Te cansas pronto de leer. Nunca sabes si entristecerte o alegrarte de que estos papeles, estas mudas voces de hombres de otros tiempos, sobrevivan a las muertes de los hombres de tu tiempo. ¿Para qué conservas los escritos? Nadie los leerá porque ya no habrá nadie para leer, escribir, amar, soñar, herir, desear. Todo lo escrito ha de sobrevivir intocado porque no habrá manos para destruirlo. ¿Es preferible esta segura desolación al incierto riesgo de escribir para ver lo escrito prohibido, destruido, quemado en grandes piras mientras las masas uniformadas gritan muerte a Homero, muerte a Dante, muerte a Shakespeare, muerte a Cervantes, muerte a Kafka, muerte a Neruda? Tu vista está cansada. No hay manera de conseguir unos anteojos.
Tu cuerpo está fatigado. Si sólo pudieras mirarte en un espejo y saber que te verás a ti mismo, no a otros hombres, otras mujeres, otros niños, inmóviles o agitados, repitiendo siempre las mismas escenas en el teatro de los espejos. Has perdido las cuentas. Desconoces tu edad. Te sientes muy viejo. Pero lo que ves de ti mismo cuando te desnudas —tu pecho, tu vientre, tu sexo, tus piernas, tu mano y tu brazo únicos— son jóvenes. No recuerdas ya cómo eran el brazo y la mano mutilados que perdiste en la batalla.
Luego reinicias el recorrido del apartamento. Lo tocas todo. El guante seboso, con las secas puntas de los dedos recortados. Los anillos de piedra roja y de hueso. El cimborio lleno de muelas. Las viejas cajas guarnecidas con torzales de oro y llenas de cabezas cortadas, canillas, manos momificadas. Un día, riendo oscuramente, uniste tu muñón a dos de esas reliquias: un brazo y una mano ajenas. Después sentiste náuseas. Lo conoces todo tan bien. Puedes tocar y describir todos los objetos a ciegas. Hay días en que te entretienes haciéndolo, poniendo a prueba tu memoria, temeroso como estás de perderla por completo. Si se derrumbase el techo del hotel, serías capaz de enumerar, describir y situar todos los objetos que hay en el apartamento del Pont-Royal. Un espejo ustorio. Dos piedras de desigual tamaño. Linas tijeras de sastre, barnizadas de negro. Un cesto lleno de perlas, algodón y resecos granos de maíz. Te diviertes pensando que un día, quizás, debas alimentarte del pan del nuevo mundo y luego recostarte a esperar la muerte, encamado y abúlico, como los españoles de Verdín y los cátaros entregados a la endura. Pero hasta ahora no han dejado de traerte la única comida del día. Unas manos invisibles tocan con los nudillos a tu puerta. Esperas varios minutos, para asegurarte de que el sigiloso sirviente se ha marchado. Abres la puerta. Recoges la bandeja. Comes pausadamente. Tus movimientos se han vuelto viejos, artríticos, mínimos, repetitivos, inútiles.
Vuelves, después de la comida, a tu ocupación: repasar los objetos. Claro, hay un cofre rebosante de tesoros de la América antigua, penachos de plumas de quetzal, orejeras de bronce, diademas de oro, collares de jade. Y una paloma muerta de un solo navajazo: miras la herida en el pecho blanco, las manchas de sangre sobre el plumaje. Un martillo, un cincel, un hisopo, un viejo fuelle, unas herrumbrosas cadenas, una custodia de jaspe, un antiguo compás marino.
Pero el deleite máximo te lo aseguran los mapas. Una carta de navegación deslavada, un auténtico portulano medieval: los contornos del Mediterráneo, los límites, los pilares de Hércules, el cabo Finisterre, la Última Tule, los nombres antiguos de los lugares, retenidos amorosamente en esta carta: Jebel Tarik, Gades, Corduba, Carthago Nova, Toletum, Magerit, en España; Lutetia, Massilia, Burdigala, Lugdu— num en Francia; Genua, Mediolanum, Neapolis en Italia; la tierra plana, el océano ignoto, la catarata universal. Comparas este mapa del Mare Nostrum con el mapa de la selva virgen, la máscara de plumas verdes, granates, azules, amarillas, con un negro campo de arañas muertas en el centro, las nervaduras que dividen las zonas del plumaje, los dardos que cuelgan de la tela.
Pero el más misterioso de tus mapas es el de las aguas, la antiquísima carta fenicia que apenas te atreves a tocar, tan quebradiza, como si quisiera convertirse cuanto antes en polvo y desaparecer junto con los secretos que describe: la comunicación secreta de todas las aguas, los túneles subacuáticos, los pasajes bajo tierra por donde fluyen todos los caudales líquidos del mundo para alimentarse unos a otros y encontrar un mismo nivel, despéñense desde altas cordilleras, afloren desde hundidos surtidores, sea su origen el pantano o el volcán, broten del desierto o el valle, nazcan del hielo o del fuego: el líquido corredor del Sena al Cantábrico, del Nilo al Orinoco, del Cabo de los Desastres al Usumacinta, del Liffey al Lago Ontario, de un cenote de Yucatán al Mar Muerto de Palestina: atl, raíz del agua, Atlas, Atlán— tida, Atlántico, Quetzalcóatl, la serpiente emplumada que regresa por las rutas de las grandes aguas, los caminos esotéricos del Tíber al Jordán, del Eufrates al Escalda, del Amazonas al Niger. Esotérico: eisotheo: yo hago entrar. Mapas de la iniciación; cartas de los iniciados. Hay una banal leyenda escrita en la margen izquierda de este mapa, en español: «Lo natural de las aguas es que acaban por comunicarse y alcanzar el mismo nivel. Y éste es su misterio.» Un ánfora llena de arena.
Desde el verano, no abres las ventanas. Corriste las pesadas cortinas. Vives con las luces encendidas, de día y de noche. No toleraste más el humo, el hedor de carne quemada, uñas y pelo quemados. El sofocado perfume de los castaños y platanares. El humo desde las torres de Saint-Sulpice. Antes podías mirarlas desde tu ventana en el séptimo piso del hotel. No toleraste más el desfile de flagelantes y penitentes que marchaban de día por la rué Montalembert hacia el boulevard Saint-Germain, ni el clamor de la vida proliferante, recién llegada, que crecía por la rué du Bac, hacia el Quai Voltaire y el Sena: el río hervía, el Louvre transparente se exhibía sin pudor, los espacios se ensanchaban, la Gioconda no estaba sola, la piel de onagro se achicaba en la mano febril de Raphael de Valentín, Violetta Gautier moría en lecho de camelias, cantando con voz muy baja,
Sola, abbandonata,
In queso popoloso deserto
Ch’appellano Parigi…
Una fila de hombres descalzos, escondidos por el humo, entraban al espantoso hedor y a la muerte rigurosamente programada de la iglesia de Saint-Sulpice. Javert perseguía a Valjean por los laberintos de las aguas negras.
Te encerraste aquí. Tenías con qué pagar. El cofre lleno de antiguas joyas aztecas, mayas, totonacas, zapotecas. Te dijeron que podías usarlas en el exilio para organizar la resistencia y ayudar a los desterrados. Una custodia, sí, pero también tu subsistencia. Tú mismo eres un desterrado. Leiste el último periódico y lo arrojaste al retrete, despedazado. Viste desaparecer los escandalosos encabezados y los sesudos comentarios en un torbellino de agua inútilmente clorinada. Los hechos eran ciertos. Pero eran demasiado ciertos, demasiado inmediatos o demasiado remotos con relación a la verdad verdadera. Supones que tal ha sido siempre la despreciable fascinación de la noticia: su inmediatez de este día nos intima cuán remota será mañana. Cierto: el mundo microbiano se armó de inmunidad con rapidez mayor a la de la ciencia para neutralizar cada nuevo brote de independencia bacterial; inútiles, la clorina, los antibióticos, todas las vacunas. Pero, ¿por qué, en vez de tomar medidas mínimas de segundad, se sintió el mundo humano de tal manera atraído, diríase mesmerizado, por la victoria del mundo microbiano? La vulgar justificación, el lugar común, fue que, abandonando todo programa sanitario, se dejaba' a la naturaleza misma resolver el problema del excedente de población: los cinco mil millones de habitantes de un planeta exhausto que, sin embargo, no sabía desprenderse de sus hábitos adquiridos: mayor opulencia para unos cuantos, hambre mayor para la gran mayoría. Montañas de papel, vidrio, caucho, plástico, carne podrida, flores marchitas, materia inflamable neutralizada por materia húmeda, colillas de cigarros, esqueletos de automóviles, lo mínimo y lo máximo, condones y servilletas sanitarias, prensas, latas y bañaderas: Los Ángeles, Tokio, Londres, Hamburgo, Teherán, Nueva York, Zurich: museos de la basura. Las epidemias surtieron el efecto deseado. La peste medieval no distinguió entre hombre y mujer, joven y viejo, rico y pobre. La plaga moderna fue programada: se salvaron, en nuevas ciudades esterilizadas bajo campana de plástico, algunos millonarios, muchos burócratas, un puñado de técnicos y científicos y las escasas mujeres necesarias para satisfacer a los elegidos. Otras ciudades potenciaron a la muerte ofreciéndole soluciones acordes con lo que antes se llamó, sin la menor ironía, «el genio nacional»: México recurrió al sacrificio humano, consagrado religiosamente, justificado políticamente y ofrecido deportivamente en espectáculos de televisión; el espectador pudo escoger: ciertos programas fueron dedicados a escenificaciones de la guerra florida. En Río de Janeiro, un edicto militar impuso un carnaval perpetuo, sin límite de calendario, hasta que la población muriese de pura alegría: baile, alcohol, comparsas, sexo. En Buenos Aires se fomentó un machismo arrabalero, una urdimbre de celos, desplantes, dramas personales, instigada por tangos y poemas gauchescos: brillaron los cuchillos de la venganza, millones se suicidaron. Moscú fue, a la vez, más sutil y más directa: distribuyó millones de ejemplares de las obras de Trotsky y luego mandó fusilar a toda persona sorprendida leyéndolas. Nadie sabe lo que sucede en China. Benares y Addis-Abeba, La Paz y Jakarta, Kinshasa y Kabul, simplemente, han muerto de hambre.
París, al principio, aceptó las recomendaciones del consejo mundial de despoblación. La necesaria muerte sería, en lo posible, natural: hambre, epidemia, aunque se dejaba a la idiosincrasia de cada nación encontrar soluciones particulares. Pero París, fuente de toda sabiduría, donde el persuasivo demonio inculcó a ciertos hombres sabios una perversa inteligencia, optó por un camino distinto. Esta primavera apenas, viste en tu apartamento los debates por televisión. Todas las teorías posibles fueron expuestas y criticadas con agudeza cartesiana. Cuando todos terminaron de hablar, un viejísimo autor teatral de origen rumano, miembro de la Academia, con aspecto de gnomo o, para ser más exactos y emplear la lingua franca del siglo, de leprechaun de los verdes bosques de Irlanda: este elfo de blancos mechoncillos alrededor de la cabeza calva y extraordinaria mirada de candor y de astucia, propuso que se le dieran, simplemente, iguales oportunidades a la vida y a la muerte:
—Increméntese, por un lado, la natalidad y, por el otro, el exterminio. Ninguna regla general prospera sin su excepción. ¿Cómo pueden morir todos si no nace nadie?
—Gracias, señor Ionesco, dijo el locutor.
Tu única comida es siempre la misma. El desleído menú la anuncia como grillade mixte y se compone de criadillas, salchichas negras y riñones. Al terminar, vuelves a abrir la puerta. Depositas la bandeja vacía sobre el tapete del vestíbulo. Las pisadas sigilosas se acercan varias horas después. Escuchas los rumores y las pisadas se alejan. El ascensor no funciona. No llegan cartas, ni telegramas. Nunca suena el teléfono. Por la pantalla de televisión pasa siempre el mismo programa, el mismo mensaje, el del último encabezado que leiste en el último diario que compraste, antes de encerrarte aquí. Vuelves a abrir la caja de las monedas. Miras los perfiles borrados por el tacto. Juana la Loca, Felipe el Hermoso, Felipe II llamado el Prudente, Isabel Tudor, Carlos II llamado el Hechizado, Mariana de Austria, Carlos IV, Maximiliano y Carlota de México, Francisco Franco: fantasmas de ayer.
No sabes si duermes de día y recorres de noche el apartamento, tocas los objetos, evitas los objetos. No hay tiempo. Nada sirve. Las luces eléctricas se van volviendo cada día más pardas. 31 de diciembre de 1999. Esta noche, terminan por apagarse. Esperas su regreso, a sabiendas de que es inútil. Has vencido a los espejos. Sólo reflejarán oscuridad. No correrás las cortinas. Conoces de memoria la ubicación de cada objeto. No necesitas gastar los cabos de vela escondidos en un cajón junto a la cama. Y sólo te queda una caja de fósforos. Dejas que las pantuflas se te deslicen de los pies. Te arropas en el caftán tunecino, negro, con ribetes de hilo dorado. Tomas los manuscritos encontrados en las botellas. Repites los textos en voz baja. Los conoces de memoria/ Pero cumples los actos de la lectura normal, doblas cada página después de murmurar sus palabras. Nada ves. Afuera está nevando. Pasa una procesión bajo tus ventanas. La imaginas: pendones rasgados, cilicios y guadañas. Deben ser los últimos. Sonríes. Quizás tú eres el último. ¿Qué harán contigo? Y repentinamente, al hacerte esta pregunta, unes los cabos sueltos de tu situación y de tus lecturas en la oscuridad, te das cuenta de lo evidente, unes las imágenes que viste por última vez desde tu ventana, antes de correr las cortinas, con la letra muerta de las páginas que sostienes entre tus manos, esas viejísimas historias de Roma y Alejandría, la costa dálmata y la costa del Cantábrico, Palestina y España, Venecia, el Teatro de la Memoria de Donno Valerio Camillo, los tres muchachos marcados con la cruz en la espalda, la maldición de Tiberio César, la soledad del rey don Felipe en su necrópolis castellana, darle una oportunidad a lo que nunca la tuvo para manifestarse en su tiempo, hacer coincidir plenamente nuestro tiempo con otro, incumplido, se necesitan varias vidas para integrar una personalidad: ¿no lo repitieron hasta la saciedad en la prensa y la televisión? Cada minuto muere un hombre en Saint— Sulpice, cada minuto nace un niño en los muelles del Sena, sólo mueren hombres, sólo nacen niños, ni mueren ni nacen mujeres, las mujeres sólo son conducto del parto, luego fueron preñadas por los mismos hombres que en seguida fueron conducidos al exterminio, cada niño nació con una cruz en la espalda y seis dedos en cada pie: nadie se explicó esta extraña mutación genética, tú entendiste, tú creiste entender, el triunfo no ha sido ni de la vida ni de la muerte, no fueron éstas las fuerzas opuestas, poco a poco, en la época de las epidemias, o más tarde, en la época del exterminio indiscriminado, murieron todos los pobladores actuales de París, los nacidos, con excepción de los centenarios, en este mismo siglo: los demás, los que preñan, las preñadas, los que nacen, los que siguen muriendo, son seres de otro tiempo, la lucha ha sido entre el pasado y el presente, no entre la vida y la muerte: París está poblado por puros fantasmas, pero ¿cómo, cómo, cómo?
Afiebrado, corres a la ventana y separas las gruesas cortinas. Los pies llagados se arrastran sobre la nieve. Escuchas una flauta. Unos ojos miran desde la calle hacia tu ventana. Unos ojos verdes, bulbosos, te miran desde la calle, te convocan. Sabes distinguir el origen y el destino de los pasos en la calle. Cada día fueron menos. Antes las procesiones iban hacia Saint-Germain. Ésta camina hacia Saint-Sul— pice. Son los últimos. Entonces, te has equivocado. Triunfó la muerte: han nacido muchos, pero han muerto más. Por fin, han muerto más que cuantos han nacido. Quizás sólo queden estas víctimas finales que ahora caminan entre la nieve, rumbo a Saint-Sulpice. ¿Qué harán los verdugos al terminar su tarea? ¿Se matarán a sí mismos? ¿Quiénes son los verdugos de sí mismos? ¿Ese flautista que mira hacia tu ventana; ese monje de mirada oscura, sin expresión, incrustada en el rostro sin color? ¿Esa muchacha que…? Los tres miran hacia tu ventana. Los últimos. Esa muchacha con ojos grises, naricilla levanta— dada y labios tatuados. Esa muchacha que al moverse agita suavemente las telas multicolores de sus faldas y hace nacer de ellas la sombra y la luz. Los miras. Te miran. Sabes que son los últimos.