El tráfago existente en la calle de la aldea resultaba extraño a los ojos, habituados al orden imperante en la ciudad. El personal civil que por allí se veía era escaso, huraño y andrajoso; por todas partes había soldados, soldados vestidos con guerreras gastadas, deterioradas por el uso, y cuyos rostros, curtidos por la intemperie, se hallaban casi siempre encuadrados en grandes barbas. Estos, los soldados, deambulaban a paso lento o estaban parados en pequeños grupos delante de las puertas de las casas; a los novatos nos recibían con bromas. En el portón de un edificio se hallaba encendida una cocina de campaña, que desprendía un aroma a sopa de guisantes; a su alrededor se amontonaban los encargados de repartir el rancho, metiendo ruido con las marmitas. Aquí la vida parecía estar aletargada, moverse con lentitud. El ya iniciado desmoronamiento de la aldea hacía más honda esa impresión.
Tras haber pasado la primera noche en un pajar de enormes dimensiones, el teniente von Brixen, oficial ayudante del regimiento, nos fue distribuyendo por compañías; esto se realizó en el patio de la citada mansión señorial. Yo fui destinado a la novena.
Nuestro primer día de guerra no acabaría sin dejar en nosotros una impresión decisiva. Estábamos sentados desayunando en el edificio de la escuela, que era el alojamiento que nos habían asignado. De pronto retumbaron sordamente cerca de allí, como truenos, varios golpes seguidos; a la vez salían corriendo de todas las casas soldados que se precipitaban hacia la entrada de la aldea. Sin saber bien por qué, seguimos su ejemplo. De nuevo resonó por encima de nosotros un aleteo, un crujido peculiar, que nunca antes habíamos oído y que quedó ahogado por el estruendo de una explosión. Con asombro veía que a mi alrededor la gente se agachaba mientras corría, cual si un peligro terrible la amenazase. Todo aquello me parecía un poco ridículo; era como si estuviera viendo a unas personas hacer cosas que yo no comprendía bien.
Inmediatamente después aparecieron en la desierta calle unos grupos oscuros; en lonas de tienda de campaña o sobre las manos entrelazadas arrastraban unos bultos negros. Con una sensación peculiarmente opresiva de estar viendo algo irreal se quedaron fijos mis ojos en una figura humana cubierta de sangre, de cuyo cuerpo pendía suelta una pierna doblada de un modo extraño, y que no cesaba de lanzar alaridos de «¡socorro!», cual si la muerte súbita continuara apretándole la garganta. La llevaron a un edificio en cuya entrada pendía la bandera de la Cruz Roja.
¿Qué era lo que estaba sucediendo? La Guerra había enseñado sus garras y se había quitado la máscara amable. Qué enigmático, qué impersonal resultaba todo aquello. Casi no pensaba uno en el enemigo, en aquel ser envuelto en el misterio, lleno de perfidia, que quedaba por algún lugar allá atrás. Era tan fuerte la impresión producida por aquel acontecimiento —un acontecimiento que quedaba enteramente fuera del campo de la experiencia— que resultaba difícil entender lo que estaba pasando. Era como la aparición de un fantasma en pleno mediodía luminoso.
Encima del portón de la mansión señorial había estallado una granada y había lanzado una nube de piedras y metralla en el preciso instante en que, asustados por los primeros disparos, salían en tropel por el pasadizo de entrada quienes se hallaban en el interior. Aquella granada se cobró trece víctimas; una de ellas fue Gebhard, el músico mayor, a quien yo conocía bien de los conciertos al aire libre en Hannover. Antes que los seres humanos barruntó el peligro un caballo que allí estaba atado y que, pocos segundos antes de la explosión, logró soltarse y penetró al galope en el patio; no recibió la menor herida.
Pese a que en cualquier momento podían repetirse los disparos, un sentimiento de curiosidad compulsiva me arrastró hacia el lugar de la desgracia. Junto al sitio en que había estallado la granada se balanceaba un pequeño cartel; la mano de un bromista había escrito en él estas palabras: «El rincón de las granadas». Era ya cosa sabida, por tanto, que aquel edificio era un lugar peligroso. Grandes charcos de sangre enrojecían la calle; cascos y correajes yacían dispersos por el suelo. La pesada puerta de hierro de la entrada se hallaba destrozada, acribillada por fragmentos de metralla; el guardacantón estaba salpicado de sangre. Sentí como si un imán fijara mis ojos en aquello que estaba viendo; simultáneamente se producía dentro de mí un cambio profundo.
Hablando con mis camaradas pude notar que, en bastantes de ellos, aquel incidente había enfriado mucho su entusiasmo por la guerra. Que también en mí había producido un fuerte impacto lo demostraron las numerosas alucinaciones auditivas que padecí; por culpa de ellas, el ruido causado por las ruedas de un vehículo al pasar a mi lado se transformaba en el aleteo fatal de aquella granada siniestra.
Ese sobresalto que cualquier ruido súbito e inesperado provocaba en nosotros fue, por lo demás, algo que nos acompañó durante toda la guerra. Ya fuese que pasara con estrépito un tren junto a nosotros, o que cayese al suelo un libro, o que un grito resonara en la noche —siempre se detenía un instante el corazón, oprimido por el sentimiento de un peligro grande y desconocido. Era un indicio de que durante cuatro años estuvimos en la zona de sombra proyectada por la Muerte. Tan hondo fue el efecto causado por aquella vivencia en el oscuro territorio situado detrás de la consciencia que, cuando se producía una perturbación cualquiera de la normalidad, la Muerte salía de un salto a la puerta, como un portero que nos dirigiese amenazas, cual ocurre en esos relojes en cuya esfera aparece, al sonar cada hora, la Muerte con su reloj de arena y su guadaña.
Al atardecer de aquel mismo día llegó el momento tanto tiempo anhelado de salir hacia la posición de combate, cargados con un pesado equipaje. Tras cruzar las ruinas de la aldea de Bertricourt, que se alzaban fantasmagóricas en la semioscuridad, nuestro camino seguía hacia una solitaria casa forestal que llevaba el nombre de «La Faisanería» y que estaba oculta en una espesura de abetos. Allí se hallaba acantonada la reserva de nuestro regimiento; de ella había formado parte también, hasta aquella noche, la Novena Compañía. La mandaba el alférez Brahms.
Nos dieron la bienvenida, nos distribuyeron en pelotones, y pronto nos encontramos en medio de unos tipos barbudos, cubiertos de costras de barro, que nos saludaban con una amabilidad un tanto irónica. Nos preguntaron cómo seguían las cosas por Hannover y si no se iba a terminar pronto la guerra. Luego la charla, que nosotros escuchábamos con avidez, empezó a girar, con frases breves y monótonas, en torno a las labores de fortificación, la cocina de campaña, las trincheras, los bombardeos con granadas y otros asuntos propios de la guerra de posiciones.
Ante la puerta del lugar, parecido a una choza, en que estábamos alojados, resonó poco después este grito:
—¡Afuera!
Formamos por pelotones; luego se oyó una voz de mando que ordenaba:
—¡Cargar y poner el seguro!
Con secreta voluptuosidad introdujimos entonces en el cargador del fusil un peine de cartuchos puntiagudos.
A continuación comenzó una silenciosa marcha hacia delante, en hilera, por un paisaje nocturno sembrado de oscuros bosquecillos. De vez en cuando, un tiro aislado, cuyo sonido se extinguía a lo lejos; o una bengala luminosa, que ascendía siseando y que, tras haber producido un resplandor breve y fantasmal, dejaba luego una oscuridad más espesa todavía. Tintineo monótono de los fusiles y de los útiles de zapa, interrumpido por la advertencia:
—¡Cuidado! ¡Una alambrada!
Luego, de repente, una caída estrepitosa y una maldición:
—¡Maldita sea, abre el hocico cuando venga un embudo!
Interviene un cabo:
—Silencio, coño, ¿o es que se creen ustedes que los franchutes tienen tapadas con mierda las orejas?
El avance se hace más rápido. La incertidumbre de la noche, el centelleo de los proyectiles luminosos y la lenta llamarada del fuego de fusil producen una excitación que mantiene despiertos de un modo extraño a los hombres. A veces pasa junto a nosotros, cantando un canto frío y delgado, una bala disparada a ciegas, que se pierde a lo lejos. Tras esta primera, ¡cuántas otras veces he ido caminando hacia la primera línea, atravesando paisajes muertos, en un estado de ánimo a medias melancólico y a medias excitado!
Al fin desaparecimos en uno de los ramales de aproximación que avanzan ondulantes, cual serpientes blancas, hacia las posiciones. En una de éstas me encontré luego; estaba solo, tiritando, entre dos traveses, con los ojos esforzadamente fijos en una fila de abetos que se alzaba delante de la trinchera y en la que mi imaginación me hacía ver toda clase de figuras fantasmales. De vez en cuando un bala perdida atravesaba las ramas con un chasquido que acababa transmutándose en una especie de gorjeo. La única variación habida durante este tiempo que parecía no tener fin consistió en que vino a buscarme un camarada más veterano; él y yo fuimos luego trotando, por un corredor largo y estrecho, hacia un pozo de centinela situado en una posición avanzada. Y otra vez nos dedicamos allí a observar el terreno que ante nosotros se extendía. Por dos horas se me permitió intentar conciliar el sueño del agotamiento en un pelado agujero cavado en la greda. Al rayar el alba me encontraba pálido y cubierto de barro, igual que todos los demás; tuve la sensación de que llevaba ya varios meses haciendo aquella vida propia de topos.
La posición que ocupaba nuestro regimiento se extendía, haciendo eses, por el gredoso suelo de Champaña, frente a la aldea de Le Godat. Por la derecha se apoyaba en una destrozada arboleda denominada «Bosque de las Granadas»; luego seguía zigzagueante por en medio de inmensos campos de remolacha azucarera, en los que brillaban los pantalones rojos de soldados caídos mientras se lanzaban al asalto, y acababa en la hondonada de un arroyo; el enlace con el 74.º Regimiento lo mantenían, a través de aquel barranco, patrullas nocturnas. El arroyo murmuraba al saltar sobre la presa de un molino derruido, que se hallaba rodeado de árboles sombríos. Las aguas de aquel arroyo venían regando desde hacía meses los cadáveres de los soldados de un regimiento colonial francés; sus rostros parecían estar hechos de pergamino negro. Era aquél un lugar siniestro cuando por la noche la luna, atravesando los desgarrones de las nubes, proyectaba sombras movedizas, y con los murmullos del agua y los susurros del cañaveral parecían mezclarse sonidos extraños.
El servicio era agotador. La vida comenzaba al anochecer; a esa hora la guarnición tenía que hallarse ya levantada en la trinchera. Desde las diez de la noche hasta las seis de la mañana siguiente sólo podían dormir, por turnos, dos hombres de cada pelotón, de manera que cada uno de nosotros disfrutaba de dos horas de sueño en total. Sin embargo, ese espacio de tiempo quedaba reducido la mayoría de las veces a unos pocos minutos, ya porque nos despertasen antes de tiempo, ya porque fuera preciso acarrear paja o realizar otras tareas.
O bien hacíamos guardia en la trinchera misma, o bien íbamos a uno de los numerosos pozos de centinela, los cuales se hallaban unidos a la posición por largos caminos de enlace abiertos en el terreno. En el transcurso de la guerra de trincheras se abandonó muy pronto este dispositivo de seguridad, ya que el sitio ocupado por los centinelas estaba expuesto a mil peligros.
Estas noches de guardia agotadoras, inacabables, todavía se podían soportar cuando el tiempo era bueno, e incluso cuando helaba; pero si llovía, lo cual ocurrió casi a diario en aquel mes de enero, resultaban atroces. Cuando la humedad atravesaba primero la lona de tienda de campaña que uno se había puesto sobre la cabeza, luego el capote y el uniforme, y escurría después cuerpo abajo durante horas, era tal la depresión en que uno se hundía, que no lograba aliviarla ni siquiera el murmullo producido por los hombres del relevo al aproximarse chapoteando por el barro. La amanecida iluminaba unas figuras extenuadas, llenas de manchas de greda, que daban diente con diente y tenían pálidos los rostros, y que a esa hora se arrojaban sobre la podrida paja de los goteantes abrigos.
¡Y qué abrigos! Eran unos agujeros excavados en la greda; su entrada estaba en el talud de la trinchera y su suelo se hallaba cubierto por unos tablones y unas pocas paladas de tierra. Si había llovido, aquellos abrigos goteaban días y días; ésta era la causa de que con cierto humor negro se hubiera colgado delante de ellos unos apropiados carteles como «La caverna de las estalactitas», «El baño de caballeros» y otros parecidos. Si varios hombres a la vez querían entregarse al descanso en uno de aquellos agujeros, veíanse obligados a dejar las piernas fuera, en la trinchera; para todo el que por allí pasaba constituían esas piernas unas zancadillas que nunca fallaban. En tales condiciones, tampoco cabía decir que fuera posible dormir durante el día. Teníamos que realizar además dos horas de guardia diurna, limpiar la trinchera, traer la comida, el café, el agua, y hacer muchas otras cosas más.
Es comprensible que nos resultara muy dura una vida tan desacostumbrada como aquélla, sobre todo porque, hasta aquel momento, sólo de oídas conocía la mayoría de nosotros lo que era trabajar de verdad. A esto se sumaba el que allí en el frente no nos habían recibido con la alegría que nosotros esperábamos. Antes al contrario, los veteranos aprovechaban cualquier motivo para enseñarnos a «hacer bien la instrucción», y todas las misiones molestas o inesperadas se encomendaban sin más a los «voluntariosos de guerra»
[1]
. Esta costumbre, llevada desde los cuarteles a los campos de combate, no contribuía a mejorar nuestro humor; por lo demás, desapareció tan pronto como luchamos juntos la primera batalla. Después de ella, también nosotros nos tuvimos por veteranos.
Los días que la compañía pasaba descansando no resultaban mucho más agradables. Durante ellos vivíamos en La Faisanería o en el Bosquecillo de Hiller. Aunque nos alojábamos en chozas de tierra revestidas con ramas de abeto, allí al menos el suelo, que estaba cubierto de estiércol, desprendía un calorcillo muy grato procedente de la fermentación. A veces se despertaba uno en medio de un charco de agua de una pulgada de hondo. Sólo de oídas conocía yo hasta entonces lo que era el «reumatismo»; pero a los pocos días de estar así, continuamente empapado de pies a cabeza, empecé a notar dolores en todas las articulaciones. En mis sueños tenía la sensación de que por los miembros me subían y bajaban bolas de hierro. Tampoco aquí las noches servían para dormir; se empleaban en ahondar aún más los numerosos ramales de aproximación. Si uno no quería perder el contacto y andar luego vagando durante horas de un lado para otro en la maraña de las trincheras, se veía obligado a pegarse a los talones del hombre que le precedía, actuando con la seguridad propia de un sonámbulo. Y todo ello en medio de una completa oscuridad, si es que a los franchutes no les daba por disparar proyectiles luminosos. Por lo demás, resultaba fácil trabajar aquel suelo; sólo una delgada capa de barro y de humus cubría el poderoso estrato gredoso. El zapapico cortaba con facilidad aquella formación blanda. A veces saltaban chispas verdosas; ocurría cuando el acero tropezaba con alguno de los cristales de pirita de hierro, del tamaño de un puño, que se hallaban diseminados en la roca. Aquellos conglomerados estaban compuestos de numerosos dados apelotonados en forma de bola, y cuando se los golpeaba resplandecían con destellos como de oro.