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Authors: Federico Moccia

Tags: #Infantil y juvenil, Romántico

Tengo ganas de ti (36 page)

BOOK: Tengo ganas de ti
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—¡Francesca!

La llama desde lejos. La chica, con el Sony en las orejas, parece no oír. Entonces Claudio acciona dos veces la palanca de las luces, haciéndolas parpadear. Francesca se da cuenta, sonríe, se quita los auriculares y corre de prisa en su dirección. Se mete en el coche. Se le sube encima, casi una zambullida en sus labios.

—¡Hola! ¡Te deseo!

Y es sincera. Y se ríe. Y se hace la loca. Y lo besa con fuerza, con deseo, con pasión, suave, lamiéndolo, sorprendiéndolo como siempre. Como nunca.

—Francesca, ¿dónde te habías metido? Te he estado buscando.

—Lo sé… He visto tu número, pero no quería contestar.

—¿Cómo que no querías contestar?

—Sí, no debes acostumbrarte. Yo soy la música y la poesía…, libre como el mar, como la luna y sus mareas.

Y diciendo esto, Francesca empieza a quitarle la camisa y lo besa en el pecho. Después le desabrocha el cinturón y sigue besándolo, y el botón, y la cremallera, y después más abajo, aún más abajo, hasta apartarle los calzoncillos y avanzar, sin miedo, sin problemas, como la luna y sus mareas. ¡Esto es una marejada!, piensa Claudio, y mira a su alrededor, deslizándose hacia abajo en el asiento, escondiéndose todo lo que puede. Y es que si lo pillan ahora… No colará lo del cigarrillo y el descanso. Ésos son actos obscenos en un lugar público. Lo que es seguro es que de la falta de prestaciones no hay ni rastro. Sólo espera que Raffaella no llame en ese momento para saber cómo va la partida de billar. No sabría qué contestar. Es una partida maravillosa. Claudio cierra los ojos y se relaja. Sueña con un paño verde y con las bolas que van al agujero, una tras otra, sin golpearlas siquiera, así, como por arte de magia. Y luego, por último, se ve a sí mismo sobre esa tela. Rueda dulcemente, resbala, arriba y abajo, hasta desaparecer dentro del último agujero del fondo… ¡Oh, sí, qué partida!

Francesca sale de debajo del salpicadero.

—Anda, vamos… —Lo coge de la mano y lo saca del coche sin cerrar siquiera la ventanilla. Claudio a duras penas consigue abrocharse los pantalones y poner la alarma al Mercedes desde lejos. ¿Qué importa? Total, por cuatro mil euros… En cambio, con el Z4 sería distinto…, ése sí que es un sueño. Precisamente como ella, como Francesca, que saluda al portero.

—Buenas noches, Pino, la dieciocho, por favor.

—Claro, buenas noches, señores —le da apenas tiempo de responder al portero. Francesca le roba las llaves de la mano y empuja a Claudio dentro del ascensor.

—Debemos tener cuidado.

Francesca se ríe y lo hace callar besándolo, sin querer oírlo.

—¡Sh… silencio!

Pero no puede imaginar qué está pensando Claudio. Pero si ya lo hemos hecho en el coche; podríamos ir a tomar simplemente un helado o una cerveza o incluso un
prosecco
, qué se yo.

Pero ¿qué hay de las prestaciones? Claudio nota que está volviendo a excitarse. Intenta alejarla.

—Francesca…

—¿Sí, tesoro?

—Por favor, no hables nunca con nadie, ¿eh? Ni siquiera con las personas que pienses que nunca van a conocerme.

—Pero ¿de qué?

—De nosotros.

—¿Nosotros, quiénes? No sé de qué hablas. —Y se ríe y lo besa otra vez—. Vamos, ya hemos llegado.

Lo arrastra por el pasillo y Claudio casi tropieza. La sigue y al final se deja llevar sacudiendo la cabeza. Pero mientras camina le mira el trasero. Es muy «brasileño»: duro, fuerte, alegre, vivaz, bailarín, loco… ¡Qué van a faltarte prestaciones! Lo que tiene son ganas de marejada, de cabalgar las olas, de hacer surf, perdido en ese mar brasileño… Un último…

—¿Sabes qué pasa?, pues que mi mujer ha descubierto que he comprado un taco de billar.

—¿Y?

—Yo le he dicho que era un regalo para una persona que conozco.

—Muy bien, ¿ves? ¿A ti te parece que se acordará de esa noche que jugaste a billar y nos conocimos? Ha pasado mucho tiempo, ¿qué puede saber? Además, ya han cerrado ese local, por eso ahora estoy en la Casilina.

—No, no me has entendido. ¡No es que ella sepa nada, es que es adivina!

—Pues a ver si adivina qué estoy a punto de hacerte…

Y diciendo esto, abre la puerta, empuja a Claudio al interior y cierra la dieciocho a sus espaldas. Claudio acaba en la cama y ella le salta encima, dueña, salvaje, más allá de la luna y de las mareas. Claudio olvida todas las preocupaciones, incluso olvida dónde está. La deja hacer. Y después tiene una única certeza: no, eso no lo habría adivinado nunca nadie, ni siquiera su mujer.

Cuarenta y seis

—Entonces, ¿entramos?

—Claro, ¿por qué no?

—Me parece que no nos van a dejar pasar. Mira, tienen una lista.

—Yo conozco a la gente del Follia.

—Qué rollo, conoces a todo el mundo.

—De acuerdo, si te apetece, nos ponemos a la cola y pagamos. Al fin y al cabo, la fiesta corre a cuenta de mi hermano.

—Pobrecito. Aunque sea rico, no dilapides su fortuna.

Una chica sale empujada por detrás. A los dos gorilas de la puerta apenas les da tiempo a levantar la cadena. Una especie de energúmeno con el pelo largo sale detrás de ella y le propina otro empujón.

—¡Muévete, que me tienes hasta las pelotas!

La chica intenta decir algo, pero no le da tiempo. Otro empujón rompe al vuelo sus palabras y se encuentra sobre el capó de un coche aparcado. El tipo, sudado y con el pelo engominado, le pone la mano sobre la cara.

—¿Qué pasa? He visto cómo mirabas a ese rubio.

Gin no consigue hablar y observa incrédula lo que sucede.

El toro furioso cierra la mano transformándola en un puño rabioso y hace rechinar los dientes; tiene cara de loco.

—¡Te lo he dicho mil veces, puta asquerosa!

Y sin piedad, la golpea en el pecho.

La chica se dobla en dos y se lleva los brazos a la cara, cubriéndose asustada. Gin no puede contenerse y explota; parece fuera de sí.

—Ya está, ya basta… Para de una vez.

El tipo se vuelve hacia nosotros, entorna los ojos y mira fijamente a Gin, que lo observa con descaro.

—¿Y tú qué coño quieres?

—¡Que la sueltes, cerdo repugnante!

Da un paso hacia ella pero no le doy tiempo, le tiro de un brazo y la llevo detrás de mí.

—Eh, calma. Le molesta tu escena. ¿Está claro?

—¿Y a ti qué coño te pasa?

Me quedo un instante en silencio, intento contar hasta diez; no quiero líos. Es mi primera cita de verdad con Gin… No me parece el momento.

El tipo dice:

—¿Y bien?

Separa las piernas. Está listo para pelear. Qué palo… Los dos gorilas se meten en medio.

—Calma, ya basta.

Parecen preocupados. Qué extraño. No me conocen. Quizá conocen al tipo. Es grandote, bien plantado, duro. Deben de tenerle miedo a él. Está nervioso, rabioso, es malo. No parece lúcido. La rabia a veces ofusca y hace perder la calma, la frialdad. Lo más importante. De todos modos, es muy grande.

—Calma, Giorgio. No te ha dicho nada grave. Estás peleándote con tu novia delante de todo el mundo y puede ser que a alguien…

Los conocen. Esto no va bien.

—¡No es que pueda ser, es que es! Estás masacrando a esa pobre chica.

Gin no puede mantener la boca cerrada. Y esto es aún peor. No sólo eso, sino que sigue:

—¿Qué, te crees muy valiente? Pues a mí me pareces un gilipollas.

Los dos gorilas empalidecen. Me miran como diciendo «¿Cómo coño arreglamos esto ahora?». El toro parece no haber oído. Está atónito, sin palabras; sacude la cabeza aturdido, como si esas palabras hubieran sido un golpe en plena cara, un capote rojo desplegado de repente en la plaza. A sus espaldas la chica se frota el pecho, llora y sorbe por la nariz. Parece que no puede respirar bien, su pecho va arriba y abajo con una extraña asincronía en ese gran silencio que se ha creado.

—Eh, Step, ¿qué coño pasa? Venga, pasad. Habías desaparecido, ¿eh? Cuéntame…

Me vuelvo; es el Bailarín. Él está siempre aquí, en Follia, nunca se ha alejado.

—¿Cuándo has vuelto?

—Pues hará cosa de un mes.

—¡Y ni siquiera has llamado! ¡Qué bobo! Vamos, pasa, que hay una fiesta, estamos cortando un pastel riquísimo, de mimosa. Vamos, coge un buen trozo para ti y para tu chica. Es buena, dulce y además gratis, ¿eh?

—¿Mi chica?

—No, el pastel.

Ríe y empieza a toser. ¿Acaso los mil cigarrillos apagados y adormecidos en sus pulmones se han divertido también con su absurda ocurrencia?

Me dispongo a entrar, seguido de Gin y de los dos gorilas, pero en realidad es como si mirara aún hacia atrás. Es como si mis ojos no lo perdieran nunca de vista. Tengo los oídos aguzados, los sentidos despiertos, en guardia. Efectivamente, no me había equivocado. Tres pasos veloces a mis espaldas, un roce de zapatos extraño y, por instinto, me doblo hacia delante girando sobre mí mismo. Llega como una furia. El toro furioso aparta con los hombros a los dos gorilas y viene hacia mí, pero yo me hago a un lado. Lo golpeo de lado, desde la izquierda, y el tipo acaba contra la pared. Después grita y, veloz, se vuelve hacia mí. Tiene la cara manchada con el polvo de la pared amarilla mezclado con las abrasiones de la rozadura. Un poco de sangre empieza a resbalarle desde el ojo izquierdo, desde encima de la ceja. Está a punto de volver a atacar. Pero esto no se lo espera. Salto hacia delante golpeándolo con la derecha, rapidísimo, entre otras cosas porque es enorme y es lo único que puedo hacer. Le doy en plena cara, nariz y boca. Se lleva las manos al rostro. No pierdo tiempo y le asesto una patada en los huevos, mejor que cualquiera de los chutes que se haya hecho nunca en un partido de fútbol. Bum. Se afloja como si no pasara nada y, por instinto, lo golpeo en cuanto toca el suelo. En la cara. Una patada potente, sorda, definitiva. Pero el tipo es duro. Podría recuperarse. Entonces hago ademán de cargar otra vez…

—Basta, Step, ¿a ti qué más te da? —El Bailarín me tira de la chaqueta—. Ven a comer el pastel antes de que se lo acaben.

Me arreglo la chaqueta y respiro profundamente dos veces. Sí, ya basta. Pero ¿qué coño me ha pasado? ¿A mí que me importa ese hortera?

Allí está, un instante después la veo. Está mirándome en silencio, Gin. Tiene una mirada…, no sé cómo definirlo. Quizá no sabe qué pensar. Le sonrío intentando romper el hielo.

—¿Te apetece un poco de pastel? —Asiente sin contestar. Le sonrío. Quisiera que olvidara que hay gente así… Pero Gin cree aún en tantas cosas. Y entiendo que será difícil. Entonces la sacudo, la abrazo, la empujo—. Vamos.

Y finalmente sonríe. Después la hago pasar delante. La llevo de la mano, con elegancia, quizá un poco desconcertada por todo lo que ha pasado, y la ayudo a pasar por encima del tipo que sigue en el suelo.

Cuarenta y siete

Raffaella detiene el coche en el patio del edificio. Su garaje está abierto. Claudio aún no ha vuelto. Mira el reloj: es medianoche. Eso significa que la partida de billar ha sido larga… Bueno, si eso trae trabajo, será para bien. Cierra el coche y mira hacia arriba. La luz de la habitación de Babi está aún encendida. Raffaella se dirige hacia el portal. No sabe por qué, pero últimamente no consigue estar nunca del todo serena. Quizá piensa demasiado. Alfredo está aún escondido en el jardín, detrás de una planta. Al verla, da un paso atrás y se oculta en la vegetación, en la oscuridad del jardín. Raffaella oye el crac de una ramita. Se vuelve de golpe.

—¿Hay alguien?

Alfredo casi deja de respirar. Está como inmóvil, paralizado. Raffaella busca frenética las llaves en el bolso, las encuentra, abre el portal y lo cierra de prisa tras ella. Alfredo se relaja.

Suspira aliviado y empieza a respirar de nuevo. No, así no puede seguir. Pero si la noticia es cierta, nada puede seguir.

—¿Babi, estás ahí? —Raffaella ve la puerta entornada y un haz de luz que sale de la habitación—. ¿Puedo?

Babi está en la cama, hojeando unas revistas.

—Hola, mamá. Perdona, no te he oído llegar. Mira, he escogido éstos, ¿te gustan?

Le enseña algunas fotos.

—Mucho… Acabo de llevarme un susto de muerte. He oído un ruido entre la maleza, junto al portal…

—Ah, no te preocupes, es Alfredo.

—¡¿Alfredo?!

—Sí, hace dos días que se esconde por la noche ahí detrás.

—Pero no puede hacer eso, asusta a la gente. Además, la próxima semana doy una cena aquí, en casa. Muchos de los invitados lo conocen, ¿qué pensarán si lo ven ahí?

—Qué más da. —Pero al ver que Raffaella sigue en sus trece, Babi continúa—: Vale, si la semana que viene sigue igual, hablaré con él, ¿de acuerdo, mamá? —Le pone delante otra revista—. Mira, Smeralda me ha ayudado a elegirlos. Cogeremos éstos: espigas y semillas, que traen buena suerte, ¿de acuerdo?

—Sí, pero…

—No, mamá. Has salido y te has ido a jugar, lo sé. Basta, ya hemos decidido, ¿no? Si no, no avanzamos nunca. Te lo pido, estoy preocupada, creo que aún está todo en el aire, por favor…

Raffaella la mira y sonríe.

—De acuerdo, Babi, me parecen perfectos.

La ve relajarse, quedarse más tranquila.

—¿En serio?

—Sí, en serio.

—¿Seguro que no me lo estás diciendo sólo para que esté contenta?

—No, de verdad que son los más bonitos.

Babi está radiante. Raffaella decide hacerse un regalo ella también.

—Oye, Babi, quería preguntarte algo.

—Sí, dime.

—¿Te acuerdas de aquella vez que papá tenía que quedar con Step, que tenía que decirle que dejara de verte?

—Mamá, ¿aún estás pensando en esa historia? Han pasado más de dos años, estamos decidiendo algo muy importante y tú aún piensas en eso…

—Lo sé, lo sé, pero no es que piense, es sólo una curiosidad. ¿No recuerdas si esa noche, por casualidad, jugaron al billar?

—¡Sí, claro que me acuerdo, y ganaron! Me parece que doscientos euros.

—¿Y con quién estaban?

—¿Cómo que con quién estaban?

Babi mira de hito en hito a su madre. La ve extraña, absorta. Sonríe sacudiendo la cabeza.

—Mamá, ¿tú crees que a tu edad tienes que estar celosa?… ¡Vamos, mamá!

—Perdona, tienes razón. Es que compró un taco de billar hace algún tiempo, pero parece ser que fue para regalárselo a alguien.

—En ese caso, ¿qué hay de malo? ¡Además, creo que ese local ya lo cerraron!

Ante la noticia, Raffaella se tranquiliza del todo.

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