Authors: Eiji Yoshikawa
—He servido a mi señor desde mi infancia. Considerando la situación en que se halla, no puedo hacer más que ponerme a su lado.
—¡Espera! —Kazumasa parecía pensar que Honda actuaba así movido por su carácter impetuoso, y alzó una mano para retenerle—. Nuestro señor nos ordenó defender el monte Komaki en su ausencia, pero no que hiciéramos lo que nos apetezca. Cálmate un poco.
También Tadatsugu trató de serenarle.
—¿Servirá de algo que te vayas soló precisamente ahora, Honda? La defensa del monte Komaki es más importante.
Los labios de Honda se curvaron en una leve sonrisa, como si la manera de pensar de sus compañeros le diera lástima, pero habló cortésmente, pues los otros dos eran superiores a él en rango y edad.
—No voy a reunirme con los demás generales. Que cada uno de vosotros haga lo que le plazca, pero Hideyoshi se dirige al frente de fuerzas frescas hacia el señor Ieyasu, y no puedo quedarme aquí sin hacer nada. Pensad en ello. Las fuerzas de nuestro señor deben de estar exhaustas tras la lucha de anoche y esta mañana, y si los veinte mil hombres dirigidos por Hideyoshi se unen al resto del enemigo en un ataque desde el frente y la retaguardia, ¿cómo creéis que el señor Ieyasu podrá salir indemne? Tal como lo veo, aunque me equivoque al ir solo a Nagakute, si mi señor muere en combate estoy decidido a morir con él. Eso no debería preocuparos.
Al oír estas palabras, los hombres dejaron de murmurar. Honda se puso al frente de su pequeña fuerza de trescientos hombres y partieron velozmente del monte Komaki. Kazumasa, contagiado por la bravura de aquel hombre, también reunió a sus doscientos hombres y se unió al otro grupo.
Las fuerzas conjuntas sumaban menos de trescientos hombres, pero compartieron el temple de Honda nada más abandonar el monte Komaki. Al fin y al cabo, ¿qué era un ejército de veinte mil hombres? ¿Y quién era aquel señor Mono?
Los soldados de a pie vestían armaduras ligeras, tenían los estandartes enrollados y, cuando fustigaron a los caballos, el polvo levantado por la pequeña fuerza se alzaba como un tornado que corriera hacia el este.
Cuando llegaron a la orilla meridional del río Ryusenji, encontraron al ejército de Hideyoshi que avanzaba a lo largo de la orilla norte.
—¡Bien, aquí están!
—El estandarte de mando con las calabazas doradas.
—Hideyoshi debe de estar rodeado por sus servidores.
Honda y sus hombres habían cabalgado sin detenerse y estaban mirando la orilla contraria, señalando y poniéndose las manos sobre los ojos a modo de visera. Todos ellos se estremecían de excitación.
La distancia era tan corta que si los hombres de Honda hubieran gritado, los gritos de respuesta del enemigo habrían llegado a sus oídos. Los rostros de los soldados enemigos eran visibles y las pisadas de veinte mil hombres mezcladas con el estrépito de innumerables cascos de caballo cruzaban el río y reverberaban contra los pechos de los hombres que los contemplaban.
—¡Kazumasa! —gritó Honda a sus espaldas.
—¿Qué quieres?
—¿Ves ese ejército en la otra orilla?
—Sí, es un ejército inmenso. La columna parece más larga que el mismo río.
—Eso es propio de Hideyoshi —dijo Honda, riendo—. Tiene la habilidad de mover un ejército de ese tamaño como si fuera sus manos y pies. Aunque sea el enemigo, hay que reconocerle el mérito.
—Llevo un rato mirándoles. ¿Crees que Hideyoshi está ahí, junto al estandarte de mando con las calabazas doradas?
—No, no. Estoy seguro de que se ha escondido en alguna parte en medio de otro grupo de hombres. No va a cabalgar al descubierto para ser blanco de algún tirador.
—Los soldados enemigos se mueven rápidamente, pero todos miran hacia aquí con suspicacia.
—Lo que debemos hacer es retrasar a Hideyoshi en el camino a lo largo del río Ryusenji, aunque sólo sea por unos momentos.
—¿Le atacaremos?
—No, el enemigo tiene veinte mil hombres, y nuestras fuerzas sólo suman quinientos. Si les atacamos, sólo pasaría un instante antes de que la superficie del río se tiñera con nuestra sangre. Estoy dispuesto a morir, pero no inútilmente.
—Entonces quieres dar al ejército de nuestro señor que está en Nagakute tiempo suficiente para que se prepare del todo y espere a Hideyoshi.
—Así es. —Honda asintió y golpeó la silla de montar—. A fin de conseguir tiempo para nuestros aliados en Nagakute, debemos agarrar con fuerza los pies de Hideyoshi y hacer que su ataque sea más lento, siquiera un poco, con nuestra muerte. Tenlo en cuenta al actuar, Tadatsugu.
—Sí, comprendo.
Kazumasa y Honda dirigieron a un lado las cabezas de sus monturas.
—Dividid a los mosqueteros en tres grupos. Mientras corren por el camino, cada grupo se arrodillará y disparará alternativamente al enemigo en la orilla contraria.
El enemigo se movía rápidamente a lo largo de la orilla, y parecía como si lo hiciera casi a la misma velocidad que la corriente. Los hombres de Honda tenían que hacerlo todo al mismo ritmo pero sin dejar de correr tanto si atacaban como si reorganizaban sus unidades.
Como estaban cerca del agua, el fuego de mosquete fue más resonante de lo que habría sido normalmente, y el humo de la pólvora se extendió sobre el río como una vasta cortina. Mientras una unidad avanzaba de un salto y disparaba, la unidad siguiente preparaba sus mosquetes. Entonces esa unidad saltaba adelante, ocupando el lugar de la primera, y disparaba de inmediato hacia la orilla contraria.
Varios soldados de Hideyoshi cayeron en rápida sucesión. En seguida la línea de hombres en marcha empezó a vacilar.
—¿Quién puede atreverse a desafiarnos con una fuerza tan reducida?
Hideyoshi estaba sorprendido. Con una expresión de asombro, detuvo a su caballo inconscientemente.
Los generales que cabalgaban a su alrededor y los hombres más próximos se cubrieron los ojos con las manos y miraron hacia la orilla contraria, pero ninguno pudo dar una respuesta rápida a la pregunta de Hideyoshi.
—¡Quien actúa con tal valentía contra un ejército de nuestro tamaño con una fuerza que no llega a mil hombres debe de ser un jefe atrevido! ¿Le reconoce alguien?
Hideyoshi hizo la pregunta varias veces, mirando a los hombres que estaban delante y detrás de él.
—Sé quién es —dijo alguien en la cabeza de la columna.
El hombre que había hablado era Inaba Ittetsu, el comandante del castillo Soné de Mino. A pesar de su edad avanzada, había participado en la batalla para ayudar a Hideyoshi y, desde el mismo comienzo de la campaña, estaba a su lado y le servía como guía.
—Ah, Ittetsu. ¿Reconoces al general enemigo en el otro lado del río?
—Bueno, por las astas de su yelmo y el trenzado blanco de su armadura, estoy seguro de que se trata del brazo derecho de Ieyasu, Honda Heihachiro. Le recuerdo claramente de la batalla en el río Ane, hace años.
Cuando Hideyoshi oyó esto, estuvo a punto de verter lágrimas.
—¡Ah, qué hombre tan valiente! Con una pequeña fuerza ataca a veinte mil hombres. Si ése es Honda, debe de ser un gran guerrero. Es conmovedor este intento de ayudar a Ieyasu a huir, obstruyéndonos aquí momentáneamente a costa de su vida. —Entonces añadió—: Es merecedor de nuestra simpatía. Nuestros hombres no dispararán una sola bala ni flecha en su dirección, por mucho que nos ataque. Si existe alguna relación kármica entre nosotros, algún día le convertiré en uno de mis servidores. Es un hombre digno de estima. No disparéis; dejadle ir.
Por supuesto, durante ese tiempo los tres grupos de mosqueteros que estaban en la orilla contraria siguieron atareados cargando sus mosquetes y disparando sin cesar. Una o dos balas incluso llegaron cerca de Hideyoshi. En aquel momento, el guerrero con armadura en quien Hideyoshi había concentrado su mirada, Honda, el hombre del yelmo adornado con astas de ciervo, se acercó a la orilla, desmontó y lavó el morro de su caballo con agua del río.
Separado de él por la anchura del río, Hideyoshi miró al hombre, mientras Honda miraba fijamente al grupo de generales, uno de los cuales era claramente Hideyoshi, que habían detenido sus caballos.
Los mosqueteros de Hideyoshi respondieron abriendo fuego, pero Hideyoshi volvió a reprobarles.
—¡No disparéis! ¡Limitaos a seguir adelante a toda prisa!
Dicho esto, fustigó a su caballo y partió al galope.
Cuando Honda observó esa acción en la otra orilla gritó: «¡No dejéis que se vayan!», y duplicó su velocidad. Tras recorrer un trecho de camino, volvió a atacar fieramente con fuego de mosquete a las tropas de Hideyoshi, pero éste no aceptó el desafío y pronto tomó una posición en una colina cercana a la colina de Nagakute.
En cuanto llegaron a su destino, Hideyoshi dio órdenes a tres de sus generales para que tomaran el mismo número de unidades de caballería ligera y partieran de inmediato.
—Haced lo que podáis con las fuerzas de Tokugawa que se están retirando desde Nagakute a Obata.
Estableció su cuartel general en la colina, mientras sus veinte mil hombres frescos se extendían bajo el rojo sol del atardecer, demostrando su intención de vengarse de Ieyasu.
Hideyoshi designó a dos hombres como jefes de una unidad de exploradores, y partieron en secreto hacia el castillo de Obata. A continuación Hideyoshi desarrolló las operaciones militares para todo el ejército. Pero antes de que pudiera enviar las órdenes, le llegó un mensaje urgente:
—Ieyasu ya no está en el campo de batalla.
—¡Eso no es posible! —dijeron los generales al unísono.
Mientras Hideyoshi permanecía sentado en silencio, los tres jefes a los que había enviado previamente hacia Nagakute regresaron a toda prisa.
—Ieyasu y su fuerza principal ya se han retirado a Obata —informaron—. Hemos encontrado unos pocos grupos dispersos de enemigos que se han rezagado en la retirada hacia el castillo, pero los demás parecen llevarnos una hora de ventaja.
De los trescientos soldados de Tokugawa a los que habían matado, ninguno había sido un general de renombre.
—Llegamos demasiado tarde.
Hideyoshi no podía disimular la cólera que le enrojecía el rostro.
En medio de sus complejas emociones, Hideyoshi batió palmas sin darse cuenta y felicitó a Ieyasu.
—¡Ahí tenéis a Ieyasu! Su rapidez es considerable. Se retira a un castillo y cierra las puertas sin la menor jactancia. Ése es un pájaro al que no atraparemos ni con liga ni con una red. Pero ya veréis, haré que Ieyasu se porte un poco mejor dentro de unos años y que se incline ante mí.
Anochecía ya, y un ataque nocturno a un castillo era algo que debía evitarse. Además, el ejército se había trasladado desde Gakuden sin descansar, por lo que aquella noche se pospusieron temporalmente las acciones. Hubo cambio de órdenes y se dio permiso a los hombres para comer sus provisiones. Nubes de humo de las fogatas se elevaban al cielo oscuro.
Los exploradores que habían partido de Obata regresaron en seguida. Ieyasu estaba durmiendo pero se levantó para escuchar el informe. Enterado de la situación, anunció que todo el mundo regresaría de inmediato al monte Komaki. Sus generales defendieron con vehemencia un ataque nocturno contra Hideyoshi, pero Ieyasu se limitó a reír y partió hacia el monte Komaki por una ruta indirecta.
Como no tenía otro recurso, Hideyoshi hizo dar la vuelta a su ejército y se retiró al campamento fortificado en Gakuden. No podía negar que la derrota en Nagakute había sido un serio golpe, aun cuando lo hubiera causado el exceso de celo de Shonyu. Pero también era cierto que, en aquella ocasión determinada, Hideyoshi había tardado en actuar.
Si Hideyoshi se mostraba circunspecto no se debía a que se midiera por primera vez con Ieyasu en el campo de batalla, pues le conocía desde mucho antes, sino más bien a que era un empate de maestro contra maestro, un partido entre dos campeones.
—No prestéis ninguna atención a los castillos pequeños a lo largo del camino, no perdáis tiempo —había advertido Hideyoshi, pero Shonyu fue desafiado por la guarnición de Iwasaki y se detuvo para aplastarla.
Las capacidades de Ieyasu y Hideyoshi determinarían el resultado de la batalla. Cuando Hideyoshi se enteró de la derrota en Nagakute, estuvo convencido de que había llegado su oportunidad. Las muertes de Shonyu y Nagayoshi serían seguramente el cebo para prender a Ieyasu vivo.
Pero el enemigo había aparecido y desaparecido con la rapidez del viento, y cuando se hubo ido, todo quedó silencioso como el bosque. Cuando Ieyasu se retiró al monte Komaki, Hideyoshi tuvo la sensación de que había fallado en el intento de atrapar a un conejo asustado, pero se dijo que él sólo había sufrido una ligera herida en un dedo. Ciertamente el daño infligido a su poderío militar había sido escaso. Pero, psicológicamente, había dado una victoria al bando de Hideyoshi.
En cualquier caso, tras la violenta batalla de media jornada en Nagakute, ambos hombres mostraban una prudencia extrema y cada uno observaba de cerca los movimientos del otro. Y mientras cada uno aguardaba para aprovechar una oportunidad favorable, ninguno de los dos estaba dispuesto a llevar a cabo un ataque temerario. Sin embargo, las provocaciones se sucedían.
Por ejemplo, el día once del cuarto mes, cuando Hideyoshi envió a los sesenta y dos mil hombres de su ejército al monte Komatsuji, la reacción en el monte Komaki no fue más que una sonrisa apacible e irónica.
Posteriormente, el día veintiocho del mismo mes, el bando de Ieyasu realizó una provocación. Una fuerza combinada de dieciocho mil hombres fue dividida en dieciséis unidades y se dirigió hacia el este.
Tocando tambores y alzando gritos de guerra, la vanguardia encabezada por Sakai Tadatsugu e Ii Hyobu lanzó repetidos desafíos, casi como si dijeran: «¡Sal de ahí, Hideyoshi!».
Hori Kyutaro y Gamo Ujisato defendían las empalizadas rodeadas por un foso. Kyutaro contempló las estridentes fuerzas enemigas y apretó los dientes.
Después de la batalla de Nagakute, el enemigo había difundido rumores de que los soldados de Hideyoshi estaban intimidados por los guerreros Tokugawa. Pero Hideyoshi había dejado claro que los soldados no efectuarían ninguna salida sin su orden expresa, por lo que no podían hacer más que enviar veloces corredores al campamento principal.
Cuando llegó el mensajero, Hideyoshi estaba jugando al go.
—Una gran fuerza de Tokugawa se aproxima a nuestros hombres en los fosos dobles —anunció el hombre.