Taiko (15 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Koroku estaba rodeado de poderosos vecinos —los Oda de Owari, los Tokugawa de Mikawa y los Imagawa de Suruga— pero nunca había jurado fidelidad a ninguno de ellos. Debía su independencia a la mirada vigilante del señor del castillo de Inabayama, Saito Dosan. Como entre sus territorios respectivos había una distancia considerable, la razón de que los Hachisuka y los Saito hubieran llevado a cabo esa alianza no estaba clara.

Según unos, Masatoshi, el predecesor de Koroku, había rescatado a un hombre próximo a la muerte ante la mansión de los Hachisuka. Parecía ser un espadachín errante que seguía la rigurosa disciplina de las artes marciales. Masatoshi se apiadó de él y ordenó que le acomodaran en la mansión y le dispensaran los mejores cuidados médicos. Cuando el hombre se restableció, Masatoshi incluso le dio algún dinero para que prosiguiera su viaje.

El hombre, que dijo llamarse Matsunami Sokuro, juró que no olvidaría aquella buena acción, y el día de su partida prometió:

—Cuando haya hecho fortuna, te enviaré aviso y te recompensaré por tu amabilidad.

Varios años después llegó una carta firmada por el señor Saito Dosan, y se llevaron una sorpresa al ver que era del hombre a quien habían conocido como Sokuro. La alianza era antigua, transmitida de una generación a la siguiente. Así pues, en cuanto Koroku supo que el mensajero secreto era de Saito Dosan, se apresuró a ir a su encuentro.

Allí, en la penumbra del bosque, los dos hombres intercambiaron saludos y luego, mirándose a los ojos, cada uno alzó la palma abierta al pecho, como si rezara.

—Soy Hachisuka Koroku.

—Y yo soy Namba Naiki de Inabayama.

En su juventud, Dosan había estudiado budismo en el templo Myokakuji. Esta experiencia le había llevado a usar los términos y signos budistas secretos que había aprendido en los templos y monasterios como contraseñas entre sus hombres.

Una vez concluidas esas formalidades y demostrado sus identidades respectivas, los dos hombres se sintieron más cómodos y hablaron libremente. Koroku ordenó a Hiyoshi que montara guardia y no dejara pasar absolutamente a nadie, y entonces se internó más en el bosque con Naiki. Por descontado, no revelaron a Hiyoshi nada de lo que hablaron o los documentos secretos que Naiki podría haber traído consigo, ni tampoco el muchacho deseaba enterarse. Permaneció fielmente en el borde del bosque, vigilando con toda su atención. Cuando tenía que realizar una tarea, la hacía a conciencia, tanto si se trataba de barrer el jardín como de montar guardia. Al contrario que otros hombres, era capaz de encontrar satisfacción en cualquier trabajo que le encargaran, pero no era simplemente porque había nacido pobre, sino porque veía en el trabajo inmediato una preparación para la siguiente tarea. Estaba convencido de que ésa era la manera de alcanzar algún día lo que ambicionaba.

«¿Qué debo hacer para llegar a ser alguien en el mundo?» Con frecuencia se planteaba este interrogante. Algunos tenían pedigrí y linaje, pero él no. Otros tenían dinero y poder, pero Hiyoshi también carecía de ellos. ¿Cómo llegaría a conseguir su fortuna? La pregunta le deprimía porque era tan bajo y no estaba más sano que cualquier otro hombre. Carecía de un aprendizaje digno de mención y su inteligencia sólo era de nivel medio. ¿Qué rasgos personales tenía a su favor? Fidelidad..., eso era todo lo que se le ocurría. No iba a ser fiel en unas cosas y en otras no, y estaba decidido a ser fiel en todo. Mantendría a toda costa su fidelidad porque no tenía más que dar.

¡Todo o nada! Ése sería su objetivo inamovible. Llevaría a cabo cada tarea hasta el final, como si los mismos dioses le hubieran encargado una misión. Tanto si se trataba de barrer el jardín como de ser mozo de sandalias o de limpiar los establos, pondría en ello toda su voluntad. Resolvió que, en favor de sus ambiciones, ahora no cedería a la ociosidad. Tratar de separarse del presente era una tontería desde el punto de vista del futuro.

Los pajarillos del bosque piaban y gorjeaban por encima de la cabeza de Hiyoshi, el cual no veía el fruto de los árboles que picoteaban las aves. Cuando Koroku salió por fin del bosque, estaba animado, sus ojos abrillantados por la ambición, y su semblante, que se ponía tenso cuando atendía a problemas, evidenciaba por su color subido que acababa de recibir alguna noticia importante.

—¿Dónde está el monje? —le preguntó Hiyoshi.

—Ha salido del bosque por otro camino. —Koroku miró seriamente a Hiyoshi y le dijo—: Ni una palabra de esto a nadie.

—Desde luego, señor.

—Por cierto, Namba Naiki te ha puesto por las nubes.

—¿De veras?

—Un día voy a promoverte. ¡Confío en que te quedes con nosotros para siempre!

Anocheció y los principales miembros del clan se reunieron en la residencia de Koroku. El consejo secreto se prolongó hasta la madrugada. También aquella noche Hiyoshi permaneció bajo las estrellas en su papel de fiel guardián.

Se mantenía el silencio más estricto sobre el contenido del mensaje de Saito Dosan, del que sólo se reveló lo sustancial a los principales miembros del clan. Pero en los días que siguieron al consejo nocturno, varios servidores de Koroku empezaron a desaparecer de Hachisuka. Formaban un grupo selecto de los hombres más astutos y capaces, y salieron del pueblo disfrazados. Corrieron rumores de que se dirigían a Inabayama.

Shichinai, el hermano menor de Koroku, era uno de los elegidos para ir de incógnito a Inabayama. Hiyoshi recibió la orden de acompañarle.

—¿Vamos en misión de reconocimiento? —preguntó el muchacho—. ¿Va a haber una batalla?

—No te preocupes —le respondió secamente su superior—. Cierra la boca y ven conmigo.

Shichinai no dijo nada más. El personal de baja categoría, incluso los empleados en la cocina, le llamaban «Señor Hoyuelos», pero sólo a sus espaldas. Les hacía sentirse incómodos y le detestaban. Bebía copiosamente, era arrogante y carecía por completo de la bondad de su hermano mayor. Aquel hombre le parecía a Hiyoshi francamente repulsivo, pero no se quejaba de la misión. Había sido elegido porque Koroku confiaba en él. Hiyoshi aún no había solicitado que le aceptaran como miembro del clan, pero había accedido a acatar las órdenes fielmente. Estaba preparado para servir a Shichinai, incluso a aquel Señor Hoyuelos, y deseoso de hacerlo hasta el fin, si fuese necesario.

El día de su partida, Shichinai cambió de aspecto incluso en su manera de atarse el cabello. Viajaría de incógnito, disfrazado como un mercader de aceite de Kiyosu. Hiyoshi se convirtió de nuevo en el buhonero que vendía agujas del verano anterior. Los dos serían casuales compañeros de viaje por la carretera de Mino.

—Escucha, Mono, cuando lleguemos a los puntos de control, será mejor que pasemos por separado.

—De acuerdo.

—Eres un parlanchín, así que procura mantener la boca cerrada, no importa lo que te digan.

—Sí, señor.

—Si te traicionas, fingiré que no te conozco y te dejaré ahí abandonado.

Había muchos puntos de control a lo largo del camino. A pesar de los estrechos lazos familiares que podrían haber convertido en aliados a los Oda y los Saito, en realidad eran exactamente lo contrario. En consecuencia, ambos bandos vigilaban especialmente su frontera común. Pero ni siquiera cuando hubieron entrado en la provincia de Mino se disipó la atmósfera de sospecha, y Hiyoshi preguntó a Shichinai los motivos.

—¡Siempre preguntas por lo que es evidente! El señor Saito Dosan y su hijo Yoshitatsu están reñidos desde años.

Shichinai no parecía sorprendido por la enemistad entre dos facciones dentro de la misma familia, y Hiyoshi sintió la tentación de preguntarse por el grado de inteligencia de aquel hombre. Desde luego, no faltaban ejemplos, incluso en los tiempos antiguos, de padres e hijos de la clase guerrera alzándose en armas unos contra otros, pero tenía que haber buenas razones para ello.

—¿Por qué son malas las relaciones entre el señor Dosan y el señor Yoshitatsu? —preguntó de nuevo Hiyoshi.

—¡No te pongas pesado! Si quieres saberlo, pregúntaselo a otro.

Shichinai chascó la lengua y se negó a decir nada más. Antes de llegar a Mino, Hiyoshi había temido verse obligado a hacer algo poco juicioso.

Inabayama era una pintoresca ciudad con castillo anidada entre montañas de escasa altura. Los colores otoñales del monte Inabayama eran nebulosos bajo una fina lluvia, pero había un atisbo de sol. El otoño estaba en su apogeo y uno podía contemplar la montaña desde la mañana hasta la noche sin cansarse de mirar. Parecía como si los riscos estuvieran cubiertos con un brocado de oro, un fenómeno que había dado a Inabayama su segundo nombre, la montaña de la Flor Dorada, que se alzaba desde las orillas del río Nagara, un espléndido telón de fondo de la ciudad y los campos. Hiyoshi contempló extasiado el castillo levantado en la cima, con sus muros blancos, pequeño en la distancia y agazapado como un pájaro blanco solitario.

Sólo se podía ascender desde la ciudad que se extendía debajo por un sendero tortuoso. Por otro lado, el castillo tenía un abundante suministro de agua. Hiyoshi estaba impresionado. Aquélla era la clase de fortaleza difícil de atacar y que probablemente nunca caería en manos del enemigo. Entonces se recordó que a una provincia no la sostenían sólo los castillos.

Shichinai tomó una habitación en una calle de mercaderes en la zona próspera de la ciudad. A Hiyoshi sólo le dio un poco de dinero y le dijo que se alojara en una de las casas de huéspedes baratas que había en las callejas interiores.

—Dentro de poco te daré las órdenes —le dijo—. La gente entrará en sospechas si te mantienes ocioso, así que, hasta que esté en condiciones de avisarte, dedícate cada día a vender tus agujas.

Hiyoshi hizo una reverencia respetuosa, cogió el dinero e hizo lo que su superior le había dicho. La casa de huéspedes no estaba muy limpia, pero el muchacho se sentía más cómodo a solas. Todavía era incapaz de imaginar qué le ordenarían que hiciera. En la casa de huéspedes se alojaban viajeros de muchas clases: actores, pulidores de espejos y negociantes en maderas. Estaba familiarizado con su olor característico y con las pulgas y piojos que traían consigo.

Hiyoshi salía a diario a vender agujas, y regresaba con verduras saladas y arroz, pues los huéspedes se preparaban ellos mismos la comida. Había fogones a disposición de quienes pagaban la leña. Transcurrieron siete días y aún no tenía noticias de Shichinai. ¿Y acaso no estaba éste ocioso todo el día? Hiyoshi tenía la sensación de que había sido abandonado.

Un día, cuando Hiyoshi caminaba por una calle secundaria de una zona residencial, ejerciendo su oficio, un hombre con una aljaba en el costado y un par de arcos al hombro avanzó hacia él gritando en voz mucho más fuerte que la suya:

—¡Se reparan arcos viejos! ¡Se reparan arcos viejos!

Cuando estuvo muy cerca, el reparador de arcos se detuvo con una expresión de sorpresa en los ojos.

Hiyoshi no estaba menos sorprendido, pues el reparador de arcos era Nitta Hikoju, otro de los hombres de Koroku.

—Señor Hikoju, ¿qué hacéis reparando arcos en Inabayama?

—Humm, no soy el único. Hay aquí por lo menos treinta o cuarenta de los nuestros. Pero no esperaba encontrarte aquí.

—Llegué hace siete días con el señor Shichinai, pero todo lo que me dijo fue que saliera a vender mis agujas, y eso es lo que he estado haciendo. Por cierto, ¿cómo están las cosas?

—¿Todavía no lo sabes?

—No me dijo una sola palabra, y no hay nada peor para un hombre que estar obligado a hacer algo sin saber por qué.

—Sí, me lo imagino.

—Sin duda sabes qué está ocurriendo.

—Si no lo supiera, ¿crees que andaría por ahí reparando arcos?

—Por favor, ¿no podrías decirme algo?

—Humm, Shichinai es despiadado. Vas por ahí sin saber por qué tu vida está en peligro. Pero no podemos quedarnos aquí, hablando en medio de la calle.

—¿Nuestras vidas corren peligro?

—Si te capturasen, existiría el riesgo de que descubrieran nuestro plan, pero por el bien de todos quizá debería explicártelo para que tengas una idea de la situación.

—Te estaría muy agradecido.

—Pero si nos quedamos aquí llamaremos demasiado la atención.

—¿Qué te parece detrás de ese santuario?

—Sí, y estoy hambriento. ¿Por qué no almorzamos?

Hikoju se puso en marcha y Hiyoshi fue detrás de él. El santuario estaba rodeado de árboles y era muy tranquilo. Abrieron las hojas de bambú que envolvían los alimentos y se pusieron a comer. El follaje de los árboles gingko por encima de ellos danzaba a la luz del sol. Entre las hojas de un color amarillo brillante vieron el monte Inabayama cubierto por las flameantes hojas rojas de fines de otoño. En su cima el castillo se alzaba contra el cielo azul: era el orgullo del clan Saito y el símbolo de su poder.

—Ése es nuestro objetivo —dijo Hikoju, señalando el castillo de Inabayama con las puntas de sus palillos que tenían adheridos granos de arroz.

Ambos contemplaban el mismo castillo, pero cada uno lo veía de una manera por completo diferente. Hiyoshi estaba boquiabierto mientras miraba, sin comprender qué quería decir el otro, las puntas de los palillos.

—¿Van a atacar el castillo los Hachisuka?

—¡No seas estúpido! —Hikoju partió los palillos por la mitad y arrojó los fragmentos al suelo—. El hijo del señor Dosan, Yoshitatsu, está al frente del castillo, desde donde controla la vecindad y las carreteras a Kyoto y el este. Dentro de esos muros, adiestra a sus tropas y almacena nuevas armas. Los Oda, Imagawa y Hojo no están a su altura. Así pues, ¿qué podrían hacer los Hachisuka? No hagas preguntas necias. Iba a informarte de nuestros planes, pero ahora no sé si debería hacerlo.

—Lo siento. No diré nada más.

Tras recibir el rapapolvo, Hiyoshi guardó un silencio sumiso.

—No hay nadie por estos alrededores, ¿verdad? —El reparador de arcos miró en torno y se humedeció los labios—. Supongo que estás enterado de la alianza entre nuestro clan y el señor Dosan. —Hiyoshi se limitó a responder con un gesto de asentimiento—. Padre e hijo están reñidos desde hace años.

Hikoju contó a Hiyoshi la enemistad familiar y el caos resultante en Mino.

En el pasado, Dosan viajó bajo otros nombres, uno de los cuales era Matsunami Sokuro. Era un hombre experimentado: había sido mercader de aceite, espadachín errante e incluso novicio en un templo. Finalmente progresó desde la baja posición de mercader de aceite y llegó a hacerse el dueño de la provincia de Mino. Para ello acabó con la vida de su señor, Toki Masayori, y envió al exilio a su heredero, Yorinari. Más tarde tomó a una de las concubinas de Toki. Eran innumerables los relatos sobre su brutalidad y las atrocidades que había cometido. Si hacía falta alguna prueba más de su sagacidad, una vez se convirtió en el amo de Mino, no cedió una sola pulgada de terreno a sus enemigos.

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