Authors: Eiji Yoshikawa
Los labios de Nobuo habían perdido su color. Los movimientos de sus ojos parecían mostrar que sólo había oído la mitad de lo que aquel hombre le había dicho. El corazón le latía con el frenesí de una campana anunciadora de incendios, y apenas podía permanecer sentado y quieto.
—Pero... entonces..., ¿y los demás?
—He venido aquí solo. No sé nada de los demás.
—¿Firmaron también ese compromiso?
—Así es.
—¿Entonces aún están bebiendo con los servidores de Hideyoshi? Los he juzgado mal. ¡Son más viles que las bestias!
Sin dejar de insultar a los ausentes, se puso en pie y arrebató la espada larga al paje que estaba a sus espaldas. Salió de la estancia apresuradamente, seguido por el confuso Saburobei, el cual le rogaba que le dijera adonde iba. Nobuo se volvió y, bajando la voz, pidió que le trajeran un caballo.
—Esperad un momento, mi señor.
Saburobei comprendió las intenciones de su señor y corrió a los establos.
Le trajo una buena montura, un bayo llamado Almádena. En cuanto Nobuo estuvo afianzado en la silla, partió al galope a través del portal trasero y se perdió en la noche. Nadie supo que se había ido hasta el día siguiente. Naturalmente, el encuentro con Hideyoshi fue cancelado con la excusa de que Nobuo estaba enfermo, y Hideyoshi regresó tranquilamente a Osaka como si eso fuese exactamente lo que había esperado.
Nobuo volvió a Nagashima, se encerró en su castillo y, todavía con el pretexto de que estaba enfermo, no quiso ver ni siquiera a sus servidores. Pero la enfermedad no era del todo una excusa para su encierro, pues realmente estaba mal. Sólo el médico entraba y salía de los aposentos, y aunque los ciruelos florecían detrás del castillo, la música había cesado y el jardín estaba silencioso y desierto.
Por otro lado, en la población fortificada, así como en Ise e Iga, los rumores se extendían y multiplicaban de un día a otro. La huida de Nobuo del templo Onjo había alimentado las sospechas de todo el mundo.
***
Los servidores de alto rango de Nobuo se encerraron en sus castillos, casi como si lo hubieran acordado previamente, y no acudieron a Nagashima. Eso no hizo más que alentar los rumores y empeorar el malestar en toda la provincia.
La verdad siempre era difícil de descubrir, pero era cierto que una vez más había surgido la discordia entre Nobuo y Hideyoshi. Naturalmente, la categoría de Nobuo era el centro de la tormenta, y parecía haber alguien en quien podía confiar. Nobuo era conservador por naturaleza y creía en la eficacia de los complots y las estratagemas. Aunque siempre había estado de acuerdo con sus aliados, también se apresuraba a señalar que tenía otros amigos que podrían cubrirle la retaguardia en caso de que la situación no evolucionara como él quería. A menos que tuviera un aliado secreto en reserva, nunca podía estar tranquilo.
Nobuo recordó entonces al único gran jugador que había permanecido en las sombras. Ese hombre era, naturalmente, el dragón dormido de Hamamatsu, el señor Tokugawa Ieyasu.
Pero los resultados del juego estratégico dependían de los demás jugadores. El hecho de que Nobuo considerase a Ieyasu como su medio para frenar a Hideyoshi sólo demostraba su falta de comprensión de las demás partes implicadas. El hombre de mente desviada jamás conoce de verdad a su adversario. Es como el cazador que persigue al ciervo y no ve las montañas.
La conclusión natural de esa clase de pensamiento era que Nobuo podía empujar a Ieyasu para que pasara a primer plano y tratara de impedir el ascenso de Hideyoshi al poder. Una noche, a comienzos del segundo mes, Nobuo envió un mensajero a Ieyasu. Los dos hombres se comprometieron a una alianza militar secreta basada en el mutuo entendimiento de que ambos aguardaban el momento en que podrían atacar a Hideyoshi,
Entonces, el sexto día del tercer mes, los tres servidores veteranos que no habían sido vistos en el castillo desde aquella noche en el templo Onjo se presentaron de improviso. Habían sido invitados especialmente por Nobuo a un banquete. Desde el incidente en el templo, Nobuo estaba convencido de que los hombres eran traidores que maquinaban con Hideyoshi, y nada más verlos se sintió lleno de rencor.
Nobuo les agasajó con toda naturalidad, y después de que hubieran comido, dijo de repente:
—Ah, Nagato, me gustaría que vieras una nueva arma de fuego que acaba de enviarme un forjador de Sakai.
Pasaron a otra habitación y, mientras Nagato examinaba el mosquete, el servidor de Nobuo le agarró por detrás y gritó de improviso:
—¡Por orden de mi señor!
—¡Esto es una vileza! —dijo Nagato con la voz entrecortada, tratando de desenvainar su espada.
Su atacante, más fuerte, le derribó al suelo y Nagato sólo podía debatirse, esforzándose por liberarse.
Nobuo corría de un lado a otro de la habitación, gritando:
—¡Suéltalo! ¡Suéltalo! —Pero la violenta pelea continuaba. Con la espada alzada por encima de su cabeza, Nobuo volvió a gritar—: ¡Si no le sueltas no podré matar a este bastardo! ¡Suéltalo!
El asesino agarraba a Nagato por la garganta, pero al ver su oportunidad, le apartó de un empujón y en el mismo instante, sin esperar a que Nobuo golpease, atravesó a Nagato con su espada corta.
Un grupo de samurais, ahora arrodillados fuera de la habitación, anunciaron que habían matado a los otros dos servidores. Nobuo hizo un gesto de aprobación, pero entonces exhaló un largo suspiro. A pesar de los delitos que aquellos hombres habían cometido, ejecutar a tres consejeros veteranos que habían estado a su lado durante tantos años era un acto despiadado. Cierto que Nobunaga también había llevado en la sangre semejante brutalidad, pero en su caso nacía de la pasión y estaba imbuida de gran significado. La maldad y violencia de Nobunaga se consideraban unos remedios drásticos pero necesarios contra las dolencias de la época. En cambio, las acciones de Nobuo sólo surgían de sus propias emociones mezquinas.
La matanza en el castillo de Nagashima podría haber producido olas encrespadas que habrían conducido a disturbios en todos los bandos, iniciados aquella misma noche. Pero el asesinato de los tres servidores veteranos se había efectuado en secreto, y al día siguiente soldados de Nagashima partieron para atacar los castillos de cada uno de los servidores.
No era irrazonable que la gente imaginara inminente la siguiente gran batalla. Algo llevaba ardiendo a fuego lento desde el año anterior, y la llama que había saltado allí podría ser la que finalmente incendiase el mundo entero. Ya no se trataba de especulaciones ociosas, sino que parecía una certeza.
Ikeda Shonyu era famoso por tres cosas: su corta estatura, su valor y su habilidad en el baile con la lanza. Tenía cuarenta y ocho años, la misma edad que Hideyoshi.
Hideyoshi no tenía ningún hijo. En cambio, Shonyu tenía tres de los que podía enorgullecerse y que ya habían llegado a la edad viril. El mayor, Yukisuke, contaba veinticinco años y estaba al mando del castillo de Gifu; el segundo, Terumasa, tenía veinte años y estaba al frente del castillo de Ikejiri. El hijo menor, de catorce años, continuaba al lado de su padre.
La relación de Shonyu con Hideyoshi se remontaba a la época en que éste se llamaba aún Tokichiro. Desde entonces, sin embargo, se había abierto una gran brecha entre los dos, pero en el avance de los tiempos Shonyu no se había quedado rezagado. Tras la muerte de Nobunaga, fue uno de los cuatro hombres, junto con Katsuie, Niwa y Hideyoshi, a quienes se confió la administración del gobierno de Kyoto, y aunque la posición fuese temporal, era prestigiosa. Además, allí, en Mino, el padre y los hijos poseían tres castillos, mientras que su yerno, Nagayoshi, era el jefe del castillo de Kaneyama.
No podía decirse que le hubieran ido mal las cosas, y tampoco tenía ningún motivo para sentirse inquieto. Hideyoshi siempre hacía gala de tacto y a menudo prestaba atención a su viejo amigo. Intervino incluso para que su sobrino, Hidetsugu, se prometiera con la hija de Shonyu.
Así pues, en tiempo de paz Hideyoshi había reforzado astutamente los vínculos entre ellos, previendo el día en que habría una emergencia, pero aquel año, cuando la batalla decisiva parecía cada vez más inevitable, se apoyaba todavía más en Shonyu como su principal aliado. Y ahora, de repente, envió un mensajero a Ogaki para ofrecerle la adopción de su yerno, Nagayoshi, y las provincias de Owari, Mino y Mikawa.
En dos ocasiones le envió Hideyoshi cartas escritas de su puño y letra. El hecho de que Shonyu no enviara una respuesta rápida no significaba que fuese envidioso o mezquino. Sabía bien que servir a Hideyoshi sería más ventajoso que servir a cualquier otro, y comprendía que, aunque Hideyoshi tenía grandes ambiciones, él también gozaría de grandes beneficios.
Lo que impedía a Shonyu dar una pronta respuesta era sencillamente el problema de la tan discutida justificación moral de una guerra entre los ejércitos oriental y occidental. Los Tokugawa acusaban a Hideyoshi de ser un traidor que ya había eliminado a uno de los hijos de su antiguo señor y que ahora estaba dispuesto a atacar a su heredero, Nobuo.
Shonyu pensaba que, si se aliaba con Hideyoshi, daría un mal paso desde el punto de vista del deber moral, mientras que, si ayudaba a Nobuo, cumpliría con el deber moral, pero sus esperanzas de futuro serían escasas.
Tenía además otra preocupación. Sus vínculos con Nobunaga eran muy estrechos, y debido a esa profunda relación no podía cortar fácilmente sus lazos con Nobuo, incluso después de la muerte de Nobunaga. Para empeorar las cosas, su hijo mayor se encontraba en Ise como rehén, y Shonyu no estaba dispuesto a abandonarlo y ocasionar su muerte. Así pues, cada vez que recibía una carta de Hideyoshi, se sentía confuso. Cuando habló del asunto con sus servidores, escuchó el consejo de dos facciones. Unos hacían hincapié en la importancia de la justicia y le aconsejaban que no abandonara el deber moral, mientras que otros argumentaban que ahora era el momento en que se obtendría una gran ventaja para la prosperidad del clan.
¿Qué haría Shonyu? Cuando su confusión era más profunda, inesperadamente llegó su hijo mayor, liberado de Nagashima. Nobuo había pensado que Shonyu le estaría agradecido y nunca le traicionaría. Una artimaña tan evidente podría haber tenido el efecto deseado en otra persona, pero Shonyu era un hombre de cierta perspicacia y comprendió lo que era aquel acto, una mera táctica de venta de buena voluntad, infantil y provocada por la fuerte presión, y un cálculo político transparente.
—He tomado mi decisión —anunció a sus servidores—. Buda me ha dicho en un sueño que me una al ejército del Oeste.
Aquel mismo día envió una carta a Hideyoshi en la que se declaraba su aliado.
Desde luego, lo del sueño de Buda era falso, pero poco después de que hubiera tomado su decisión, una charla fortuita sostenida con su hijo mayor espoleó la ambición innata del general.
Lo que Yukisuke había mencionado era que el comandante del castillo de Inuyama, Nakagawa Kanemon, había recibido órdenes de regresar a Inuyama poco después de que a él le hubieran liberado de Nagashima.
Hasta aquel día, Shonyu no había podido decidir si el castillo de Inuyama sería su aliado a su enemigo, pero tras el envío de un mensajero a Hideyoshi informándole de su apoyo, aquel castillo sería un vecino enemigo. Además, el castillo se encontraba en una zona estratégica con defensas naturales, y era evidente que Ieyasu y Nobuo consideraban a Nakagawa Kanemon lo bastante capacitado para confiarle las defensas de primera línea de sus provincias. De ser así, sin duda había sido desvinculado repentinamente del ejército de Ise con ese propósito y se le había ordenado regresar a su castillo.
—Convoca al jefe de los Garzas Azules —ordenó Shonyu a un ayudante.
En un valle que se extendía más allá de la entrada posterior del castillo había varias chozas pertenecientes a los empleados externos del clan, a quienes se conocía como el Cuerpo de los Garzas Azules. Desde aquel campamento, el ayudante de Shonyu llamó a un joven de baja estatura y fornido, de unos veinticinco años. Era Sanzo, el capitán de los Garzas Azules, el cual, tras recibir las instrucciones del ayudante, cruzó el portal posterior y entró en el jardín.
Shonyu estaba a la sombra de un árbol, y le hizo una seña con el mentón para que se acercara. Entonces, cuando Sanzo se postró a los pies de su señor, Shonyu le dio personalmente sus órdenes.
El nombre de Cuerpo de los Garzas Azules derivaba del color de sus uniformes de algodón azul. Cada vez que ocurría un incidente, corrían hacia destinos desconocidos, como una bandada de garzas azules que emprendieran el vuelo.
Al cabo de tres días, Sanzo regresó de algún lugar mantenido en secreto. Cruzó en seguida el portal posterior del castillo y, al igual que antes, se inclinó ante Shonyu en el jardín. Entonces Shonyu recibió de manos de Sanzo una espada manchada de sangre fresca, envuelta en papel aceitado, y la inspeccionó minuciosamente.
—Ésta es, ciertamente —dijo Shonyu, asintiendo, y entonces añadió—: Lo has hecho bien.
Entregó a Sanzo varias monedas de oro como recompensa.
No había duda de que la espada pertenecía a Nakagawa Kanemon, el comandante del castillo de Inuyama. Su blasón familiar estaba lacado en la funda.
—Os agradezco vuestra generosidad, señor —dijo Sanzo, y empezó a retirarse, pero Shonyu le dijo que esperase.
Llamó de nuevo a un ayudante e hizo que pusieran tanto dinero ante Sanzo que necesitaría un caballo para transportarlo. Un oficial y varios ayudantes envolvieron las monedas en esterillas de juncos, formando fardos, mientras Sanzo contemplaba la escena boquiabierto.
—Quiero que hagas otro trabajo, Sanzo.
—Sí, mi señor.
—He dado los detalles con mucha minuciosidad a tres de mis hombres de más confianza. Quiero que te disfraces de conductor de un caballo de carga, cargues en su lomo este dinero y sigas a esos tres hombres.
—¿Y cuál es nuestro destino?
—No lo preguntes.
—Sí, mi señor.
—Si todo sale como ha sido planeado, te ascenderé a la categoría de samurai.
—Gracias, mi señor.
Sanzo era un hombre audaz que no conocía el miedo, pero la visión de la gran cantidad de dinero le inquietaba más que la de un charco de sangre. Volvió a postrarse, aplicando la cabeza al suelo casi con exceso. Al levantarla, vio que un anciano, que parecía un samurai rural, y dos jóvenes fornidos estaban cargando los fardos de dinero en la silla de un caballo.