Tengo ganas de ti (35 page)

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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

BOOK: Tengo ganas de ti
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—Nunca digas nunca.

Precisamente en ese momento, Mario coloca los dos platos con los filetes frente a nosotros.

—Aquí están.

—Gracias, Mario.

—Es mi trabajo.

Nos sonríe y Gin empieza en seguida a cortarlo.

—Mientras tanto, Step, tendrás que conformarte con la carne del plato.

—Si ésta no es natural, estamos jodidos.

Ante esas palabras, Mario se queda turbado.

—¿Qué decís?, ¿estáis bromeando? Aquí sólo damos carne con certificado de calidad. No vayáis por ahí contando historias raras, que voy listo.

Nos echamos a reír.

—No, no, no te preocupes. ¡Hablábamos de otra cosa, en serio!

Y seguimos comiendo, sirviéndonos cabernet, comiendo lentamente, riendo, contándonos hechos insignificantes pero que nos parecen muy importantes. Haces de vida, del uno y de la otra, en los cuales no hemos participado nunca. Momentos eufóricos y distintos con amigos del pasado que hoy, bien mirados, no parecen gran cosa. O acaso sea el miedo a no ser lo bastante divertido. Gin me sirve vino. Y sólo el hecho de que sea ella quien lo haga me hace olvidarlo todo.

Cuarenta y tres

Giuli mira a Daniela con la boca abierta.

—¡Cierra la boca, que me haces sentir aún más culpable!

Giuli la cierra. Después traga saliva e intenta recuperarse.

—Sí, entiendo… Pero ¿cómo es posible?

—¿Cómo es posible? Pues tendrías que saberlo, porque tú también lo has hecho, y antes que yo. ¿Quieres que te lo explique?

—No, tonta, eso lo sé; en todo caso eres tú la que no lo sabe. Decía que cómo es posible que te quedaras embarazada.

—Oye, Giuli, te ruego que no digas eso, estoy fatal. Por favor… Y piensa que te lo estoy diciendo a ti…, ¡imagina cuando se lo cuente a mis padres!

—¿Por qué? ¿Se lo vas a decir?

—Pues claro que se lo diré, ¿qué quieres que haga?

—Pero si no es nada. Basta sólo un día en el hospital y el problema, plof, desaparece. ¿Entiendes?

—Pero ¿qué dices, estás loca? Yo quiero tener el bebé.

—¿Quieres tenerlo? ¡Entonces estás completamente loca!

—Giuli, no me esperaba esto de ti. Me obligas a ir todos los domingos a misa contigo y luego… ¡tienes el valor de decir una cosa como ésa!

—¡Oh, perfecto, ahora me sueltas el sermón a mí! Quisiste hacerlo como fuera antes de los dieciocho porque te sentías como una desgraciada y has sido castigada, ¿lo ves? ¿El tuyo te parece un discurso religioso? ¡Pero, por favor! De todos modos, haz lo que te parezca, es tu vida.

—Te equivocas. Es también su vida. ¿Ves?, es en eso en lo que no piensas. Ahora hay otra persona además de mí.

—Y en todo lo demás tú sí piensas, ¿verdad? Por ejemplo, ¿se lo has dicho a él?

—¿A quién?

—¿Cómo que a quién? ¡Al padre!

—No.

—¡Perfecto! ¿Y no has pensado en cómo se lo tomará Chicco Brandelli cuando reciba la noticia, eh? No, no lo has pensado…

—No, no lo he pensado.

—¡Pues claro, a ti no te importa nada! Estoy convencida de que al pobre le dará por suicidarse.

—No creo que él sea el padre.

—¿Qué? ¿Y de quién es? Entiendo… Te lo ruego, dime que no es Andrea Palombi. Pero si se ha convertido en un monstruo, es terrible, un desgraciado; piensa en cómo será ese pobre niño.

—Mi bebé será precioso, se parecerá en todo a mí…

—Eso no lo sabes, no puedes saberlo. Quizá, en cambio, salga idéntico a Palombi. Madre mía, si es así, yo no hago de madrina, ¡te lo digo ahora, yo no voy a ser la madrina!

—Oh, no te preocupes, no saldrá igual que él.

—¿Y por qué?

—Porque él no es el padre.

—¿Él tampoco es el padre? ¿Entonces quién es? Ostras, en un momento dado desapareciste de la fiesta, pero pensaba que te habías marchado con Chicco.

—No, sólo recuerdo que tomé un éxtasis blanco de la camella donde me mandaste tú, y luego…

—¿Un éxtasis blanco? ¡Tú te tomaste un
scoop
!

—¿Un
scoop
? ¿Y eso qué es?

—Pues claro que no recuerdas nada. Menos mal que no acabaste debajo del agua. ¡Eso te disloca, te quita los frenos inhibidores, haces de todo, te conviertes en la guarra más guarra del mundo y después, puf, no te acuerdas ni de cómo te llamas!

—Pues sí, creo que fue precisamente así… Creo…

—No me lo puedo creer, tomaste un
scoop
.

—Fue cosa de Madda, que quiso castigar de alguna manera a mi hermana.

—¡Sí, dejándote disfrutar a ti!

—Pero ella no podía saber que después estaría tan bien.

—Joder, siempre consigues asombrarme.

—Soy la monda, ¿eh?

—Pues la verdad… Pero ¿cómo puede ser que no te acuerdes de nada, ni una pista?

—Nada, te lo juro, oscuridad total. ¡Fue bonito, sí, de eso me acuerdo!

Giuli se queda por un momento en silencio en el sofá. Después bebe un sorbo de agua, mira a Daniela y encuentra las fuerzas para hablar.

—Bueno, hay algo que sí puedo imaginarme…

—¿Qué?

—La cara de tus padres.

—Pues yo no.

—Creo que te dejarán la cara tan hinchada que ni siquiera te parecerás a ellos.

—No, yo creo que se lo tomarán bien. Es en este tipo de situaciones cuando se ve el verdadero amor de una familia, ¿no? Si siempre va todo estupendamente, ¿qué mérito tiene? En ese caso sería incluso demasiado fácil, ¿no?

—Sí, sí, claro. ¡A mí me has convencido, a ver si consigues convencerlos a ellos!

—Bueno… —Daniela se levanta del sofá—. Me marcho. Quiero decírselo esta misma noche; no soporto guardar el secreto por más tiempo. Será una liberación. Adiós, Giuli…

Se dan un beso en la mejilla. Después, Giuli la saluda, y mientras sale, le dice:

—¡Ya me contarás, eh! Y llámame si me necesitas.

—De acuerdo, gracias.

Giuli oye cómo se cierra la puerta de su casa. Sube el volumen de la televisión y se dispone a mirar la película. Al poco, la apaga. Decide irse a la cama. Una cosa es segura: después de la historia de Daniela, cualquier otra película es aburrida.

Cuarenta y cuatro

Mario llega preocupado a nuestra mesa.

—Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis, ya? Sólo habéis tomado un segundo. Tengo un pastel casero riquísimo, hecho con mis propias manos. Bueno, para ser sincero, con las de mi mujer.

Esta última confesión me coge desprevenido. Querría contárselo todo, explicarle que no es que hayamos comido mal, sino que he tenido la gran idea… Una idea. Un plato especial en cada lugar, en cada sitio famoso por un determinado plato. También el cabernet ha hecho su efecto y participa de la fiesta. De modo que prefiero una simple mentira:

—Es que hemos quedado con unos amigos y, si llegamos tarde, se marcharán.

Mario parece aceptar mi explicación con tranquilidad.

—Entonces, hasta la vista…, pero volved pronto.

—Claro, claro.

También Gin participa.

—El filete estaba buenísimo.

Pero mientras salimos sucede algo imprevisto.

—¡Esperad un momento!

Un chico de aspecto divertido con el pelo crespado a modo de gorro de cocinero sale a nuestro encuentro.

—Step, ¿tú eres Step, verdad?

Asiento.

Sonríe satisfecho de haber acertado.

—Toma, esto es para ti.

Cojo una nota aunque no me da tiempo a leerla porque Gin, más rápida que yo, me la arranca de la mano mientras el chico continúa:

—Me la ha dado una chica rubia, una bailarina. —Sonríe contento—. Es una de las del Bagaglino. Me ha dicho que te lo dé a ti o a tu prima.

Mario lo mira preocupado y después, casi excusándose con nosotros:

—Es mi hijo. Venga, vámonos, aún hay mesas que servir.

—Pero si han acabado todos.

Mario le da un tirón.

—¡Pero ¿es que no entiendes nada?! —Y lo empuja hacia adelante—. ¡Rápido! Muévete.

El chico, mortificado, agacha la cabeza dispuesto a oír la reprimenda del padre preguntándose por qué siempre le riñe sólo a él.

—Toma.

Gin me pasa la nota.

—Mastrocchia Simona… Una que escribe primero el apellido y después el nombre…

Después me mira con un cierto aire de suficiencia.

—Móvil, fijo y e-mail en la nota. Quiere que la encuentres. Y parece que sabe usar también el ordenador. Es tecnológica. Como la falda Uragan. Menos mal que le has dado la vuelta a la velada.

—Realmente aún no le he dado la vuelta. ¡De todos modos, en tiempos de escasez no hay que tirar nada!

Doblo la nota y me la guardo en el bolsillo.

—Ja, ja, muy divertido, en serio.

Nos quedamos un rato en silencio, andando. Viento de principios de octubre, alguna hoja aquí y allá en las aceras. Ese silencio me fastidia.

—Mira que eres, ¿eh? Has montado el numerito, le has preguntado su número, haces de prima mía preocupada, ella sonríe y después finalmente nos lo da, y entonces tú te enfadas. Eres insuperable.

—Insuperable, tú lo has dicho. ¿Y bien? ¿Se ha acabado esta
comida-tour
o cómo demonios se llame? ¡Ni siquiera le has puesto un nombre a esta gran idea tuya!

Hace que todo suene con excesivo énfasis y sigue mirándome. Después abre la boca, hace una mueca como si imitara a un bocazas, un estúpido pez, o a un simple tipo cualquiera que, de todos modos, no encuentra palabras para contestar. En resumen, ya sea mamífero o anfibio, está hablando de mí. Hasta se me adelanta en el tiempo. Y decir que había pensado en llamarlo precisamente
comida-tour
… Bueno, saco la nota con el número de Mastrocchia Simona, el móvil que me ha regalado Paolo y empiezo a marcar. En realidad, lo hago al azar, sin mirar. Con los ojos, pero sin parar, la estoy vigilando. Y la pequeña tigresa salta al ataque.

—¡Mira que eres idiota!

Se me echa encima. Cierro en seguida el móvil y me lo meto en el bolsillo mientras con la derecha paro un golpe suyo, fuerte, directo a la cara, mientras Mastrocchia Simona, con su número escrito de manera incierta, cae al suelo. Le agarro la muñeca y, de prisa, se la giro poniéndole el brazo detrás de la espalda. Una media vuelta y está pegada a mí.

—Ay.

Está casi sorprendida por la velocidad y por el dolor. Aflojo un poco el abrazo. La atraigo hacia mí. Con la mano izquierda, la cojo del pelo y meto los dedos entre los mechones. Y como un peine salvaje, un poco brusco, un poco natural, le tiro del pelo hacia atrás. Le libero la frente. Sus ojos son grandes, intensos, dilatados. Me miran. Cómo me gusta. Después los cierra. Los abre otra vez y se rebela. Intenta soltarse, pero la agarro más fuerte.

—Sé buena… Sh —susurro—. Eres demasiado celosa…

Ante esa palabra parece casi enloquecer, patalea, se agita, intenta golpearme con los pies, con las rodillas.

—¡Yo no soy celosa! Nunca lo he sido y nunca lo seré. ¡Soy famosa precisamente por no serlo!

Me río parando más o menos sus golpes. Se lanza con la boca abierta sobre mi cara e intenta morderme. Empieza una guerra de mejillas, un alternarse de frotamientos, sus dientes se abren y se cierran, buscándome, no encontrándome, me acerco y me alejo, su boca me persigue y yo me muevo hacia abajo, apartando la cabeza, librándome, escondido entre el pelo hasta llegar al cuello. Abro la boca, mucho, todo lo que puedo. Querría tragármela entera y al mismo tiempo respiro capturándole la piel, el cuello, la yugular, y con un suave mordisco gigantesco la bloqueo, la tomo, la poseo.

—Ay, ay. ¡De acuerdo, basta! —Estalla en una carcajada—. Me haces cosquillas, te lo ruego, el cuello no.

Inclina la cabeza hacia mí intentando liberarse. Articula un extraño ballet, pequeños pasos que se apartan hacia la izquierda mientras sigue riéndose. Y escalofríos y sonrisas, dobla la cabeza sobre el hombro, cierra los ojos, débil, derrotada, abandonada, conquistada por esas sensuales cosquillas. Y yo la beso. Blandísima, con unos labios calientes como nunca he saboreado. Como una fiebre. De deseo. O por la lucha que hemos mantenido… Pero todo lo demás me parece fresco, incluso allí, debajo de la chaqueta, debajo de la camiseta que me deja visitar. Después, su pecho… Lo acaricio por un instante con mi mano, suave y amable. Pero es sólo un instante, siento su corazón latir de prisa, más de prisa. Y no sé por qué, os juro que no lo sé, los dejo allí, a los dos. No quiero molestar. Le cojo la mano.

—Ven, nos falta el postre…

Se deja llevar tranquila. Después, de repente, se detiene un instante. Me bloquea teniéndome cogido de la mano y lleva los labios hacia adelante, melindrosa gatita, levemente enfurruñada.

—¿Qué pasa, que como postre yo no sirvo?

Intento decirle algo pero no me da tiempo. Se me escapa de la mano y me adelanta corriendo, con el pecho hacia adelante, ese pecho que era mi prisionero, con las piernas hacia atrás, riéndose, libre. Y yo la persigo mientras algo más allá, ahora presa del viento, quizá de otro destino, quedan un número de teléfono y un nombre; mejor dicho, un apellido y un nombre: Mastrocchia Simona.

Cuarenta y cinco

Claudio está parado en su Mercedes en via Marsala. Mira a su alrededor preocupado. Después se pregunta: pero ¿qué problema hay por estar en el coche? Uno puede estar cansado, quizá ha conducido mucho y corre el riesgo de dormirse al volante. O bien quiere fumarse un cigarrillo. Eso, sí. Me fumaré un buen cigarrillo. No hay nada de malo. Claudio saca del paquete un Marlboro pero vuelve a meterlo en seguida. No, mejor que no. He leído en un periódico que reduce ciertas prestaciones. No, no tengo que pensar en eso. Tengo que alejar este pensamiento porque, de lo contrario, se alimenta la ansiedad. Aquí está. Ya llega. Camina como brincando. Lleva un lector de CD en la mano y los auriculares en las orejas. Sonríe siguiendo el ritmo con la cabeza, el pelo suelto y la piel ligeramente bronceada, como es natural en ella. Un vestido ligero de color verdoso con girasoles amarillos y su pecho pequeño. Guapa, como siempre. Como la vio la primera vez. Joven como siguió deseándola desde esa noche, desde ese beso que se dieron en el coche, tras la partida de billar ganada con Step, el muchacho con quien salía Babi entonces. Simpático ese chico, un poco violento quizá…, ¡pero qué partida la de esa noche! Claudio siguió jugando desde entonces. Por una pasión recuperada. Pero no por el billar, sino por ella, Francesca, la joven brasileña que ahora llega. En el fondo es por ella que se ha inscrito en ese club, es por ella que ha comprado un taco nuevo, un Zenith es por ella que querría ganar ese torneo en la Casilina. Qué locura. Pero no menos que ésta: ir casi todas las semanas al hotel Marsala con ella. Ya hace más de un año que dura esa historia. Se trata de un pequeño hotel, fuera del círculo de sus amistades, frecuentado sólo por jóvenes turistas, marroquíes o albaneses que tal vez quieran gastar poco. Pero ¿qué se le va a hacer? Él la quiere a ella, y ésa es la única manera de verse. Naturalmente, pagando la habitación al contado.

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