Sobre él, en su cámara del templo, La, la suma sacerdotisa, se revolvía en su lecho sin poder dormir. Conocía demasiado bien el genio de su pueblo y la traición del sumo sacerdote, Cadj. Conocía el fanatismo religioso que impulsaba las acciones maníacas de sus bestiales e ignorantes seguidores y adivinaba con razón que Cadj los inflamaría contra ella en caso de que esta vez no sacrificara el hombre-mono al Dios Llameante. Y el esfuerzo de hallar una solución a su dilema era lo que le impedía dormir, pues no estaba en el corazón de La sacrificar a Tarzán de los Monos. Aunque era suma sacerdotisa de un culto horrible y reina de una raza de semibestias, también era una mujer, una mujer que había amado una sola vez y entregado ese amor al divino hombre-mono que volvía a estar en su poder. Dos veces había escapado con anterioridad a su cuchillo sacrificial, pero en el último instante el amor había triunfado sobre los celos y el fanatismo, y La, la mujer, había comprendido que nunca pondría en peligro la vida del hombre al que amaba, por mucho que supiera que aquel amor no tenía esperanzas.
Aquella noche se enfrentaba a un problema cuya solución excedía a sus poderes. Que se hubiera prometido en matrimonio a Cadj eliminaba el último vestigio de esperanza que había acariciado de convertirse en la esposa del hombre-mono. Sin embargo, no por ello estaba menos decidida a salvar a Tarzán si era posible. Dos veces le había salvado la vida a ella, una de un loco sacerdote y otra de Tantor. Entonces le prometió que cuando volviera a Opar lo haría en señal de amistad y sería recibido amistosamente, pero la influencia de Cadj era grande, y que ésta era dirigida directamente contra el hombre-mono, lo había visto en la actitud de sus seguidores desde el instante en que habían puesto a Tarzán en una litera para llevarlo a Opar; lo había visto en las miradas perversas que le habían lanzado a ella. Tarde o temprano se atreverían a denunciarla. Lo único que necesitaban era cualquier mínima excusa que, como ella sabía, esperaban impacientes en su actitud hacia Tarzán. Mucho después de medianoche se le acercó una de las sacerdotisas que siempre estaban de guardia ante la puerta de su cámara.
—Dooth quiere hablar contigo —susurró la joven.
—Es tarde —respondió La— y no está permitida la entrada de los hombres a esta parte del templo. ¿Cómo ha llegado hasta aquí y por qué?
—Dice que viene para servir a La, que se halla en grave peligro —respondió la muchacha.
—Entonces ve a buscarle —dijo La—, y si estimas tu vida, procura no decírselo a nadie.
—Seré muda como las piedras del altar —declaró la sacerdotisa, se volvió y salió de la cámara.
Unos instantes después regresó con Dooth, que se detuvo a unos pasos de la suma sacerdotisa y la saludó. Ésta indicó a la joven que se marchara y se volvió al hombre con aire interrogador.
—¡Habla, Dooth! —ordenó.
—Todos conocemos —dijo— el amor de La por el extraño hombre-mono, y no me corresponde a mí, un sacerdote inferior, poner en duda los pensamientos o actos de mi suma sacerdotisa. Sólo debo servirla, como sería mejor que hicieran los que ahora conspiran contra ti.
—¿A qué te refieres, Dooth? ¿Quién conspira contra mí?
—En estos instantes, Cadj y Oah y otros varios sacerdotes y sacerdotisas están llevando a cabo un plan para deshacerse de ti. Están poniendo espías para que te vigilen, pues saben que querrías liberar al hombre-mono, y vendrá uno que te dirá que permitirle escapar es la solución más fácil a tu problema. Éste será enviado por Cadj, y entonces quienes te observan informarán a la gente y a los sacerdotes de que te han visto dar la libertad al que ha de ir al sacrificio. Pero esto no servirá de nada, pues Cadj y Oah y los otros han apostado en el camino de Opar a muchos hombres escondidos, que caerán sobre el hombre-mono y le matarán antes de que el Dios Llameante haya descendido dos veces en la selva occidental. Sólo hay una manera de que puedas salvarte, La de Opar.
—¿Y cuál es? —preguntó ella.
—Con tus propias manos, y en el altar de nuestro templo, debes sacrificar el hombre-mono al Dios Llameante.
MISTERIO DEL PASADO
A
LA MAÑANA siguiente, La desayunaba y había enviado a Dooth a llevarle comida a Tarzán, cuando acudió a ella una joven sacerdotisa, que era hermana de Oah. Incluso antes de que la chica hablara, La supo que era emisaria de Cadj y que la traición de la que Dooth le había advertido ya estaba en marcha. La muchacha se mostraba inquieta y visiblemente asustada, pues era joven y tenía en gran reverencia a la reina, a quien sabía todopoderosa y que incluso podía hacer que la mataran si lo deseaba. La, que ya había decidido un plan de acción que resultaría muy embarazoso para Cadj y sus conspiradores, esperó en silencio a que la chica hablara. Pero ésta tardó un poco en reunir valor para empezar a hacerlo. Habló de muchas cosas que no tenían ninguna relación con el tema, y a La, la suma sacerdotisa, le divirtió ver su desconcierto.
—No es frecuente —dijo La— que la hermana de Oah venga a los apartamentos de su reina a menos que se la convoque. Me alegra ver que al fin comprende el servicio que debe prestar a la suma sacerdotisa del Dios Llameante.
—Vengo —dijo por fin la muchacha, hablando como quien ha memorizado un papel— para decirte que he oído algo que puede interesarte y que seguramente te alegrará saber.
—¿Y qué es? —preguntó La arqueando una ceja.
—He oído hablar a Cadj con los sacerdotes inferiores —prosiguió la muchacha— y le he oído decir claramente que se alegraría de que el hombre-mono escapara, que sería un alivio para ti, y para Cadj también. He creído que La, la reina, se alegraría de saberlo, pues es conocido por todos que La prometió amistad al hombre-mono y, por tanto, no desea sacrificarle en el altar del Dios Llameante.
—Tengo muy claro cuál es mi deber —replicó La con voz altiva— y no necesito que Cadj ni ninguna doncella lo interprete por mí. También conozco las prerrogativas de una suma sacerdotisa y el derecho de sacrificio es una de ellas. Por esta razón impedí que Cadj sacrificara al extranjero. Ninguna mano salvo la mía puede ofrecer la sangre de su corazón al Dios Llameante, y al tercer día morirá bajo mi cuchillo en el altar de nuestro templo.
El efecto que estas palabras produjeron en la muchacha fue exactamente el que La había previsto. Apreció decepción y disgusto en el rostro de la mensajera de Cadj, quien ahora no podía responder, pues las instrucciones que había recibido no preveían esta actitud por parte de La. Entonces la muchacha encontró una excusa para retirarse, y cuando hubo abandonado la estancia de la suma sacerdotisa, La apenas pudo reprimir una sonrisa. No tenía intención de sacrificar a Tarzán, pero esto, desde luego, la hermana de Oah no lo sabía. Así que ésta volvió a Cadj y repitió todo lo que La le había dicho. El sumo sacerdote quedó muy disgustado, pues su plan no era tanto destruir a Tarzán como inducir a La a cometer un acto que provocara la ira de los sacerdotes y del pueblo de Opar, quienes, debidamente instigados, exigirían la vida de La como expiación. Oah, que estaba presente cuando su hermana volvió, se mordió los labios, pues su decepción fue grande. Nunca antes se había visto tan cerca de la posibilidad tan anhelada de ser suma sacerdotisa. Durante varios minutos paseó arriba y abajo absorta en sus pensamientos, hasta que, de pronto, se detuvo ante Cadj.
—La ama a este hombre-mono —dijo— y aunque es posible que lo sacrifique, sólo lo hará por miedo al pueblo. Ella aún lo ama; lo ama más, Cadj, de lo que jamás te ha amado a ti. El hombre-mono lo sabe y confía en ella, y como él lo sabe, hay una salida. Escucha, Cadj, a Oah. Enviaremos a alguien al hombre-mono que le diga que va de parte de La, y que La le ha dado instrucciones de que lo saque de Opar y le libere. Esto lo llevará a nuestra emboscada, y cuando haya muerto, muchos de nosotros iremos ante La y la acusaremos de traición. Quien saque al hombre-mono de Opar dirá que La le ordenó hacerlo, y los sacerdotes y el pueblo se enfurecerán, y entonces tú pedirás la vida de La. Será muy fácil y nos libraremos de los dos.
—¡Bien! —exclamó Cadj—. Será al amanecer, mañana, y antes de que el Dios Llameante vaya a descansar por la noche contemplará a una nueva suma sacerdotisa de Opar.
Aquella noche Tarzán despertó de su sueño al oír el ruido de una de las puertas de su celda. Oyó que el cerrojo se corría y que la puerta crujía lentamente al abrirse. En la absoluta oscuridad que reinaba en la habitación no distinguió ninguna presencia, pero oyó el movimiento de unos pies calzados con sandalias que pisaban con cautela el suelo de cemento, y luego, en la oscuridad, oyó una voz de mujer que susurraba su nombre.
—Estoy aquí —respondió él—. ¿Quién eres y qué quieres de Tarzán de los Monos?
—Tu vida está en peligro —dijo la voz—. Ven, sígueme.
—¿Quién te envía? —preguntó el hombre-mono, tratando de hallar con su sensible olfato una pista de la identidad del visitante nocturno, pero el aire estaba tan cargado del olor acre de algún rico perfume que no era posible distinguir nada por lo que pudiera juzgar si se trataba de una de las sacerdotisas a las que había conocido en sus anteriores visitas a Opar, o de un completo extraño para él.
—Me envía La —dijo— para sacarte de los pozos de Opar y ponerte en libertad en el mundo exterior a las murallas de la ciudad. —Palpando en la oscuridad ella por fin le encontró—. Aquí están tus armas —dijo, entregándoselas, y después le cogió la mano y le hizo salir de la mazmorra a través de un largo y sinuoso corredor igualmente oscuro, bajar antiguas escaleras de cemento, atravesar pasadizos y corredores, abriendo y cerrando puertas que crujían y rechinaban en sus goznes. Qué distancia recorrieron así y en qué dirección, Tarzán no podía adivinarlo. Ya había sabido lo bastante por Dooth, cuando éste le llevó la comida, para creer que en La tenía a una amiga que le ayudaría, pues Dooth le había confiado que ella le había salvado de Cadj cuando éste lo descubrió inconsciente en el cercado desierto de los europeos que le habían drogado y abandonado. Y así, tras afirmar la mujer que venía de parte de La, Tarzán la siguió de buen grado. No podía sino recordar la profecía de Jane de los males que cabía esperar que le sobrevinieran si insistía en emprender este tercer viaje a Opar, y Tarzán se preguntó si, después de todo, su esposa no tendría razón, que jamás escaparía de las garras de los fanáticos sacerdotes del Dios Llameante. Desde luego, no había esperado entrar en Opar, pero al parecer se cernía sobre la ciudad maldita un demoníaco guardián que amenazaba la vida de cualquiera que se atreviera a acercarse al lugar prohibido o a llevarse de las cámaras del tesoro olvidado una parte de éste.
Durante más de una hora su guía lo condujo por la absoluta oscuridad de los pasadizos subterráneos, hasta que ascendieron un tramo de escaleras y salieron al centro de un grupo de arbustos, a través de los cuales apenas se distinguía la pálida luz de la luna. Sin embargo, el aire fresco le indicó que habían alcanzado la superficie y entonces la mujer, que no había pronunciado una palabra desde que le hizo salir de su celda, prosiguió en silencio, siguiendo un sendero que se retorcía errático a través de una selva de espesa vegetación y siempre hacia arriba.
Por la posición de las estrellas y la luna, y por la dirección ascendente del camino, Tarzán supo que lo conducía a las montañas que se encontraban detrás de Opar, un lugar que nunca había creído que visitaría, ya que la zona parecía tosca y poco acogedora y no era probable que albergara los animales que él gustaba de cazar. Le sorprendía la naturaleza de la vegetación, pues creía que las colinas eran áridas salvo por algunos árboles mal desarrollados y secos arbustos. Mientras proseguían su camino ascendente, la luna se elevó más en el cielo hasta que su suave luz reveló con más claridad a los aguzados ojos del hombre-mono la topografía de la región que estaban cruzando, y entonces fue cuando vio que ascendían por una garganta estrecha y de espeso arbolado y comprendió por qué la vegetación había sido invisible desde la llanura que había frente a Opar. Como era poco comunicativo por naturaleza, el silencio de la mujer no causaba ninguna impresión particular a Tarzán. Si hubiera tenido algo que decir lo habría dicho, y asimismo suponía que ella no tenía necesidad de hablar a menos que hubiera alguna buena razón para hacerlo, pues los que viajan lejos y deprisa no pueden gastar aliento charlando.
Las estrellas del este desaparecieron al primer indicio del alba cuando los dos subían a la rebatiña un trecho escarpado que formaba el extremo superior del barranco y llegaron a un terreno relativamente llano. Mientras avanzaban el cielo se iluminó y entonces la mujer se detuvo en el borde de un declive, y al romper el día Tarzán vio abajo una cuenca arbolada en el corazón de la montaña y, asomando entre los árboles, a unos tres kilómetros de distancia, los contornos de un edificio que relucía y titilaba a la luz del nuevo sol. Entonces se volvió y miró a su compañera, y la sorpresa y la consternación aparecieron en su rostro, pues ante ella se encontraba La, la suma sacerdotisa de Opar.
—¿Tú? —exclamó—. Ahora en verdad Cadj tendrá la excusa que Dooth dijo que buscaba para quitarte de en medio.
—Nunca tendrá la oportunidad de quitarme de en medio —replicó La— porque jamás regresaré a Opar.
—¿Jamás regresarás a Opar? —preguntó él—. Entonces, ¿adónde vas a ir? ¿Adónde puedes ir?
—Voy a ir contigo —respondió ella—. No te pido que me ames. Sólo te pido que me lleves lejos de Opar y de mis enemigos, que me matarían. No había otra manera. Manu, el mono, los oyó conspirar y fue a contármelo. Daba lo mismo que te salvara o que te sacrificara. Estaban decididos a acabar conmigo, a que Oah fuera la suma sacerdotisa y Cadj, el rey de Opar. Pero no te sacrificaría, Tarzán, en ninguna circunstancia, y este me pareció el único modo en que podíamos salvarnos los dos. No podíamos ir al norte o al oeste por la llanura de Opar, pues allí Cadj ha apostado guerreros emboscados para matarte, y aunque seas Tarzán y un poderoso luchador, te vencerían gracias a su número y te matarían.
—Pero ¿adónde me llevas? —preguntó Tarzán.
—He elegido el menor de dos males; en esta dirección se halla una región desconocida, llena para los oparianos de leyendas de horribles monstruos y gente extraña. Jamás un opariano que se haya atrevido a venir aquí ha regresado a Opar. Pero si vive una criatura en el mundo que pueda avanzar con éxito por este valle desconocido eres tú, Tarzán de los Monos.