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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (70 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Llegaron a una amplia terraza en la que estaba atada la cesta voladora. Su inmensa bolsa de seda ya estaba llena de aire caliente, y estirada daba bruscos tirones en las cuerdas que la amarraban al suelo. La cesta de mimbre de bambú tenía el tamaño de un carruaje o un pequeño pabellón; el cordaje que la conectaba a la parte inferior de la bolsa de seda era una red de hilos, a cual más delgado, pero claramente resistentes en conjunto. La seda de la bolsa era diáfana. Un brasero cerrado con fuego de carbón, con un fuelle de mano pegado a un lado, estaba atornillado a un marco de bambú fijado debajo de la bolsa, justo a la altura de la cabeza cuando pasaron por una puerta para entrar en la cesta.

El Kerala, la cantante, Bhakta e Ismail se apiñaron dentro y se situaron en las esquinas. Pyidaungsu se asomó y dijo:

—Ay, parece que no hay lugar para mí, si entro seremos demasiados y estaremos incómodos; subiré la próxima vez, aunque me apena haber perdido la oportunidad.

Las cuerdas fueron soltadas por el piloto y los pasajeros; sólo quedó un único cordel. Casi no había viento, y el vuelo, le dijeron a Ismael, iba a ser controlado. Iban a elevarse como una cometa, explicó el piloto, y cuando completaran casi toda la extensión del cordel, cerrarían la estufa y se estabilizarían en ese punto preciso como cualquier otra cometa, a unas mil manos sobre el paisaje. La habitual brisa vespertina procedente del mar se encargaría de que flotaran tierra adentro, si la cuerda llegaba a romperse.

Y subieron.

—Es como el carro de Arjuna —les dijo el Kerala, y todos asintieron con la cabeza, los ojos brillantes por la emoción. La cantante era hermosa, el recuerdo de cuando había cantado los envolvía como una canción en el aire que los rodeaba; y el Kerala aún más hermoso; y Bhakta la más hermosa de todos. El piloto bombeó el fuelle una o dos veces.

Desde el aire el mundo demostró tener aspecto de llanura. Se extendía a una tremenda distancia hacia el horizonte: verdes colinas hacia el noreste y hacia el sur, y hacia el oeste el liso plato azul del mar; la luz del sol brillaba sobre él como el oro sobre la cerámica azul. Las cosas allí abajo eran pequeñas pero podían verse claramente. Los árboles eran como manojos de lana verde. Parecía que los paisajes pintados en unas miniaturas persas hubieran sido diseminados en el espacio bajo sus pies, magníficamente distribuidos. Los campos de arroz estaban bordeados y rodeados por sinuosas filas de palmeras, y detrás de ellas había huertos de pequeños árboles, plantados en hileras, formando lo que parecía la trama de una tela, extendiéndose hasta las oscuras colinas del este.

—¿Qué árboles son ésos? —preguntó Ismail.

El Kerala contestó, puesto que, como quedó claro, él mismo había dirigido el establecimiento de muchos de los huertos que se podían ver.

—Esos huertos forman parte de las tierras de la ciudad, de ahí proceden los aceites esenciales que cambiamos por las mercancías que llegan de otros países. Has olido algunos de ellos en el camino hasta la cesta. Vetiver, costo, valeriana y angélica, arbustos como keruda, lotes, kadam, parijat y reina de la noche. Hierbas como citronela, hierba luisa, jengibre y palmarrosa. Flores, como podéis ver, incluyendo tuberosas, campacanes, rosas, jazmines, franchipán. Hierbas como menta, menta verde, pachulí, artemisa. Luego allí, atrás en los bosques, ésos son huertos de sándalo. Todos estos árboles son reproducidos, plantados, cultivados, cosechados, procesados y embotellados o empaquetados para el comercio con África, Firanja, China y el Nuevo Mundo, donde antiguamente no tenían fragancias ni sustancias curadoras ni nada tan poderoso, y por lo tanto están sumamente sorprendidos, y las desean mucho. He enviado gente para que registre todo el planeta y encuentre más hierbas de distintas clases, para ver qué podría plantarse aquí. Las que prosperan son cultivadas, y sus aceites se venden en todo el mundo. Hay tanta demanda de ellos que es difícil satisfacerla, y el oro entra sin parar en Travancore mientras sus maravillosas fragancias perfuman toda la Tierra.

La cesta giró cuando la cuerda interrumpió el ascenso, y a sus pies se reveló el corazón del reino, la ciudad de Travancore tal como la veían los pájaros, o Dios. La tierra junto a la bahía estaba cubierta de tejados, árboles, caminos, muelles, todos pequeños como los juguetes de una princesa, sin extenderse tanto como Constantinopla pero, aun así, bastante grande. Todo estaba salpicado por un verdadero jardín botánico de verdes árboles, apenas desplazados por las construcciones y los caminos. Sólo en la zona de los muelles se veían más tejados que árboles.

Sobre sus cabezas flotaba un tapiz de nubes que se movía tierra adentro arrastrado por el viento. Desde el mar, una gran hilera de altas nubes de mármol navegaba hacia ellos.

—Tendremos que bajar dentro de poco —le dijo el Kerala al piloto.

Éste asintió con la cabeza y revisó la estufa.

Una bandada de buitres se detuvo junto a ellos con curiosidad, y el piloto les gritó, luego sacó una arma de caza de una bolsa que guardaba en la cesta. Él nunca lo había visto, dijo, pero había oído decir de una bandada de pájaros que había picoteado una bolsa hasta hacerla caer. Halcones, celosos de su territorio, aparentemente; probablemente los buitres no serían tan audaces; pero no sería algo muy agradable como sorpresa.

El Kerala se rió, miró a Ismail e hizo un gesto señalando los coloridos y fragantes campos.

—Éste es el mundo que queremos que tú nos ayudes a construir —dijo —. Saldremos al mundo y plantaremos jardines y huertos hasta el horizonte, construiremos caminos que atraviesen las montañas y los desiertos, y llenaremos las montañas de terrazas y regaremos los desiertos hasta que haya jardines por todas partes y abundancia para todos, y ya no habrá más imperios ni reinos, ni califas, ni sultanes, ni emires, ni kanes, ni terratenientes, ni reyes ni reinas ni príncipes, ni qadis ni mulás ni ulemas, se acabarán la esclavitud y la usura, la propiedad y los impuestos, los ricos y los pobres; se acabarán las matanzas, las mutilaciones, las torturas, las ejecuciones; no habrá más carceleros ni presos; basta de generales, soldados, ejércitos y armadas, no más patriarcado, no más clanes, no más castas, no más hambre, no más sufrimientos de los que la vida nos trae por haber nacido y tener que morir. Entonces veremos de verdad y por primera vez qué clase de criaturas somos.

La Montaña del Oro

En el año duodécimo del emperador Xianfeng, las lluvias inundaron la Montaña del Oro. Empezó a llover en el tercer mes del otoño, el comienzo habitual de la temporada de lluvias en esa parte de la costa de Yingzhou, pero ya no paró hasta el segundo mes de la primavera siguiente. Llovió todos los días durante medio año, generalmente una lluvia constante, que calaba hasta los huesos, como si se tratara del trópico. Antes de que hubiera pasado la mitad de aquel invierno, todo el gran valle central de la Montaña del Oro se había inundado en mayor o menor medida varias veces y se había formado un lago poco profundo de 1 500 lis de largo y 300 de ancho. El agua corría de color marrón entre las colinas verdes que bordeaban el delta, hasta desembocar en la gran bahía y salir por la Puerta del Oro, manchando el mar de lodo hasta las islas Peng-lai. La corriente era fortísima, sin embargo no alcanzaba para vaciar el gran valle. Las granjas y las aldeas y los pueblos chinos que estaban en el fondo plano del valle fueron cubiertos hasta los tejados, y toda la población del valle tuvo que irse en busca de tierras más altas, en la cordillera de la costa o en las estribaciones de la Montaña del Oro o, en su mayoría, en la ciudad, la legendaria Fangzhang. Los que vivían en el lado oriental del valle central tendieron a trasladarse a las faldas de la montaña, subiendo por las vías y las carreteras que atravesaban huertos de manzanos y viñedos, desde donde podían verse los hondos cañones que cortaban las mesetas. Allí estaba la enorme población japonesa del lugar.

Muchos de estos japoneses habían venido en la diáspora, después de que los ejércitos chinos conquistaran Japón, en la dinastía Yung Cheng, ciento veinte años antes. Ellos fueron los primeros que comenzaron a cultivar arroz en el valle central; pero después de apenas una o dos generaciones, la inmigración china llenó el valle como ahora lo hacía el agua, y muchos de los japoneses nisei y sansei buscaron tierras más altas para cultivar uvas y manzanas, incluso podrían encontrar oro. Allí se encontraron con un buen número de los más viejos, ocultos en cuevas y luchando para sobrevivir a una epidemia de malaria que recientemente había matado a la mayoría. Los japoneses se llevaron bien con los supervivientes, y con los otros más viejos que venían del este, y juntos se opusieron a las incursiones chinas de todas las maneras posibles, al borde de la insurrección; puesto que en la Montaña del Oro había altos y desolados desiertos alcalinos, donde nada podía vivir. Estaban arrinconados entre la espada y la pared.

Así que la llegada de tantas familias de refugiados chinos expertos en la agricultura no fue un acontecimiento muy feliz para los que ya estaban allí. Aquellas tierras estaban compuestas de mesetas que subían un poco en la montaña y eran atravesadas por desfiladeros muy profundos, escabrosos y densamente boscosos. Estos desfiladeros llenos de manzanita eran impenetrables para las autoridades chinas, y ocultos en ellos había muchas familias japonesas, muchas de ellas cribando la tierra en busca de oro o trabajando en pequeñas excavaciones. Las campañas chinas para la construcción de caminos se limitaban en su mayoría a las mesetas, y los desfiladeros habían quedado en gran parte en manos de los japoneses, a pesar de la presencia de prospectores chinos: un reducto Hokkaido en China, metido entre el valle chino y el gran desierto de los nativos. Ahora este mundo se estaba llenando de cultivadores chinos de arroz.

A ninguno de los grupos le gustaba la situación. Para entonces las malas relaciones entre los chinos y los japoneses eran tan naturales como entre perros y gatos. Los japoneses de los desfiladeros intentaban ignorar los campamentos de refugiados que los chinos instalaban junto a las estaciones de ferrocarril; los chinos intentaban ignorar las granjas de los japoneses a las que invadían. El arroz comenzó a escasear, la paciencia a perderse, y las autoridades chinas enviaron tropas a la zona para mantener el orden. La lluvia seguía cayendo.

Un grupo de chinos escapó de la inundación por uno de los caminos paralelos al río de la Trucha Arco Iris. Más allá de la margen norte del río había huertos de manzanos y pasturas de ganado, que pertenecían principalmente a los chinos de Fangzhang, aunque eran trabajados por japoneses. Este grupo de chinos acampó en uno de los huertos, e hizo lo que pudo para construir una protección contra la lluvia que seguía cayendo, día tras día tras día. Levantaron una construcción de palos techada con tejas planas de madera que parecía un granero, con un hogar en el fondo, y cuyas paredes eran meras sábanas; la protección era escasa, pero aquello era mejor que nada. Durante el día, los hombres bajaban al desfiladero para pescar en el torrente, y otros iban al bosque para cazar ciervos, matando a un gran número de estos animales y secando su carne.

La matriarca de una de estas familias, de nombre Yao Je, estaba frenética porque había tenido que dejar los gusanos de seda en su granja, en cajas escondidas entre las tejas de su hilandería. Su esposo pensaba que no podía hacerse nada al respecto, pero la familia contrató a un niño criado japonés llamado Kiyoaki, quien se ofreció para regresar al valle, coger la canoa de remo el primer día de calma y recuperar los gusanos de seda. Al amo no le gustó demasiado la propuesta, pero su señora la aprobó, porque quería recuperar los gusanos de seda. Así que una mañana lluviosa, Kiyoaki partió para hacer el intento de regresar a la granja inundada de aquella familia, si es que podía.

Encontró la canoa de la familia Yao aún amarrada al mismo roble donde la habían dejado. Desató la amarra y remó hasta donde había estado el arrozal del este de la granja, cerca del recinto. Un viento del oeste alzaba altas olas que lo empujaban hacia el este. Cuando llegó al inundado recinto de los Yao, tenía las palmas de las manos llenas de ampollas, arrimó la canoa al muro exterior y la amarró al techo de la hilandería, la construcción más alta de la granja. Subió al tejado por una ventana lateral y encontró las hojas de papel húmedo cubiertas de huevos de gusano de seda, en las cajas llenas de piedrecillas, hojas de mora, estiércol y paja. Recogió todo y lo metió en una bolsa de hule que bajó por la ventana hasta la canoa; se sentía satisfecho.

Ahora, la lluvia castigaba el paisaje de la inundación; Kiyoaki pensó en pasar la noche en el ático de la casa de los Yao. Pero el vacío de aquel lugar lo asustó y, sencillamente por esa razón, decidió regresar. El hule protegería los huevos, y él llevaba húmedo tanto tiempo que ya se había acostumbrado. Era como una rana que entraba y salía de su estanque dando saltitos, a él le daba lo mismo. Así que se embarcó en la canoa y comenzó a remar.

Pero ahora, perversamente, el viento había virado al este, y las olas eran muy altas. Le dolían las manos; de vez en cuando la canoa pasaba rozando cosas hundidas: la copa de un árbol, postes telegráficos, tal vez otras cosas, estaba demasiado inquieto como para ponerse a mirar. ¡La mano de un muerto! No podía ver demasiado lejos debido a la creciente penumbra y, a medida que la noche iba cayendo, perdió el rumbo. La canoa llevaba un encerado enrollado en la proa; él lo estiró sobre la borda, lo ató a los lados y se refugió debajo de él dejándose llevar por la corriente, tendido en el fondo de la embarcación, y sacando de vez en cuando agua con una lata. Tenía agua pero no se hundiría. Dejó que la canoa chapoteara sobre las olas y finalmente se quedó dormido.

Durante la noche despertó varias veces, pero después de sacar agua con la lata siempre se obligaba a dormir otra vez. El bote daba vueltas y se balanceaba, pero las olas nunca rompían sobre él. Si lo hicieran, la canoa se hundiría y él se ahogaría, pero intentó no pensar en eso.

El amanecer dejó claro que había derivado hacia el oeste en lugar del este. Estaba lejos en medio del mar interior en el que se había convertido el valle. Un grupo de robles marcaba una pequeña isla que aún se mantenía por encima de la inundación, y él remó hacia allí.

Debido a que estaba remando de espaldas a la isla, no la vio hasta que la proa golpeó con fuerza contra ella. Inmediatamente descubrió que estaba cubierta por una enorme cantidad de arañas, bichos, serpientes, ardillas, topos, ratas, ratones, mapaches y zorros, que, sin perder tiempo, saltaron sobre el bote al mismo tiempo, como si se tratara de una nueva tierra de salvación. Él también formaba parte de esa tierra y vio con desesperación que cientos de alimañas lo cubrían a pesar de que manoteaba frenéticamente, cuando una muchacha y un bebé saltaron a bordo como un animal más. La muchacha empujó la canoa para alejarla del árbol contra el que Kiyoaki había chocado.

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