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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (69 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Es muy poco lo que sé de eso —dijo Ismail—. Soy un anatomista, intento conocer las estructuras del cuerpo.

—Pero todos los avances en el conocimiento del cuerpo nos ayudan en lo que el Kerala quiere saber.

—Bueno, en teoría tal vez. Con el tiempo.

—¿Pero no podrías examinar los procedimientos del ejército para encontrar algunos aspectos que igual contribuyan a la propagación de las enfermedades?

—Quizá —dijo Ismail—. Aunque algunos aspectos no pueden ser modificados, como el hecho de viajar juntos, de dormir juntos.

—Sí, pero la manera en que se hacen esas cosas...

—Posiblemente. Es posible que algunas enfermedades sean transmitidas por criaturas que la vista del hombre no alcanza a ver...

—¿Las criaturas que se ven en los microscopios?

—Sí, o más pequeñas. La exposición a una cantidad muy pequeña de estas criaturas, o a algunas que se han matado previamente, parece proporcionar a la gente cierta resistencia en posteriores exposiciones, como sucede con los que sobreviven a la viruela.

—Sí, la variolización. Las tropas ya están tratadas con costras de viruela.

Ismail se sorprendió al escuchar aquello, y el oficial se dio cuenta.

—Estamos intentándolo todo —dijo con una carcajada—. El Kerala cree que todos los hábitos tienen que ser examinados nuevamente, sin prejuicios para cambiarlos y mejorarlos todo lo posible. Los hábitos de comida, los de baño, los sanitarios; él empezó como oficial de artillería cuando era muy joven y aprendió el valor de los procedimientos regulares.

Propuso que el ánima de los cañones se trabajara mecánicamente en lugar de ser fundida, puesto que los moldes de fundición nunca pueden hacerse con verdadera precisión. Con un ánima trabajada con precisión se consiguen cañones más ligeros y más poderosos y, por lo tanto, más precisos. El Kerala puso a prueba todas estas cosas y redujo el empleo de la artillería a una serie de movimientos determinados, como una danza, casi lo mismo para los cañones de todos los tamaños, haciéndolos capaces de un despliegue tan rápido como el de la infantería, casi tan rápido como el de la caballería. Y pueden trasladarse fácilmente en barcos. Los resultados han sido prodigiosos, como podrás ver —dijo señalando con satisfacción el ambiente que los rodeaba.

—Tú eras un oficial de artillería, supongo.

El hombre se rió.

—Sí, así es.

—Así que ahora disfrutas con esta celebración.

—Sí; también hay otras razones para esta reunión. Los banqueros, los constructores de barcos. Pero todos ellos cabalgan sobre el lomo de la artillería, no sé si me entiendes.

—Y los médicos no.

—No. ¡Pero ojalá fuera así! Dime otra vez si ves alguna parte de la vida militar a la que deba hacérsela más saludable.

—¿Prohibir el contacto con prostitutas?

El hombre volvió a reírse.

—Bueno, para muchas de ellas, ésa es una actividad religiosa, tienes que entenderlo. Las bailarinas del templo son importantes en muchas ceremonias.

—Ah. Bueno. Entonces, la higiene. Los animálculos pasan de cuerpo en cuerpo por medio del polvo, en el tacto, en la comida o en el agua y la respiración. Pueden reducirse las infecciones si se hierven los instrumentos quirúrgicos. Y también se puede reducir la propagación de las infecciones si los médicos y las enfermeras y los pacientes usan máscaras.

El oficial parecía satisfecho.

—La limpieza es una virtud de la pureza de casta. El Kerala no aprueba las castas, pero la limpieza podría llegar a ser una prioridad importante.

—Parece ser que el calor mata a los animálculos. Los utensilios de cocina, las ollas y las cazuelas, el agua que se bebe; todo puede ser hervido.

No es muy práctico, supongo.

—No, pero es posible. ¿Qué otros métodos pueden aplicarse?

—Algunas hierbas, tal vez, y cosas que resulten venenosas para los animálculos pero no para la gente. Pero nadie sabe si esas cosas existen o no.

—Pero pueden hacerse pruebas.

—Posiblemente.

—Con envenenadores, por ejemplo.

—Ya se ha hecho.

—Oh, el Kerala se pondrá contento. ¡Cómo le gustan las pruebas, los registros y los números de los matemáticos que demuestren que las opiniones de los médicos son verdaderas cuando se aplican al ejército como si fuera un gran cuerpo! Querrá hablar contigo nuevamente.

—Le diré todo lo que pueda —dijo Ismail.

El oficial le estrechó la mano y la sostuvo entre las suyas.

—Dentro de poco tiempo te reunirás una vez con el Kerala. Mira, veo que los músicos ya están aquí. Me gusta escucharlos desde la terraza.

Ismail lo siguió durante un rato como en un remolino; más tarde, uno de los ayudantes de la abadesa lo cogió y lo condujo junto al grupo reunido por el Kerala para escuchar el concierto.

Las cantantes estaban vestidas con hermosos saris, los músicos llevaban chaquetas de seda de diferentes colores y texturas, principalmente de un azul cielo brillante y de un rojo sangre anaranjado. Los músicos comenzaron a tocar; los tambores marcaban el ritmo con las tablas, y otros tocaban altos instrumentos de cuerdas, como laúdes de largos mástiles, que a Ismail le recordaban Constantinopla, toda la ciudad respondiendo ante la llamada de aquellos instrumentos tan parecidos al laúd.

Una de las cantantes dio un paso adelante y cantó en una lengua extranjera, las notas se deslizaban por los tonos sin detenerse en ningún sitio, siempre arqueándose en tonalidades desconocidas para Ismail, sin tonos ni semitonos que subieran o bajaran rápidamente, como en el canto de algunos pájaros. Las que acompañaban a la cantante bailaban detrás de ella, moviéndose menos cuando ella llegaba a los tonos más tranquilos, pero siempre en movimiento, las manos extendidas con las palmas hacia afuera, hablando en el idioma de la danza.

Ahora los dos tambores cambiaron a un ritmo complejo pero constante, que se entretejía como una trenza con el canto. Ismail cerró los ojos; nunca había oído una música semejante. Las melodías se superponían y seguían interminablemente. El público se balanceaba siguiendo el ritmo, los soldados bailaban en su lugar, todos moviéndose alrededor del centro inmóvil del Kerala, y hasta él se bamboneaba en el sitio, siguiendo el ritmo. Cuando los tambores entraron en un frenesí final para marcar el final de la pieza, los soldados vitorearon y gritaron con entusiasmo y saltaron en el aire. Las cantantes y los músicos hicieron prolongadas reverencias, sonriendo, y se acercaron para recibir las felicitaciones del Kerala. El conversó un rato con la cantante solista, como si ella fuera una vieja amiga. Ismail se descubrió a sí mismo en medio de algo así como una hilera de recepción formada por la abadesa, y saludó con la cabeza a los sudorosos intérpretes uno por uno a medida que iban pasando. Eran jóvenes. Muchos perfumes diferentes llenaban las fosas nasales de Ismail: jazmín, naranja, espuma de mar, y el pecho se le hinchaba con cada inhalación. El olor del mar llegó con más fuerza arrastrado por la brisa, esta vez desde el propio mar. El mar estaba allí afuera, verde y azul, como un camino que conduce a todas partes.

La fiesta comenzó a girar otra vez alrededor del jardín, formando dibujos determinados por el lento progreso del Kerala. Ismail fue presentado a un grupo de cuatro banqueros, dos sijs y dos de Travancore, y los oyó mientras discutían, en persa para ser amables con él, la complicada situación en la India y alrededor del océano Índico y en el mundo en general. Las ciudades y los puertos se enfrentaban, nuevas ciudades se construían en desembocaduras de ríos hasta entonces deshabitadas, las lealtades de la gente de los pueblos comenzaban a cambiar, los esclavistas musulmanes del oeste de África, el oro en el sur de África, el oro en Inca, la isla al oeste de África; todas eran cosas que habían estado sucediendo desde hacía años, pero por alguna razón ahora era diferente. La caída de los antiguos imperios musulmanes, la rápida y amplia expansión de nuevas máquinas, nuevos estados, nuevas religiones, nuevos continentes, y todo emanaba de Travancore, como si la lucha violenta dentro de la India fuera un cambio que repercutiera hacia fuera en olas que inundan el resto del mundo y vuelven a encontrarse con las que regresan.

Bhakta presentó otro hombre a Ismail, y los dos se saludaron con la cabeza, inclinándose brevemente. El nombre del presentado era Wasco, y era del Nuevo Mundo, la gran isla al oeste de Firanja, a la cual los chinos llamaban Yingzhou. Wasco la identificaba como Hodenosauniga.

—... que significa territorios de los pueblos de la Casa Larga —dijo en un persa aceptable.

Él era quien representaba a la Liga hodenosauní, explicó Bhakta. Parecía siberiano o mongol, o un machú que no se afeitaba la cabeza. Alto, de nariz aguileña, llamaba la atención, incluso allí a pesar de la intensa luz solar que irradiaba el propio Kerala; parecía como si esas islas aisladas del otro lado del mundo hubieran producido una raza más enérgica y saludable. Sin duda había sido enviado por su gente precisamente por esa razón.

Bhakta los dejó, e Ismail dijo con cortesía:

—Yo soy de Constantinopla. ¿Vuestra gente tiene música como la que oímos hace un momento?

Wasco se lo pensó.

—Bueno... nosotros cantamos y bailamos, pero lo hacemos todos juntos y al mismo tiempo, informalmente y sin preparación previa, si sabes a qué me refiero. El sonido de los tambores aquí fue mucho más fluido y complicado. Un sonido compacto. Me ha parecido fascinante. Me gustaría escuchar más, para ver si he oído lo que he oído. —Agitó una mano de una manera que Ismail no comprendió; tal vez fuera asombro por el virtuosismo de los músicos.

—Tocan espléndidamente —dijo Ismail—. Nosotros también tenemos tambores, pero estos músicos han llevado el toque de tambor a un nivel más elevado.

—Es cierto.

—¿Qué hay de las ciudades, de los barcos, todo eso? ¿Hay en vuestra tierra un puerto como éste? —preguntó Ismail.

La expresión de sorpresa de Wasco se parecía a la de cualquier otra persona, lo cual, pensó Ismail, era totalmente lógico, puesto que era posible ver la misma expresión en el rostro de un bebé. De hecho, con su fluido dominio del persa, a Ismail le parecía impresionante la rapidez con que comprendía todo, a pesar de su exótico origen.

—No. En mi tierra no nos reunimos en tanta cantidad. Creo que en esta bahía vive más gente que en todo mi país.

Ahora era Ismail el sorprendido.

—¿Tan pocos sois?

—Sí. Aunque creo que aquí hay mucha gente. Pero nosotros vivimos en un gran bosque, sumamente espeso y denso. Los ríos conforman los mejores caminos. Hasta que vosotros llegasteis, nosotros cazábamos y teníamos algunos cultivos, sólo hacíamos lo que necesitábamos, no teníamos metales ni barcos. Los musulmanes los trajeron a nuestra costa oriental, y levantaron fuertes en algunos puertos, particularmente en la desembocadura del río del Este y en Isla Larga. Al principio no eran muchos, y nosotros aprendimos muchas cosas de ellos que pusimos en práctica en nuestro beneficio. Pero hemos sido atacados por enfermedades que no conocíamos, y muchos de los nuestros han muerto; al mismo tiempo que llegaron muchos más musulmanes, que traían esclavos de África para que les ayudaran. Pero nuestra tierra es muy grande, y la costa donde se concentran los musulmanes no es una tierra muy buena. Así que comerciamos con ellos, y aún mejor, con los barcos de aquí, cuando llegaron los de Travancore. Nos pusimos muy contentos al ver estos barcos, sinceramente, porque estábamos preocupados por los musulmanes firanji. Aún lo estamos. Tienen muchos cañones, y van a donde quieren, y nos dicen que no conocemos a Alá, y que deberíamos rezarle a su dios, y cosas por el estilo. Así que nos gustó ver la llegada de otra gente, en buenos barcos. Gente que no era musulmana.

—Los de Travancore que están allí, ¿han atacado a los musulmanes?

—Todavía no. Desembarcaron en la desembocadura del río Mississippi, un gran río. Puede ser que finalmente terminen atacándose unos a otros. Los dos están muy bien armados, y nosotros no, aún no. — Miró a Ismail a los ojos y sonrió alegremente—. Debo recordar que tú también eres musulmán, sin duda.

—Yo respeto la opción de cada uno —dijo Ismail—. El islamismo te permite elegir.

—Sí, eso decían ellos. Pero aquí en Travancore se puede ver cuando eso es de verdad así. Sijs, hindúes, africanos, japoneses; aquí están todos. Al Kerala parece no importarle. O le gusta.

—Los hindúes absorben todo lo que tocan, dicen.

—A mí eso me parece bien —dijo Wasco—. O en cualquier caso, es preferible a que a uno le impongan a Alá a punta de pistola. Ahora estamos construyendo nuestros propios barcos en unos grandes lagos, y pronto podremos llegar hasta vosotros bordeando África. Bueno, sabemos que el Kerala tiene intención de cavar un canal en el desierto de Sinaí, para conectar el Mediterráneo con el mar Rojo; así tendremos un acceso más directo a vosotros. Intentará conquistar todo Egipto para poder hacerlo. Bueno, hay mucho de que hablar, hay muchas decisiones que tomar. A mi liga le gustan mucho las ligas.

Luego llegó Bhakta y se llevó nuevamente a Ismail.

—Tienes el honor de haber sido invitado a unirte al Kerala en uno de los carros del cielo.

—¿Las bolsas flotantes?

Bhakta sonrió.

—Sí.

—Vaya, qué alegría.

Siguiendo a la abadesa coja, Ismail pasó por varias terrazas, cada una de ellas con un aroma propio que la perfumaba: nuez moscada, lima, canela, menta, rosa, subiendo cada vez más por estrechas escaleras de piedra, sintiendo a medida que avanzaba como si subiera a un reino superior, donde tanto los sentidos como las emociones ganaban profundidad; sintió en el cuerpo un leve terror según las fragancias lo iban llevando a estados cada vez más elevados.

La cabeza le daba vueltas. Él no temía a la muerte, pero a su cuerpo no le gustaba la idea de lo que pudiera ocurrirle al llegar ese momento final. Alcanzó a la abadesa y caminó a su lado, para estabilizarse con la calma de la mujer. Por la forma en que subía la escalera se dio cuenta de que ella siempre sentía dolor. Sin embargo nunca hablaba de ello. Ahora volvía la vista atrás y miraba el océano, recobraba el aliento y posaba una mano anudada sobre el brazo de Ismail, y le decía lo contenta que estaba de que él estuviera allí entre ellos, cuánto podrían lograr juntos trabajando bajo la dirección del Kerala, quien estaba creando el espacio necesario para el surgimiento de la grandeza. Ellos iban a cambiar el mundo. Mientras ella hablaba, Ismail se mareaba otra vez con las fragancias que llenaban el aire, parecía que veía las cosas que estaban por venir, al Kerala reenviando gente y cosas de todo el mundo a medida que iba conquistando un sitio tras otro, reenviando al monasterio libros, mapas, instrumentos, medicinas, herramientas, gente con enfermedades insólitas o nuevas técnicas, desde el norte de los Urales y el este del Pamir, desde Birmania, Siam, la península malaya, Sumatra y Java, desde la costa oriental de África. Ismail vio a un médico brujo de Madagascar enseñándole las alas casi transparentes de una especie de murciélago, que permitían un exhaustivo reconocimiento de venas y arterias con vida, momento en el cual él le ofrecería al Kerala una detallada descripción de la circulación de la sangre, y el Kerala estaría muy satisfecho con aquello; después Ismail vio a un médico sumatrino chino que le enseñaba lo que querían decir los chinos con qi y con shen, que resultaba ser lo que Ismail siempre había llamado linfa, producida por unas pequeñas glándulas debajo de los brazos, que podían ser afectadas con cataplasmas de hierbas hervidas y drogas, como siempre habían asegurado los chinos, y luego vio a un grupo de monjes budistas organizando gráficos de diferentes elementos en diferentes familias, según las propiedades químicas y físicas, todos ellos dispuestos en un hermoso mandala, tema de interminables discusiones en salas de lectura, en talleres, en fundiciones y en hospitales, todos explorando aunque no navegaran por el mundo, aunque nunca abandonaran Travancore, todos ansiosos por tener algo interesante que contar al Kerala la próxima vez que fuera a visitarlos. No tanto porque el Kerala fuera a recompensarlos, aunque así sería, sino porque se pondría muy contento con la nueva información. Había una expresión en su rostro que todos ansiaban ver, y ésa era toda la historia de Travancore, eso mismo.

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