Taiko (173 page)

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Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
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Lleno de alegría, el hombre agitó un par de veces el estandarte y envió sus últimas palabras en dirección a Katsuie.

—¡Adiós, mi señor!

Katsuie se volvió, pero su caballo siguió galopando hacia la zona montañosa de Yanagase. Sólo le acompañaban diez hombres montados.

El estandarte de mando había sido puesto en manos de Shosuke tal como él había rogado, pero en aquel momento Katsuie también le había dicho, a modo de palabras finales, que lo llevara entre sus guerreros. Tal había sido su solicitud, efectuada sin duda por consideración a los hombres que morirían allí junto con Shosuke.

Unos treinta hombres se reunieron en seguida bajo el estandarte. Eran los únicos hombres que respetaban verdaderamente su honor y estaban dispuestos a morir por su señor.

Mirando satisfecho las caras que le rodeaban, Shosuke pensó que quedaban todavía algunos hombres de Shibata honorables.

—¡Vamos! ¡Demostrémosles que sabemos morir alegremente!

Puso el estandarte en manos de un guerrero y corrió delante de los demás, desde el oeste del pueblo de Yanagase hacia la estribación septentrional del monte Tochinoki. Cuando la pequeña fuerza que ni siquiera llegaba a cuarenta hombres resolvió avanzar, manifestaron un espíritu mucho más profundo que los millares de hombres que habían estado en Kitsunezaka aquella mañana.

—¡Katsuie ha retrocedido hacia las montañas!

—Parece que ha tomado su resolución final y está dispuesto a morir.

Como era de esperar, los soldados de Hideyoshi que perseguían al grupo se exhortaban unos a otros para seguir adelante.

—¡Conseguiremos la cabeza de Katsuie!

Cada uno se esforzaba por tomar la delantera mientras empezaban a subir el monte Tochinoki. Los guerreros de Shibata desplegaron el estandarte en la cima del monte y, reteniendo la respiración, contemplaron cómo aumentaba de un momento a otro el número de guerreros enemigos, los cuales trepaban incluso por lugares donde no había sendero alguno.

—Aún hay tiempo para despedirnos bebiendo una taza de agua —dijo Shosuke.

En aquellos breves momentos, Shosuke y sus camaradas recogieron y compartieron el agua que brotaba entre las grietas en lo alto de la montaña, y se prepararon serenamente para la muerte. Shosuke se volvió de improviso hacia sus hermanos Mozaemon y Shobei.

—Hermanos, debéis huir y regresar a nuestro pueblo. Si los tres morimos en combate, nadie podrá transmitir el apellido familiar ni cuidar de nuestra madre. Mozaemon, el hermano mayor es quien debe transmitir el apellido. ¿Por qué no te marchas ya?

—Si el enemigo mata a los hermanos menores —replicó Mozaemon—, ¿cómo se enfrentará el hermano mayor a su madre con las palabras «He vuelto a casa»? No, me quedaré aquí. Debes ir tú, Shobei.

—¡Eso sería horrible!

—¿Por qué?

—Que regrese vivo a casa en una ocasión así no será precisamente agradable para nuestra madre, y nuestro difunto padre también debe de contemplar hoy a sus hijos desde el otro mundo. No serán mis pies los que hoy caminen de regreso a Echizen.

—¡Entonces moriremos juntos!

Unidas sus almas por una promesa de muerte, los tres hombres permanecieron firmes bajo el estandarte de mando.

Shosuke no volvió a mencionar a sus hermanos su deseo de que regresaran a casa.

Los tres hermanos tomaron un trago de agua cristalina de manantial a modo de bebida de despedida y se volvieron en dirección al hogar de su madre.

Uno puede imaginar las plegarias que elevaron en aquellos momentos. El enemigo se aproximaba por todos los lados y estaban lo bastante cerca para que percibieran las voces individuales de los soldados.

—Defiende el estandarte de mando, Shobei —le dijo Shosuke a su hermano menor mientras se cubría la cara con la guarda del yelmo. Fingía ser Katsuie y no quería que el enemigo le reconociera.

Cinco o seis balas de mosquete pasaron silbando cerca de su cabeza. Tomándolo como señal, los treinta hombres invocaron a Hachiman, el dios de la guerra, y se pusieron en marcha hacia el enemigo.

Se dividieron en tres unidades y atacaron al enemigo que avanzaba. Los hombres que subían respiraban con dificultad y no pudieron resistir la embestida desesperada del adversario. Las espadas largas cayeron sobre los yelmos de los hombres de Hideyoshi, las lanzas atravesaron sus pechos y sus cadáveres caían por doquier.

—¡Que nadie esté demasiado ansioso de morir! —gritó de repente Shosuke mientras se retiraba dentro de una empalizada.

El hombre que sujetaba el estandarte de mando le siguió, junto con los guerreros restantes.

—Una bofetada con los cinco dedos no es tan fuerte como un solo puñetazo. Si nuestra pequeña fuerza se dispersa, sus efectos se debilitarán. Permaneced bajo el estandarte tanto si avanzamos como si retrocedemos.

Tras acordar esta cautela, volvieron a ponerse en acción. Girando rápidamente en una sola dirección, se abalanzaron furiosamente contra el enemigo; giraron en otra dirección y los atravesaron con sus lanzas. Entonces, con la rapidez del viento, se retiraron detrás de la empalizada.

De esta manera salieron seis o siete veces para luchar.

Los atacantes ya habían perdido más de doscientos hombres. Era cerca de mediodía y un sol intenso lucía en lo alto. La sangre fresca sobre armaduras y cascos se secaba con rapidez y emitía un brillo negro como el de la laca.

Quedaban menos de diez hombres bajo el estandarte de mando, y los fieros ojos de cada uno apenas parecían ver a los demás. No había ni un solo hombre sin lesiones.

Una flecha se clavó en el hombro de Shosuke. Mientras miraba la sangre fresca que fluía por la manga, se arrancó la flecha con su propia mano. Entonces se volvió en la dirección de donde había partido la flecha. Las partes superiores de gran número de yelmos se aproximaban haciendo crujir los bambúes como cerdos silvestres.

Shosuke empleó el tiempo que le quedaba en hablar serenamente a sus camaradas.

—Hemos luchado de todas las maneras posibles y no tenemos nada de lo que arrepentimos. Que cada uno elija un enemigo respetable y se gane un nombre espléndido. Dejadme que sea el primero en morir en lugar de nuestro señor. No dejéis que caiga el estandarte de mando. ¡Llevadlo alto, un hombre detrás de otro!

Así preparados para morir, los guerreros manchados de sangre alzaron el estandarte hacia el enemigo que se acercaba entre los bambúes. Éstos debían de ser unos hombres de ferocidad fuera de lo corriente. Avanzaban impávidos, demostrando su fidelidad a los juramentos que habían hecho con sus lanzas. Shosuke se enfrentó a ellos y les gritó para reducir su arrojo.

—¡Qué falta de cortesía! ¡Siervos de baja estofa! ¿Estáis pensando en atravesar con vuestras lanzas a Shibata Katsuie?

Shosuke parecía un demonio, y ciertamente nadie podía hacerle frente. Varios hombres cayeron alanceados casi a sus pies.

Al observar su ferocidad y luchar desesperadamente con hombres que estaban dispuestos a defender su estandarte de mando hasta la muerte, incluso los fanfarrones más violentos de las tropas atacantes rompieron su cerco y abrieron un sendero hasta el pie de la montaña.

—¡Aquí estoy! ¡Viene Katsuie en persona! ¡Si Hideyoshi está ahí, que se enfrente conmigo montado y solo! ¡Vamos, sal, cara de mono!

Shosuke bajó gritando el camino en pendiente.

Infligió a un guerrero con armadura una herida mortal. Su hermano mayor, Mozaemon, ya había sido abatido. El hermano menor, Shobei, había cruzado su espada larga con la de un guerrero enemigo y los dos se habían matado. Shobei había caído al pie de un peñasco cercano.

A su lado, el dorado estandarte de mando yacía abandonado, ahora completamente rojo.

Desde lo alto y el pie de la ladera, innumerables lanzas se aproximaban ahora a Shosuke. Cada guerrero quería apoderarse del estandarte de mando y la cabeza de quien creían que era Katsuie.

Cada hombre competía con los demás por la presa. Bajo la confusión de lanzas, Menju Shosuke encontró la muerte en combate.

Era un apuesto y joven guerrero de sólo veinticinco años. Hombres como Katsuie y Genba le habían tenido en baja estima debido a su reticencia, finura, elegancia y amor al estudio. Los inocentes rasgos de Shosuke aún estaban ocultos por la guarda del yelmo.

—¡He matado a Shibata Katsuie! —gritó un samurai.

—¡Estas manos han cogido su estandarte de mando! —gritó otro.

Entonces se alzaron todas las voces, un hombre afirmando esto, otro reclamando aquello, hasta que la montaña entera se estremeció.

Y todavía los hombres de Hideyoshi ignoraban que la cabeza no pertenecía a Shibata Katsuie, sino a Menju Shosuke, el capitán de sus pajes.

—¡Hemos matado a Katsuie!

—¡He alzado la cabeza del señor de Kitanosho!

Se empujaban unos a otros y sus gritos reverberaban en el aire.

—¡El estandarte! ¡El estandarte dorado! ¡Y su cabeza! ¡Tenemos su cabeza!

Un verdadero amigo

Katsuie había escapado por poco con vida, pero su ejército había sido aniquilado. Hasta aquella mañana, el estandarte de Shibata con su emblema dorado había ondeado en las proximidades de Yanagase, pero ahora sólo se veía el estandarte de Hideyoshi, que brillaba al sol e impresionaba a cuantos lo veían, simbolizando una realidad que trascendía la sabiduría y la fuerza ordinarias.

Las banderas y los estandartes del ejército de Hideyoshi, que se extendían a lo largo de los caminos y cubrían los campos, ofrecían un espléndido espectáculo de victoria. Estaban tan prietos que parecían una espesa niebla dorada.

Los soldados se detuvieron para comer sus provisiones. Aquella mañana las hostilidades se habían iniciado temprano y durado unas ocho horas. Cuando terminaron de comer, todo el ejército recibió la orden de avanzar de inmediato.

Cuando los hombres se aproximaban al puerto de montaña de Tochinoki, vieron el mar de Tsuruga al oeste, mientras que las montañas de Echizen se alzaban al norte como si estuvieran bajo los cascos de sus caballos.

El sol ya comenzaba a ocultarse, y el cielo y la tierra ardían con un brillo crepuscular que englobaba todos los colores del arco iris.

Hideyoshi tenía la cara muy enrojecida, pero ya no parecía un hombre que llevaba varios días sin dormir. Era como si hubiera olvidado la necesidad del sueño. Su avance había sido constante y aún no había ordenado un alto. En aquella época del año las noches eran las más cortas. Mientras todavía había luz, el ejército principal vivaqueó en la localidad de Imajo, en Echizen, pero la vanguardia siguió avanzando, tras recibir la orden de llegar a Wakimoto, a más de dos leguas de distancia. Entretanto la retaguardia se detuvo en Itadori, más o menos a la misma distancia detrás del ejército central. Así pues, aquella noche el campamento se extendía cuatro leguas desde vanguardia a retaguardia.

Aquella noche Hideyoshi se sumió en un sueño agradable, un sueño que ni siquiera podía turbar el canto del cuclillo.

Antes de dormirse pensó que al día siguiente llegarían al castillo de Fuchu, pero ¿cómo les recibiría Inuchiyo?

¿Qué estaba haciendo Inuchiyo por entonces? Aquella misma jornada, a mediodía, había pasado por la zona y, mientras el sol aún estaba alto en el cielo, había retirado su ejército a Fuchu, el castillo de su hijo.

—Gracias a los dioses estás a salvo —le dijo su esposa cuando salió a saludarle.

—Cuida de los heridos. Más tarde te ocuparás de mí.

Inuchiyo ni siquiera se quitó las sandalias ni se desató la armadura, y permaneció ante el castillo. Sus pajes también estaban allí, alineados detrás de él, aguardando con solemnidad.

Finalmente, un cuerpo tras otro de guerreros cruzaron a paso vivo el portal, transportando los cuerpos de sus camaradas caídos, sobre los cuales habían depositado sus estandartes. Siguieron los heridos, unos llevados en parihuelas y otros andando por su propio pie, apoyándose en los hombros de sus compañeros.

Las treinta y tantas bajas sufridas por los Maeda en la retirada no podían compararse con las pérdidas de los Shibata y Sakuma. Sonó la campana del templo, y mientras el sol descendía en el cielo, el humo de las fogatas para cocinar empezó a elevarse por doquier en el castillo. Los soldados recibieron la orden de comer sus raciones. Sin embargo, las tropas no se dispersaron sino que permanecieron en sus unidades, como si aún estuvieran en el campo de batalla.

Un guardián del portal principal gritó:

—Acaba de llegar el señor de Kitanosho.

—¡Cómo! ¡Katsuie aquí! —musitó Inuchiyo, asombrado.

Era una situación inesperada, e Inuchiyo parecía incapaz de enfrentarse a aquel hombre que ahora era un fugitivo. Por un momento permaneció sumido eñ sus pensamientos, pero al cabo dijo:

—Salgamos a saludarle.

Inuchiyo salió del torreón detrás de su hijo. Bajó el último tramo de escaleras y caminó por el oscuro corredor de enlace. Uno de sus ayudantes, Murai Nagayori, le seguía.

—Mi señor —susurró Murai.

Inuchiyo le dirigió una mirada inquisitiva.

El vasallo susurró al oído de su señor:

—La llegada del señor Katsuie es una oportunidad incomparable y feliz. Si le matáis y enviáis su cabeza al señor Hideyoshi, vuestra relación con éste se enmendará sin dificultades.

De improviso Inuchiyo golpeó al hombre en el pecho.

—¡Calla! —replicó, encolerizado.

Murai se tambaleó hasta la barandilla de madera y estuvo en un tris de caer al vacío. Palideció pero tuvo la presencia de ánimo necesaria para no incorporarse ni quedar del todo sentado.

Inuchiyo le miró furibundo y le habló sin disimular su ira.

—Es escandaloso susurrar al oído de tu señor un plan cobarde e inmoral del que un hombre debería avergonzarse por completo. ¡Te consideras un samurai, pero no sabes nada del Camino del Samurai! ¿Qué clase de hombre vendería la cabeza de un general que acude a llamar a su puerta, sólo en provecho de su propio clan? ¡Y mucho menos cuando ha pasado tantos años de campaña con ese general como me ocurre a mí!

Dejando atrás al tembloroso Murai, Inuchiyo se dirigió a la entrada principal para saludar a Katsuie. Éste había llegado al castillo a caballo, sujetaba con una mano el asta de una lanza rota y no parecía herido, pero su aspecto era de desolación.

Toshinaga, que había salido a recibirle, sostenía las riendas del caballo. Los ocho hombres que le acompañaban se habían quedado fuera del portal. Así pues, Katsuie estaba solo.

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