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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #Aventuras

Tarzán y el león de oro (25 page)

BOOK: Tarzán y el león de oro
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Así fue como la encontraron Luvini y sus guerreros cuando saltaron silenciosamente la cerca y entraron en el campamento por la parte trasera. Habían venido a por una mujer blanca y habían encontrado una; la pusieron en pie bruscamente, ahogaron sus gritos con sucias y ásperas manos y se la llevaron a la jungla, hacia la aldea empalizada de los ladrones de marfil.

Apenas unos minutos más tarde, los hombres blancos y los waziri vieron cómo los negros de la costa oeste se retiraban lentamente a la jungla, sin dejar de aullar y amenazar, como si mostraran así su empeño en aniquilar totalmente a sus enemigos; la batalla había terminado sin que se disparara un solo tiro ni se arrojara una sola lanza.

—Caramba —dijo Throck—, ¿a qué venía tanto alboroto? Creía que iban a comernos y lo único que han hecho ha sido lanzar gritos y ya está.

Bluber hinchó el pecho.

—Se necesita algo más que un puñado de nativos para intimidar a Adolph Bluber —dijo pomposamente.

Kraski se quedó mirando a los negros que se marchaban, y, rascándose la cabeza, se volvió hacia la fogata.

—No lo entiendo —dijo, y de pronto añadió—: ¿Dónde están Flora y lady Greystoke?

Entonces descubrieron que las dos mujeres habían desaparecido.

Los waziri se pusieron frenéticos. Llamaron en voz alta a su ama, pero no hubo respuesta.

—¡Vamos! dijo Usula, —los waziri pelearemos, después de todo.

Corrió a la cerca y la saltó y, seguido por sus cincuenta negros, partió en persecución de los hombres de la costa oeste.

Tardaron poco en alcanzarles, y lo que sucedió pareció más una fuga desordenada que una batalla. Los negros de la costa oeste, huyeron despavoridos hacia su empalizada con los waziri pisándoles los talones, arrojaron sus rifles para correr más deprisa, pero Luvini y su grupo les tomaron la delantera y se refugiaron en la empalizada antes de que perseguidos y perseguidores llegaran a ella. Una vez dentro, los defensores se resistieron, pues comprendían que si los waziri entraban los matarían a todos, razón por la cual pelearon como ratas acorraladas y por fin lograron contener a sus atacantes hasta cerrar y barrar la puerta. Construida para defenderse de cantidades mucho mayores, la aldea resultaba fácil de defender, y más en esta ocasión en que sólo les atacaba medio centenar de waziri.

Usula comprendió la inutilidad de realizar un ataque a ciegas y retiró sus fuerzas a poca distancia de la empalizada, y allí se quedaron agazapados, mirando con el rostro fiero y ceñudo la puerta de la aldea, mientras Usula planeaba cómo vencer al enemigo, lo cual comprendió que no era posible sólo con la fuerza.

—Sólo queremos a lady Greystoke —dijo—, la venganza puede esperar.

—Pero ni siquiera sabemos si está en la aldea —le recordó uno de sus hombres.

—¿Dónde, si no, podría estar? —preguntó Usula—. Tal vez tengas razón; es posible que no esté en la aldea, pero quiero averiguarlo. Tengo un plan. Verás, el viento sopla del lado opuesto de la aldea. Diez de vosotros me acompañaréis, los otros avanzaréis de nuevo ante la puerta de la aldea y haréis mucho ruido, fingiendo que vais a atacar. Al cabo de un rato la puerta se abrirá y ellos saldrán, os lo aseguro. Intentaré estar aquí antes de que esto suceda, pero si no es así, dividíos en dos grupos, quedaos a ambos lados de la entrada y dejad que los negros de la costa oeste escapen; ellos no nos importan. Buscad sólo a lady Greystoke, y cuando la veáis, alejadla de quienes la vigilan. ¿Entendido? —Sus compañeros asintieron—. Así pues, vamos. —Seleccionó a diez hombres y el grupo desapareció en la jungla.

Luvini había llevado a Jane Clayton a una choza no lejos de la aldea. Allí la había atado a una estaca, creyendo aún que se trataba de Flora Hawkes, la dejó y se apresuró a regresar a la puerta para tomar el mando de sus fuerzas en la defensa de la aldea.

Tan rápidamente transcurrían los acontecimientos, que Jane Clayton aún estaba medio aturdida por los sustos que había tenido que soportar. Más que el estado y la situación en que se encontraba, le pesaba que su Tarzán la hubiera abandonado en un momento de necesidad y que se había llevado a la jungla a otra mujer. Ni siquiera el recuerdo de lo que Usula le había contado respecto al accidente que Tarzán sufriera, y que supuestamente afectaba a su memoria, podía reconciliarla con la brutalidad de su deserción, y ahora yacía, boca abajo, en la suciedad de la choza árabe, sollozando como no lo había hecho en muchos años.

Mientras ella yacía desgarrada por la aflicción, Usula y sus diez hombres avanzaban sigilosamente y, sin hacer ruido, rodearon la empalizada para ir hasta la parte posterior de la aldea. Allí encontraron grandes cantidades de maleza muerta de cuando los árabes aclararon el lugar para construir su aldea. Se la llevaron y la amontonaron a lo largo de la empalizada hasta una altura de casi tres cuartas partes. Como vieron que era difícil proseguir su tarea en silencio, Usula envió a uno de sus hombres con instrucciones de que prosiguieran su estruendo para ahogar el ruido de las operaciones de sus compañeros. El plan funcionó a la perfección, ya que permitió a Usula y sus hombres trabajar con redoblados esfuerzos, y transcurrió más de una hora hasta que la maleza estuvo amontonada a su satisfacción.

Desde un orificio practicado en la empalizada, Luvini observaba al grueso de los waziri, que ahora la luz de la luna permitía ver, y por fin llegó a la conclusión de que no tenían intención de atacar aquella noche, por lo que podía reducir la vigilancia y emplear el tiempo de otra manera más agradable. Dio a sus guerreros instrucciones de permanecer cerca de la puerta y estar alerta, con órdenes de que le mandaran llamar en el momento en que los waziri mostraran cualquier cambio de actitud; después, Luvini fue a la choza en la que había dejado a lady Greystoke.

El negro era un tipo enorme, con la frente baja y huidiza y la mandíbula saliente. Cuando entró en la choza con una antorcha encendida que clavó en el suelo, sus ojos inyectados en sangre miraron con lujuria a la forma inmóvil de la mujer que yacía boca abajo ante él. Se lamió los gruesos labios y, acercándose, alargó el brazo y la tocó. Jane Clayton levantó la mirada y retrocedió, asustada. Al ver el rostro de la mujer, el negro expresó su sorpresa.

—¿Quién eres? —preguntó en el inglés corrompido de la costa.

—Soy lady Greystoke, esposa de Tarzán de los Monos —respondió Jane Clayton—. Si eres sensato me soltarás enseguida.

La sorpresa y el terror asomaron a los ojos de Luvini y otra emoción también, pero cuál dominaba el turbio cerebro era difícil de decir. Durante largo rato se quedó mirándola fijamente y, poco a poco, una expresión de lujuria y satisfacción dominó su rostro y borró el miedo que al principio había sentido, y en ese cambio leyó Jane Clayton su sino.

Con dedos torpes Luvini desató los nudos de las ataduras que sujetaban las muñecas y los tobillos de Jane Clayton. Ella sintió su aliento caliente y le vio los ojos inyectados en sangre y la lengua roja que se relamía los gruesos labios. En el instante en que notó que la última correa con la que estaba atada caía al suelo, se levantó de un salto y corrió hacia la entrada de la choza, pero una manaza la agarró y cuando Luvini la arrastró de nuevo hacia él, ella se giró en redondo como una tigresa enloquecida y le pegó repetidamente en su fea cara sonriente. Por la fuerza bruta, cruel e indomable, él dominó la débil resistencia de Jane Clayton y despacio, pero con seguridad, la atrajo hacia sí. Ajenos a todo, sordos a los gritos de los waziri ante la puerta de la aldea y al alboroto que de pronto se produjo en la aldea, los dos pelearon, la mujer condenada desde el principio a la derrota.

Usula ya había encendido media docena de antorchas en la maleza amontonada junto a la empalizada posterior. Las llamas, avivadas por una suave brisa de la jungla, produjeron de inmediato una rugiente conflagración, que provocó que la madera seca de la empalizada se deshiciera en una lluvia de chispas que el viento transportaba hasta los tejados de paja de las chozas, y en un santiamén la aldea se convirtió en un rugiente infierno en llamas. Y como Usula había previsto, la puerta se abrió y los negros de la costa oeste salieron en tropel, aterrorizados, enfilando la jungla. A ambos lados de la entrada a la aldea, se hallaban los waziri, buscando a su ama, pero aunque esperaron y observaron en silencio hasta que no salió nadie más de la aldea, y hasta que el interior de la empalizada fue un verdadero infierno, no vieron ni rastro de ella.

Incluso después de convencerse de que en la aldea no podía quedar ningún ser humano vivo, seguían aguardando con esperanza; pero al fin Usula abandonó la inútil vigilia.

—Ella no ha estado nunca aquí —dijo— y ahora debemos perseguir a los negros y capturar a algunos para saber el paradero de lady Greystoke.

Era de día cuando tropezaron con un pequeño grupo de rezagados, acampados a unos kilómetros hacia el oeste. Pronto estuvieron rodeados y se rindieron de inmediato a las promesas de inmunidad en el caso de que respondieran verazmente a las preguntas que Usula les formularía.

—¿Dónde está Luvini? —preguntó Usula, que la noche anterior se enteró del nombre del cabecilla de los hombres de la costa oeste por los europeos.

—No lo sabemos; no le hemos visto desde que hemos salido de la aldea —respondió uno de los negros—. Nosotros éramos esclavos de los árabes y cuando anoche escapamos de la empalizada, huimos de los demás, pues nos pareció que estaríamos más seguros solos que con Luvini, que es más cruel incluso que los árabes.

—¿Visteis a las mujeres blancas que anoche llevó al campamento? —preguntó Usula.

—Sólo llevó una mujer blanca —respondió el otro.

—¿Qué hizo con ella? ¿Dónde está ahora? —preguntó Usula.

—No lo sé. Cuando la llevó la ató de pies y manos y la metió en la choza que él ocupaba cerca de la puerta de la aldea. Desde entonces no la hemos visto.

Usula se volvió a sus compañeros. En sus ojos asomó un gran temor, un temor que se reflejó en el semblante de los demás.

—¡Vamos! Regresaremos a la aldea —dijo—. Y vosotros nos acompañaréis —añadió, dirigiéndose a los negros de la costa oeste— y si nos habéis mentido… —hizo un movimiento significativo con el índice en la garganta.

—No te hemos mentido —se defendieron los otros.

Pronto rehicieron el camino hacia las ruinas de la aldea árabe, de la que no quedaba más que un montón de humeantes ascuas.

—¿Dónde se encontraba la choza en la que estaba confinada la mujer blanca? —preguntó Usula cuando entraron en las ruinas.

—Aquí —señaló uno de los negros, y con pasos rápidos cruzó lo que había sido la puerta de la aldea. De pronto, se detuvo y señaló algo que había en el suelo.

—Ahí está la mujer blanca que buscáis.

Usula y los otros avanzaron. La rabia y la pena competían por dominar sus rostros cuando contemplaron, ante ellos, los restos calcinados de un ser humano que yacía en el suelo.

—Es ella —dijo Usula, y se volvió para ocultar su aflicción cuando las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Los otros waziri estaban asimismo afectados, pues todos habían amado a la compañera del gran
bwana
.

—Quizá no sea ella —sugirió uno—. Quizá sea otra.

—Lo sabremos enseguida —exclamó un tercero—. Si sus anillos se encuentran entre las cenizas, sin duda es ella. —Se arrodilló y buscó los anillos que lady Greystoke llevaba habitualmente.

Usula hizo gestos negativos con la cabeza.

—Es ella —dijo—, allí está la estaca a la que estaba atada… —señaló los restos ennegrecidos de una estaca junto al cuerpo—, y en cuanto a los anillos, aunque no estén no significa nada, pues Luvini se los debió de quitar en cuanto la capturó. Hubo tiempo para que todos escaparan excepto ella, que estaba atada y no pudo salir… no, no puede ser otra.

Los waziri cavaron una tumba poco profunda y con gran reverencia depositaron allí los restos calcinados, señalando el lugar con un pequeño montón de piedras.

CAPÍTULO XVIII

EL RASTRO DE LA VENGANZA

T
ARZÁN de los Monos, adaptando su velocidad a la de Jad-bal-ja, se abría paso relativamente despacio en su regreso a casa y revisaba con diferentes emociones sus experiencias de la semana anterior. Aunque no había logrado hacer una incursión en las cámaras del tesoro de Opar, la bolsa de diamantes que llevaba consigo compensaba el desbaratamiento de sus planes. Su única preocupación era la seguridad de sus waziri y, quizás, un molesto deseo de encontrar a los blancos que le habían drogado e infligirles el castigo que merecían. Sin embargo, en vista de su mayor deseo de regresar a casa, decidió no hacer ningún esfuerzo por capturarlos, al menos de momento.

Cazando juntos, comiendo juntos y durmiendo juntos, el hombre y el gran león siguieron los senderos de la jungla salvaje hacia el hogar. El día anterior compartieron la carne de Bara, el ciervo, hoy celebraban un festín con el cadáver de Horta, el jabalí, y era poco probable que ninguno de los dos se quedara con hambre.

Se encontraban a un día de marcha del bungaló cuando Tarzán descubrió el rastro de un número considerable de guerreros. Igual que algunos hombres devoran las últimas cotizaciones de la Bolsa como si su existencia dependiera de un detallado conocimiento de las mismas, así Tarzán de los Monos devoraba todas las informaciones, por pequeñas que fueran, que la jungla le ofrecía porque, en verdad, el conocimiento preciso que toda aquella información podía proporcionarle había sido durante toda su vida condición
sine qua non
. Así examinó con atención el rastro de olor que percibía, que era de varios días, y en parte estaba alterado por el paso de fieras desde que lo habían dejado. Sin embargo, era lo bastante legible para los aguzados sentidos del hombre-mono. De pronto, su parcial indiferencia dio paso al vivo interés, pues entre las huellas de los grandes guerreros advirtió las de menor tamaño de una mujer blanca, una huella amada que conocía tan bien como uno conoce la cara de su propia madre. «Los waziri regresaron y le dijeron que yo había desaparecido —pensó en voz alta— y ahora ella ha partido en mi busca. —Se volvió al león—. Bueno, Jad-bal-ja, una vez más nos alejamos del hogar; pero no, el hogar está donde está ella».

La dirección del camino confundió bastante a Tarzán de los Monos, ya que no seguía la ruta directa hacia Opar, sino una dirección más al sur. El sexto día su buen oído captó el sonido de hombres que se acercaban y luego le llegó el rastro de olor a negros. Tarzán envió a Jad-bal-ja a esconderse en un arbusto y se acercó a los árboles, moviéndose rápidamente en la dirección por la que se acercaban los negros. Cuando la distancia entre ellos se redujo, el olor se incrementó, hasta que, incluso antes de verles, Tarzán supo que eran waziri, pero el efluvio que habría llenado su alma de felicidad no lo percibía.

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