El ruso, mientras yacía medio dormido, con los ojos entreabiertos, vio que el hombre-mono, que estaba en cuclillas ante la fogata, se levantaba y se dirigía hacia un árbol que estaba cerca. Cuando lo hizo, algo se le cayó de debajo de su taparrabo —un saquito de piel— cuyo contenido abultaba.
Kraski, ahora completamente despierto, observó al hombre-mono apartarse un poco, acompañado por Jad-bal-ja, y echarse a dormir.
El gran león se enroscó a su lado y entonces el ruso se convenció de que ambos dormían. Inmediatamente empezó a arrastrarse en silencio y con sigilo hacia el pequeño bulto que estaba junto al fuego. Tras cada movimiento de avance, se paraba y miraba las figuras de las dos bestias feroces, pero ambas dormían tranquilamente. Al fin, el ruso pudo alargar el brazo y coger la bolsa, la atrajo hacia sí y se la metió rápidamente bajo la camisa. Entonces se dio la vuelta y regresó arrastrándose despacio y sin hacer ruido al lugar que antes ocupaba frente al fuego donde tumbado con la cabeza sobre un brazo como si estuviera sumido en un profundo sueño, palpó la bolsa con los dedos de la mano izquierda.
—Parecen piedras masculló para sí, —y sin duda esto es lo que son, para utilizarlas como adorno bárbaro este salvaje bárbaro que es un noble de Inglaterra. No parece posible que esta bestia salvaje se haya sentado en la Cámara de los Lores.
Ruidosamente, Kraski deshizo el nudo que cerraba la bolsa y unos instantes después vació una parte del contenido en la palma de su mano.
—¡Dios mío! —exclamó—, ¡diamantes!
Con gran codicia, acabó de vaciar la bolsa —grandes piedras centelleantes de las primeras aguas—, dos kilos de diamantes puros y cristalinos que representaban una fortuna tan fabulosa que sólo contemplarlos hizo estremecer al ruso.
—¡Dios mío! —repitió tengo la riqueza de Creso en mis propias manos.
Rápidamente recogió las piedras y las volvió a meter en la bolsa, siempre con un ojo puesto en Tarzán
y Jad-bal-ja
; pero ninguno de los dos se movió, y cuando las tuvo todas en la bolsa, se la metió bajo la camisa.
—Mañana —masculló—, ojalá tuviera el nervio necesario para intentarlo esta noche.
A media mañana siguiente, Tarzán y los cuatro londinenses se aproximaron a una aldea amurallada bastante grande. Le recibieron no sólo con amabilidad, sino con la deferencia que se debe a un emperador.
Los blancos quedaron sobrecogidos por la actitud del jefe negro y sus guerreros cuando Tarzán se halló en su presencia.
Una vez finalizada la ceremonia habitual, Tarzán se volvió e hizo señas a los cuatro europeos.
—Éstos son mis amigos —dijo al jefe negro— y desean llegar a la costa sanos y salvos. Envía con ellos suficientes guerreros que les den de comer y les protejan durante el viaje. Es Tarzán de los Monos quien pide este favor.
—Tarzán de los Monos, el gran jefe, Señor de la Jungla, sólo tiene que ordenar lo que desee —respondió el negro.
—¡Bien! —exclamó Tarzán—, aliméntales bien y trátales bien. Yo tengo otros asuntos de que ocuparme y quizá no me quede.
—Llenarán su estómago y alcanzarán la costa sanos y salvos —declaró el jefe.
Sin despedirse, sin dar siquiera una señal de que se había dado cuenta de su existencia, Tarzán de los Monos desapareció de la vista de los cuatro europeos con Jad-bal-ja, el león de oro, pisándole los talones.
Siguieron los senderos de la jungla salvaje hacia el hogar.
UNA FLECHA CON DOS PUNTAS
A
QUELLA noche Kraski no pudo dormir. No podía dejar de pensar que, tarde o temprano, Tarzán descubriría que había perdido la bolsa de diamantes y volvería para pedir explicaciones a los cuatro londinenses a quienes había ayudado. Y así, con la aparición de los primeros rayos de luz por el horizonte del este, el ruso se levantó de su lecho de hierbas secas en el interior de la choza que el jefe les había asignado a él y a Bluber y salió sigilosamente.
—¡Dios mío! —exclamó para sí—. Sólo hay una posibilidad entre mil de que yo solo llegue a la costa, pero esto… —se llevó la mano a la bolsa de diamantes que escondía debajo de la camisa—, por esto vale la pena hacer cualquier esfuerzo, incluso sacrificar la vida, la fortuna de un millar de reyes, Dios mío. ¡Qué no haría yo en Londres, en París y en Nueva York!
Abandonó con cautela la aldea y la vegetación de la jungla engulló a Carl Kraski, el ruso, y salió para siempre de las vidas de sus compañeros.
Bluber fue el primero en notar la ausencia de Kraski, pues aunque no había simpatía entre los dos, su relación con Peebles y Throck les había arrojado a la aventura.
—¿Habéis visto a
Carrrl
esta mañana? —preguntó a Peebles cuando los tres se reunieron en torno a la olla que contenía el insípido guiso que les habían llevado para desayunar.
—No —respondió Peebles—. Debe dormir todavía.
—No está en su choza —respondió Bluber—. No estaba allí cuando me he
desperrrtado
.
—No puede cuidarse solo —gruñó Throck, volviendo a su desayuno—. Probablemente le encontrarás con algunas de las mujeres —y sonrió ante su propia broma sobre la debilidad de Kraski que todos conocían bien.
Habían terminado de desayunar e intentaban comunicarse con algunos de los guerreros, en un intento por saber cuándo propondría el jefe que emprendieran la marcha hacia la costa, y Kraski aún no había aparecido. Por entonces Bluber estaba bastante preocupado, no por la seguridad de Kraski, sino por la suya, ya que, si podía ocurrirle algo a Kraski en aquella aldea amistosa en las tranquilas horas de la noche, un destino similar podría acaecerle a él, y cuando se lo sugirió a los otros, les dio material para pensar, de modo que fueron tres hombres bastante asustados quienes pidieron ver al jefe.
Mediante signos, un inglés corrompido y dialecto nativo deformado, una o dos palabras del cual cada uno entendía, consiguieron transmitir al jefe que Kraski había desaparecido y que querían saber qué había sido de él.
El jefe, por supuesto, se quedó tan desconcertado como ellos y de inmediato se inició un registro a fondo de la aldea, con el resultado de que pronto se descubrió que Kraski no se hallaba en el recinto empalizado, y poco después hallaron huellas que salían de la aldea por la puerta hacia la jungla.
—¡
Mein Gott
! —exclamó Bluber—, ha salido solo ahí
fuerrra
, en plena noche. Debe de
haberrrse
vuelto loco.
—¡Dios mío! —exclamó Throck—, ¿por qué lo habrá hecho?
—¿No has echado en falta nada? —preguntó Peebles a los otros dos—. Tal vez haya robado algo.
—¡
Ach, weh
! ¿Qué tenemos que nos puedan
robarrrr
? —exclamó Bluber—. Nuestras armas, nuestras municiones, todo está a nuestro lado. No se las ha llevado. Además, lo que tenemos no vale nada, salvo mi
trraje
de veinte guineas.
—Pero ¿por qué lo habrá hecho? —se preguntó Peebles.
—Debe de haber andado en sueños —dijo Throck.
Eso fue lo más parecido a una explicación sobre la misteriosa desaparición de Kraski a lo que los tres pudieron llegar. Una hora más tarde, partieron hacia la costa, bajo la protección de una compañía de guerreros del jefe.
Kraski, con el rifle colgado al hombro, avanzaba tenazmente por la jungla con una pesada pistola automática en la mano derecha. Aguzaba los oídos sin cesar para oír la primera señal de persecución y también cualquier otro peligro que pudiera acecharles. Solo, en la misteriosa jungla, experimentaba una pesadilla de terror y con cada kilómetro que recorría, el valor de los diamantes se reducía cada vez más en relación con la espantosa prueba por la que tendría que pasar antes de poder llegar a la costa.
Una Histah, la serpiente, que bajó retorciéndose por una rama baja que atravesaba el camino, le bloqueaba el paso y el hombre no se atrevió a dispararle por miedo a atraer la atención de posibles perseguidores. Por lo tanto, se vio obligado a rodear la enmarañada masa de arbustos que allí crecían a ambos lados del estrecho sendero. Después de dejar atrás a la serpiente, su ropa estaba más desgarrada y harapienta que antes, y su carne presentaba rasguños y cortes y le sangraba a causa de los innumerables espinos por los que debió abrirse paso. Bañado en sudor, jadeaba por el esfuerzo, y tenía la ropa llena de hormigas, cuyos perversos ataques en la piel le volvían medio loco de dolor.
Cuando de nuevo estuvo en una zona despejada, se arrancó la ropa y trató frenéticamente de deshacerse de los insectos que tanto le atormentaban.
Tan grande era la cantidad de hormigas que tenía en la ropa, que no se atrevió a ponérsela de nuevo. Sólo arrebató el saquito de diamantes, la munición y sus armas a la salvaje horda, cuyo número aumentaba rápidamente, por millones, mientras trataban de apoderarse de él de nuevo y devorarle.
Kraski sacudió los objetos que había recuperado para que cayeran las hormigas y echó a correr como un loco por el camino, desnudo como el día en que vino al mundo. Cuando media hora más tarde tropezó y por fin cayó exhausto, se quedó tumbado, jadeando sobre el húmedo suelo de la jungla, y se dio cuenta de la absoluta inutilidad de su intento por llegar solo a la costa, aun más plenamente de lo que jamás habría hecho en otras circunstancias, pues nada paraliza más el valor y la confianza en sí mismo de un hombre civilizado que el verse privado de su ropa.
Por escasa que fuera la protección que le proporcionaran las prendas hechas jirones que había abandonado, no se habría sentido más indefenso si hubiera perdido las armas y la munición, pues hasta tal punto somos criaturas de costumbres y ambiente. Por lo tanto, fue un Kraski aterrorizado, ya condenado al fracaso, el que se arrastró temeroso por el camino de la jungla.
Aquella noche, hambriento y muerto de frío, durmió en la horcadura de un árbol, mientras los carnívoros cazadores rugían y gruñían en la negrura de la jungla. Temblando de terror inició una vigilia temerosa, y cuando el agotamiento le vencía y se dormía, no era para descansar, sino para soñar horrores que un súbito rugido interrumpía y le devolvía a la realidad. Así las largas horas de una noche espantosa transcurrieron tan lentamente que Kraski tenía la sensación de que nunca amanecería. Pero llegó y, una vez más, el ruso inició su camino hacia el oeste.
Reducido por el miedo, la fatiga y el dolor a un estado que rozaba la semiconsciencia, siguió avanzando a trompicones, y debilitándose a cada hora que pasaba, pues no había comido ni bebido desde que abandonó a sus compañeros hacía ya más de un día.
Era casi mediodía. Kraski avanzaba lentamente y efectuaba frecuentes descansos, durante uno de los cuales llegó a su entumecida sensibilidad la insistente insinuación de voces humanas no muy lejos de allí. Rápidamente intentó concentrar las escasas facultades que le quedaban. Escuchó con atención y, después, con renovadas fuerzas, se puso en pie.
No le cabía duda. Oía voces a poca distancia y no parecían ser de los nativos, sino de europeos. Sin embargo, actuó con precaución y avanzó con sigilo, hasta que en un recodo del sendero vio delante de él un claro punteado con árboles que flanqueaban las orillas de una fangosa corriente de agua. Junto a la orilla del río, había una pequeña choza con el tejado de hierbas y rodeada por una tosca empalizada protegida por una cerca exterior de espinos.
Las voces procedían de la dirección de la choza, y entonces distinguió claramente la voz de una mujer que se alzaba protestando enojada, a la que respondió la voz profunda de un hombre.
Muy despacio, Carl Kraski abrió los ojos con una incredulidad no exenta de terror, pues el tono de voz del hombre que oía era el del difunto Esteban Miranda y la voz de la mujer era la de la desaparecida Flora Hawkes, a quien hacía tiempo también daba por muerta. Pero Carl Kraski no creía mucho en lo sobrenatural. Los cuerpos desencarnados no necesitan chozas, ni empalizadas, ni cercas de espinos. Los poseedores de aquellas voces estaban tan vivos como él.
Se encaminó hacia la choza, casi olvidados su odio a Esteban y sus celos por el alivio que sintió al comprender que otra vez tendría la compañía de criaturas de su propia especie. Sin embargo, no había dado más que unos pasos cuando la voz de la mujer llegó de nuevo a sus oídos y Kraski se dio cuenta, de pronto, de su desnudez. Se detuvo, pensativo, mirando alrededor y después inició la recogida de largas hierbas de hojas anchas, con las que se fabricó una tosca pero práctica falda, que se ató a la cintura con una cuerda del mismo material retorcido. Entonces, con una sensación de renovada confianza en sí mismo, se dirigió hacia la choza. Como temía que al principio no le reconocieran y, tomándole por enemigo, le atacaran, Kraski llamó a Esteban por su nombre hasta llegar a la entrada de la empalizada. Inmediatamente el español salió de la choza, seguido por la muchacha. Si Kraski no hubiera oído su voz y no le hubiera reconocido por ella, habría creído que era Tarzán de los Monos, tan grande era su parecido con él.
Por unos instantes, los dos se quedaron mirando la extraña aparición.
—¿No me conocéis? —preguntó Kraski—. Soy Carl… Carl Kraski. Me conocéis, Flora.
—¡Carl! —exclamó la muchacha, e hizo ademán de ir a su encuentro, pero Esteban la cogió de la muñeca y la retuvo.
—¿Qué haces aquí, Kraski? —preguntó el español malhumorado.
—Intento llegar a la costa —respondió el ruso—. Estoy medio muerto de hambre y de frío.