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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

Terra Nostra (126 page)

BOOK: Terra Nostra
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Después del asesinato del Presidente Constitucional y su familia, tu hermano asumió el puesto de Primer Ministro en el régimen militar y te rogó que te unieras a él. Libertad, soberanía, autodeterminación: palabras vanas que le costaron la vida al Presidente por defenderlas como si fuesen algo más que palabras. Debías mirar la realidad de frente. El gobierno emanado del golpe había solicitado la intervención del ejército norteamericano para mantener el orden y asegurar el tránsito a la paz y la prosperidad. La división del mundo en esferas de influencia impermeables era un hecho que a todos nos salvaba del conflicto nuclear. Te dijo todo esto en su despacho del Palacio Nacional, mientras apretaba una serie de botones y las pantallas de televisión se encendían. Había una docena de aparatos colocados sobre un estrado; por sus espejos humeantes pasaron escenas que tu hermano, innecesariamente, describió. La cruda realidad era ésta: el país no podía alimentar a más de cien millones de personas; el exterminio en masa era la única política realista; era preciso un lavado de cerebro colectivo para que los sacrificios humanos volviesen a aceptarse como una necesidad religiosa; la tradición azteca del consumo suntuario de corazones debería unirse a la tradición cristiana del dios sacrificado: sangre en la cruz, sangre en la pirámide; mira, te dijo indicando hacia las pantallas iluminadas, Teotihuacán, Tlatelolco, Xochicalco, Uxmal, Chichén-Itzá, Monte Albán, Copilco: nuevamente, están en uso. Con una sonrisa, te hizo notar que el comentario era distinto en cada programa; los asesores de relaciones públicas, sutilmente, distribuyeron entre los doce canales a los comentaristas adecuados para darle a las ceremonias un tono deportivo, religioso, festivo, económico, político, estético, histórico; este locutor, con voz premiosa y excitada, llevaba cuentas de la competencia entre Teotihuacán y Uxmal: tantos corazones a favor de este equipo, tantos a favor del contrario; aquél, con voz untuosa, comparaba los lugares de sacrificio con los supermercados de antaño: el sacrificio de vidas ayudaría directamente a alimentar a los mexicanos exentos de la muerte: pasaba entonces por la pantalla una sonriente y típica familia de clase media, beneficiaría supuesta del exterminio; otro locutor exaltaba la noción de la fiesta, la recuperación de perdidos lazos colectivos, el sentido de comunión que tenían estas ceremonias; otro más, hablaba seriamente de la situación mundial: la crueldad y el derramamiento de sangre no eran, de manera alguna, fatalidades inherentes al pueblo mexicano, todas las naciones las practicaban para resolver los problemas de sobrepoblación, escasez de alimentos y agotamiento de energéticos: México, simplemente, aplicaba una solución acorde con su sensibilidad, su tradición cultural y su idiosincrasia nacional: el cuchillo de pedernal era orgullosamente mexicano ; y un eminente médico hablaba con aire solemne de la aceptación universal de la eutanasia y de la opción, desaprovechada por la ignorancia de las masas y un anacrónico culto del machismo, de emplear anestesia, local o general, etc.

Miraste con horror las ceremonias de la muerte en los espejos electrónicos del gabinete de tu hermano. ¿Para esto habían nacido y soñado y luchado y muerto millones de hombres desde el albor del tiempo mexicano? Otras imágenes humeantes se superpusieron en tu imaginación, hasta vencerlas, a las que pasaban por las pantallas de la oficina de nogal y brocado en este palacio de tezontle y cantera levantado sobre el sitio mismo del templo de Huitzilopochtli, el sangriento mago colibrí, en la plaza misma que sirvió de asiento al poderío azteca: una vasta catedral católica erigida sobre las ruinas de los muros de las serpientes, las casas de los conquistadores españoles en el sitio donde se levantaba el muro de las calaveras, un palacio municipal cimentado sobre el vencido palacio de Moctezuma, sus patios de aves y bestias y sus cámaras de albinos, jorobados y enanos y sus aposentos tapizados de oro y plata: la imágenes de una lucha tenaz, a pesar de todas las derrotas, en contra de todas las fatalidades. Pobre pueblo tuyo: no necesitaste moverte del lugar donde estabas para escenificar, en esas parpadeantes pantallas, detrás de las gruesas cortinas del despacho, afuera, en la inmensa plaza de piedra quebrada, asentada sobre el fango de la laguna muerta, todos los combates contra la victoria de los fuertes, contra los destinos impuestos a México en nombre de todas las fatalidades históricas y geográficas y anímicas; pantalla y plaza: los pueblos sometidos al poder de Tenochtitlán, arrancados a sus ardientes tierras costeras, sus feraces valles tropicales, sus pobres llanos de pastoreo, sus altos y fríos bosques, para alimentar el insaciable hocico de la teocracia azteca, sus temibles fiestas, del sol moribundo y la guerra florida; pantalla y plaza: un sueño invencible, vivo en los ojos de los esclavos, el buen dios fundador, la serpiente emplumada, regresará por el oriente, restaurará la dorada edad de la paz, el trabajo y la hermandad: pantalla y plaza: de las casas que caminan sobre el agua descendieron el día previsto para el regreso de Quetzalcóatl, los dioses enmascarados, a caballo, con fuego entre las uñas y ceniza entre los dientes, a imponer la nueva tiranía en nombre de Cristo, dios bañado en sangre, pueblo herrado como las bestias, esclavo de la encomienda, prisionero encadenado a las entrañas de la mina de oro que alimentó la fugaz grandeza de España, mendicantes al cabo el vencedor y el vencido: el conquistador encumbrado y el príncipe derrotado; pantalla y plaza: un sueño pertinaz, verdugo y víctima, español e indio, blanco y cobrizo, pueblo nuevo, raza morena, mantendremos lo que nuestros propios padres quisieron devastar, pueblo huérfano, padre ignorado, madre mancillada, hijos de la chingada, salvaremos lo mejor de dos mundos, mundo nuevo en verdad, Nueva España, el salvador cristiano redimido por los pecados de la historia, la serpiente emplumada liberada por la distancia de la leyenda, pueblo mestizo, fundador de una nueva comunidad libre: el padre perdonado, la madre purificada; pantalla y plaza: bandera verde, blanca y roja, el pueblo victorioso vencido por sus libertadores, república de criollos rapaces, caudillos codiciosos, clérigos cebados, tricornios emplumados, caballería de parada, espadas relucientes e inútiles leyes, proclamas, discursos: un basurero de palabras huecas y medallas de cartón sepulta al mismo pueblo andrajoso, esclavizado, eternamente atado al peonaje, sometido a la exacción, entregado al sacrificio: pantalla y plaza: las banderas extrañas, las barras y las estrellas, el tricolor napoleónico, la bicéfala águila austríaca, el águila mexicana coronada, la tierra invadida, humillada, mutilada; pantalla y plaza: un sueno invencible, dar la vida para vencer a la muerte, no hay parque para combatir a los yanquis en Churubusco y Chapultepec, los franceses queman todas las aldeas y ahorcan a todos sus habitantes, un indio oscuro, tenaz, temible porque es el dueño de todos los sueños y pesadillas de un pueblo, contra un príncipe rubio, dubitante, temeroso porque es el dueño de todas las lacras y espejismos de una dinastía; pantalla y plaza: el pueblo victorioso otra vez vencido, caídas todas las banderas, regresa el soldado descalzo al latifundio, el guerrillero herido al trapiche, el indio fugitivo al despojo y al exterminio: los opresores de adentro ocupan el lugar de los opresores de afuera; plaza y pantalla: penacho, entorchado y vals, el eterno dictador sentado en trono de pólvora frente a un telón de teatro: el déspota ilustrado y su corte de ancianos científicos y ricos hacendados y empomados generales; plaza y pantalla: más dura el sueño que el poder, rasgan el telón las bayonetas, cae ametrallada la fachada, aparecen detrás de ella los hombres de ancho sombrero y carrillera al pecho, incendiados ojos de Morelos, roncas voces de Sonora, callosas manos de Durango, polvosos pies de Chihuahua, rotas uñas de Yucatán, un grito rompe una máscara, una canción la siguiente, una carcajada la que nos ocultaba debajo de la anterior, en el paredón de adobe acribillado aparece el rostro auténtico, descarnado, anterior a las historias porque ha esperado durante siglos, soñando, el tiempo de su historia: carne y hueso, indistinguibles: inseparables, mueca y sonrisa; tierna fortaleza, cruel compasión, amistad mortal, vida instantánea, todos mis tiempos son uno, mi pasado ahorita, mi futuro ahorita, mi presente ahorita, ni desidia, ni nostalgia, ni ilusión, ni fatalidad: pueblo de todas las historias, sólo reclamo, con fuerza, con ternura, con crueldad, con compasión, con fraternidad, con vida y con muerte que todo suceda, instantáneamente, hoy: mi historia, ni ayer ni mañana, quiero que hoy sea mi eterno tiempo, hoy, hoy, hoy, hoy quiero el amor y la fiesta, la soledad y la comunión, el paraíso y el infierno, la vida y la muerte, hoy, ni una máscara más, acéptenme como soy, inseparable mi herida de mi cicatriz, mi llanto de mi risa, mi flor de mi cuchillo; pantalla y plaza: nadie ha esperado tanto, nadie ha soñado tanto, nadie ha combatido tanto contra la fatalidad, la pasividad, la ignorancia que otros han invocado para condenarle, como este pueblo sobrenatural, pues hace tiempo debió haber muerto de las causas naturales de la injusticia, la mentira y el desprecio que sus opresores han acumulado sobre el cuerpo llagado de México; pantalla y plaza: ¿todo para esto, te preguntas, tantos milenios de lucha y sufrimiento y rechazo de la opresión, tantos siglos de invencible derrota, pueblo surgido una y otra y otra vez de sus propias cenizas, para terminar en esto: el exterminio ritual del origen, el sometimiento colonial del principio, la alegre mentira del fin, otra vez?

Tu hermano miró tu mirada y te advirtió: la resistencia sería inútil; un gesto heroico, pero vacío; unos cuantos guerrilleros no derrotarán al ejército más poderoso de la tierra; necesitamos orden y estabilidad, aceptar la realidad del mundo actual, conformarnos con ser un protectorado de la democracia anglosajona, somos interdependientes, nadie acudirá en nuestra ayuda, las esferas de influencia están perfectamente definidas, USA, URSS, China, la Arabia Mayor, despójate de ideas anacrónicas, sólo hay cuatro poderes en el mundo, vamos a realizar el sueño del gobierno universal, arrumba tu apolillado nacionalismo…

Tomaste el cortapapeles que descansaba sobre la mesa del Primer Ministro y lo hundiste en su vientre; tu hermano no tuvo tiempo de gritar; la sangre le brotó por la boca, ahogándole; clavaste el puñal de bronce en su pecho, en su espalda, en su cara; tu hermano cayó sobre los botones multicolores y las pantallas se apagaron lentamente, los espejos volvieron a cubrirse de humo.

Saliste tranquilamente del despacho, te despediste amablemente de las secretarias; tu hermano pedía que no se le interrumpiese por ningún motivo. Caminaste con lentitud por los corredores y patios del Palacio Nacional. Te detuviste un instante frente a los murales de Diego Rivera en la escalinata y el patio centrales. La Junta Militar había ordenado tapiarlos con planchas de madera. Se dio como excusa la necesidad de una pronta restauración.

Abres los ojos. Miras el mundo real que te rodea y sabes que tú eres ese mundo y que por él combates. No es la primera vez que luchamos. Dejas de sonreír. Quizás sea la última.

—¿Qué hacemos con la vieja, comandante?

—No sé. No quiero juzgar.

—Perdone; pero si usted no, ¿quién?

—Se le puede recluir en alguna parte. Güero. En alguna casa solitaria y bien guardada. En un manicomio o un convento, güerito.

—¿No hay un oficial superior que decida estas cosas?

—No, mi comandante. Ya no hay tiempo.

—Tienes razón. Tampoco hay hombres de sobra para custodiar prisioneros…

—Que además limitan nuestra movilidad.

—Y el escarmiento, güerito, el escarmiento. Seguro que era una espía, uno del enemigo. Ésta no es su tierra.

—Está bien. Fusílenla hoy mismo. Allá atrás, en el muro de mi choza.

—¿Qué está haciendo la vieja?

—Escribe nombres en el polvo, con el dedo.

—¿Qué nombres?

—Nombres de viejas. Juana, Isabel, Carlota…

Caminas bajo el sol, de regreso al jacal. Te preguntas si al revelarse cada mañana, el sol sacrifica su luz en honor de nuestra necesidad: si esa luz, de alguna manera autosuficiente, gasta su transparencia revelando nuestra opacidad. Pero la luz da contorno y realidad a nuestros cuerpos. Debes despertar de esta pesadilla. Gracias a la luz, sabemos quiénes somos. Pero sin ella, acabaríamos por inventarnos antenas de la identidad, detectores de los cuerpos que deseamos tocar y reconocer. Te preguntas si es posible fusilar a un fantasma. Ya no te mientes: sabes dónde viste, antes, los ojos de una anciana envuelta en trapos negros, mutilada, sin piernas ni brazos, los ojos de una reina de vulnerable fuerza y cruel compasión. La pesadilla te convoca de nuevo: tú también eras parte de ese cuadro…

Te detienes. Junto a la entrada del jacal, una joven indígena de tez delgada y firme (estás seguro), labios tatuados y tobillos heridos, teje y desteje, con destreza y ánimo sereno, una extraña tela de plumas. A su lado, un soldado ha tomado la guitarra y canta. Te acercas a la muchacha. En esc instante, se reinician los bombardeos.

El lazy dog, o perro perezoso, consiste en una bomba madre fabricada de metal ligero, que estalla a escasa altura del suelo o en el suelo mismo. Dentro de la bomba madre hay trescientas bolas de metal, cada una del tamaño de una pelota de tenis, que al liberarse del seno materno ruedan por su cuenta y en diversas direcciones, estallando de inmediato o esperando, en la maleza o el polvo, a que el pie de un niño o la mano de una mujer las toque para estallar y volar la mano, el pie, la cabeza de quien primero la toque, mujer o niño. Los hombres están todos en la sierra.

Réquiem

Comenzó ahora a acometerle una espantable escuadra de miserias.

Cinco llagas le brotaron, que así fueron llamadas por las monjas del palacio, para sugerir que los sufrimientos del rey eran semejantes a los de Cristo mismo; y Felipe aceptó esta blasfemia en nombre de su hambre de Dios. Una llaga en el pulgar de la mano derecha, tres en el dedo índice de la misma mano, y otra en un dedo del pie derecho. Los cinco puntos de supuración le atormentaban noche y día; no podía soportar el contacto de las sábanas. Al cabo, las llagas se cicatrizaron, pero le fue imposible moverse por sí mismo. Era trasladado de un lugar a otro en silla de manos que cargaban, por turnos, cuatro monjas. A la Madre Milagros le advirtió el Señor:

—Cosa que entra en un convento, no vuelve a salir de él; ni persona, ni dinero, ni secreto. Pude haber escogido para cargarme de un lugar a otro a cuatro servidores sordomudos: así seréis vos y vuestras sórores, Milagros, sordas y mudas a cuanto vean y escuchen.

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