Terra Nostra (130 page)

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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

BOOK: Terra Nostra
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—Un fantasma, gota a gota, me agota.

Entonces los dos cirujanos volvieron a acercarse al ataúd, con finos y afilados cuchillos en las manos. Con ellos le rasgaron primero las hediondas ropas negras y descubrieron su cuerpo lampiño, pálido, gredoso. El Señor gritó: no pudo escuchar su propia voz y supo que nadie más la escucharía, nunca más. Los médicos, las religiosas, los frailes: ellos estaban sordos; no él, no él.

Le abrieron los cuatro abcesos del pecho. Tres, dijeron, estaban llenos de pus. El cuarto era una cueva de piojos.

Con el cuchillo, Saura le abrió el cuerpo en canal. Los dos médicos lo exploraron, extrajeron las visceras, y dijeron, a medida que las arrojaban a los mismos calderones donde llegaron las entrañas de las bestias:

—El corazón del tamaño de una nuez.

—Tres grandes cálculos en el riñón.

—El hígado lleno de agua.

—Los intestinos putrefactos.

—Un solo testículo negro.

Los treinta y tres escalones

Luego hubo una larga ausencia.

—¿Dónde se han ido todos?

Luego hubo un gran silencio.

—Cierre la boca Su Merced, que las moscas españolas son muy insolentes.

Sintió una gran fatiga y, a la vez, un gran alivio. Alivio era la muerte. Fatiga, los largos siglos que aún debía vivir muerto: no sólo su tiempo, sino todo el tiempo que faltaba para que el suyo bebiera, hasta las heces, su destino incumplido. Los siglos que les faltaban a las reinas anunciadas por su madre, a los reyes que ocuparían el trono godo.

—El tiempo y yo valemos dos.

Al clarear el día, distinguió desde las profundidades del ataúd a dos figuras que se asomaban a mirar su cadáver. A una la reconoció en el acto: era el estrellero, fray Toribio, con el ojo andariego y la aureola de pelo incendiado. Miraba el cadáver del rey y decía:

—Pobre imbécil. Murió creyendo que la tierra era plana.

Pero el otro… el otro…

Trató de reconocerlo, y reconociéndolo, de recordarlo. Condenado a galeras, herido en la gran batalla naval contra el turco, prisionero en Argel, seguramente muerto y olvidado en las mazmorras a donde le condujo su indiscreta pluma; ¿qué mentira le contó una vez el fraile Julián?: «¿El Cronista, Sire? Olvidadlo. Ha sido llevado a la prisión y torre de Simancas, donde tantos cabecillas comuneros murieron, y como ellos, decapitado?»… Y ahora estaba vivo, aquí, asomándose a mirarle a él, muerto. Le faltaba una mano. En la otra empuñaba una verde y larga botella, con el sello roto.

—Pobre Señor. Murió sin saber lo que decía el tercer manuscrito dentro de la botella abandonada por el peregrino en la celda de donde Guzmán le condujo a una cruel cacería. Pobre Señor. Como la puta de Babilonia, en su frente leo la palabra: Misterio.

—Eres demasiado compasivo, Miguel, le dijo el astrólogo al escritor. Con tal de que todo el mundo te lea, eres capaz de exponer absurdamente la cabeza. Conténtate con los dos libros que pudiste escribir, amparado por mí y por la abulia del Señor, en la soledad de mi torre: la crónica del caballero de la triste figura, que todos leerán, y la crónica de los últimos años de nuestro soberano, que a nadie le interesa.

—¿Y el manuscrito que contiene esta botella, fraile, quién lo leerá? Yo no lo escribí. Lo trajo del mar uno de esos muchachos.

—Publicadlo, si así os parece. Que lo lean todos menos el Señor aquí yacente. Mirad su cuerpo embalsamado y amortajado con vendas, como una momia…

Abrió los brazos el fraile uranólogo:

—Y mirad ahora ese maravilloso tríptico del reino milenario, pintado por un humilde artesano flamenco y adepto del libre espíritu para decir en secreto todas las verdades del mundo humano, en rebelión contra la Iglesia, que pretende ser el reino de Dios en las almas, y contra la Monarquía, que pretende ser el reino de Dios en el mundo. ¿Crees que el Señor entendió jamás el sentido de este desafío, a pesar de los pesares, instalado aquí mismo, en su capilla, y visto por él todos los días? El Señor ha muerto.

—¿Nada debemos agradecerle?

—Sí. Su falta de curiosidad para llegar hasta mi torre y sorprendernos en nuestros quehaceres. Ha muerto, te digo. Le sobreviven mi ciencia, tu literatura y este arte. No todo está perdido. Que otros le lloren, no tú, ni yo, ni el alma del pintor de Hertogenbosch.

Desaparecieron.

Desde su ataúd, Felipe empleó el día en escudriñar ese cuadro flamenco, sin poder penetrar los misterios que le atribuía fray Toribio. ¿A qué edad pertenecía esa pintura? Pues todo creyó entender del manuscrito de Teodoro el consejero de Tiberio César, que era el pasado, y nada del manuscrito de una extraña guerra en selvas y montañas del nuevo mundo, que era el futuro. Pero este tríptico… No podía ubicarlo ni en el pasado ni en el futuro. Quizás pertenecía a un eterno presente.

Al caer la noche, se durmió.

Despertó en la oscuridad, con un sobresalto. ¿Le habían colocado ya dentro del sepulcro? ¿Cubríale ya la losa de mármol? Y esos diminutos ruidos, ¿eran paletadas de tierra? No, su voluntad fue que le sepultasen aquí mismo, en el pudridero, junto con sus antepasados. ¿Habrían triunfado los herejes, los locos, los paganos, los infieles, le habrían arrojado entre todos, para vengarse de él, en la fosa común, junto al cadáver del perro Bocanegra? No, olía la cera muerta de la capilla, el incienso viejo, el viento metálico de escorias que descendía hasta aquí por los treinta y tres escalones…

Unos pasos. Pesados. Pesadilla.

Una sombra cayó sobre su rostro muerto.

Una figura.

Un fantasma: lo supo porque él lo miraba, pero la figura no lo miraba a él. Un fantasma: no nos mira. Para él, no estamos allí. Eso es lo que nos espanta.

Sintió una atracción espantosa hacia ese ser tan cercano, detenido junto al ataúd, que no le miraba, como si el Señor no existiese ya ni en la vida ni en la muerte. Felipe apoyó las manos llagadas y vendadas contra la blanca seda del féretro, se incorporó, se sentó dentro del ataúd, podía moverse, ya no sentía el dolor de los años pasados, colgó una pierna fuera del ataúd, luego la otra, salió de la caja de plomo, se incorporó, gallardo, liviano, alegre; miró hacia el tríptico del altar: era un inmenso espejo de tres volantes, y en él Felipe se vio triplicado, uno el muchacho del día de la boda y el crimen en el alcázar, otro el hombre de mediana edad que venció a los herejes de Flandes y mandó construir esta necrópolis, el tercero el anciano blanco y enfermo que en vida se pudrió en este pudiidero.

—Escoge, le dijo la voz del fantasma.

Volteó a mirarlo, pero el espectro le daba la espalda. Volvió a mirar hacia el tríptico. Decidió ser el joven, revivir su vida, tomar la segunda oportunidad que le devolvía la muerte; se oscurecieron los otros dos espejos, sólo brilló el primero, se desenrollaron por sí solos, y cayeron al piso de granito, los vendajes que le amortajaban. Felipe se miró a sí mismo, vestido como el día de sus nupcias con Isabel, magnífico, magnífico, lustrosos zapatos a la flamenca, calzas color de rosa, una ropa de brocado forrada de armiños y en la cabeza una gorra como un joyel y sobre el pecho una cruz de piedras preciosas y, entre los armiños, desprendidos capullos de azahar. Miró en el espejo del cuadro sus facciones de los diecisiete años, agraciadas, casi femeninas, pero marcadas por la estígmata de su casa: la quijada prógnata, los labios gruesos, siempre entreabiertos, los párpados pesados. Pero sobre todo sintió su cuerpo joven, el cuerpo del imaginario viaje en la barca de Pedro, en busca del mundo nuevo, acompañado de Simón, Ludovico y Celestina: la piel tostada, la cabeza teñida por el oro del océano, el músculo fuerte, la carne delgada.

Escuchó los pasos del fantasma que se alejaba del altar y del ataúd, a lo largo de la nave flanqueada de sepulcros. Le siguió, ansioso de ser visto por él, por alguien, ahora que volvía a ser joven, ahora que la muerte le ofrecía la segunda oportunidad.

Mas al pasar al lado del ataúd, se detuvo, inmovilizado por una imagen que le puso la piel de gallina: el anciano rey amortajado yacía allí, muerto, envuelto en vendas blancas y coronado por la corona goda de oro incrustada de perla, zafiro, ágata y cristal de roca. No supo lo que hizo, ni por qué lo hizo; no supo si sintió amor, odio o indiferencia hacia ese despojo; sintió, sólo, una pasión, una necesaria pasión, no un homenaje, no una profanación: un transporte que determinó su acto. Se quitó la gorra. Le quitó la corona. Le puso la gorra. Se puso la corona.

El fantasma, que no le miraba, que le daba la espalda, se detuvo al pie de la escalera,

Entonces giró y por fin miró al joven Felipe. El príncipe angostó la mirada, tratando de adivinar, recordar o, quizás, prever las facciones del fantasma, un joven como él, una extraña mezcla de herencias raciales, rubia y rizada la cabellera, negros los ojos, trigueña la piel, larga y bella la nariz, sensuales los labios. Un muchacho desnudo. Alargó una mano, invitando a Felipe a seguirle:

—¿No me recuerdas? Miguel me llamo en tierras cristianas, Michah en las juderías, Mijail ben Sama en las aljamas arábigas: Miguel de la Vida. Me mandaste quemar vivo un día, bajo las cocinas de tu palacio. No me condenaste por lo principal, sino por lo secundario.

Le invitaba a seguirle: a subir, peldaño tras peldaño, esa escalera inconclusa. Felipe cayó de rodillas; se postró: abrió los brazos en cruz frente a su víctima; no, esa escalera conduce a la muerte, ya la ascendí un día, con mi espejo en la mano, y en ella vi lo que no quiero volver a ver, mi vejez otra vez, mi agonía, mi muerte, mi descomposición, mi retorno a la materia bruta, mis metamorfosis, la transmigración de mi alma, mi resurrección en forma de lobo, cazado en mis propios dominios por mis propios descendientes, Michah, Mijail, Miguel de la Vida, perdona mi crimen, honra tu nombre, Miguel de la Vida, no vuelvas a quitarme la mía…

Sonrió el llamado Miguel: —Aquella vez, como Narciso, sólo te miraste a ti mismo en el espejo. Esta vez, Felipe, verás el espejo del mundo. Ven.

El joven príncipe miró hacia atrás: los sepulcros, su propio ataúd de plomo, el coro de las monjas, el altar, el tríptico, la puerta de ingreso a su desnuda alcoba de placeres secretos y duras penitencias, desde donde podía asistir, sin moverse de la cama, a los oficios divinos. Recordó a su padre. Pensó que, si daba la espalda a la escalera y volaba de regreso a ese mundo subterráneo, confundiría, como los halcones sabrosos de presa, la oscuridad enclaustrada de la capilla con el espacio infinito de la noche, se estrellaría contra pilastras, bóvedas de piedra, celosías de fierro, y quedaría manco, y moriría otra vez.

Tomó la ardiente mano del fantasma.

Levantó un pie y lo posó sobre el primer peldaño de la escalera.

—Esta vez no te mires a ti; mira a tu mundo; y escoge de vuelta.

Ascendió lentamente Felipe, tomado de la mano febril de Mijail ben Sama.

Cerró los ojos para no verse esta vez, como la otra, a sí mismo, sino al mundo; y el mundo, en cada peldaño, ofreció la tentación de escoger de nuevo, desde los albores del tiempo, pero siempre en unmismo lugar transfigurado: éste, tierra de las vísperas, Hispania, Terra Nostra.

Y escuchó al pisar cada escalón la doble voz de Mijail ben Sama, una voz que era dos voces, cada una nítida, clara, vaga, urgente, dos pero una, una pero dos.

Creador andrógino de un ser inventado a su imagen y semejanza
Padre creador de un hombre incompleto: ¿dónde está la mujer?
El primer ser se fecunda a sí mismo multiplicándose como la tierra sin mácula
El hombre viola a la mujer y ambos dañan a la naturaleza que les expulsa del jardín enfermo
La armonía del mundo de los hijos prolonga la armonía original del mundo de los padres
El hermano mata al hermano para poseer a la mujer sojuzgada y a la tierra inhóspita
La diversidad de los pueblos, las lenguas y las creencias es el resultado de un mestizaje que fortalece la unidad del género humano
El dominio de la mujer y la tierra vencidas encona a los pueblos contra los pueblos: la insuficiencia es exaltada como superioridad, la necesidad como razón
Todo es de todos
Lo tuyo y lo mío
Lo nuestro
He de morir: regresaré transformado
He de morir: nunca regresaré a la tierra
He de vivir: quiero la muerte
He de morir: quiero la gloria
Soy un río
Soy una sombra
Todo cambia
Nada debe cambiar
Todo permanece
Todo debe continuar
Entiendo lo que se mueve
Entiendo solo lo inmóvil
Amo lo que desconozco
Odio lo que no comprendo
Me reconozco en la diferencia
Extermino lo diferente
Mézclese mi sangre con la de todos
Purifiqúese mi sangre con sanguijuela y cauterio
Renazca mi cuerpo enriquecido por la sangre mezclada
Muera mi cuerpo empobrecido por la pureza de la sangre
Amo el trabajo de mis manos renovadas: recreo el paraíso
Indigno de mis manos ascéticas es el trabajo de esclavos
Construyo jardines
Levanto panteones
Surtidor y alhelí
Piedra y mortaja
Mi cuerpo se une
Mi cuerpo se separa
Amor o soledad
Honor o deshonor
Inteligencia de mis sentidos terrenos
Ignorancia de cuanto me aparte de la salvación eterna
Libertad de mi cuerpo y de mi mente abiertos a toda fecundación
Opresión de mi cuerpo y de mi mente sometidos a la penitencia
Comunidad
Poder
Tolerancia
Represión
Muchos
Uno
Cristianos, moros y judíos
Hidalgo de sangre limpia
Españoles
Yo, el Rey
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