Authors: Eiji Yoshikawa
—Te estoy muy agradecido. —Tras decir estas palabras corteses a Toshinaga, Katsuie desmontó. Miró a Inuchiyo a la cara y habló en un tono llenó de desdén hacia sí mismo—: ¡Hemos perdido! ¡Hemos perdido!
Mostraba un ánimo sorprendente. Era posible que fingiera, pero parecía mucho más relajado de lo que Inuchiyo había imaginado que estaría. Inuchiyo fue más amable de lo habitual al saludar a un general derrotado. Toshinaga no estaba menos preocupado que su padre y ayudó al fugitivo a quitarse las sandalias empapadas en sangre.
—Me siento como si hubiera llegado a mi propia casa.
La amabilidad causa una profunda impresión en un hombre que se encuentra ante el abismo de la destrucción y le hace abandonar las sospechas y la amargura. Es la única cosa que le hará pensar que todavía hay luz en el mundo.
Así pues, con un talante en apariencia alegre, Katsuie siguió felicitando a padre e hijo por su huida.
—Esta derrota se ha debido por completo a mis errores. También os he causado trastornos y espero que me perdonéis. Me retiraré a Kitanosho y pondré mis asuntos en orden y sin lamentaciones. Tal vez no os importaría darme un cuenco de arroz y té.
El Demonio Shibata parecía haberse convertido en el Buda Shibata. Incluso Inuchiyo era incapaz de retener las lágrimas.
—Traed en seguida té, arroz y sake —ordenó Inuchiyo. Poco era lo que se le ocurría para consolar a aquel hombre, pero se sentía obligado a decir algo—. A menudo se dice que la victoria y la derrota son la sustancia de la vida de un guerrero. Si consideráis el desastre de hoy desde el ángulo del destino humano, sabréis que enorgullecerse de la victoria es el primer paso hacia el día de la destrucción, y que ser completamente derrotado es el primer paso hacia el día de la victoria. El ciclo eterno del ascenso y la caída del hombre no es una simple cuestión de alegría y pesar temporales.
—En consecuencia, lo que lamento no es ni mi destrucción personal ni el perpetuo ciclo de cambio —dijo Katsuie—. Lo único que siento es la pérdida de mi reputación. Pero ten la seguridad, Inuchiyo, de que todo está predestinado.
Al decir tales cosas, Katsuie se desviaba por completo de sus convicciones de antaño, pero no parecía ni atormentado ni confuso.
Cuando llegó el sake, Katsuie tomó alegremente una taza y, suponiendo que sería su despedida, sirvió también a padre e hijo. Comió de buena gana el sencillo condumio que Inuchiyo había encargado.
—Nunca había probado nada tan sabroso como el arroz que he comido hoy. Jamás olvidaré vuestra amabilidad.
Dicho esto, se levantó para marcharse.
Inuchiyo, que le acompañó al exterior, observó en seguida que su montura estaba exhausta. Ordenó a un paje que trajera su querido caballo gris moteado y se lo ofreció a Katsuie.
—No os preocupéis —le dijo Inuchiyo—. Defenderemos este lugar hasta que lleguéis a Kitanosho.
Katsuie empezó a marcharse, pero hizo dar la vuelta al caballo y se aproximó a Inuchiyo como si de repente hubiera recordado algo.
—Inuchiyo, tú y Hideyoshi habéis sido amigos íntimos desde la juventud. Puesto que la batalla ha tenido este resultado, te libero de tu deber hacia mí como vasallo.
Éstas serían sus últimas palabras a Inuchiyo, y las pronunció desde lo alto del caballo con una expresión vacía de toda falsedad. Enfrentado a aquel sentimiento, Inuchiyo hizo una reverencia con profunda emoción. La figura de Katsuie al abandonar el castillo se recortaba negra contra el rojo del sol poniente. El pequeño grupo de ocho hombres montados y unos diez soldados de a pie emprendió entonces la huida hacia Kitanosho.
***
Dos o tres jinetes llegaron galopando al castillo de Fuchu. Las noticias que traían en seguida fueron de conocimiento general en toda la fortaleza.
—El enemigo está acampado en Wakimoto. El señor Hideyoshi ha levantado su campamento en Imajo, por lo que las perspectivas de que esta noche se produzca un ataque son escasas.
Hideyoshi pasó la noche, o más bien la mitad de la noche, durmiendo tranquilamente en Imajo, y al día siguiente abandonó temprano el campamento y cabalgó a Wakimoto.
Kyutaro salió a saludarle e izó el estandarte de mando, lo cual indicaba la presencia de un comandante en jefe.
—¿Qué ocurrió anoche en el castillo de Fuchu? —preguntó Hideyoshi.
—Parecía haber mucha actividad.
—¿Lo están fortificando? Tal vez Maeda quiera luchar.
Mientras respondía a su propia pregunta, miró hacia Fuchu. De repente se volvió hacia Kyutaro y le ordenó que preparase a sus tropas.
—¿Iréis a luchar en persona? —le preguntó Kyutaro.
—Naturalmente.
Hideyoshi asintió como si estuviera contemplando un gran camino nivelado. Kyutaro se apresuró a comunicar las palabras de Hideyoshi a los diversos generales e hizo sonar la caracola para reunir a la vanguardia. Muy pronto los hombres formaron filas y estuvieron dispuestos para la marcha.
La distancia hasta Fuchu se podía recorrer en menos de dos horas. Kyutaro cabalgaba delante y Hideyoshi lo hacía en medio de la vanguardia. Pronto avistaron las murallas del castillo, cuyos moradores se sentían naturalmente tensos en extremo. Vistos desde lo alto del torreón, las columnas y el estandarte de las calabazas doradas parecían lo bastante cerca para poder tocarlos.
Todavía no se había dado la orden de detenerse y, como Hideyoshi estaba en el centro, los soldados de la vanguardia estaban seguros de que rodearían el castillo de inmediato.
En su avance hacia el portal principal del castillo de Fuchu, los hombres de Hideyoshi, que ahora eran como un río impetuoso, desplegaron la formación en «ala de grulla». Por un momento, lo único que no se movió fue el estandarte de mando.
En aquel instante toda la estructura del castillo vomitó humo de pólvora.
—Retrocede un poco, Kyutaro, ¡retrocede! —ordenó Hideyoshi—. No despliegues a los soldados en orden de combate. Ordénales que se reagrupen y permanezcan fuera de formación.
Los soldados de la vanguardia se retiraron y los mosquetes en el interior del castillo quedaron en silencio. Sin embargo, el espíritu de lucha de ambos bandos podría haber estallado en un instante.
—Que alguien coja el estandarte de mando y avance veinte varas por delante de mí —ordenó Hideyoshi—. No necesitaré que nadie conduzca mi caballo. Iré solo al castillo.
No había informado a nadie previamente de sus intenciones, y habló de súbito desde la silla de montar. Haciendo caso omiso de las expresiones consternadas de sus generales, avanzó con su caballo a medio galope hacia el portal principal del castillo.
—¡Un momento! ¡Esperad sólo un momento para que pueda ir delante de vos!
Un samurai corrió tambaleándose tras él, pero cuando apenas estaba diez varas por delante de Hideyoshi, empuñando el estandarte de mando como le habían ordenado, se oyeron varios disparos, el fuego dirigido hacia las calabazas doradas.
—¡No disparéis! ¡No disparéis!
Gritando a voz en cuello, Hideyoshi galopó en dirección al fuego de mosquete como una flecha disparada por un arco.
—¡Soy yo! ¡Hideyoshi! ¿Es que no me reconocéis? —Mientras se aproximaba al castillo, se sacó el bastón de mando dorado del cinto y lo agitó para que lo vieran los soldados del castillo—. ¡Soy yo, Hideyoshi! ¡No disparéis!
Asombrados, dos hombres saltaron desde el arsenal al lado del portal principal y abrieron las puertas.
—¿Señor Hideyoshi?
Este giro de los acontecimientos parecía del todo inesperado, y le saludaron con cierto embarazo. Hideyoshi reconoció a los dos hombres. Ya había desmontado y caminaba hacia ellos.
—¿Ha regresado el señor Inuchiyo? —les preguntó, y añadió—: ¿Están bien él y su hijo?
—Sí, mi señor —replicó uno de los hombres—. Ambos han regresado sin percance.
—Bien, bien, me alivia saberlo. Coged mi caballo, ¿queréis?
Dio la brida del caballo a los dos hombres y entró en el castillo exactamente como si lo hiciera en su propia casa, acompañado por sus ayudantes.
Los guerreros que llenaban el castillo como un bosque estaban intimidados y, casi aturdidos, observaban la conducta de aquel hombre. Entonces Inuchiyo y su hijo salieron corriendo en dirección a Hideyoshi. Mientras se aproximaban, los dos hombres hablaron a la vez, como los viejos amigos que eran.
—¡Vaya, quién está aquí!
—¡Inuchiyo! ¿Qué te propones? —le preguntó Hideyoshi.
—Nada en absoluto —replicó Inuchiyo, riendo—. Ven y siéntate.
Inuchiyo y su hijo precedieron a Hideyoshi hacia la ciudadela principal. Evitando expresamente la entrada formal, abrieron la puerta que daba a la zona ajardinada y condujeron a su huésped a los aposentos internos, deteniéndose por el camino para contemplar los lirios violetas y las azaleas blancas del jardín.
Era el mismo tratamiento que recibiría un amigo íntimo de la familia, e Inuchiyo actuaba como lo hiciera cuando él y Hideyoshi vivían en casas separadas por un seto.
Finalmente, Inuchiyo invitó a Hideyoshi a pasar, pero él se quedó donde estaba, mirando a su alrededor, sin desatarse siquiera las sandalias de paja.
—¿Ese edificio de ahí es la cocina? —preguntó. Cuando Inuchiyo le respondió afirmativamente, Hideyoshi se encaminó al lugar—. Quiero ver a tu esposa. ¿Está aquí?
Inuchiyo se quedó totalmente desconcertado. Estaba a punto de decir a Hideyoshi que si quería ver a su esposa la llamaría en seguida, pero no tenía tiempo para ello, por lo que se apresuró a pedir a Toshinaga que acompañara al huésped a la cocina.
Tras haber enviado a su hijo en pos de Hideyoshi, él mismo avanzó por el corredor para advertir a su esposa.
Los más sorprendidos fueron los cocineros y las doncellas al ver a un samurai de baja estatura, a todas luces un general, vestido con una armadura con el color del fruto del caqui, que entraba tranquilamente en la cocina y gritaba como si fuese un miembro de la familia del señor.
—¡Eh! ¿Está aquí la señora Maeda? ¿Dónde está?
Nadie sabía quién era. Todos tenían un aspecto de perplejidad, pero al ver su bastón de mando dorado y su espada formal, se apresuraron a ponerse de rodillas e inclinarse. Aquel hombre tenía que ser un general de alto rango, pero nadie le había visto antes entre los Maeda.
—¡Eh, señora Maeda! ¿Dónde estáis? Soy yo, Hideyoshi. ¡Vamos, salid, que os vea la cara!
La esposa de Inuchiyo estaba preparando la comida con varios criados cuando oyó la conmoción. Salió con un delantal y las mangas atadas detrás de los brazos. Permaneció un momento inmóvil, mirando fijamente al recién llegado.
—Debo de estar soñando —murmuró.
—Ha pasado largo tiempo, mi señora. Me alegro de veros tan bien como siempre.
Cuando Hideyoshi empezó a avanzar, ella superó su sorpresa inicial, aflojó en seguida los cordones que retenían las mangas y se postró en el suelo de madera.
Hideyoshi tomó asiento con toda naturalidad.
—Lo primero que quiero deciros, mi señora, es que vuestra hija y las damas que están en Himeji se han hecho buenas amigas. Hacedme el favor de no preocuparos por eso. Por otro lado, aunque vuestro marido ha vivido algunos momentos difíciles en esta última campaña, la conveniencia de avanzar o retirarse no le sumió en la confusión, y podemos decir que las fuerzas de Maeda salieron del campo de batalla sin haber sido derrotadas.
La esposa de Inuchiyo juntó las palmas bajo su frente inclinada.
En aquel momento entró Inuchiyo en busca de su esposa y vio a Hideyoshi.
—Éste no es lugar para recibirte como es debido. Ante todo, por favor, quítate las sandalias y levántate del suelo de tierra.
Marido y mujer se esforzaron por persuadirle de que subiera al suelo de madera, pero Hideyoshi no quiso moverse de allí y les habló con tanta naturalidad como antes, dejando de lado cualquier formalismo.
—Tengo prisa por llegar a Kitanosho y la verdad es que ahora no dispongo de tiempo, pero ¿podría abusar de vuestra amabilidad pidiéndoos un cuenco de arroz?
—Es una petición fácil de satisfacer, pero ¿no querrás entrar aunque sólo sea un momento?
Hideyoshi no hizo el menor gesto de desatarse las sandalias y relajarse.
—Lo haré otro día. Hoy tengo que darme prisa.
Marido y mujer conocían los aspectos buenos y malos del carácter de Hideyoshi. La suya nunca había sido una amistad que diera gran valor a las obligaciones o el fingimiento. La esposa de Inuchiyo volvió a anudar los cordones que retenían sus mangas y se colocó ante la plancha para cortar.
Era la cocina de todo el castillo y gran número de sirvientas, cocineros e incluso oficiales trabajaban allí. Pero la señora Maeda no era mujer que no supiera preparar rápidamente una comida sabrosa.
Aquel día y el anterior se había ocupado de los heridos y había ayudado a prepararles la comida. Pero incluso en los días normales solía acudir a la cocina a fin de preparar algo para su marido. Ahora el clan de Maeda gobernaba una gran provincia. Pero en su época de pobreza en Kiyosu, cuando su vecino Tokichiro no estaba en mejores condiciones que ellos, se visitaban con frecuencia para pedir una medida de arroz, un puñado de sal o incluso el aceite para encender la lámpara. En aquellos tiempos podían ver hasta qué punto era boyante la situación de sus vecinos por la luz que brillaba de noche en sus ventanas.
Hideyoshi se dijo que aquella mujer era tan buena esposa como su Nene. Sin embargo, en aquel breve interludio de reflexión, la esposa de Inuchiyo había terminado de preparar dos o tres platos. Salió de la cocina llevando ella misma la bandeja.
En el terreno ondulante que se extendía hacia la ciudadela occidental, se alzaba un pequeño pabellón en un pinar, al lado del cual los ayudantes extendieron una estera sobre la hierba y depositaron las bandejas de comida y recipientes de sake.
—¿No puedo serviros por lo menos algo mejor aunque tengáis prisa? —le preguntó la esposa de Inuchiyo.
—No, no es necesario. ¿Se reunirán conmigo vuestro esposo e hijo?
Inuchiyo se sentó ante Hideyoshi y Toshinaga alzó el recipiente de sake. Aunque allí había un edificio, el huésped y sus anfitriones no lo usaron. Soplaba el viento entre los pinos, pero ellos apenas lo oían.
Hideyoshi no bebió más que una taza de sake, pero comió apresuradamente los dos cuencos de arroz que le había preparado la esposa de Inuchiyo.
—Ah, estoy repleto. No quisiera abusar, pero ¿podría pediros un cuenco de té?