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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (24 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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Algunos sacerdotes y sacerdotisas intentaron impedir su avance. Tarzán cogió a uno de los primeros por los tobillos y le hizo dar vueltas alrededor, despejando el camino; mientras corría hacia el otro extremo del patio, donde se detuvo, dio media vuelta y, con toda la fuerza de sus grandes músculos, hizo girar una vez más el cuerpo del sacerdote y lo lanzó a la cara de sus perseguidores.

Sin detenerse, volvió a dar media vuelta y prosiguió su persecución de Cadj, quien siempre se mantenía por delante porque conocía los laberintos del palacio, templo y patios mejor que Tarzán. Éste estaba convencido de que se dirigían a los patios interiores del templo. Allí Cadj podría esconderse en los pozos que había bajo el palacio, que resultarían un escondrijo del que sería difícil hacerle salir, tan numerosos y sinuosos eran los oscuros túneles subterráneos. De modo que Tarzán empleó todas sus fuerzas para llegar al patio del sacrificio a tiempo de impedir que Cadj alcanzara la relativa seguridad de los pasadizos subterráneos, pero cuando por fin cruzó de un salto la puerta del patio, un nudo corredizo, astutamente colocado, se cerró en uno de sus tobillos y el hombre-mono cayó pesadamente al suelo. Casi al instante, numerosos hombrecillos encorvados, habitantes de Opar, se abalanzaron sobre él, donde yacía, medio aturdido por la caída, y antes de que hubiera recobrado por completo sus facultades lo ataron con firmeza.

Semiconsciente sintió que lo levantaban del suelo, lo transportaban, y luego lo depositaron sobre una fría superficie de piedra. Entonces recuperó la consciencia plena, y se dio cuenta de que yacía una vez más en el altar del sacrificio del patio interior del Templo del Dios Llameante y de que por encima de él se erguía Cadj, el sumo sacerdote, su cruel rostro contraído en una mueca de odio y la expectativa de la venganza tanto tiempo aplazada.

—¡Por fin! —exclamó la criatura llena de odio—. Esta vez, Tarzán de los Monos, conocerás la furia no del Dios Llameante, sino de Cadj, el hombre; no habrá esperas ni interferencias.

Alzó el cuchillo del sacrificio por encima de su cabeza. Más allá de la punta del cuchillo, Tarzán de los Monos vio la parte superior del muro del patio y, en aquel momento, apareció la cabeza y los hombros de un poderoso león de negra melena.

—¡Jad-bal-ja! —gritó—. ¡Mata! ¡Mata!

Cadj vaciló y dejó el cuchillo en suspenso. Siguió la mirada del hombre-mono, y en ese instante el león de oro saltó al suelo y, en dos fuertes saltos, se precipitó sobre el sumo sacerdote de Opar. El cuchillo cayó al suelo y las grandes fauces se cerraron sobre el horrible rostro.

Los sacerdotes inferiores que capturaron a Tarzán, y que se habían quedado para presenciar su muerte a manos de Cadj, huyeron despavoridos de la sala en cuanto el león de oro saltó sobre su jefe, y ahora Tarzán y Jad-bal-ja y el cuerpo de Cadj eran los únicos ocupantes del patio del sacrificio del templo.

—¡Vamos, Jad-bal-ja! —ordenó Tarzán—. ¡No dejes que nadie haga daño a Tarzán de los Monos!

Poco más tarde, las fuerzas victoriosas de La entraban en el antiguo palacio y los templos de Opar. Los sacerdotes y guerreros que no habían resultado muertos se rindieron enseguida y reconocieron a La como reina y suma sacerdotisa, y ya, bajo las órdenes de La, la ciudad emprendió la búsqueda de Tarzán y Cadj. Fue así como la propia La, encabezando el grupo de búsqueda, entró en el patio del sacrificio.

La escena que apareció a sus ojos la hizo detenerse en seco, pues allí, atado al altar, yacía Tarzán de los Monos y de pie, junto a él, mirándola directamente con sus brillantes ojos se encontraba Jad-bal-ja, el león de oro.

—¡Tarzán! —gritó La, precipitándose hacia el altar—. Cadj por fin ha recibido su merecido. Que el dios de mis padres se apiade de mí; Tarzán está muerto.

—No —exclamó el hombre-mono—, nada de eso. Ven y suéltame. Sólo estoy atado, pero de no ser por Jad-bal-ja habría muerto bajo tu cuchillo del sacrificio.

—Gracias a Dios —entonó La, e hizo ademán de acercarse al altar, pero se detuvo ante la actitud amenazadora del rugiente león.

—¡Quieto!, deja que se acerque —ordenó Tarzán, y Jad-bal-ja se tumbó al lado de su amo y depositó su hocico bigotudo sobre el pecho del hombre-mono.

La se acercó, cogió el cuchillo del sacrificio y cortó las ataduras que mantenían cautivo al señor de la jungla, y entonces vio al otro lado del altar el cadáver de Cadj.

—Tu peor enemigo ha muerto —dijo Tarzán—, y su muerte debes agradecérsela a Jad-bal-ja, como yo le agradezco mi vida. A partir de ahora podrás gobernar en paz y con alegría y amistad al pueblo del valle del Palacio de Diamantes.

Aquella noche, Tarzán, los bolgani y los cabecillas de los gomangani, así como los sacerdotes y sacerdotisas de Opar, se sentaron en el gran salón de banquetes del palacio de Opar, como invitados de La, la reina, y comieron en platos de oro que habían pertenecido a los antiguos atlantes, platos realizados en un continente que hoy sólo existe en las leyendas de la antigüedad. Y a la mañana siguiente Tarzán y Jad-bal-ja partieron en su viaje de regreso a casa, a la tierra de los waziri.

Atado al altar, yacía Tarzán junto al león de oro.

CAPÍTULO XVII

LA TORTURA DE FUEGO

F
LORA Hawkes y sus cuatro aliados, perseguidos por Luvini y sus doscientos guerreros, avanzaban a tropezones en la oscuridad nocturna de la jungla. No tenían objetivo, pues, como les habían guiado los negros, no sabían dónde se encontraban y estaban absolutamente perdidos. La única idea que dominaba la mente de cada uno era poner entre ellos y el campamento de ladrones de marfil toda la distancia posible, pues fuera cual fuese el resultado de la batalla, su destino sería el mismo si el grupo vencedor los capturaba. Habían seguido adelante durante quizá media hora cuando, durante un breve descanso, oyeron claramente a sus espaldas el alboroto producido por sus perseguidores y de nuevo emprendieron su aterrada huida sin rumbo.

Entonces, para su sorpresa, distinguieron al frente el resplandor de una luz. ¿Qué podía ser? ¿Habían recorrido un círculo completo y volvían a estar en el campamento del que huían? Avanzaron para examinar el lugar hasta que por fin divisaron los contornos de un campamento rodeado por una cerca de espinos, en cuyo centro ardía una pequeña fogata. En torno al fuego se congregaba medio centenar de guerreros negros, y cuando los fugitivos se acercaron, más vieron entre los negros a una figura que se destacaba claramente a la luz de la fogata, una mujer blanca, mientras detrás de ellos oían cada vez más fuerte el estruendo de la persecución.

Por los gestos de los negros que rodeaban la hoguera, era evidente que discutían sobre los ruidos de batalla que habían oído hacía poco rato procedentes del campamento de ladrones, pues señalaban a menudo hacia allí, y entonces la mujer levantó la mano para pedir silencio y todos escucharon, y era evidente que también ellos oían la llegada de los guerreros que perseguían a Flora Hawkes y a sus aliados.

Ahí hay una mujer blanca —dijo Flora—. No sabemos quién es, pero es nuestra única esperanza, pues quienes nos persiguen nos alcanzarán enseguida. Tal vez esta mujer nos proteja. Vamos, voy a averiguarlo —y sin esperar respuesta se encaminó osadamente hacia la cerca.

Se hallaban a poca distancia cuando los aguzados ojos de los waziri los descubrieron, y al instante la pared de la cerca se llenó de afiladas lanzas.

—¡Alto! —gritó uno de los guerreros—. Somos los waziri de Tarzán. ¿Quiénes sois?

—Soy una mujer inglesa —respondió Flora—. Yo y mis compañeros nos hemos perdido en la jungla. Nuestro safari nos ha traicionado; nuestro guía nos persigue con guerreros. Somos cinco y pedimos vuestra protección.

—Déjales entrar —dijo Jane al waziri.

Mientras Flora Hawkes y los cuatro hombres entraban en el recinto bajo la escrutadora mirada de Jane Clayton y los waziri, otro par de ojos observaban desde el follaje del gran árbol, cuyas ramas colgaban al otro lado del campamento; unos ojos grises que brillaron con una extraña luz cuando reconocieron a la muchacha y a sus compañeros.

Cuando los recién llegados se acercaron a lady Greystoke, ésta lanzó una exclamación de sorpresa.

—¡Flora! —dijo, atónita—. Flora Hawkes, ¿qué diantres haces aquí?

La muchacha, también atónita, se detuvo en seco.

—¡Lady Greystoke! —exclamó.

—No lo entiendo —prosiguió lady Greystoke—. No sabía que estuvieras en África.

Por un momento, la elocuente Flora fue presa de la consternación, pero al momento echó mano de su ingenio natural.

—Estoy aquí con el señor Bluber y sus amigos —dijo—, que han venido para efectuar investigaciones científicas y me han traído con ellos porque yo había estado en África con usted y lord Greystoke, y por mi conocimiento de las costumbres del país, pero nuestros hombres se han vuelto contra nosotros y si ustedes no nos ayudan, estamos perdidos.

—¿Son los hombres de la costa oeste? —preguntó Jane.

—Sí —respondió Flora.

—Creo que mis waziri pueden ocuparse de ellos. ¿Cuántos son?

—Unos doscientos —respondió Kraski.

Lady Greystoke hizo gestos de negación con la cabeza.

—Hay muy pocas probabilidades —comentó, y luego llamó a Usula—. Unos doscientos hombres de la costa persiguen a estas personas. Tendremos que luchar para defenderles.

—Somos waziri —respondió Usula, simplemente, y unos instantes después la vanguardia de las fuerzas de Luvini apareció ante ellos.

Al ver a los guerreros listos para recibirles, los hombres de Luvini se detuvieron. Éste, calculando de un vistazo cuántos eran, avanzó unos pasos y empezó a gritar burlas e insultos, pidiendo que le devolvieran a los blancos. Acompañaba sus palabras con pasos fantásticos y grotescos y, al mismo tiempo, agitaba su rifle y blandía el puño. Sus seguidores le imitaron hasta que los doscientos acabaron aullando, gritando y amenazando, mientras saltaban presas de un frenesí que les daría el valor necesario para iniciar un ataque.

Los waziri, tras la cerca, adiestrados y disciplinados por Tarzán de los Monos, habían dejado de atender la fantástica invitación a la batalla tan querida a ciertas tribus guerreras y, en cambio, permanecían inmóviles y serios, esperando la llegada del enemigo.

—Tienen muchos rifles —comentó lady Greystoke—; no es muy halagüeño para nosotros.

—No hay más de media docena capaces de utilizar acertadamente el rifle —dijo Kraski.

—Todos tus hombres están armados. Situaros entre mis waziri. Avisa a tus hombres que se aparten y nos dejen. No disparéis hasta que ellos ataquen, pero a la primera acción clara, empezad a disparar y seguir; no hay nada que desanime tanto a un negro de la costa oeste como el fuego de rifle del hombre blanco. Flora y yo nos quedaremos en la parte posterior del campamento, cerca de aquel árbol grande. —Hablaba en tono autoritario, como alguien acostumbrado a dar órdenes y que sabe de qué habla. Los hombres la obedecieron; incluso Bluber, aunque temblaba penosamente mientras se dirigía a ocupar su lugar en las filas delanteras entre los waziri.

Sus movimientos, a la luz de la fogata del campamento, eran claramente visibles para Luvini, y también para quienes observaban desde el follaje del árbol bajo el cual Jane Clayton y Flora Hawkes se refugiaron. Luvini no había ido a pelear. Había ido a capturar a Flora Hawkes. Se volvió a sus hombres.

—Sólo son cincuenta —dijo—. Podemos matarles fácilmente, pero no hemos venido a pelear. Hemos venido a llevarnos a la muchacha blanca otra vez. Quedaos aquí y representad un buen espectáculo para esos hijos de los chacales. Haced que no dejen de miraros. Avanzad un poco y luego retiraos, y mientras llamáis su atención hacia aquí yo me llevaré a cincuenta hombres e iré a la parte posterior del campamento y cogeré a la muchacha blanca. Tan pronto como la tenga en mi poder os enviaré recado e inmediatamente podréis regresar a la aldea, donde, tras la empalizada, estaremos a salvo de cualquier ataque.

El plan satisfacía a los negros de la costa oeste, que no estaban preparados para una batalla inminente, de modo que danzaron, aullaron y amenazaron con voz más fuerte que antes, pues les parecía que lo hacían con perfecta impunidad, ya que después se retirarían, tras un triunfo sin derramamiento de sangre, a la seguridad de su empalizada.

Cuando Luvini, dando un rodeo, avanzaba sigilosamente oculto entre la densa jungla dirigiéndose a la parte posterior del campamento mientras el estruendo de los negros de la costa oeste adquiría proporciones ensordecedoras, del árbol que cobijaba a las dos mujeres blancas cayó de pronto al suelo la figura de un gigante blanco, desnudo salvo por un taparrabo y una piel de leopardo, su perfil divino destacaba a la vacilante luz del fuego.

—¡John! —exclamó lady Greystoke—. Gracias a Dios que eres tú.

—Chsss —siseó el gigante blanco, llevándose un dedo índice a los labios, y entonces, de pronto, se volvió a Flora Hawkes—. Es a ti a quien busco —gritó, y agarró a la muchacha y se la echó sobre los hombros, y antes de que lady Greystoke pudiera intervenir y apenas comprender lo que ocurría, el hombre saltó ágilmente la cerca por la parte posterior del campamento y desapareció en la jungla.

Por un momento, Jane Clayton se tambaleó a causa de un golpe inesperado y luego, ahogando un gemido, se desplomó al suelo, sollozando, tapándose la cara con los brazos.

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