Authors: Eiji Yoshikawa
Era como si hubieran vertido agua hirviendo sobre un hormiguero: los guerreros huían confusamente en todas las direcciones.
—¡No son dignos de que los llamemos aliados! —gritó Shonyu. Subió por la ladera y, en contraste con la paz que reinaba en aquel lugar, gritó enfurecido a los pocos soldados con los que se cruzaba—: ¡Estoy aquí! ¡No os retiréis vergonzosamente! ¿Habéis olvidado lo que aprendisteis a diario? ¡Volved! ¡Volved y luchad!
Pero el grupo de hombres con capuchas negras que le rodeaba no resistieron en medio del derrumbe general y emprendieron la huida. Sólo un patético paje de quince o dieciséis años se le acercó vacilante. Conducía por la brida a un caballo extraviado, que ofreció a su señor.
En la batalla que se libraba al pie de la colina, el caballo de Shonyu había caído al suelo alcanzado por una bala. El general estaba rodeado por el enemigo, pero se había abierto paso desesperadamente y subido por la ladera.
—Ya no necesito un caballo. Pon aquí mi escabel de campaña.
El paje le obedeció y Shonyu tomó asiento.
—Cuarenta y ocho años terminan aquí —musitó. Mirando al paje, siguió diciendo—: Eres el hijo de Shirai Tango, ¿verdad? Supongo que tus padres te están esperando. Corre lo más rápido que puedas a Inuyama. ¡Mira, están llegando las balas! ¡Vete de aquí en seguida!
Tras haber despedido al lloroso paje, se encontró solo y libre de cuidados. Contempló serenamente el mundo por última vez.
Muy pronto oyó un ruido que era como la lucha de animales salvajes, y los árboles se agitaron en los riscos por debajo de donde estaba. Al parecer, aún quedaban algunos de sus guerreros con capucha negra, los cuales blandían sus armas y trababan un combate mortal.
Shonyu se sentía paralizado. Ya no se trataba de la victoria o la derrota. El pesar de abandonar este mundo le hizo reflexionar en el lejano pasado, matizado por el aroma de la leche materna.
Repentinamente, empezaron a moverse los arbustos delante de él.
—¿Quién es? —La rabia brillaba en los ojos de Shonyu—. ¿Es el enemigo?
Su voz era tan serena que el guerrero de Tokugawa que se acercaba retrocedió sin querer, asombrado.
Shonyu volvió a llamarle y le apremió.
—¿Eres del enemigo? Si es así, córtame la cabeza y habrás logrado una gran hazaña. El hombre que te habla es Ikeda Shonyu.
El guerrero agazapado en el espeso sotobosque alzó la cabeza y miró a Shonyu. Se estremeció un momento y, mientras se levantaba, habló en tono arrogante.
—Vaya, he encontrado a alguien importante. Soy Nagai Denpachiro, del clan Tokugawa. ¡Prepárate!
Tras gritar la última palabra, arrojó su lanza.
Podría haber esperado que, en respuesta a su grito, la espada del famoso y fiero general hubiera opuesto una fiera resistencia, pero la lanza de Denpachiro penetró profundamente en el costado de su adversario sin ninguna dificultad. Más que Shonyu, cuyo costado había sido traspasado, fue Denpachiro quien se tambaleó adelante debido al impulso de su fuerza excesiva.
Shonyu cayó, la punta de la lanza sobresaliéndole de la espalda.
—¡Córtame la cabeza! —volvió a gritar.
Ni siquiera entonces blandía su espada larga. Había pedido que el enemigo le matara y ahora le ofrecía su cabeza. Denpachiro se había mostrado arrogante, pero cuando tuvo súbita conciencia de los sentimientos de aquel general enemigo y de la manera en que se enfrentaba a sus últimos momentos, experimentó una emoción violenta, que le produjo deseos de llorar.
—¡Ah! —exclamó, pero estaba tan fuera de sí, tan contento por su gran logro inesperado, que no sabía qué hacer a continuación.
En aquel momento oyó los ruidos de sus compañeros bajo los riscos que se peleaban por llegar primero.
—¡Soy Ando Hikobei! ¡Prepárate!
—¡Me llamo Uemura Denemon!
—¡Soy Hachiya Shichibei, del clan Tokugawa!
Cada uno anunció su nombre mientras competían por hacerse con la cabeza de Shonyu.
¿De quién era la espada que la cortó? Sus manos ensangrentadas la cogieron por el moño y la hicieron girar.
—¡He conseguido la cabeza de Ikeda Shonyu! —gritó Nagai Denpachiro.
—¡No, la he conseguido yo! —gritó Ando Hikobei.
—¡La cabeza de Shonyu es mía! —exclamó Uemura Denemon.
Una tormenta de sangre, una tormenta de voces violentas, una tormenta de egoísta deseo de fama. Cuatro, cinco hombres..., un grupo cada vez más numeroso de guerreros con la cabeza cortada en el centro partieron hacia el lugar donde estaba Ieyasu en su escabel de campaña.
—¡Hemos matado a Shonyu!
Ese grito se convirtió en una oleada que iba desde los picos a la ciénaga y hacía que las fuerzas de Tokugawa en el campo de batalla gritaran de alegría.
Los hombres de las fuerzas de Ikeda que habían logrado huir no gritaban. En un momento aquellos hombres habían perdido el cielo y la tierra, y como hojas secas ahora buscaban un lugar donde pudieran salvar la vida.
—¡Que no regrese vivo uno solo de ellos!
—¡Perseguidlos! ¡Atacadlos!
Los vencedores, impulsados por un deseo de sangre insaciable, mataban a los hombres de Ikeda allá donde los encontraban.
Los hombres que ya se habían olvidado de sus propias vidas y arrebataban otras vidas, probablemente sólo se sentían como si jugaran con flores caídas. Shonyu había sido decapitado, Nagayoshi había muerto en combate y ahora los Tokugawa habían diseminado el resto de las formaciones de Ikeda en Tanojiri.
Uno tras otro, los generales acudieron con los relatos de sus hazañas al campamento que se extendía bajo el abanico dorado de Ieyasu.
—Son muy pocos.
Ieyasu estaba preocupado.
Aquel gran general no solía revelar sus emociones, pero le preocupaban los guerreros que habían ido en persecución del ejército derrotado. Muchos no habían regresado, a pesar de que la caracola había sonado varias veces. Tal vez su victoria les había entusiasmado en exceso.
Ieyasu repitió sus palabras dos o tres veces.
—No se trata de sumar una victoria a otra. El deseo de ganar más después de haber ganado no es bueno.
No mencionó a Hideyoshi, pero sin duda había intuido que aquel estratega nato ya le había señalado con un dedo, reaccionando así a la gran derrota sufrida por su ejército.
—Una persecución larga es peligrosa. ¿Se ha ido Shiroza?
—Sí, partió a toda prisa con vuestras órdenes hace un rato.
Al oír la respuesta de Ii, Ieyasu dio otra orden.
—Ve también tú, Ii. Reprende a los que se han dejado arrastrar por el entusiasmo y ordénales que abandonen la persecución.
Cuando las fuerzas de Tokugawa perseguidoras llegaron al río Yada, encontraron al escuadrón de Naito Shirozaemon alineado a lo largo de la orilla, cada hombre sosteniendo el asta de su lanza horizontalmente.
—¡Deteneos!
—¡Alto!
—¡Hay orden del campamento principal de nuestro señor de no prolongar la persecución!
Los perseguidores se detuvieron ante estas palabras de los hombres alineados en la orilla.
Ii galopó arriba y abajo, casi enronqueciendo al gritar a los hombres.
—Nuestro señor ha dicho que quienes estén tan orgullosos de su victoria que se dejen llevar por el entusiasmo y vayan en pos del enemigo serán sometidos a consejo de guerra cuando regresen al campamento. ¡Volved atrás!
Finalmente su entusiasmo remitió y todos los hombres se retiraron de la orilla del río.
Era más o menos la segunda mirad de la hora del caballo y el sol estaba en medio del cielo. Corría el cuarto mes y la forma de las nubes indicaba que el verano estaba cerca. Los soldados tenían los rostros sucios de tierra, sangre y sudor, y parecían arder con un fuego interior.
A la hora del carnero Ieyasu bajó del campamento en Fujigane, cruzó el río Kanare e inspeccionó formalmente las cabezas al pie del monte Gondoji.
La lucha había durado media jornada, y contaron a los muertos en el campo de batalla. El bando de Hideyoshi había perdido más de dos mil quinientos hombres, mientras que las bajas en los ejércitos de Ieyasu y Nobuo sumaban quinientos noventa muertos y varios centenares de heridos.
—No tenemos motivos para sentirnos orgullosos de esta gran victoria —advirtió un general—. Los Ikeda no eran más que una rama del ejército de Hideyoshi, pero hemos empleado aquí a toda nuestra fuerza del monte Komaki. Al mismo tiempo, sería fatal para nuestros aliados que sufriéramos aquí un fracaso por alguna razón. Creo que la mejor medida que podemos tomar es la de retirarnos al castillo de Obata con la mayor rapidez posible.
Otro general replicó de inmediato:
—No, no. Tenemos la victoria al alcance de la mano, y deberíais atreveros a tomar la iniciativa. Para eso hacemos la guerra. Es cierto que cuando Hideyoshi se entere de esta gran derrota montará en cólera y probablemente reunirá a sus tropas y vendrá aquí a toda prisa. ¿No deberíamos esperarle, prepararnos como guerreros y entonces tomar la cabeza del señor Mono?
Ieyasu respondió a ambos argumentos repitiendo lo que ya había dicho:
—No debemos ceder a la tentación de sumar una victoria a otra. —Entonces añadió—: Nuestros hombres están cansados. Es probable que Hideyoshi ya esté levantando el polvo hacia aquí, pero hoy no debemos enfrentarnos a él. Es demasiado pronto. Retirémonos a Obata.
Tras tomar esa rápida decisión, pasaron por el sur del bosque de Hakusan y entraron en el castillo de Obata cuando el sol aún estaba alto.
Después de que todo el ejército entrara en el castillo y cerrasen las puertas, Ieyasu saboreó por primera vez la gran victoria de la jornada. Al rememorarla, se sentía satisfecho porque la batalla, librada durante medio día, había sido impecable. Soldados y oficiales hallaban satisfacción en hazañas tales como cortar la primera cabeza o arrojar la primera lanza al enemigo, pero la satisfacción secreta del comandante en jefe radicaba en una sola cosa: la sensación de que su clarividencia había acertado.
Sin embargo, sólo un maestro conoce a otro. La única preocupación de Ieyasu eran los movimientos posteriores de Hideyoshi. Se esforzaba por ser flexible al reflexionar en este problema, y descansó algún tiempo en la ciudadela principal de Obata, relajando el cuerpo y la mente.
***
La mañana del día nueve, después de que Shonyu y su hijo hubieran partido, Hideyoshi convocó a Hosokawa Tadaoki a su campamento en Gakuden y le dio, tanto a él como a otros generales, la orden de atacar de inmediato el monte Komaki. Una vez iniciado el ataque, trepó a la torre de observación y contempló el avance de la batalla. Masuda Jinemon aguardaba a su lado, mirando a lo lejos.
—El señor Tadaoki es demasiado impetuoso. ¿No será un problema que penetre demasiado en territorio enemigo?
Jinemon, preocupado porque las fuerzas de Hosokawa habían llegado muy cerca de las murallas enemigas, observó la expresión de Hideyoshi.
—Todo irá bien. Puede que Tadaoki sea joven, pero Takayama Ukon es un hombre juicioso. Si está a su lado, no habrá ningún problema.
La mente de Hideyoshi estaba lejos de allí. ¿Cómo le habrían ido las cosas a Shonyu? Sólo podía pensar en las buenas noticias que esperaba recibir de él.
Hacia mediodía llegaron varios jinetes que se habían retirado de Nagakute. Con expresiones desoladas, relataron el trágico suceso: el ejército principal de Hidetsugu había sido completamente aplastado, y no sabían con certeza si el jefe estaba vivo o muerto.
—¡Cómo! ¿Hidetsugu? —Hideyoshi no podía ocultar su sorpresa. Su carácter no le permitía mantenerse imperturbable cuando oía algo espantoso—. ¡Qué descuido!
No criticaba tanto las deficiencias de Hidetsugu y Shonyu como admitía su propio fracaso y alababa la perspicacia de su enemigo, Ieyasu.
—Jinemon, que suene la caracola para que los hombres se reúnan.
Hideyoshi envió de inmediato mensajeros con capuchas amarillas a cada una de sus divisiones, con órdenes de emergencia, y al cabo de una hora veinte mil soldados habían partido de Gakuden y avanzado a toda prisa hacia Nagakute.
Ese rápido cambio no pasó inadvertido en el cuartel general de los Tokugawa, en el monte Komaki. Ieyasu ya" se había ido, dejando allí un pequeño número de hombres para su defensa.
—Parece ser que el mismo Hideyoshi va en cabeza de su ejército.
Cuando Sakai Tadatsugu, uno de los generales que se habían quedado en el monte Komaki, oyó la noticia, batió palmas y exclamó:
—¡Las cosas están saliendo tal como esperábamos! Mientras Hideyoshi esté ausente, podemos incendiar su cuartel general en Gakuden y la fortaleza en Kurose. Ahora es el momento de la matanza. ¡Que todos me sigan para el gran ataque!
Pero Ishikawa Kazumasa, otro de los generales que se habían quedado allí, presentó una oposición frontal.
—¿Por qué tenéis tanta prisa, señor Tadatsugu? En sus estrategias militares, Hideyoshi casi goza de la inspiración divina. ¿Creéis que un hombre así dejaría a un general incapaz a cargo de la defensa de su cuartel general, por mucha prisa que tenga en partir?
—Cualquier ser humano puede no estar a la altura de sus capacidades habituales cuando actúa movido por la prisa. Hideyoshi ha hecho sonar la caracola llamando a formación y ha partido con tanta prisa que cabe suponer que incluso él estaba confuso por la derrota de Nagakute. No debemos perder la oportunidad de prender fuego a la cola del señor Mono.
—¡Esa manera de pensar es superficial! —Ishikawa Kazumasa se echó a reír y presentó todavía más resistencia a Tadatsugu—. Sería propio del estilo de Hideyoshi dejar detrás una fuerza militar considerable para aprovecharse de la situación que existiría si abandonáramos nuestras fortificaciones. Y sería ridículo que una pequeña fuerza como la nuestra hiciera una salida ahora.
Disgustado por aquella confusión, Honda Heihachiro se levantó indignado.
—¿Es esto una discusión? Quienes gustan de las discusiones no son más que charlatanes. Por mi parte, no puedo quedarme aquí sentado sin hacer nada. Perdonadme por irme el primero.
Honda era hombre de pocas palabras y carácter fuerte. Tadatsugu y Kazumasa habían insistido en la validez de sus argumentos, provocando una controversia. Ahora contemplaban confusos la partida del indignado Honda.
—¿Adonde vas, Honda? —se apresuraron a preguntarle.
El interpelado se volvió y habló como si hubiera llegado a una conclusión profunda.