Un profesor de Harvard y una rama ultrasecreta de la Iglesia católica se embarcan en una carrera codo a codo para descubrir unos secretos relacionados con la ciudad perdida de la Atlántida.
El Dr. Thomas Lourds, experto en lenguas antiguas, recibe el encargo de examinar una caja de unos 20.000 años de antigüedad que lleva grabado un mensaje críptico. Su estudio concluye que se halla ante una lengua desconocida hasta la fecha y, lo más sorprendente es que ésta podría ser la de los habitantes de la Atlántida. Lourds continúa con su investigación sin saber que El Vaticano tiene sus propios planes en lo que a la Atlántida se refiere, y que hará lo indecible para proteger los secretos sobre los orígenes del cristianismo enterrados con ella. En su afán por desvelar el misterio, el profesor viajará a numerosos escenarios, entre ellos la ciudad de Cádiz, centro de las excavaciones para hallar la mítica ciudad.
El enigma de la Atlántida narra el descubrimiento de un gran secreto que hunde sus raíces en la desaparecida Atlántida, El Vaticano y la Biblia. Es la primera entrega de una serie que protagoniza el intelectual Dr. Thomas Lourds.
Charles Brokaw
El enigma de la Atalántida
ePUB v1.0
NitoStrad05.06.13
Título original:
The Atlantis Code
Autor: Charles Brokaw
Fecha de publicación del original: junio 2009
Traducción: Enrique Alda Delgado
Editor original: NitoStrad (v1.0)
ePub base v2.0
Dedico este libro a mi familia, especialmente a mi mujer,
que tuvo que soportar mucho mientras lo escribía.
Te quiero y te doy las gracias desde el fondo de mi corazón.
Y a Robert Gottlieb,
que ha sido el impulsor de este proyecto desde el principio;
no puedo agradecerte lo suficiente tu apoyo, creatividad y ayuda.
Kom Al-Dikka
Alejandría, Egipto
16 de agosto de 2009
T
homas Lourds bajó a regañadientes de la cómoda y alargada limusina con un inusual presentimiento. Normalmente le gustaban las ocasiones en las que podía hablar de su trabajo, y no digamos las que le ofrecían la posibilidad de solicitar fondos para los programas arqueológicos en los que creía o participaba.
Pero aquel día no.
Más tarde, por supuesto, a pesar de no creer en esas cosas, se preguntó si lo que había sentido no sería un aviso sobrenatural captado por su radar personal.
Bajo el sofocante calor del sol egipcio a mediodía, dejó caer al suelo su ajada mochila de piel y miró hacia el enorme teatro romano que las legiones de Napoleón Bonaparte habían descubierto mientras cavaban para construir una fortificación.
A pesar de que las excavaciones de Kom Al-Dikka llevaban doscientos años siendo estudiadas, primero por buscadores de tesoros y después por investigadores en busca de los conocimientos de la Antigüedad, la misión polaco-egipcia que se había establecido allí hacía más de cuarenta años seguía haciendo nuevos y sorprendentes descubrimientos.
Horadado en la tierra, Kom Al-Dikka es un anfiteatro semicircular cercano a la estación de tren de Alejandría. Los pasajeros que descienden al andén sólo tienen que recorrer una corta distancia para echar un vistazo a ese antiguo escenario. Los coches circulan al lado, por las calles Daniel y Hurriya. Es un lugar en el que se unen el mundo antiguo y moderno.
Construido con trece gradas de mármol que proporcionaban asiento hasta a ochocientas personas, con todas las plazas cuidadosamente numeradas, la historia del teatro se hundía en las profundidades del pasado y recorría el mundo antiguo de principio a fin. Sus piedras de mármol se extrajeron en Europa y se llevaron a África. El mármol verde provenía de Asia Menor. En los laterales había mosaicos con dibujos geométricos y todo el complejo era un símbolo de la gran expansión mundial que tuvo el gran imperio que lo construyó.
Lourds observó la vasta estructura de piedra. Cuando Tolomeo era joven, antes de escribir sus mejores obras, Kom Al-Dikka ya estaba allí y en él se representaban obras de teatro y musicales, y se podían ver —si algunas de las inscripciones de las columnas de mármol estaban bien traducidas, algo que Lourds creía firmemente— combates de lucha libre.
Sonrió al pensar que Tolomeo podría haber estado sentado en esas gradas de mármol trabajando en sus libros, o, al menos, haber meditado sobre ellos. Habría sido incongruente, como un catedrático de Harvard en Lingüística que asistiera a un combate de lucha libre profesional. Lourds era ese catedrático, pero no le interesaba la lucha libre. Lo que sí le gustaba era pensar que a Tolomeo sí.
A pesar de que había visto aquel lugar muchas veces, jamás había dejado de provocarle el deseo de saber más acerca de la gente que había vivido allí en los tiempos en que aquello aún era nuevo y estaba abarrotado. Muy poco quedaba en la actualidad de las historias que habían contado. La gran mayoría había desaparecido cuando se destruyó la Biblioteca Real de Alejandría.
Por un momento, Lourds imaginó lo que habría sido atravesar los salones de la gran biblioteca. Se decía que sus colecciones albergaban al menos medio millón de manuscritos. Supuestamente contenían el conocimiento de todo el mundo conocido en aquellos tiempos: tratados de matemáticas, astronomía, mapas antiguos, textos de cría de animales y de agricultura, todos esos temas estaban allí guardados. Al igual que el trabajo de los grandes escritores, incluidas las obras perdidas de Esquilo, Sófocles, Eurípides, Aristófanes y Menandro, unos dramaturgos cuyas obras tenían tanta fuerza que todavía seguían representándose las que habían sobrevivido. Y más.
Hombres, hombres eruditos, habían acudido desde todo el mundo para hacer su aportación a la antigua biblioteca y aprender de ella.
Y sin embargo, todo había desaparecido, destruido y quemado.
En opinión de la última hornada de respetuosos becarios, su destrucción fue ordenada por el emperador romano Julio César, por Teófilo de Alejandría o por el califa Umar. O quizá por los tres, en el curso del tiempo. Quienquiera que fuese el responsable, todos aquellos maravillosos escritos se habían quemado, desmenuzado: habían desaparecido. Al menos hasta el momento. Lourds todavía esperaba que algún día, en algún lugar, siguiera existiendo un tesoro oculto lleno de esas obras, o, al menos, copias de ellas. Era posible que en aquellos peligrosos tiempos alguien se hubiera preocupado de proteger los manuscritos, escondiéndolos o haciendo copias que ocultó tras quemarse la biblioteca.
El vasto desierto que rodeaba la ciudad todavía albergaba secretos y las secas y ardientes arenas eran maravillosas a la hora de proteger papiros. Ese tipo de tesoros seguía apareciendo, a menudo en manos de delincuentes, pero también bajo supervisión de algún arqueólogo. Los expertos sólo podían leer los manuscritos que habían vuelto a ver la luz. ¿Quién sabía cuántos escondrijos seguían allí, esperando a que alguien los encontrara?
—Señor Lourds.
Recogió su mochila y se dio la vuelta para ver quién lo llamaba. Sabía lo que esa persona había visto: un hombre alto, esbelto por años de jugar al fútbol; una poderosa mandíbula acabada en una pequeña y recortada perilla negra, que suavizaba las duras facciones de su cara; el pelo negro ondulado lo suficientemente largo como para caerle sobre la cara y por encima de las orejas. Ir al peluquero le exigía demasiado tiempo, así que sólo lo hacía cuando realmente ya no le quedaba más remedio. «Ya falta poco», pensó cuando se lo retiró de los ojos. Llevaba unos pantalones cortos de color caqui y camisa gris, botas de senderismo, un sombrero Australian Outback y gafas de sol. Todo usado y gastado. Parecía un egiptólogo en ropa de faena, muy diferente a los turistas y vendedores que trabajaban en los anfiteatros.
—Señorita Crane —saludó a la mujer que había pronunciado su nombre.
Leslie Crane se acercó a él. Algunas cabezas masculinas se volvieron para mirarla. Lourds no los culpó. Leslie Crane era guapa, rubia de ojos verdes, vestida con pantalones cortos y una camisa de lino blanco sin mangas que resaltaba su morena y esbelta figura. Lourds calculó que tendría unos veinticuatro años, quince menos que él.
—Me alegro mucho de conocerlo en persona, por fin —dijo estrechándole la mano.
Tenía un nítido acento inglés que, en su sensual voz de contralto, tenía un efecto balsámico.
—Yo también lo estaba deseando desde hace tiempo. El correo electrónico y las llamadas telefónicas no pueden reemplazar el estar con otra persona. —Aunque consideraba que esas dos formas de comunicación eran rápidas y mantenían en contacto a la gente, Lourds prefería hablar cara a cara o escribir en papel. Era una especie de anacronismo, todavía seguía tomándose la molestia de escribir largas cartas a sus amigos, que hacían lo mismo a su vez. Creía que las cartas, en especial cuando alguien quería llegar a un punto y comunicar una línea de pensamiento sin que le interrumpieran, eran importantes—. Estrechar una mano tiene sus ventajas.
—¡Oh! —exclamó Leslie al darse cuenta de que seguía apretándosela—. Perdón.
—No se preocupe.
—¿Le ha gustado el hotel?
—Sí, por supuesto. Está muy bien. —El programa de televisión lo había acomodado en el Montazah Sheraton, de cinco estrellas. Tenía la costa mediterránea al norte y el palacio de verano y los jardines del rey Faruk al sur. Hospedarse allí era una experiencia increíble—. Pero está tan cerca que podría haber venido andando. Aunque la limusina era muy bonita. Un catedrático de universidad no es una estrella del rock.
—Tonterías. Disfrútela. Queríamos que supiera cuánta ilusión nos hace trabajar con usted en este proyecto. ¿Se había alojado alguna vez allí? —preguntó Leslie.
—No, soy un humilde catedrático de Lingüística —contestó Lourds meneando la cabeza.
—No menosprecie su formación ni su experiencia. Nosotros no lo hacemos —replicó Leslie con una deslumbrante sonrisa—. No es un simple catedrático. Enseña en Harvard y estudió en Oxford. Y su curriculum es de todo menos humilde. Es el experto en lenguas antiguas más importante del mundo.
—Créame, hay unos cuantos expertos que se disputarían ese trono —replicó Lourds.
—No en
Mundos antiguos, pueblos antiguos
. Cuando acabemos esta serie es lo que pensará todo el mundo —insistió Leslie.
Mundos antiguos, pueblos antiguos
era el nombre del espacio producido por Janus World View Productions, una filial de la British Broadcasting Corporation. Era un programa en el que aparecían gentes e historias interesantes, conducido por inquietos presentadores como Leslie Crane. Allí entrevistaban a reconocidos expertos en diversos campos.
—Ha sonreído, ¿pone en duda lo que le he dicho? —Leslie hizo una mueca, y aquel gesto consiguió que pareciera incluso más joven.
—No lo que ha dicho, quizá sí la generosidad que muestre el público. Y, por favor, llámame Thomas. ¿Te importa que caminemos? —preguntó indicando con la barbilla hacia una zona en sombra—. Al menos para escapar de este maldito sol.
—Claro —respondió Leslie echando a andar a su lado.