—¿Escogiste, Felipe? ¿Pudiste escoger otra vez?
La voz doble del ardiente fantasma despertó al Señor de su veloz sueño. Esa voz se alejaba. Abrió los ojos. Había ascendido por los treinta y tres peldaños de su capilla. El sol dañó su mirada. Lín valle bravo y recio se abría ante ella. Dura corteza de piedra. Vasta floración de la roca. Miró hacia la cabecera de una garganta montañosa, donde se erguía un cono apretado de roca viva. Y en la cima de la roca, como si de ella naciese, una gigantesca cruz de piedra arrojó su sombra sobre la faz del Señor; y esta cruz reposaba sobre un doble basamento, al primero de los cuales se adosaban las figuras de los cuatro evangelistas; y otro más pequeño, en cuyos ángulos estaban colocadas las imágenes de las cuatro virtudes cardinales; y a los basamentos de la cruz debía ascenderse por una inmensa escalinata asentada sobre roca viva, como en la entraña de la roca había sido cavada una cripta custodiada por una reja de tres cuerpos coronada por una crestería de ángeles, insignias y remates que acompañaban la figura del Apóstol Santiago.
Desorientado por el espacio, llagado por el sol que no había vuelto a ver desde que en este mismo sitio asistió al suplicio de Nuño y Jerónimo, vencido por el tiempo, Felipe giró sobre sus propias plantas, se sintió acorralado, buscó una salida: fiera atrapada por el miedo, no se percató de la presencia de un hombrecillo de corta estatura, un viejo con barba de tres días, uniforme gris de tela burda y gastada gorra con una chapa de cobre.
—¿Puedo ofrecer mis servicios al señor?, preguntó este hombrecillo obsequioso.
—¿Dónde estoy… por favor… dónde?, logró murmurar Felipe.
—Hombre, en el Valle de los Caídos.
—¿Qué? ¿Cuáles caídos?
—Caramba, los caídos por España, el monumento de Santa Cruz…
—¿Qué día es éste?
—Como saber el día, pues eso sí quién sabe. Ahora que el año sí que lo sé, que es el de mil nueve noventa y nueve. ¿El señor nunca ha visitado el Valle de los Caídos? Permítame, mi tarjeta. Soy guía autorizado y puedo…
Felipe miró hacia la inmensa cruz de piedra: —No, nunca lo he visitado. Es que hace más de cuatrocientos años que me fui.
El hombrecillo, hasta ese momento acomedido aunque indiferente, miró por primera vez el rostro, el atuendo, la figura toda de Felipe. Tartamudeó:
—Es que… es que pasan tantos turistas por aquí… todos iguales… y repito siempre lo mismo… me sé de memoria los…
Arrojó la gorra a la tierra y, con los ojos desorbitados, corrió gritando, lejos de Felipe, agitando los brazos, con la voz rasposa que retumbaba entre las masas de la roca tallada:
—¡Venid, venid todos! ¡Oídme, oídme! ¡Que ha regresado uno que se fue hace cuatrocientos años! ¡Venid, venid, oídme todos!
Esa noche, buscando guarida para su terror y su hambre entre los vestigios de encina y enebro, zarzamora y mejorana de los riscos de la sierra, escuchando cada vez más cerca las bocinas de la caza noctur— na y el chisporroteo de hachas, el ocasional disparo de un fusil y el constante ladrido de los mastines, Felipe llegó hasta una pequeña fogata encendida entre la roca y protegida con cuidado del cierzo de diciembre.
Un sentimiento instintivo de alivio y gratitud le llevó a arrojarse a los pies del montañés que allí hervía una vieja cafetera y rebanaba una hogaza de pan.
El montañés le acarició el testuz y Felipe levantó los grandes ojos líquidos y dolorosos para mirar los de este hombre que le ofrecía un pedazo de pan y una rebanada de jamón serrano. Eran negros; pero rubia y rizada la cabellera, trigueña la piel, larga y bella la nariz, sensuales los labios.
Felipe devoró con el hocico y los colmillos el jamón y el pan. Continuaban acercándose los temibles rumores de la cacería, pero al lado de este joven montañés, su amigo, ya no sintió miedo. Incluso entendió sus palabras cuando el hombre dijo, lentamente, mientras apagaba con las botas el fuego, con un tono de incertidumbre en sus palabras, pero con una clara intención de ser comprendido por el lobo;
—Sí. La verdad es ésta. Cuando hablo de un lugar es porque ya no existe. Cuando hablo de un tiempo es porque ya pasó. Cuando hablo de una persona es porque la deseo.
Habrá nevado durante varias horas. El río ha crecido. El torrente ahoga al zuavo de piedra del Pont de l’Alma. Las aguas turbias se arremolinan en la proa de la Isle Saint-Louis. Blanco sudario del Luxemburgo. El jardín de Montsouris se reconoce en un desolado albor. Una terrible belleza blanca ciega al Pare Monceau. La escarcha dibuja los árboles de tinta china del cementerio de Montparnasse. La nieve cubre el de Pére Lachaise como un tardío sacrificio. Las tumbas nevadas de Francisco de Miranda y Charles Baudelaire, Honoré de Balzac y Porfirio Díaz. Arañas plateadas en los jardines y panteones.
Arañas doradas en el cielo raso del apartamento del Hotel du Pont Royal. La suite roja. Terciopelo ardiente. Afuera, la nieve como un estandarte derretido y el rio como el rampante león de la bandera. Adentro, ios estucos blancos. Viñas. Cornucopias. Querubes, Yeso esculpido. Terciopelo rojo y yeso blanco. Los espejos. Manchados.
Patinados. Multiplican el espacio del estrecho apartamento.
El ascensor de jaula ha dejado de funcionar hace mucho. Bronces renegridos. Cristales biselados. Afuera. Del otro lado de la puerta doble. No la has abierto. En tanto tiempo. Evitas los espejos. Los hay inmensos, de cuerpo entero y marco de oros opacos y azogues dañados. Otros pequeños, de mano. Uno de mármol negro, veteado de sangre. Otro mínimo, cuarteado, cubierto de huellas digitales. Otro redondo, con un marco coronado por un águila bicéfala. Otro triangular. Muchos más. Los evades. El argentino Oliveira te lo advirtió: ninguno refleja el espacio del lugar donde estás. El rosario de estrechas piezas: salón, recámara, vestidor, baño, abriéndose unas sobre las otras. Ninguno refleja tu rostro. Los tocas; no los miras, no te miras. Lo tocas todo con tu mano única. Buendía, el colombiano, te lo advirtió al llegar a Francia: París parece mucho más grande de lo que realmente es a causa de la infinita cantidad de espejos que duplican su espacio verdadero: París es París, más sus espejos.
Tardíamente, el viejo Pierre Ménard propuso que se dotara a bestias, hombres y naciones de un surtido de espejos capaz de reproducir infinitamente sus figuras y las ajenas, sus territorios y los ajenos, a fin de apaciguar para siempre las imperativas ilusiones de una destructiva ambición de poseer, aunque el dominio nos asegurase la pérdida tanto de lo conquistado como de lo que ya era nuestro. Sólo a un ciego pudo ocurrírsele semejante fantasía. Es cierto que, además, era filólogo.
Oliveira, Buendía, Cuba Venegas, Humberto el mudito, los primos Esteban y Sofía y el limeño Santiago Zavaiita, que se la vivía preguntándose en qué momento se jodió el Perú y llegó también a París, refugiado como todos los demás y preguntándose como todos los demás, con excepción de la rumbera cubana, ¿a qué hora se jodió la América Española? No los has vuelto a ver. Si existen aún, hoy andarán declarando, contigo, el Perú jodido, Chile jodido, la Argentina jodida, México jodido, el mundo jodido. Hoy: el último día de un siglo agónico. Hoy: la primera noche de los próximos cien años. Aunque saber si 2000 es el último año de la centuria pasada o el primero de la venidera se presta a infinitas discusiones: vivimos dentro de un espectro roto. Sólo esa vieja, fofa, pintarrajeada rumbera con nalgas como un corazonzote, Cuba Venegas, mantuvo hasta el fin su extraño optimismo antillano, cantando melancólicos boleros, con su voz cascada, en los peores antros de Pigalle. Decía, ignorando la paráfrasis:
—Todos los buenos latinoamericanos vienen a morir a París.
Quizás tenía razón. Quizás París era el punto exacto del equilibrio moral, sexual e intelectual entre los dos mundos que nos desgarraron: el germánico y el mediterráneo, el norte y el sur, el anglosajón y el latino.
En los aniversarios de sus respectivas muertes, Cuba Venegas llevaba flores a las tumbas de Eva Perón, en Pére Lachaise, y de Che Guevara, en Montparnasse.
Qué lejanas aquellas veladas en el piso más alto de la vieja casa de la rué de Savoie, cuando se reunían todos a beber el amargo mate preparado por Oliveira y la rubia Valkiria lituana ponía tangos en el tocadiscos y servía pisco y tequila y ron, mientras todos jugaban a la Superjoda, una partida de naipes competitiva en la que ganaba el que reuniera mayor cantidad de oprobios y derrotas y horrores. Crímenes, Tiranos, Imperialismos e Injusticias: tales eran los cuatro palos de esta baraja, en vez de tréboles, corazones, espadas y diamantes.
—¿Qué vale má?, inquiría Cuba Venegas, ¿ecalera de multinacionale o flor de embajadore?
—Depende, contestaba Santiago el limeño; yo tengo corrida: United Fruit, Standard Oil, Pasco Corporation, Anaconda Copper e ITT.
—¿De dónde son lo cantante?, gritaba la rumbera. Jenry Len Uil— son, Choel Ponset, Esprul Braden, Chon Puerifuchi y Nataniel Débis. ¡Flor, coño!
—Corazón apasionado, disimula tu tristeza, murmurabas tú, dirigiéndote el mudito Humberto. Te cambio un Ubico y dos Trujillos por tres Marmolejos.
—¿Sabés (comentaba Oliveira mientras repartía cartas) cómo llegó Marmolejo al poder en Bolivia? Se puso en fila para saludar al presidente en la fiesta de la independencia nacional y cuando llegó a él le disparó una pistola en la barriga. Luego le quitó la banda presidencial, se la puso y se dirigió al balcón de palacio a recibir las aclamaciones. ¿Qué tenés, mudito?
Humberto extendía sus cinco cartas bélicas: la escuadra de Winfield Scott, el ejército de Achille Bazaine, los mercenarios de Castillo Armas, los gusanos de Bahía de Cochinos y la guardia nacional de Somoza.
—¡Full!, exclamaba Buendía: los tigres de Masferrer, los tonton macoutes de Duvalier y la Dops brasileña más un Odría y un Pinochet.
—Chorros, vos, tu papa y tu mama, decía triunfalmente Oliveira, extendiendo un poker de prisiones sobre la mesa: las tinajas de San Juan de Ulna, la isla de Dawson, el páramo de Trelew y el Sexto en Lima. A ver, topen esa …
—Que aumente la polla y se repartan de nuevo las cartas, proponía la Valkiria mientras llenaba los vasos.
—Santa Arma perdió la batalla de San Jacinto contra los quintacolumnistas texanos cuando la estaba ganando porque se detuvo a comerse un taco y dormir la siesta.
—¿Tú, Zavalita, qué tenés?
—Tercia de exterminios en plazas públicas, pues. Maximiliano Martínez en Izalco, Pedro de Al varado en la fiesta del Tóxcatl y Díaz Ordaz en Tlatelolco.
—Las dos últimas son la misma. Vale por par, pendejo.
—Como una nube gris que cubre tu camino, me voy para olvidar que cambie tu destino, entonó Zavalita, arrojando las cartas bocabajo.
—¿Qué decías de Santa Anna?
—Le volaron una pierna y la enterró bajo palio en la catedral de México. Lo capturaron los yanquis y vendió la mitad del territorio nacional. Más tarde vendió otro pedacito para comprarles uniformes europeos a sus guardias y construirse estatuas ecuestres con mármol de Carrara.
—Pucha Diego, decían en silencio los labios de Humberto.
—¿Y los primos?, preguntaba Buendía.
—¿Esteban y Sofía? Shhh, decía la Valkiria, están en la recámara.
—¡Pachuca!, exclamabas desanimado. Un Juan Vicente Gómez, un indio herrado por Nuño de Guzmán en Jalisco, un esclavo en la mina de Potosí, un barco negrero en Puerto Príncipe y la campaña de exterminio del General Bulnes contra los mapuches.
—Che, Buendía, con taños la doble muerte de J. V. Gómez.
—Juan Vicente Gómez hizo que se anunciara su muerte para que sus opositores salieran a celebrarla por las calles de Caracas. Se escondió detrás de la cortina de una ventana del palacio y observó con sus ojillos de mapache a los celebrantes, mientras daba órdenes a la policía: encarcelen a ése, torturen a éste, fusilen a aquél… Cuando de verdad se murió, tuvieron que exhibirlo sentado en la silla presidencial, con la banda y uniforme de gala, mientras el pueblo pasaba, lo tocaba y se cercioraba: «De veras, esta vez sí se murió.» Qué vaina.
—Te cambio tu Góme por do Pére Jiméne y el guáter de oro de Batita en Kukine, canturreaba la rumbera, hay en tus ojos el verde esmeralda que brota del mar…
—Y en tu boquita la sangre marchita que tiene el coral…
—En la cadencia de tu voz divina la rima de amar…
—Y en tus ojeras se ven las palmeras borrachas de sol…
—Batista mandaba en Navidad grandes cajas de regalos con listones y envueltas en papel de china a las madres de los muchachos que luchaban en la Sierra Maestra y en la clandestinidad urbana. Al abrirlas encontraban adentro los cuerpos mutilados de sus hijos.
—¡Poker de CIA!, gritaba Oliveira, barriendo las fichas amontonadas en el centro del tapete hacia su pecho.
—Adiós, Utopía…
—Adiós, Ciudad del Sol…
—Adiós, Vasco de Quiroga…
—Adiós, Camilo Enríquez…
—Juárez no debió de morir, ay, de morir…
—Ni Martí, chico…
—Ni Zapata, mano…
—Ni el Ché, ché…
—Adiós, Lázaro Cárdenas…
—Adiós, Camilo Torres…
—Adiós, Salvador Allende…
—Otra vez volveré a ser, el errante trovador…
—Que va en busca de un amor…
—Sola, fané y descangallada…
—Ledá de oro, chico, ledá deoro, comenzaba a sollozar Cuba Venegas.
Recorres lentamente la sucesión de piezas, comunicadas todas por puertas dobles. Lo tocas todo. No, no tocas el terciopelo rojo de muebles, cortinas y paredes. Tocas todos los objetos que has reunido aquí, dispuestos cuidadosamente sobre armarios, repisas, cómodas, gabinetes, antiguos escritorios de cortina, raquíticos secrétaires dieciochescos, mesas de noche, repisas de cristal, mesas de mármol. La perla negra. La carlanca de perro, armada de púas, con la divisa inscrita en hierro, Nondum, Aún No. Las botellas verdes, largas, vacías, para siempre cubiertas de musgo, algunas toscamente taponeadas con corcho, otras cerradas con yeso rojo después de haber sido abiertas, ¿cuándo?, ¿por quién?, con evidente premura, otras lacradas con el sello de un anillo imperial. Abres, a menudo, el largo estuche de piel cordobesa donde duermen en lechos de seda blanca las viejas monedas que acaricias, desgastando aun más las borradas efigies de reyes y reinas olvidados. Con tu única mano extiendes los papeles guardados en el gabinete de Boulle, las crónicas adelgazadas, transparentes, desleídas. Comparas las caligrafías, la calidad de las tintas, su resistencia al transcurso del tiempo. Documentos escritos en latín, hebreo, arábigo, español; códices con ideogramas aztecas. Letras de araña, letras de mosca, letras de río, letras de piedra, glifos de nube.