Authors: Eiji Yoshikawa
Pero las montañas cubrían más de la mitad del campo de visión. No había precipicios en vertical ni altos riscos, sino sólo una sucesión de colinas ondulantes. Finalizaba la primavera y los árboles estaban llenos de brotes de tenue color rojo.
Hubo un intercambio de mensajeros en rápida sucesión, pero Nagayoshi y Shonyu se comunicaban sus pensamientos sin necesidad de palabras. Los seis mil soldados de Shonyu fueron divididos de inmediato en dos unidades. Unos cuatro mil se dirigieron hacia el norte y entonces formaron hacia el sudeste en terreno elevado. El estandarte de mando y las banderas anunciaban claramente que los generales eran el hijo mayor de Shonyu, Yukisuke, y su segundo hijo, Terumasa.
Aquélla era el ala derecha. El ala izquierda estaba formada por los tres mil soldados de Nagayoshi en Gifugadake. Shonyu se puso al frente de los dos mil soldados restantes y permaneció con ellos como cuerpo de reserva. Alzó su estandarte de mando en el mismo centro de la formación en ala de grulla.
—Quisiera saber cómo atacará Ieyasu —comentó.
A juzgar por la altura del sol, sabían que sólo era la segunda mitad de la hora del dragón. ¿Habían sido las horas largas o cortas? Aquél no era un día para medir el tiempo de la manera ordinaria. Los hombres tenían la garganta seca, pero no querían agua.
El silencio extraordinario les ponía la piel de gallina. Un ave graznó frenéticamente al sobrevolar el valle, pero eso fue todo. Los pájaros habían volado a alguna otra montaña más apacible, dejándoles el lugar a ellos.
***
Ieyasu tenía los hombros demasiado encorvados. Después de los cuarenta años se había engordado un poco, e incluso cuando se ponía la armadura tenía la espalda redondeada y los hombros rollizos. El yelmo, pesado y muy adornado, parecía hundirle la cabeza en los hombros. Tenía sobre las rodillas la mano derecha, que sostenía el bastón de mando, y la izquierda. Sentado en el borde de su escabel de campaña, con los muslos separados, se inclinaba desgarbadamente adelante, de una manera que afectaba a su dignidad.
Aquélla era su postura ordinaria, incluso cuando se sentaba ante un invitado o caminaba. No era hombre que sacara el pecho. Sus vasallos de alto rango le habían aconsejado cierta vez que corrigiese su postura, e Ieyasu había asentido vagamente. Pero una noche, cuando conversaba con sus servidores, les habló un poco de su pasado.
—Crecí en la pobreza. Más aun, fui rehén de otro clan desde los seis años, y cuantos me rodeaban tenían más derechos que yo. Así pues, naturalmente adquirí el hábito de no ir por ahí sacando el pecho, ni siquiera cuando estaba con otros niños. Otro motivo de mi mala postura es que cuando estudiaba en la fría habitación del templo Rinzai, leía mis libros en un pupitre tan bajo que debía encorvarme como un jorobado. Casi me obsesionaba la idea de que algún día sería liberado como rehén del clan Imagawa y volvería a ser dueño de mi cuerpo. No podía jugar como un niño.
Parecía como si Ieyasu nunca pudiera olvidar la época que pasó con el clan Imagawa. No había ni uno solo entre sus ayudantes que no le hubiera oído contar las anécdotas de sus tiempos de rehén.
—Pero ¿sabéis? —siguió diciendo—, según lo que me dijo Sessai, los sacerdotes sienten más respeto por lo que revelan los hombros de un hombre que su cara. Así pues, cuando yo miraba los hombros del abad, descubría que eran siempre tan redondeados y suaves como un halo. Si un hombre quisiera introducir el universo entero en su pecho, no podía hacerlo con el pecho salido. De esa manera empecé a pensar que mi postura no era tan mala.
Tras establecer su cuartel general en Fujigane, Ieyasu miró calmosamente a su alrededor.
—¿Es eso Gifugadake? Los hombres que hay ahí deben ser los de Nagayoshi. Bien, supongo que las fuerzas de Shonyu no tardarán en prepararse en una montaña u otra. Que uno de los exploradores corra a echar un vistazo.
Los exploradores regresaron en seguida e informaron a Ieyasu. Naturalmente, la información sobre las posiciones enemigas llegó por etapas. Mientras Ieyasu escuchaba los informes, formuló su estrategia.
Por entonces ya era la hora de la serpiente. Habían transcurrido casi dos horas desde que aparecieran las banderas enemigas en la montaña que se alzaba delante de ellos.
Pero Ieyasu estaba tranquilo.
—Shiroza, Hanjuro, venid aquí.
Todavía sentado, miró a su alrededor con expresión serena.
—Sí, mi señor.
Los dos samurais se le acercaron con ruido de armadura en movimiento.
Ieyasu les pidió sus opiniones mientras comparaba el mapa que tenía delante con la realidad.
—Parece ser que las fuerzas que tiene Shonyu en Kobehazama están formadas por auténticos veteranos. Según cómo se muevan, aquí, en Fujigane, podemos estar en auténtica desventaja.
Uno de los hombres señaló los picos que se alzaban en el sudeste y respondió:
—Si estáis resuelto a dar una batalla decisiva de lucha reñida, creo que aquellas estribaciones serían lugares mucho mejores para clavar nuestros estandartes.
—¡Muy bien! En marcha.
Tal fue la rapidez de su decisión. El cambio en la posición del ejército se efectuó de inmediato. Desde las estribaciones, el terreno elevado que ocupaba el enemigo estaba tan cerca que podía tocarse.
Separados tan sólo por una ciénaga y la zona baja de Karasuhazama, los soldados podían ver las caras de sus enemigos e incluso oír sus voces acarreadas por el viento.
Ieyasu ordenó la situación de cada unidad, mientras él mismo instalaba su escabel de campaña en un lugar desde donde tenía una vista sin obstrucciones.
—Bueno, veo que hoy Ii está al frente de la vanguardia —dijo Ieyasu.
—¡La Guardia Roja ha venido al frente!
—Tienen buen aspecto, pero me pregunto qué tal lucharán.
Ii Hyobu contaba veintitrés años. Todo el mundo sabía que Ieyasu le tenía en gran estima, y hasta aquella mañana había figurado entre los servidores al lado de Ieyasu. Por su parte, Ieyasu consideraba a Ii como un hombre muy útil y le había dado el mando de tres mil hombres y la responsabilidad de dirigir la vanguardia. Esa posición conllevaba la posibilidad de alcanzar la fama más grande y de sufrir las más amargas penalidades.
—Hoy muestra tu arrojo sin reservas —le aconsejó Ieyasu.
Sin embargo, Ii era tan joven que Ieyasu tomó la precaución de destinar dos servidores expertos a su unidad, y le pidió que hiciera caso de lo que le dijeran aquellos veteranos.
***
Los hermanos Yukisuke y Terumasa contemplaron a la Guardia Roja desde su posición elevada en Tanojiri, al sur.
—¡Atacad a la ostentosa Guardia Roja que tanto se pavonea! —ordenó Yukisuke.
Entonces los hermanos enviaron una unidad de doscientos o trescientos hombres desde el lado de una quebrada y un cuerpo de ataque de mil hombres desde las líneas del frente. Primero dispararon sus armas de fuego. Al mismo tiempo el estrépito de los disparos se alzó en las estribaciones, y el humo blanco se extendió como una nube. Cuando el humo se convirtió en una ligera neblina que se deslizaba hacia la ciénaga, los guerreros de Ii vestidos de rojo corrieron rápidamente hacia el terreno bajo. Un grupo de guerreros con armaduras negras y soldados de a pie corrieron a su encuentro. La distancia entre los dos grupos se acortó en seguida, y los dos cuerpos de lanceros entablaron un combate cuerpo a cuerpo.
Los hombres realmente heroicos en una batalla de guerreros solían verse en la lucha con lanza. Más aún, a menudo las acciones de los lanceros decidían el resultado de la batalla.
Fue allí donde el cuerpo de Ii mató a varios centenares de enemigos. Sin embargo, la Guardia Roja no escapó sin bajas, y buen número de los servidores de Ii encontraron la muerte.
Ikeda Shonyu había pensado durante cierto tiempo en el plan de batalla. Vio que las tropas mandadas por sus hijos se trababan en un combate cuerpo a cuerpo con la Guardia Roja y que la batalla se intensificaba gradualmente.
—¡Ahora es nuestra oportunidad! —gritó a sus espaldas.
Un cuerpo de unos doscientos hombres que estaban dispuestos a vencer o morir habían preparado sus lanzas de antemano y aguardaban el momento. En cuanto les dieran la orden de avanzar, correrían en dirección a Nagakute. Que Shonyu eligiera tácticas de combate insólitas, incluso en unos momentos como aquéllos, era propio de su carácter. La unidad de tropas de ataque recibió la orden, avanzó en círculo alrededor de Nagakute y se fijó como objetivo las tropas que quedaban después de que el ala izquierda de Tokugawa se hubiera adelantado. El plan consistía en atacar rápidamente el centro del enemigo y, cuando el orden de batalla de éste se hubiera desbaratado, capturar al comandante en jefe, Tokugawa Ieyasu.
Sin embargo, el plan no tuvo éxito. Los Tokugawa les descubrieron antes de que llegaran a su objetivo, recibieron intensas descargas de mosquete y su avance quedó frenado en una zona pantanosa donde era difícil moverse. Incapaces de avanzar o retroceder, sufrieron un número de bajas lamentable.
Nagayoshi, que contemplaba la situación de la batalla desde Gifugadake, chasqueó la lengua.
—Ah, los han enviado demasiado pronto —se quejó—. Esa impaciencia es impropia de mi suegro.
Aquel día era el joven quien, en cualquier situación, estaba mucho más sereno que su suegro. En realidad, Nagayoshi había decidido en el fondo de su corazón que aquél iba a ser el día de su muerte. Sin ningún otro pensamiento ni distracción, se limitaba a mirar adelante, hacia el escabel del general en jefe bajo el abanico dorado, en las estribaciones que tenía delante.
Pensaba en lo mucho que le satisfaría matar a Ieyasu. Éste, por su parte, vigilaba Gifugadake más que cualquier otra zona, consciente de que la moral en las filas de Nagayoshi era alta. Cuando un explorador le informó de cómo se había vestido Nagayoshi aquel día, hizo una advertencia a cuantos le rodeaban.
—Parece ser que hoy Nagayoshi se ha vestido con su atuendo de muerte, y no hay nada más intimidante que un enemigo decidido a morir. No os lo toméis a la ligera ni permitáis que os embauque el dios de la muerte.
Así pues, ninguno de los dos bandos iniciaría fácilmente la confrontación. Nagayoshi contemplaba los movimientos de sus adversarios, sintiendo en lo más profundo que si la batalla de Tanojiri se intensificaba, Ieyasu no podría contemplarla como simple espectador. Sin duda enviaría una división de soldados como refuerzos, y ésa sería la oportunidad que aprovecharía Nagayoshi para atacar.
Pero Ieyasu no iba a dejarse embaucar con tanta facilidad.
—Nagayoshi es más fiero que la mayoría de los hombres. Si está tan quieto, seguro que trama algo.
La situación en Tanojiri revelaba las expectativas de Nagayoshi, y las señales de la derrota de los hermanos Ikeda eran cada vez más abundantes. Finalmente resolvió que no podía seguir esperando. Pero en aquel preciso momento, el estandarte de mando con el abanico dorado que había permanecido invisible hasta entonces fue alzado de súbito en las estribaciones donde Ieyasu esperaba. La mitad del ejército de Ieyasu se apresuró hacia Tanojiri, mientras que los hombres restantes alzaban sus voces y atacaban Gifugadake.
Las tropas de Nagayoshi se abalanzaron contra ellos, y la colisión de los dos ejércitos hizo que las tierras bajas de Karasuhazama se convirtieran en un remolino de sangre.
El fuego de mosquete era incesante. Se trataba de una batalla desesperada en un lugar confinado por colinas, y los relinchos de los caballos, así como los choques de espadas largas y lanzas resonaban de un lado a otro. Las voces de los guerreros que gritaban sus nombres a los adversarios estremecían el cielo y la tierra.
Pronto no hubo una sola posición donde no se combatiera en los estrechos límites de la zona, ni un solo comandante o soldado que no luchara por su vida. Cuando algunas tropas parecían victoriosas, se desmoronaban, y de la misma manera, cuando otras parecían derrotadas, se abrían paso entre el enemigo. Nadie sabía quién había ganado, y durante algún tiempo fue una batalla en la oscuridad.
Mientras unos morían, otros, victoriosos, gritaban sus nombres. Entre los heridos, a unos les llamaban cobardes, mientras otros eran alabados por su valentía. Sin embargo, si un observador mirase la escena con atención, vería que cada individuo se precipitaba hacia la eternidad, creando su propio destino intransferible.
La vergüenza era lo único que no permitiría a Nagayoshi pensar en volver con vida al mundo cotidiano. Era la razón por la que aquel día se había puesto su atuendo mortuorio.
—¡Me enfrentaré a Ieyasu! —prometió Nagayoshi.
Cuando el caos de la batalla se hacía más intenso, Nagayoshi convocó a cuarenta o cincuenta guerreros y se encaminaron hacia el estandarte de mando del abanico dorado.
—Voy al encuentro de Ieyasu, ¡ahora mismo!
Nagayoshi fustigó a su caballo en dirección a la colina que se alzaba delante.
—¡Alto, no vas a ninguna parte! —gritó un soldado Tokugawa.
—¡Prended a Nagayoshi!
—¡Es el hombre de la capucha blanca que cabalga al galope!
Las oleadas de hombres vestidos con armadura que trataban de detenerle corrían a su lado y eran atropellados o, cuando se aproximaban a él, quedaban envueltos en rociadas de sangre.
Pero entonces, uno de los proyectiles de mosquete apuntado al guerrero de la chaqueta de brocado blanco le alcanzó entre los ojos.
La blanca capucha alrededor de la cabeza de Nagayoshi se tiñó súbitamente de rojo. Al caer del caballo, tuvo un último atisbo del cielo del cuarto mes, y el heroico joven de veintiséis años se precipitó al suelo del valle, sujetando todavía las riendas. Hyakudan, el caballo favorito de Nagayoshi, se encabritó y relinchó desolado.
Un grito que era como un gran sollozo se alzó de sus hombres, que corrieron en seguida a su lado. Cargando el cadáver sobre sus hombros, se retiraron a lo alto de Gifugadake. Hombres de las fuerzas de Tokugawa corrieron tras ellos, luchando por el símbolo de su hazaña y gritando: «¡Tomad su cabeza!».
Los guerreros que habían perdido a su jefe estaban al borde de las lágrimas. Giraron en redondo y, con fieras expresiones, dirigieron sus lanzas contra sus perseguidores. De alguna manera lograron ocultar el cuerpo de Nagayoshi, pero la noticia de que éste había sido derribado corrió como un gélido viento por todo el campo de batalla. La suerte de la lucha se había vuelto contra ellos, y ahora otro desastre había sobrevenido a las fuerzas de Shonyu.