Existen pocas dudas respecto a que Luvini habría sido capaz de ejecutar su plan con facilidad de no haber sido por la lealtad y el afecto de un joven negro que se hallaba al servicio personal de Flora Hawkes.
La joven mujer blanca, pese a lo que era capaz de hacer para satisfacer su codicia y avaricia, era una mujer buena e indulgente. La bondad que había demostrado hacia el joven e ignorante negro iba a reportarle unos dividendos que superaban en mucho su inversión.
Luvini acudió a ella cierta tarde para anunciarle que todo estaba a punto, y que la revuelta de los esclavos y el asesinato de los árabes tendría lugar aquella noche, inmediatamente después del anochecer. La codicia de los blancos se había excitado hacía tiempo al ver la cantidad de marfil que los ladrones poseían, lo que provocó la impaciencia de todos por llegar al final de la conspiración que pondría en sus manos una considerable riqueza.
Justo antes de la cena, el muchachito negro se introdujo en la tienda de Flora Hawkes. Tenía los ojos muy abiertos y estaba terriblemente asustado.
—¿Qué ocurre? —le preguntó ella.
—¡Chsss! Que no la oigan hablar conmigo; pegue su oreja a mí mientras le cuento los planes de Luvini.
La muchacha acercó el oído a los labios del negro.
—Ha sido buena conmigo —susurró— y ahora que Luvini quiere hacerle daño, he venido a decírselo.
—¿Qué quieres decir? —exclamó Flora en voz baja.
—Quiero decir que Luvini ha dado orden de que, cuando los árabes estén muertos, los hombres negros maten a todos los hombres blancos y se la lleven a usted prisionera. Tiene intención de quedársela para él o de venderla en el norte por una gran suma de dinero.
—Pero ¿cómo lo sabes? —preguntó la muchacha.
—Todos los negros del campamento lo saben —respondió el joven—. Yo tenía que robar su rifle y su pistola, igual que todos los demás chicos robarán las armas de sus amos blancos.
La muchacha se puso de pie de un salto.
—Le daré una lección a ese traidor —dijo; cogió su pistola y a grandes pasos se encaminó hacia la puerta de la tienda.
El muchacho se tiró a sus rodillas y la abrazó.
—¡No! ¡No! —exclamó—, no lo haga. No diga nada. Si lo hace, matarán a los hombres blancos antes y se la llevarán prisionera igualmente. Todos los muchachos negros del campamento están contra usted. Luvini ha prometido que el marfil se dividirá a partes iguales entre todos ellos. Ahora están preparados, y si amenaza a Luvini, o si de alguna otra manera se enteran de que usted conoce el plan, caerán sobre usted enseguida.
—¿Qué esperas que haga, pues? —preguntó ella.
—Sólo hay una esperanza: escapar. Usted y los hombres blancos deben huir a la jungla. Ni siquiera yo puedo acompañarles.
Flora permaneció mirando al muchachito en silencio durante unos instantes, y por fm dijo:
—Muy bien, acepto tu sugerencia. Me has salvado la vida. Quizá nunca pueda pagarte por ello, o quizá sí. Ahora vete, antes de que sospechen de ti.
El negro se retiró de la tienda, arrastrándose por la parte trasera para impedir que le viera alguno de sus compañeros que se hallaban en el centro del campamento desde el que se veía perfectamente la parte delantera de la tienda. Inmediatamente después de que se marchara, Flora salió con naturalidad y fue a la tienda de Kraski, que el ruso ocupaba con Bluber. Encontró allí a los dos hombres y con susurros les puso al corriente de lo que el negro le había contado. Kraski llamó entonces a Peebles y Throck, y se decidió que no darían muestras de sospechar nada. Los ingleses estaban a favor de asaltar sobre los negros y aniquilarles, pero Flora Hawkes les disuadió de efectuar ningún acto precipitado pues los nativos los superaban numéricamente y sería inútil intentar vencerles.
Bluber, con su astucia habitual que tendía siempre al doble juego a la más mínima oportunidad, sugirió que en secreto advirtieran a los árabes lo que sabían, y si unían sus fuerzas con ellos tendrían la posición más fuerte posible en el campamento y podrían empezar a disparar sobre los negros antes de que éstos atacaran.
Flora Hawkes vetó de nuevo la sugerencia.
—No saldrá bien —dijo—, porque los árabes en el fondo son tan enemigos nuestros como los negros. Si lográramos subyugar a estos últimos en cuestión de minutos, los árabes conocerían hasta el último detalle de nuestro plan contra ellos, tras lo cual nuestra vida no valdría más que esto —y chasqueó los dedos.
—Supongo que
Florrra
tiene razón, como de
costumbrrre
—gruñó Peebles—,
perrro
qué diablos vamos a
hacerrr
en esta jungla si nadie caza para
nosotrrros
, o cocina para
nosotrrros
, o lleva
nuestrrras
cosas, o nos
encuentrrra
el camino, esto es lo que me
gustarrría saberrr
, y ya está.
—Me parece que no se puede hacer otra cosa —dijo Throck—; pero caramba si me gustaría huir.
Llegó entonces a los oídos de los blancos, retumbando desde la lejana distancia en la jungla, el rugido de un león.
—¡
Ach, weh
! —exclamó Bluber—. ¿Tenemos que
irrr
solos a esa jungla? ¡
Mein Gott
!
Prrrefiero quedarrrme
aquí y
morrrir
como un
hombrrre
blanco.
—No te matarán como a un hombre blanco —dijo Kraski. Te torturarán, si te quedas.
Bluber se retorcía las manos y el sudor producido por el miedo le resbalaba por la cara.
—¡
Ach
!, ¿por qué lo hice?, ¿por qué lo hice? —gimió—. ¿Por qué no me quedé en casa, en Londres, que es donde debo estar?
—¡Cierra el pico! —espetó Flora—. ¿No sabes que si haces algo que levante las sospechas de estos tipos, se echarán sobre nosotros enseguida? Sólo podemos hacer una cosa: esperar a que inicien el ataque a los árabes. Aún dispondremos de nuestras armas, pues no tienen intención de robárnoslas hasta que los árabes estén muertos. Tenemos que aprovechar la confusión de la pelea para escapar a la jungla, y después… Dios dirá; y que Dios nos proteja.
—Sí —balbuceó Bluber, que estaba muerto de miedo—. Que Dios nos ayude.
Unos instantes después llegó Luvini.
—Todo está a punto,
bwanas
—dijo—. Cuando hayáis terminado de cenar, estad preparados. Oiréis un disparo; ésta será la señal. Entonces abrid fuego sobre los árabes.
—Bien —dijo Kraski—, hemos estado hablando de ellos y hemos decidido que nos quedaremos cerca de la puerta para impedir que escapen.
—Está bien —dijo Luvini—, pero tú quédate aquí. —Se dirigía a Flora—. No estarías a salvo si pelearas. Quédate en tu tienda y limitaremos la lucha al otro lado de la aldea y posiblemente junto a la puerta de ésta, por si alguien intenta escapar.
—De acuerdo —accedió Flora—, me quedaré aquí.
Satisfecho porque las cosas no podían salir mejor para él, el negro se fue; el campamento entero estaba cenando. Se respiraba un ambiente de expectación y gran tensión nerviosa en todo el campamento que debía de ser perceptible incluso para los árabes, aunque ellos eran los únicos que desconocían la causa. Bluber estaba tan aterrado que no podía comer; permanecía sentado, blanco y tembloroso, mirando alrededor con ojos asustados: primero a los negros, después a los árabes y, por fin, a la puerta del recinto, cuya distancia debía de haber medido un centenar de veces mientras esperaba el disparo, la señal de la matanza que iba a enviarle a la jungla para, lo más seguro, convertirle en presa inmediata del primer león que pasara.
Peebles y Throck comían tranquilamente, para gran disgusto de Bluber. Kraski, que era de temperamento muy nervioso, comió poco, pero no daba muestras de miedo. Tampoco Flora Hawkes parecía asustada, aunque en el fondo comprendía lo desesperado de la situación.
Había oscurecido. Algunos negros y árabes aún comían cuando, de pronto, el fuerte ruido de un disparo de rifle quebró el silencio. Un árabe cayó al suelo sin ruido. Kraski se levantó y cogió a Flora por el brazo.
—¡Vamos! —ordenó.
Seguidos por Peebles y Throck, y precedidos por Bluber, a cuyos pies el miedo había prestado alas, corrieron hacia la puerta de la empalizada.
El aire se había llenado de los roncos gritos de los hombres que peleaban y de los disparos de rifles. Los árabes, que no sumaban más de una docena, peleaban con ganas, y como eran mejores tiradores que los negros, aún era dudoso el resultado de la batalla cuando Kraski abrió la puerta y los cinco blancos huyeron hacia la oscuridad de la jungla.
El resultado de la lucha en el campamento no podía ser otro que el que fue, pues los negros superaban en mucho a los árabes, y al final, pese a ser malos tiradores, lograron abatir al último de los nómadas del norte. Entonces fue cuando Luvini volvió su atención a los otros blancos y descubrió que habían huido. El negro comprendió dos cosas al instante. Una era que alguien le había traicionado, y la otra, que los blancos no podían haber llegado muy lejos.
Llamó a sus guerreros, les explicó lo sucedido, y grabando en ellos la idea de que los blancos, si se les permitía escapar, al final regresarían con refuerzos para castigarles, incitó a sus seguidores, más de doscientos guerreros, a la necesidad de partir de inmediato tras los fugitivos y capturarlos antes de que pudieran siquiera transmitir el mensaje a una aldea vecina, la más próxima de las cuales se hallaba a no más de un día de marcha.
LA PROVISIÓN DE DIAMANTES
A
MEDIDA que las primitivas bombas de humo llenaban la sala del trono de la Torre de los Emperadores con sus asfixiantes vapores, los gomangani arracimados en torno a Tarzán le rogaban que los salvara, pues también ellos habían visto a los bolgani en todas las aberturas, en los jardines y en la terraza.
—Esperad un momento —dijo Tarzán— hasta que el humo sea lo bastante denso para ocultar nuestros movimientos a los bolgani; entonces nos precipitaremos a las ventanas que dan a la terraza, pues están más cerca de la puerta oriental que las otras salidas, y así algunos de nosotros tendrán más probabilidades de escapar.
—Tengo un plan mejor —dijo el anciano—. Cuando el humo nos oculte, seguidme. Hay una salida que no está custodiada, probablemente porque ni siquiera sueñan con que la utilicemos. Al pasar por el estrado detrás del trono, he podido observar que allí no había ningún bolgani.
—¿Adónde conduce? —preguntó Tarzán.
—Al sótano de la Torre de Diamantes, la torre en la que te he sorprendido. Es la parte de palacio más cercana a la puerta oriental, y si podemos llegar a ella antes de que_ sospechen podremos llegar al menos a la selva.
—¡Espléndido! —exclamó el hombre-mono—. El humo no tardará en ocultarnos a la vista de los bolgani.
En realidad, era ya tan espeso que a los ocupantes de la sala del trono empezaba a costarles respirar. Muchos tosían y se asfixiaban y a todos les lloraban los ojos. Sin embargo, no los ocultaba completamente a los bolgani que les rodeaban.
—No sé cuánto rato podremos resistir —dijo Tarzán.
—Se está haciendo un poco denso —dijo el anciano—. Unos instantes más y creo que podremos hacernos invisibles.
—No lo soporto más —gritó La—. Me estoy asfixiando y estoy medio ciega.
—Muy bien —dijo el anciano—, dudo que ahora puedan vernos. Está muy denso. Vamos, seguidme —y les hizo subir la escalera del estrado y pasar por una abertura que había detrás de los tronos, una pequeña abertura escondida tras unas colgaduras.
El anciano iba delante, seguido por La y después por Tarzán y Jad-bal-ja, que estaba casi al límite de su resistencia y paciencia, y expresaba su furia con profundos gruñidos que podían indicar a los bolgani por donde escapaban, de modo que a Tarzán le costaba sujetarlo. Detrás de Tarzán y el león se agolpaban los gomangani, que no paraban de toser; pero como Jad-bal-ja se hallaba justo delante de ellos, no se acercaban tanto al grupo que les precedía como probablemente habrían hecho.
La abertura daba a un corredor oscuro que conducía a una tosca escalera que descendía a un nivel inferior, y luego seguía en línea recta en total oscuridad en la considerable distancia que separaba la Torre de los Diamantes de la Torre de los Emperadores. Tan grande fue su alivio al escapar del denso humo de la sala del trono que no les importaba la oscuridad del corredor, sino que seguían con paciencia al anciano, quien ya les había explicado que la escalera era el único obstáculo que encontrarían en el túnel.
El anciano se detuvo ante una robusta puerta, que logró abrir con considerable dificultad.
—Esperad un momento —dijo— a que encuentre un farol y encienda una luz.
Le oyeron moverse unos instantes más allá de la puerta, luego se encendió una débil luz y después la mecha de un farol vaciló. En la penumbra, Tarzán vio ante ellos una gran cámara rectangular, cuyo gran tamaño sólo sugería parcialmente la escasa iluminación.
—Entrad todos y cerrad la puerta —dijo el anciano. Luego llamó a Tarzán—. ¡Ven! —dijo—. Antes de abandonar esta cámara quiero mostrarte algo que ningún otro ojo humano ha visto jamás.
Lo llevó al fondo de la cámara donde, a la luz del farol, Tarzán vio hileras de estanterías en las que se amontonaban pequeños sacos de pieles. El anciano dejó el farol en uno de los estantes, cogió un saco y derramó parte del contenido en la palma de su mano.
—Diamantes —dijo—. Cada uno de estos paquetes pesa dos kilos y todos contienen diamantes. Los han ido acumulando desde hace siglos, pues extraen mucho más de lo que pueden gastar. Sus leyendas dicen que algún día los atlantes regresarán y podrán venderles los diamantes; por eso siguen extrayéndolos y almacenándolos como si hubiera un mercado constante para ellos. Tomad, llevaos una bolsa —dijo. Entregó una bolsa a Tarzán y otra a La—. No creo que jamás salgamos vivos del valle, pero tal vez sí —y cogió una tercera bolsa para él.
Desde la cámara de los diamantes, el anciano les hizo subir por una escalera primitiva hasta el piso superior y después los condujo rápidamente a la entrada principal de la Torre. Sólo dos pesadas puertas, cerradas por dentro con cerrojo, se interponían entre ellos y la terraza, y a poca distancia de ésta se abría la puerta oriental. El anciano estaba a punto de abrir las puertas cuando Tarzán le detuvo.
—Espera un momento —dijo— hasta que llegue el resto de los gomangani. Les cuesta un poco subir la escalera. Cuando estén todos detrás de nosotros, abre las puertas y tú y La, con estos diez o doce gomangani que están más cerca de nosotros, corred hacia la puerta oriental; el resto nos quedaremos atrás para contener a los bolgani en caso de que nos ataquen. Preparaos —añadió instantes después—, creo que todos están arriba.