—De acuerdo, tienes razón. Bien, enséñame las demás cosas bonitas que has elegido.
Abre la revista y Babi le señala sus preferidas.
—Mira, éstas me gustan muchísimo, pero me parece que son caras.
Precisamente en ese momento, Daniela aparece en la puerta.
—Mamá, tengo que hablar contigo.
—Dios mío, no te había oído, me has asustado. Esta noche la habéis tomado todas conmigo. De todos modos, ahora no puede ser, Daniela: estamos decidiendo cosas importantes.
—Creo que la mía es mucho más importante. ¡Estoy embarazada!
—¿Qué? —Raffaella se levanta de la cama, seguida de Babi—. ¡¿Es una broma?!
—No, es verdad.
Raffaella se lleva las manos a la cabeza y pasea arriba y abajo por la habitación. Babi se deja caer en la cama.
—Precisamente ahora…
Daniela la mira.
—Precisamente ahora, precisamente ahora…, ¿quieres parar? ¡Perdóname si he elegido un mal momento!
Raffaella se le acerca y la zarandea.
—Pero ¿cómo es posible? ¡Ni siquiera sabía que salías con un chico! —Después entiende que la está tratando con demasiada dureza. Entonces deja caer los brazos y le hace una caricia—. Me has cogido desprevenida. Pero ¿quién es él?
Daniela mira a su madre y después a Babi. Las dos esperan su respuesta. Ellas también tienen la boca abierta en aquella espera espasmódica, exactamente como Giuli. Pero ellas se lo tomarán mejor, estoy segura. Al menos mi madre. Giuli se sorprenderá de su reacción, lo sé.
—Pues, mamá, verás… hay un pequeño problema…, es decir, para mí no es ningún problema, y espero que no lo sea tampoco para vosotras.
Precisamente en ese momento, Claudio acaba de entrar en el piso. Ha visto el coche de Raffaella y el de Babi aparcados, e incluso la Vespa. Están todas en casa. Ya deberían estar durmiendo. Su velada ha sido perfecta…, más aún, muy distinta de
El buscavidas
o del dudoso Nuti. Ha sido la partida de billar más bonita de su vida. Pero no le da tiempo a acabar de pensarlo cuando un grito rompe su velada. Un grito en la noche, una sirena, una alarma. Peor: el chillido de Raffaella. Claudio pasa revista a todas las posibilidades: han llamado del hotel porque hemos hecho demasiado ruido; nos ha visto una amiga suya que la odia y se lo ha contado todo; nos ha puesto un detective de pacotilla que acaba de darle las fotos… Pero no se le ocurre nada más que huir. Demasiado tarde. Raffaella lo ve.
—¡Claudio, ven en seguida, ven aquí! —Raffaella sigue gritando como una posesa—. ¡Ven a oír lo que ha pasado!
Claudio no sabe qué hacer. Obedece, totalmente dominado por ese grito que desmigaja toda posible reacción suya, toda certeza o todo intento de defensa.
—¿Quieres saber qué ha pasado? ¡Daniela está embarazada!
Claudio suspira aliviado. La mira. Daniela está callada. Tiene la mirada baja. Pero Raffaella no se detiene ahí.
—¡Y espera, espera! ¡La cosa no se acaba aquí! ¿Quieres oírlo todo? ¡Está embarazada y no sabe de quién!
Entonces Daniela levanta los ojos y mira a su padre, implorando cualquier clase de perdón, un poco de amor, solidaridad de cualquier tipo. Después está Babi, que mira desdeñosa a su hermana, pensando que ha decidido deliberadamente arruinar su momento. Y al otro lado de la habitación está Raffaella. También ella espera algo de Claudio. Un bofetón, un grito, una reacción cualquiera. Pero Claudio está completamente vacío. No sabe qué decir, qué pensar. En parte se siente aliviado. Por un instante ha temido ser descubierto. Entonces decide salir del paso, aunque está seguro de que lo pagará durante muchos años:
—Yo me voy a dormir. Perdonad, pero también he perdido al billar.
Música. Primera sala. Gente que entra, gente que sale, gente que bromea, gente que bebe, gente que se ríe. Chicos que intentan hacerse oír, chicas que escuchan y, de vez en cuando, una carcajada. Gente inmóvil, gente que mira, gente que espera, gente que quién sabe qué piensa.
Segunda sala.
Un extraño disc-jockey, demasiado normal para serlo realmente, pone buena música. Todos bailan y es difícil abrirse camino. Algún que otro exhibicionista se ha subido a un balconcito. En otros salientes, abandonados al azar por quién sabe qué arquitecto, bailan unas chicas. Una gogó desnuda. Una mujer marinero. Una vestida sólo con redes. Una chica militar. Guapas. Al menos eso parecen. Pero a veces la música y las luces juegan malas pasadas. El Bailarín se abre camino, empuja, con amabilidad, a otros bailarines menos musculosos que él pero quizá con más ritmo. Poco a poco avanzamos en esa especie de trinchera humana.
Algunos vips suficientemente desconocidos están sentados en un sofá en la sala ubicada en una entreplanta. A la entrada de este pequeño ring, un tipo vigila que nadie se infiltre en ese edén privado. O quizá que esos pocos vips que han entrado no se marchen antes de cierta hora. El Bailarín nos trae dos pedazos de pastel.
—Ahora Walter os dará una mesita y dos copas de champán. Perdona, Step, pero tengo que volver a la entrada.
Me guiña el ojo y sonríe. Hay que decir que ha mejorado. No recordaba que tuviera esa extraña ironía.
Permanecemos, así en medio de la sala, con las dos porciones de pastel en la mano. Gin con el tenedor de plástico, en un extraño equilibrio, intenta comer un poco.
—¿Qué pasa?, ¿estás enfadada?
Me sonríe.
—No, ¿por qué? Ese tío era un gilipollas. Si hubiera podido, yo también lo habría hecho. Aunque quizá con menos violencia.
La miro y me pongo serio. Me inspira ternura. Intento ser amable.
—A veces no se puede elegir. Entonces es mejor contenerse, fingir que no pasa nada. Pero en mi caso, tú eres la que ha elegido…
—¿Y no he hecho bien?
—Claro. Empiezo a conocerte. Sólo sé que si salgo contigo tendré que estar en forma.
—¿Tú crees que le servirá de lección?
—No lo creo, pero no podía hacer otra cosa. A lo mejor iba hasta las cejas de coca. Con los tipos así no se puede hablar. O él o yo. ¿Con quién querías comerte este pastel?
Coge de prisa otro pedazo.
—Está bueno.
Me sonríe, comiéndoselo a gusto. Tiene la boca llena y apenas se la entiende.
—Me lo quiero comer contigo.
Llega Walter, un tipo de unos cuarenta años con una camisa blanca y algún que otro ringorrango. Parece salido del siglo XVIII francés.
—Esto es para vosotros.
Deja sobre la mesa dos copas de champán. Yo dejo el pastel y me bebo la mía. También Gin bebe la suya de un trago. Cogemos otras al vuelo de una chica que pasa con una bandeja. Gin golpea la suya sin querer y está a punto de caer al suelo, pero la atrapo al vuelo. Estoy un poco borracho pero aún lúcido.
—Ven, vamos.
La cojo de la mano y la llevo hacia la salida de emergencia. Al cabo de un instante estamos en la calle. Viento nocturno, viento ligero, viento de octubre. Algunas hojas por el suelo y poco más. Miro a mí alrededor. No muy lejos está la entrada del Follia y el tipo está aún tumbado en el suelo. Ahora está apoyado sobre los codos, mientras su novia está delante de él, mirándolo con los brazos en jarras. Quién sabe qué piensa. Quizá en lo más hondo está satisfecha de que alguien le haya pegado así. Claro que no lo puede dejar traslucir. Quizá las cosas entre los dos cambiarán. Quizá, sí, quizá… Es difícil. Pero no me importa demasiado. Lo ha escogido ella, no yo.
—Oye, ¿se puede saber en qué estás pensando? No me digas que aún te estás deleitando por cómo has reducido al tipo. Sólo ha tenido mala suerte, tú lo has dicho. O él o tú. Cuestión de segundos. Y él ha arrancado después. Lo has cogido desprevenido. En un encuentro normal, no sé cómo hubiera acabado.
—Lo que no sé es cómo acabarás tú si no paras. Sube al coche, venga.
—¿Y ahora adonde me llevas? Hemos tomado ya el postre y, además, de gorra.
—Falta la guinda.
—¿Es decir?
—Es decir, tú. —Subo la música para que Gin no pueda contestar, la pongo a tope y tengo suerte—. Otra como tú no la encuentro ni de coña… Está claro que…
Gin sonríe sacudiendo la cabeza. Consigo cogerle la mano y llevármela a los labios. La beso dulcemente. Es suave, fresca, está perfumada. Vive una vida propia, a pesar de todo lo que ha tocado. Y la beso de nuevo. Sólo con los labios. Entre sus dedos. Hurgando, frotando, escurriéndome, sin frenar, dejándome llevar, cayendo. La veo cerrar los ojos, dejar ir la cabeza hacia atrás en el respaldo. Ahora hasta el cabello está abandonado. Le doy la vuelta a la mano y le beso la palma. Me coge la cara dulcemente mientras respiro entre sus líneas… La vida, el destino, el amor. Respiro despacio sin hacer ruido De repente ella abre los ojos y me mira. Parecen distintos, como cristalinos, apenas empañados por un velo ligero. ¿Felicidad? No lo sé. Me miran de soslayo en la penumbra. Ellos también parecen sonreír.
—Mira la calle… —me reprende.
Yo obedezco y poco después vuelvo la cabeza, hacia abajo, hacia el río, junto al Tíber, entre los coches, entre los demás, veloz, con la música y su mano en la mía, que de vez en cuando se mueve, bailarina, invitada a quién sabe qué danza. ¿Qué estará pensando? Y si lo ha adivinado, ¿cuál será su respuesta? Sí, no… Es como una partida de póquer. Ella está allí, frente a mí. La miro un momento. Sus ojos, ligeramente entornados, me sonríen desde abajo, dulces y divertidos. No queda más que disponerse a comer para que enseñe las cartas. ¿Será un sí?, ¿será un no?… ¿Es demasiado pronto? Nunca es demasiado pronto. Para estas cosas no existe el tiempo, y además no es una partida de póquer, no hay plato. Pero… ¿quizá esté servido? Qué bonito estar a la expectativa como ella. Una pequeña mujer en el alféizar de la ventana que está allí, mirándome, piensa, razona, se divierte. Se ríe de ese hombre joven que camina bajo su balcón, que no sabe qué hacer, que finge que no pasa nada, que simplemente sonríe o pide la ayuda de una trenza… Para subir… Dichosa tú, que puedes esperar mis movimientos.
—La cabeza me da vueltas.
Me sonríe mientras lo dice. ¿Es una pequeña justificación por si sucediera algo? ¿O acaso es una gran justificación porque ya sabe que pasa algo? Tal vez simplemente le da vueltas la cabeza y quería decírmelo. Simplemente. Pero ¿qué es fácil? Nada que valga la pena… ¿Quién dijo eso? No me acuerdo. Me estoy liando, rodeos complejos y complicados, reflexiones extremas para ver las posibilidades reales. ¿Qué porcentaje de éxito tengo? Basta, coño… No me gusta pensar sobre todo esto.
—A mí también me da vueltas.
Es mi respuesta. Simplemente. Gin me aprieta un poco más fuerte la mano y yo, estúpidamente, veo en ello una señal. O quizá no. Qué palo. He bebido demasiado.
Aventino.
Una curva y tomo la subida. Este coche va de maravilla. Mi hermano estará contento de que lo haya encontrado. Me dan ganas de reír. Ella me mira, me vuelvo y me doy cuenta.
—¿Qué pasa? ¿En qué estás pensando?
Gin, con las cejas algo bajas. Gin, de mirada algo fruncida. Gin, preocupada.
—Nada, cosas de familia.
Gianicolo. Jardín botánico. Me detengo en seguida, pongo el freno de mano y bajo.
—Oye, pero ¿adónde vas?
—Nada…, no te preocupes, vuelvo en seguida.
Agarra la portezuela estirándose hacia mi lado y se cierra por dentro. Gin, serena. Gin, previsora. Miro a mí alrededor. Nada. Perfecto, no hay nadie. Uno, dos… y tres. Salto la verja y ya estoy dentro. Avanzo en silencio. Perfumes suaves, perfumes más fuertes, un poco picantes. Futuras colonias que aún no existen. Destilados en frasquitos, esencias caras. Allí, allí está mi presa. La escojo instintivamente, la cojo con cuidado y la arranco con cuidado, sin maltratarla. Un deseo que siempre he tenido y que ahora… Ahora eres mía. Uno, dos, tres pasos y estoy fuera otra vez. Miro a mí alrededor. Nada. Perfecto, no hay nadie. Regreso al coche. Gin me ve de repente. Se asusta y después me abre.
—Pero ¿dónde te has metido? Me he asustado.
Entonces me abro la chaqueta, descubriéndola. Como una vela que se hincha de repente en mar abierto. Y en un instante, todo su perfume inunda el coche. Una orquídea salvaje. Aparece así, entre mis manos, con un simple gesto, más propio de un prestidigitador que de un ladrón alucinado.
—Para ti. De flor a flor, directamente del jardín botánico.
Gin la huele y se sumerge en el centro de la orquídea salvaje para respirar el perfume más intenso. Ella, mujer joven buceando, aparece de nuevo entre esos grandes pétalos. Me recuerda a un dibujo animado. Bambi, eso es, Bambi. Esos ojos grandes, brillantes, emocionados, que aparecen detrás de los pétalos delicados de una flor. Esos ojos asustados e inciertos sobre un futuro próximo. No uno cualquiera, sino el suyo.
Primera, segunda, tercera y ya estamos de nuevo en marcha. Pequeñas curvas y una subida. Esquivo una valla que nos obligaría a detenernos y aparco un poco más lejos. Capitolio.
—¡Ven!
La hago bajar de coche y ella me sigue como embelesada.
—¡Eh, mira que…!
—¡Sh! Habla en voz baja, que aquí vive gente.
—Sí, está bien. Iba a decirte… que por la noche aquí no celebran bodas. Además, aún no hemos hablado del tema. Pero yo quiero el cuento de hadas, ya te lo he dicho.
—¿Es decir?
—Traje blanco, un poco escotado, un ramo de flores variadas y una bonita iglesia en el campo, no, mejor a orillas del mar. —Se ríe.
—¿Ves como estás aún indecisa?
—¿Por qué?
—¿En el campo o en la playa?
—Ah, pensaba que decías que estaba indecisa sobre si casarme contigo o no.
—No, para eso estás muy decidida. Harías trampa.
La atraigo hacia mí e intento besarla.
—Presuntuoso y poco romántico.
—¿Por qué poco romántico?
—No se hacen preguntas indirectas. ¡Ja, ja!
Finge que se ríe y se escapa de mis brazos, como un pez que salta de mi red y se marcha veloz, doblando la esquina. La persigo. Es un instante. Estamos en la piazza del Campidoglio. Luz más alta. Una estatua central con un cartel. Naturalmente están haciendo obras. Nos paramos cerca pero separados. Parece todo precioso, sobre todo ella. Asoma la cabeza desde detrás de la estatua.
—¿Qué pasa? ¿No eres capaz de pillarme?
Hago ver que arranco a correr y ella desaparece de nuevo tras la estatua. Corro hacia el otro lado y, pum, la atrapo.
Ella chilla.