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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (127 page)

BOOK: Terra Nostra
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Pidió que le llevasen una vez más al oscuro rincón de la capilla donde reposaba, amurallada, su madre la llamada Dama Loca, y le preguntó:

—Madre, ¿qué haces?

La Madre Milagros y las hermanas Angustias, Caridad y Ausencia se hincaron espantadas y empezaron a orar en voz baja cuando distinguieron, por la ranura dejada abierta entre los ladrillos, los ojos ambarinos de la anciana reina, sobre cuyo destino mucho se decía en corrillos y mentideros, que regresó a su reclusión absoluta en el alcázar de Tordesillas, que se enterró en vida junto al cadáver de su muy amado esposo, que fue muerta por equivocación durante la feroz matanza presidida por Guzmán en la capilla, que había huido a las tierras nuevas con su enana pedorra y su bobo atreguado. Ahora oyeron su voz:

—Oh, hijo mío, cuán sabio fuiste en nunca abandonar la protección de tus paredes, y jamás cruzar los mares para conocer las tierras de tu vasto imperio indiano. Nadie, ningún soberano de nuestra raza, pisó jamás las playas del nuevo mundo: fueron más discretos que yo. Mas considera, hijito, mi dilema: mi hermoso marido, rubio como el sol, era sólo el segundo en la sucesión; vivíamos a la sombra del emperador, el hermano de Maxl, en la corte de Viena, en la frivolidad de los bailes y la etiqueta, vivíamos de los mendrugos de la mesa imperial, siempre los segundos, nunca los primeros, meros delegados, representantes del verdadero poder en la Italia sometida a Austria, revoltosa, irredenta: Milán, Trieste. ¿Cómo no íbamos a escuchar el canto de las sirenas? Un imperio, nuestro, en México, tierra nuestra, descubierta, conquistada y colonizada por nuestra estirpe real, mas donde nunca una planta real se había hundido en la arena de Veracruz. Maxl, Maxl, el veneno de las generaciones incestuosas se concentraba aun más en ti, mi amor, los rasgos hereditarios, la mandíbula prógnata, los huesos quebradizos, los labios gruesos y separados: tus ojos azules y tu rubia barba, empero, te daban el aspecto de un Dios; pero no podías tener hijos. Te lo dije, esa noche en Miramar, si no podemos tener hijos, tengamos un imperio. Los buenos mexicanos nos ofrecían un trono; seríamos los buenos padres de ese pueblo; el emperador, tu hermano, nos niega toda ayuda: te envidia; acepta la ayuda de Bonaparte; sus tropas nos protegerán del puñado de rebeldes que se oponen a nosotros. Descendimos del Novara al trópico ardiente, el cielo de zopilotes, la selva de papagayos, el aroma de la vainilla, la orquídea y el naranjo, ascendimos a la seca meseta, tan parecida a esta de Castilla, hijo, a la sede de nuestros antepasados, la ciudad vencida, México, el país rebelde, México: una vieja leyenda, Maxl, un dios blanco, rubio y barbado, la serpiente emplumada, el dios del bien y de la paz; no nos quisieron, hijo, nos engañaron, hijo, lucharon hasta la muerte contra nosotros, se confundieron con la selva, la montaña, el llano, eran campesinos de día y guerrilleros de noche, atacaban, huían, emboscados, un ejército invisible de indios descalzos; reaccionamos con la cólera de nuestra sangre: rehenes, pueblos incendiados, rebeldes fusilados, mujeres ahorcadas: nada los sometió, el ejército francés nos abandonó, primero quisiste huir con ellos, te dije que nuestra dinastía no emprendía la fuga cobardemente, yo iría a París, a Roma, obligaría a Napoleón a cumplir sus compromisos, obligaría al Papa a protegernos; me desdeñaron, me humillaron, enloquecía, querían envenenarme, me dejaron pasar una noche en el Vaticano, la primera mujer que jamás durmió en San Pedro, luego me fui a nuestra villa de Como, recibí tus cartas, Maxl, tú solo, abandonado, tus cartas: Si Dios permite que recuperes la salud y puedas leer estas líneas, sabrás en qué medida he sido golpeado por la fatalidad, un golpe tras otro, desde que te fuiste. La desgracia sigue todos mis pasos y destruye todas mis esperanzas. La muerte me parece una feliz solución. Estamos rodeados. Los mensajeros imperiales han sido colgados de los árboles, a nuestra vista, del otro lado del río, por los republicanos. Los húsares austríacos no han podido acudir en nuestro auxilio. Las municiones y los abastecimientos se están agotando. Las buenas hermanas nos traen un poco de pan hecho con la harina de las hostias. Comemos carne de muía y de caballo. Vivimos en nuestro último refugio, el Convento de la Cruz. Desde las torres se contempla el panorama de la ciudad de Querétaro. No sé cuánto tiempo podremos resistir. Me comportaré hasta el fin como un soberano derrotado mas no deshonrado. Adiós, amada mía. Yo le contestaba, Amado mío, pienso constantemente en ti desde esta tierra llena de los recuerdos de nuestros mejores años. Todo, aquí, me habla de ti; tu lago de Como, que tanto amaste, se extiende ante mis ojos en toda su azul serenidad y todo parece igual, como antes; sólo tú estas allá, tan lejos, tan lejos… Mi carta, hijito, llegó demasiado tarde; el cuerpo acribillado, convulso al pie del paredón, se resistía a morir. Un soldado se acercó y le dio el tiro de gracia en el pecho. La túnica negra se incendió. Un mayordomo corrió a apagar las llamas con su propia librea. El cuerpo fue conducido a un convento para embalsamarlo y regresarlo a la familia. El carpintero del ejército de Juárez jamás lo había visto en vida. No podía medirlo correctamente. Lo bajaron del Cerro de las Campanas en el armón del ejército republicano, dentro de la caja demasiado pequeña, con las piernas colgando fuera del féretro. El cuerpo fue extendido, desnudo, sobre una tabla. Pero hubo que esperar mucho tiempo antes de tomar el bisturí y abrir el cadáver en canal. No había naftalina desinfectante en el convento. Se encontró un frasco de cloruro de zinc. El líquido fue inyectado en las arterias y las venas. La operación duró tres días. Cuatro balas habían penetrado su torso, tres por el pecho izquierdo y una por la tetilla derecha. La quinta bala le quemó la ceja y la sien. Su ojo estalló bajo el sol como si hubiese pasado la vida mirándolo sin pestañear. En las iglesias, buscaron ojos del color de los suyos: azules. Santo por santo; virgen por virgen; sólo había ojos negros. El azul ha huido de las miradas de ese país. Lo vistieron con una túnica de campaña de tela azul. Una fila de botones dorados de la cintura al cuello. Pantalón largo, corbata, guantes de cabritilla. Quedaba tan poco de él. Un manantial de viento, apenas. Le atornillaron los ojos de vidrio negro en las órbitas vacías: nadie lo pudo reconocer. Los gases escaparon exhaustos del vientre abierto, burbujearon en las orejas y los labios se llenaron de espuma verde. El cuerpo cayó convulso. Un soldado disparó el tiro de gracia contra el pecho y luego se apoyó a fumar contra el paredón de adobe. A las dos semanas, el cuerpo se ennegreció. Las inyecciones de zinc mataron las raíces del pelo. No era posible reconocer, bajo el cristal del féretro, en esa cabeza calva, ese mentón sin barbas, esos ojos postizos, esa carne primero hinchada y hundida después, el imperial perfil de las medallas de oro. Las facciones se borraron. Mi amado tenía el rostro de las playas del nuevo mundo. Su cuerpo cruzó de nuevo el gran océano en la misma nave que nos trajo, el Novara. Nadie lo pudo reconocer. Yo no lo volví a ver. Mírame, hijito: yo soy esa muñeca anciana, enloquecida, vestida con ropón de encajes y cubierta por cofia de seda, encerrada en un castillo belga, escapándome a veces para buscar bajo los árboles de los brumosos prados una nuez, un poco de agua fresca, me quieren envenenar. Mi nombre es Carlota.

Con grande tristeza abandonó el Señor ese día el nicho de su madre la Dama Loca; no necesitó conminar a las monjas al silencio: le bastó ver sus cuatro rostros sin sangre, transparentes de pavor. Lo regresaron en la silla de manos a la alcoba y lo trasladaron al lecho. Vínole por esos días un principio de hidropesía, hinchándosele el vientre, los muslos y las piernas; y llegó acompañada esta hética de una implacable sed, afligida pasión, pues con ninguna cosa cobra más fuerzas la hidropesía que con lo que más se apetece, que es el agua. Llególe, en ese estado, un pliego firmado por grandes del reino, en el que se explicaba el lamentable estado de las arcas reales debido a sequías, escasez de brazos, ataques de bucaneros contra galeones que traían tesoros del nuevo mundo, y argucias financieras de las familias de judíos establecidos en el norte de Europa.

Escribió el Señor, con dolorosas letras de su puño llagado, órdenes para que los monjes del reino fuesen de puerta en puerta, mendigando limosna para su rey. Y para probar su humildad cristiana, pidió que el Jueves Santo le condujeran a la capilla a fin de cumplir la ceremonia del Mandato, y que para ello trajesen a siete pobres de la multitud de mendigos que perpetuamente rondaba el palacio, esperando la caridad de la comida sobrante. Insistió en cumplir él mismo, a pesar del dolor de los movimientos, el rito del lavatorio de los pies de los pobres. Se acercó a ellos, la mañana del Jueves Santo, de rodillas, sostenidos los brazos por Sor Clemencia y Sor Dolores, y con un trapo húmedo en la mano llagada y una jofaina de agua que le acercaba Sor Esperanza, procedió a lavar los pies de costras, verdugones y espinas enterradas. Al terminar de lavar cada par de pies, los besó, hincado, inclinándose, hasta que la mano de uno de estos pobres le tocó el hombro y el Señor reprimió su cólera, levantó la mirada y encontró la de Ludovico; los ojos verdes, bulbosos, resignados del antiguo estudiante de teología.

Primero lloró Felipe sobre las rodillas de Ludovico, se abrazó a ellas mientras el mendigo mantenía la mano sobre el hombro del Señor y las monjas miraban espantadas y el obispo proseguía el oficio divino en el altar enlutado, cubierto de paños morados, así como todas las efigies y sepulcros de la capilla. II izo el Señor un gesto que quería decir: está bien, no os alarméis, dejadnos hablar. Ludovico inclinó la cabeza para juntarla a la de Felipe.

—Mi amigo, mi viejo amigo, murmuró el Señor. ¿De dónde llegas?

Ludovico miró al Señor con afectuosa tristeza: —De la Nueva España, Felipe.

—Entonces, triunfaste tú. El sueño fue realidad.

—No, Felipe, triunfaste tú: el sueño fue pesadilla… El mismo orden que tú quisiste para España fue trasladado a la Nueva España; las mismas jerarquías rígidas, verticales; el mismo estilo de gobierno: para los poderosos, todos los derechos y ninguna obligación; para los débiles, ningún derecho y todas las obligaciones; el nuevo mundo se ha poblado de españoles enervados por el inesperado lujo, el clima, el mestizaje, las tentaciones de una injusticia impune…

—Entonces no triunfamos ni tú ni yo, hermano; triunfó Guzmán.

Ludovico sonrió enigmáticamente, tomó entre sus manos el rostro de Felipe, miró directamente a los ojos hundidos, ojerosos, del Señor.

—Pero yo envié a Julián, Ludovico, dijo el Señor; lo envié para que templara, en lo posible, los actos de Guzmán, de todos los Guzmanes…

—No sé, meneó la cabeza Ludovico, no sé.

—¿Construyó sus iglesias, pintó sus pinturas, recogió la voz de los vencidos?, dijo, con acento cada vez más angustiado, Felipe.

—Sí, sí, afirmó ahora Ludovico, hizo cuanto dices; lo hizo bajo el signo de una creación singular, capaz, según él de trasladar al arte y a la vida la visión total del universo que es la de la ciencia nueva…

—¿Como se llama esa creación, y qué es?

—Llámase barroco, y es una floración inmediata: tan plena, que su juventud en su madurez, y su magnificencia, cáncer. Un arte, Felipe, que como la naturaleza misma, aborrece el vacío: llena cuantos la realidad le ofrece. Su prolongación es su negación. Nacimiento y muerte son para este arte un acto único: su apariencia es su fijeza, y puesto que abarca totalmente la realidad que escoge, llenándola totalmente, es incapaz de extensión o desarrollo. Aún no sabemos si de esta muerte y nacimiento conjuntos, puedan nacer más cosas muertas o más cosas vivas.

—Ludovico, entiéndeme, no creo en lo que me dicen, sino en lo que leo…

—Lee, pues, estos versos.

Ludovico extrajo de sus raídos ropajes una página y se la ofreció al Señor, quien la desdobló y murmuró en voz baja,

Piramidal, funesta, de la tierra,

Nacida sombra, al Cielo encaminaba

De vanos obeliscos punta altiva,

Escalar pretendiendo las Estrellas…

y luego

Y el Rey, que vigilancias afectaba,

Aun con abiertos ojos no velaba.

El de sus mismos perros acosado,

Monarca en otro tiempo esclarecido,

Tímido va venado,

Con vigilante oído,

Del sosegado ambiente

Al menor perceptible movimiento

Que los átomos muda,

La oreja alterna aguda

Y el leve rumor siente

Que aun lo altera dormido…

—¿Quién escribió esto? ¿Quién se atrevió a escribir de mí estas…?

—La monja Inés, Felipe.

El Señor quiso apartarse, temblando, de Ludovico; sólo hundió más la cabeza en el pecho del mendigo; las monjas miraban estupefactas, y redoblaban los golpes de los puños cerrados sobre sus pechos.

—Inés está encarcelada en este palacio, Ludovico, atada por cadena de amor a tu hijo, el usurpador llamado Juan, en prisión de espejos…

—Óyeme, Felipe, acerca tu oreja a mis labios… La muchedumbre que invadió el palacio rompió, con sus picas, todas las cadenas y candados de las prisiones, sin detenerse a mirar quiénes las habitaban, corriendo, gritando sólo, «¡Sois libres!»…

—Yo no ordené la matanza, Ludovico, te lo juro, Guzmán actuó en mi nombre…

—No importa. Escúchame: esos amantes encarcelados son una fregona y un picaro, Azucena y Catilinón, que tomaron los lugares de Inés y Juan en la batahola de ese día…

—No te creo; ¿por qué soportaron tan ruines sujetos esa cárcel, sin revelar jamás quiénes eran?

—Prefirieron el placer encarcelado a la libertad sin alegría, quizás. No sé. Sí sé: con tal de sentirse hidalgos y recibir trato de alcurnia, aceptaron ser sus disfraces, a costa de su muerte.

—¿Inés? ¿Juan? ¿La pareja?

—Huyeron conmigo. Nos embarcamos disfrazados en las carabelas de Guzmán. Templaríamos, sí, junto con el fraile pintor, los excesos de tu valido; contra su espada, nuestro arte, nuestra filosofía, nuestro erotismo, nuestra poesía. No fue posible. Pierde cuidado. La monja Inés ha sido silenciada por las autoridades: no escribirá una línea más. Ha sacrificado su biblioteca y sus preciosos instrumentos matemáticos y musicales para dedicarse, como le ordenaron su confesor y su obispo, a perfeccionar los empleos de su alma.

—Qué bien, qué bien. ¿Y Don Juan?

—Pierde cuidado. Encontró su destino. Abandonó a Inés. Preñó a indias. Preñó a criollas. Ha dejado descendencia en la Nueva España. Pero él mismo, un día de muertos, que los naturales mexicanos celebran junto a las tumbas y con profusión de flores amarillas, tomó la resolución de regresar a España. Supo de la desaparición de sus hermanos, de tu estéril encierro en este lugar, del trono acéfalo que dejarías. Regresó a reclamar su legitimidad de bastardo. En el camino, se detuvo en Sevilla. ¿Recuerdas que prometiste a Inés levantar allí una estatua de piedra en el sepulcro de su padre?

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