo para hablar, una lengua que sentía podía entender en el momento en que sucedía, aunque no fuera capaz de articularla ni de recordarla.

El sexo también era un lenguaje como ése; tal como descubriría más tarde, aquella noche, cuando fue con Tristán a su mugriento apartamento y a la cama con él. Su apartamento estaba del otro lado del río en el barrio al sur del muelle, una buhardilla fría y húmeda, un tópico artístico y sucio, según parecía, porque su esposa había muerto casi en el final de la guerra —un accidente en una fábrica, había oído Budur de boca de otros, una cuestión de mal cálculo del tiempo y una máquina rota— pero la cama estaba allí, y las sábanas limpias, lo cual despertó cierta sospecha en Budur; pero después de todo ella había estado mostrando interés por Tristán, así que tal vez fuera simplemente una cuestión de cortesía, o de un amor propio bastante alentador. Él era un amante de ensueño y la tocaba como a un oud, lánguida y apenas burlonamente, de manera que algo refrenaba su pasión, provocaba resistencia y lucha, todo sumándose de alguna manera al erotismo de la experiencia, de un modo que más tarde la consumió, como si se hubiera quedado en ella enganchado —nada que ver con el modo directo y abrasador de Kirana— y Budur se preguntaba qué era lo que Tristán se proponía con ello, pero se dio cuenta también aquella primerísima noche de que no iba a saberlo por las palabras que salieran de la boca de Tristán, puesto que era tan reservado con ella como lo era con Tahar, o casi; así que tendría que conocerlo por lo que podía intuirse a través de la música y sus miradas. Lo cual era por cierto muy revelador de sus estados de ánimo y de su ciclotimia, así como de su carácter (tal vez), el cual a ella le gustaba. Así que durante un tiempo fue a casa con él con bastante frecuencia, haciendo lo necesario para conseguir condones de la clínica de la zawiyya, saliendo por las noches a los cafés y aprovechando la oportunidad cuando se presentaba.

Sin embargo, después de un tiempo comenzó a ser fastidioso intentar tener una conversación con un hombre que sólo cantaba melodías; como intentar vivir con un pájaro. Era como un eco doloroso de aquella distancia de su padre y de la cualidad muda de sus intentos de estudiar el pasado remoto, ambas carentes de palabras. Y a medida que las cosas en la ciudad se iban poniendo más complicadas, y cada semana se agregaba otro cero a los números de los billetes, era cada vez más y más difícil reunir los grandes conjuntos de músicos necesarios para tocar las composiciones que Tristán estaba haciendo en aquel momento. Cuando el panchayat del barrio que se ocupaba del antiguo palacio decidía no prestar la sala para conciertos o cuando los músicos estaban ocupados en sus verdaderos empleos, en clase o en los muelles o en las tiendas vendiendo sombreros e impermeables, entonces Tristán sólo podía rasguear su oud, y acariciar sus lápices con los dedos y tomar interminables notas, en una notación musical india que se decía era más antigua que el sánscrito, aunque Tristán le había confesado a Budur que se había olvidado del sistema durante la guerra, y ahora utilizaba uno de invención propia que había tenido que enseñarles a sus músicos. Sus melodías eran cada vez más malhumoradas, pensaba ella, melodías de un corazón lleno de pesar que lloraba por las pérdidas de la guerra y todas las que habían ocurrido desde entonces y seguían ocurriendo ahora, en el mismísimo momento en que sonaba. Budur las comprendía y seguía viendo a Tristán de vez en cuando, observando los tics nerviosos debajo de su bigote en busca de pistas que le dijeran qué le divertía cuando ella u otros hablaban, observando sus dedos amarillentos mientras sentían las melodías o mientras apuntaban un lamento de mercurio tras otro. Ella escuchó a una cantante y pensó que podría gustarle a Tristán, y lo llevó para que la escuchara; desde luego le gustó, canturreó durante todo el camino a casa, mirando por la ventanilla del tranvía las oscuras calles de la ciudad, donde la gente pasaba corriendo de farol en farol sobre adoquines relucientes, encorvados debajo de sus paraguas o sus sarapes.

—Es como en el bosque —dijo Tristán levantando un poco el bigote —. Arriba en tus montañas, ya sabes, ves sitios en los que las avalanchas han torcido los troncos de los árboles; entonces, cuando la nieve se derrite, los árboles se quedan todos torcidos. —Señaló un grupo de gente que esperaba en una parada de tranvía—. Así estamos ahora.

18

A medida que pasaban los días y las semanas Budur seguía leyendo vorazmente, en la zawiyya, en el instituto, en los parques, en la punta del rompeolas, en el hospital para los soldados ciegos. Mientras tanto llegaban billetes de diez billones de piastras con los inmigrantes desde el Medio Occidente, cuando ellos estaban ya con diez mil millones de dracmas; recientemente un hombre había llenado su casa hasta el techo con dinero y sólo pudo comprar un cerdo. En la zawiyya era cada vez más y más complicado conseguir comida suficiente para alimentar a todas. Cultivaban vegetales sobre el tejado, maldiciendo a las nubes, y se alimentaban con la leche de sus cabras, los huevos de sus gallinas, pepinos en inmensas tinas de vinagre, calabazas cocinadas de todas las maneras imaginables y sopa de patatas, con tanta agua que resultaba más aguada que la leche.

Un día Idelba encontró a las tres espías revolviendo el pequeño armario que había sobre su cama, y logró que las echaran de la casa por ladronas, llamando a la policía del barrio y evitando el tema del espionaje, sin entrar, sin embargo, en el triste tema de qué poco, aparte de sus ideas, tenía ella que valiera la pena ser robado.

—Tendrán problemas —comentó Budur después de que se llevaran a las tres muchachas—. Aunque sus empleadores las saquen de la cárcel.

—Sí —convino Idelba—. Yo iba a dejarlas aquí, como habrás visto.

Pero una vez que habían sido descubiertas, teníamos que actuar como si no supiéramos quiénes eran. Y la verdad es que no podemos permitirnos el lujo de alimentarlas. Así que pueden regresar con quien las envió. Con suerte. —Una expresión adusta; no quería pensar en eso; qué condena les esperaba. Eso no era su problema. Ella se había endurecido en los escasos dos años pasados desde que había traído a Budur a Nsara, o al menos eso era lo que le parecía a Budur—. No es solamente mi trabajo —explicó, al ver la expresión de Budur—. Eso sigue latente. Son los problemas que tenemos ahora. No será necesario que vuele nada si antes todos nos morimos de hambre. La guerra terminó mal, todo se reduce a eso. Quiero decir no solamente para nosotros, los vencidos, sino para todos. Las cosas están tan desequilibradas, que todo podría venirse abajo. Así que todos tenemos que aunar fuerzas. Y si alguna gente no lo hace, entonces no sé...

—Mientras trabajas en la música de los francos —le dijo Budur a Tristán una tarde en el café—, ¿piensas alguna vez en cómo eran ellos?

—Pues sí —respondió él, satisfecho con la pregunta—. Continuamente. Pienso que eran iguales a nosotros. Eran luchadores. Tenían monasterios y madrazas y máquinas que funcionaban con la fuerza del agua. Sus barcos eran pequeños, pero podían navegar contra el viento.

Podrían haber controlado los mares antes que nadie.

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