Le doy un último tirón mortífero y lo suelto. Se dobla sobre sí mismo con las manos pegadas a la oreja mientras subo al coche. Espero que Ginevra cierre la portezuela y arranco de prisa. Por el espejo retrovisor, los miro a los tres. Ahora ya están lejos, envueltos en la noche que nos separa.
—¿Cómo estás?
Ella permanece en silencio. Intento hacerla reír.
—Hay que ver lo afortunados que han sido esos tres. Si se desataba el tercer dan, estaban apañados, ¿eh?
Pero no lo consigo. Nada, no parece que vaya a hablar. La miro. El pelo le cae sobre la cara, como vencido, tapándole una parte del rostro. Los labios cerrados asoman de su escondite, vacilantes e indecisos; tiemblan un poco.
—Venga, Ginevra, no ha pasado nada.
—¡Y una mierda! Imagínate si llego a pinchar y voy sola.
—Pero no ha pasado.
—Pero podría pasar. Esos tres se habrían parado e imagina cómo habría acabado todo.
—Pero podría ser que hubiera pasado yo con la moto y te hubiera ayudado simplemente a cambiar la rueda.
Intento tranquilizarla.
—No puedo creer que seáis tan gilipollas… ¡Tres contra uno, qué machotes!
Veo que sigue en sus trece. Intento desdramatizar.
—Entonces digamos que has salvado el culo.
—¿Gracias a ti?
—¡Qué tengo que ver yo! Tienen que ver tus padres. Tienes un bonito culo, ya te digo. Se veía mientras cambiabas la rueda. Digamos que, en parte, es culpa tuya… Al agacharte de esa manera… Bueno, has calentado demasiado los ánimos de esos desgraciados.
—Ah, o sea que mi culo, enfundado en unos vaqueros normales y corrientes, es un atentado contra la tranquilidad…
—Exacto.
—Pero ¿en qué mundo vives? ¡Y si pinchara Jennifer López!, ¿entonces qué? ¿Qué pasaría? ¿Una guerra mundial?
—Pero qué tiene que ver. Ella tiene asegurado el trasero por varios millones de dólares…
—¿Y?
—Se lo puede jugar tranquilamente.
—Vete a la porra. Qué tonto.
—Sólo intentaba que te rieras.
—Pues no lo has conseguido. —Se queda en silencio y sigo conduciendo. Gin sube el volumen de la radio, no quiere pensar más—. Me gusta mucho esta canción. ¿Sabes qué dice?
Intento escucharla. Pero no puedo mentirme a mí mismo. He aprendido a usar perfectamente el ordenador, el programa de diseño, el de 3D y todo lo demás; pero con el inglés ha sido una pelea continua.
—Algo entiendo.
—Dice: «No sé nada de historia, de matemáticas…» —Gin sigue traduciendo, salvándome. Escucho sus palabras. Habla lentamente, sonriendo, y parece que no se le escapa nada—. Estas palabras me gustan.
—Es muy bonita.
No sé por qué, pero parece fruto del azar, perfecta para el momento.
—Sí, es bonita.
E inmediatamente después, en la radio suena otra canción. Pero esta vez no tengo problemas: «Tú, vestida de flores o de faros en la ciudad, con la niebla o los colores, coger las rosas con los pies descalzos y después…» Me abandono. Miro afuera, a la oscuridad de la noche. Una de esas extrañas coincidencias, la música en el momento adecuado, un coche que no es tuyo, una calle sin luces, sin tráfico, el infinito delante y una chica a tu lado. Guapísima, por cierto. Se arregla la chaqueta.
—¿Falta mucho para llegar?
Pasamos justo en ese momento la salida que hay antes del túnel de Prima Porta. Están todos allí: Bardato, Manetta, Zurli, Blasco y más gente. También diviso a alguna mujer. Paso frente a ellos sin parar.
—No, dentro de un momento llegamos.
Acelero, pero de todos modos no creo que me reconozcan. Sabían que iría en moto. Y solo. En cambio, estoy en el coche con ella. Sigo conduciendo como si no pasara nada. Gin mira por la ventana.
—¿Has visto? Allí hay un grupo de gente que espera a alguien que se retrasa. Qué sitio tan absurdo para quedar.
Después de decirlo, me mira. Me late el corazón. No puedo creer que lo haya entendido.
—Sí, un sitio absurdo.
Sigue mirándome:
—Esta situación es extraña, ¿verdad?
—¿Qué situación?
Espero que no quiera hablar otra vez del grupo.
—Bueno, pues que estemos aquí en el coche, tú y yo, dos perfectos desconocidos. Y ya ha pasado de todo. Cuando nos hemos encontrado estábamos a punto de darnos de hostias…, y sólo por veinte euros.
—Que tú me querías robar…
—Sí, pero no te aferres siempre a los detalles. Después pinchamos y yo tengo que cambiar la rueda.
—Avanza. No te aferres tú tampoco a los detalles.
Gin sonríe.
—Se paran tres tipos, uno intenta abusar de mí, tú le pegas y ahora, como broche final, vamos a cenar con unos amigos tuyos. Ya parecemos una de esas típicas parejas… La clásica noche con algunos imprevistos de más.
—Ya, sólo que tú y yo no salimos juntos.
—Ah, claro.
Sigo conduciendo, pero su respuesta me suena extraña.
—¿Qué quiere decir «Ah, claro»?
—Quiere decir «Ah, claro», nada más.
Se echa a reír.
—Bueno, ese «Ah, claro» no quiere decir sólo eso. Detrás escondes mucho más, ¿me equivoco?
La miro esperando una respuesta.
—Estás un poco pesado con mi «detrás», ¿eh? Dices que es un atentado contra la tranquilidad, pero tú eres un obseso que siempre piensa en lo mismo. Perdona, pero ¿acaso salimos juntos tú y yo?
—Por ahora, no.
—No, la respuesta en este caso, en vista de que estamos discutiendo, tiene que ser sólo «no», no «por ahora, no». ¿Está claro?
La pequeñaja se solivianta.
—Ah, claro.
—Entonces no salimos juntos.
—No.
—Bien.
Espero algunos segundos:
—Por ahora…
Gin me mira molesta:
—Siempre quieres ganar, ¿eh?
—Siempre.
—Pues entonces dejémoslo así. Nosotros no salimos juntos por ahora y seguro que tampoco por el resto de la noche. Y si sigues discutiendo, añado otras fechas más lejanas; puedo llegar incluso hasta meses más allá, ¿está claro?
—Clarísimo.
Sonrío.
—Pero he aprendido que la seguridad, cuando salta demasiado a la vista, es sinónimo de inseguridad. ¿Quieres que sea más claro?
—Sí.
—Era mejor si decías sólo «por ahora».
Sonrío y Gin sacude la cabeza.
—Por ahora lo dejo estar porque ya me he hartado. Además, ¿te parece normal que tengamos que discutir sobre si salimos o no juntos?
—La verdad es que por lo general la gente sólo discute cuando tiene un relación. Eso quiere decir que hemos empezado al revés.
—No hemos empezado nada.
Freno lentamente y me arrimo a la acera.
Gin me mira preocupada.
—¿Y ahora qué haces? ¿Vas a meterme mano?
—No, por ahora no. La cita era aquí pero no veo a nadie. Ya deben de haberse marchado; hemos llegado tarde.
—Has llegado tarde.
—Está bien, he llegado tarde.
—¿Cómo es que me das la razón?
—Si empezamos a discutir por todo de esta manera, cortamos antes de empezar a salir juntos.
Esta vez Gin estalla en una carcajada. Yo también me río. Nos miramos riéndonos a la sombra de una cita que jamás ha existido. La música suena a todo volumen. La radio emite una secuencia mixta de éxitos nuevos y antiguos.
—¡Qué bonita! ¡Ésta es una pasada!
Es cierto: están poniendo la mítica
Love me two times
, de los Doors.
—
«Love me two times, girl, one for tomorrow, one just for today… Love me two times. I'm goin' away…»
Pero ésta no te la traduzco.
Alrededor, todo está oscuro. Pero «por ahora», quizá tiene razón ella, es mejor que nos marchemos.
—¿Adónde me llevas?
—Vamos a cenar juntos, tú y yo. A mis amigos los puedes conocer en otra ocasión.
—¿Qué otra ocasión?
La miro esperando una réplica. Decido aceptar la tregua.
—Bueno, si se tercia.
—Exacto, si se tercia.
Satisfecha, subo el volumen de la radio y cambio de emisora buscando frenéticamente quién sabe qué otra canción. Después, sin que se dé cuenta, en la penumbra del coche, miro a Step por el rabillo del ojo.
No me lo puedo creer… Yo, Gin, en el coche con él. Si lo supieran mis padres. No sé por qué, pero ése es siempre el primer pensamiento que me viene a la cabeza. Es decir, si mis padres supieran que ahora estoy en el coche con un desconocido, o sea, con un tipo que ellos creen que es un desconocido, ¿qué dirían? Ya me imagino a mi madre: «Pero ¿es que estás loca? Ginevra, no tienes que darles confianza a los extraños. Te lo he dicho mil veces…» No hay nada que hacer. Cualquier cosa, no sé por qué, mi madre siempre dice que me la ha dicho mil veces. Bah. De una cosa estoy segura: esto no se lo esperaría nunca. Además, ¿qué iba a decirle? «¿Sabes?, estaba a punto de poner gasolina…» ¿Cómo podría explicarle cómo son realmente las cosas? No, no quiero ni pensarlo. Ni siquiera yo lo puedo creer.
—¿Sabes a quién me has recordado antes?
—¿Cuándo?
—Cuando estaba cambiando la rueda y llegaron esos tres gilipollas.
—¿A quién te he recordado?
—A Richard Gere.
—¿A Richard Gere?
—Sí, en
Oficial y caballero
, cuando él y su amigo quedan con esas dos chicas y van a un bar. Después, a la salida, está aquel tipo que quiere molestar a las chicas con unos amigos y Richard Gere intenta no pelearse con él, pero al final no puede más y le rompe la cara.
—¿Richard Gere también era tercer dan?
—No, tonto. Ésos eran golpes de
full contact
.
—Pues sí que sabes.
—Ya te lo he dicho. También he hecho kick boxing y algunas clases de
full contact
. ¿No me crees? Antes o después podré demostrártelo.
—Estoy seguro… De todos modos, más que
Oficial y caballero
, me parece más adecuada otra cita: Ezequiel 25, 17. «Y os aseguro que vendré a castigar con gran venganza y furiosa cólera a aquellos que pretendan envenenar y destruir a mis hermanos, y tú sabrás que mi nombre es Yahvé cuando caiga mi venganza sobre ti.»
—Modesto, ¿eh? Te gusta
Pulp Fictton
, ¿no?
—Sí.
—¡Parece que mucho, a juzgar por cómo los has dejado!
Step sonríe y sigue conduciendo. Quién sabe qué habrá querido decir con esa cita bíblica. Bueno, mejor no investigar. Lo observo mientras conduce. Tiene el brazo derecho estirado y coge el volante decidido, pero al mismo tiempo con mucha tranquilidad. El codo izquierdo, apoyado en el borde de la ventanilla, y se sostiene la barbilla con la mano izquierda. La mano derecha está arriba, en el centro del volante; lo agarra con fuerza y acompaña las curvas dulcemente. Tiene un tatuaje en la muñeca, cerca de una pulsera rígida de oro. El tatuaje me parece… Me acerco sin que se dé cuenta y lo miro mejor.
—Es una gaviota.
—¿Qué?
—El tatuaje que llevo en la muñeca es una gaviota.
Me sonríe perdiendo por un momento de vista la calle.
Me sonrojo, pero estoy segura de que no se nota.
—Mira la calle.
—Y tú mira tus tatuajes.
—No llevo tatuajes.
—¿No te han dejado hacerte ni uno solo?
Step sonríe de manera antipática y se burla de mí.
—Mis padres no tienen nada que ver, es una elección mía.
—Ah, claro, entiendo… —Me mira comprensivo y levanta las cejas, riéndose de mí—. Una elección tuya, ¿eh?…
—Sí, mía.
Nos quedamos en silencio. Después, al cabo de poco, me harto.
—Además, te he mentido. Llevo un tatuaje precioso, pero dudo que puedas verlo nunca.
—¿Está bien escondido?
—Depende del punto de vista.
—¿O sea?
—Oh, lo has entendido muy bien.
—Sí, pero no sé cómo de «bien» lo he entendido o, mejor dicho, «dónde» he entendido.
—Es una pequeña rosa que tengo al final de la espalda, ¿de acuerdo?
—Más que de acuerdo. ¡Me encanta coger flores!
—Es el único tatuaje en relieve.
—¿O sea?
—Lleno de espinas.
—Siempre tienes la respuesta preparada, ¿eh? Pero mis manos están llenas de callos.
Él también sonríe. Tiene una bonita sonrisa, eso no puedo negarlo. Pero tampoco puedo decírselo. Tiene un extraño hoyuelo en la mejilla izquierda. Mierda, me gusta un montón. Además, es completamente distinto de Francesco. No sé por qué me acuerdo de él precisamente en este momento. Quizá porque me duele aún toda esa historia. Francesco es el último novio que he tenido. Es decir, prácticamente el único. Y para ser exactos, el más cabrón.
Francesco. Pensar que me parecía tan encantador. Aunque hay que reconocer que la verdad sobre el amor se demuestra con el tiempo. Al principio todo te parece agradable. Después, cuando la historia arranca, lo que parecía agradable puede volverse bonito, incluso eternamente bonito… Pero la mayoría de las veces degenera y acaba siendo un espanto. Pues bien. Francesco fue la excepción. Consiguió que fuese aún peor. Un imperdonable error de ruta lo había estropeado todo. Jamás olvidaré esa noche.
—Entonces, ¿qué dices? Vamos al Gilda, ¿te apetece?
—No, gracias, France, mañana tengo el examen de historia y ni siquiera he acabado el capítulo.
—Está bien, como quieras… Te llevo a casa.
Esa noche ha conducido más de prisa que de costumbre, pero yo no he prestado atención. Bajo del coche.
—Adiós, buenas noches… ¿Tú qué haces?, ¿vas al Gilda?
—No, no, si tú no vienes, no vale la pena. Además, yo también estoy cansado.
No me acompaña al portal, pero, por otro lado, nunca antes lo ha hecho. Qué raro, y sin embargo esta noche me molesta. No es que yo sea una de esas mujeres que tienen miedo o a las que les gusta hacerse acompañar a todas partes. Sin embargo, esa pérdida de tiempo, esos pocos pasos hasta el portal son algo que siempre me ha gustado y que nunca he experimentado. Quizá porque te hace sentir más importante que el tiempo y la prisa, quizá porque se puede escapar un último beso. En cambio, Francesco apenas ha esperado a que girara la llave en el portal y mi saludo desde lejos para marcharse como una exhalación con su último Mercedes 200 SLK. De prisa, demasiado de prisa. Son sensaciones, sensaciones absurdas. Pero a veces sensaciones sabias.
Más tarde. He estudiado y repasado el capítulo hasta lograr que algo me entre en la cabeza. Miro el reloj: las dos y media. Llamaré a Fra. Me apetece oír sus palabras, distraerme un poco con su voz. No puedo acostarme con el capítulo de historia todavía en la mente. No responde al teléfono. Qué raro. Vive en el apartamentito que hay debajo de casa de sus padres, el que le dejó su abuela, que se trasladó a Rieti. El teléfono no deja de sonar. No lo oye, o duerme profundamente o… No puede ser que no lo oiga. Joder, si está en casa, tiene que oírlo a la fuerza. Son dos habitaciones más una cocina y un baño. Conozco bien esa casa, he pasado allí varios fines de semana. Al pensar en el tiempo que he compartido con él me pongo aún más nerviosa. Han sido unos fines de semana muy íntimos y ahora él no contesta. No pasa nada, al fin y al cabo, no tengo sueño. ¿Sabes qué haré? Saldré e iré a llamarlo por el interfono. Camuflo lo mejor que puedo la cama, con un cojín debajo de las sábanas donde debería estar mi cuerpo y la ropa para ir mañana al colegio ya preparada en la silla. Después, poco a poco, paso junto a la habitación de mis padres de puntillas, cojo la llave del Polo (entonces aún no tenía mi espléndido Micra) y me marcho en mitad de la noche. Pero ¿y si ese idiota ha ido al Gilda? Las tres y diez. Mejor pasar antes por allí. Aparco de prisa en doble fila en la vía Mario dei Fiori y voy hasta la puerta. Está Massimo, el portero, que me saluda.