Authors: Eiji Yoshikawa
Mitsuhide seguía silencioso. Cuando Gyobu terminó de dar su informe, se derrumbó y exhaló su último aliento.
Mitsuhide le contempló desde su asiento y entonces miró inexpresivamente a Yojiro.
—¿Eran graves las heridas de Gyobu? —le preguntó.
—Sí, mi señor —respondió Yojiro, con los ojos arrasados en lágrimas.
—Parece haber muerto.
—Sí, mi señor.
—Yojiro —dijo de repente Mitsuhide en un tono del todo distinto—. ¿Cuál fue el informe del mensajero anterior?
—No os ocultaré nada, mi señor. El ejército de Tsutsui Junkei apareció en el campo y atacó nuestra ala izquierda. Saito Toshimitsu y todo su cuerpo no tuvieron fuerzas para rechazarlos y fueron completamente derrotados.
—¡Cómo! ¿De modo que era eso?
—Sabía que si os lo decía ahora, sería difícil de aceptar. Confiaba sinceramente en poder decíroslo cuando no aumentara vuestra desdicha.
—Éste es el mundo de los hombres —dijo Mitsuhide, y añadió—: Da lo mismo.
Se echó a reír, o por lo menos emitió un sonido parecido a la risa. Entonces se encaminó bruscamente a la parte trasera del campamento y pidió con impaciencia su caballo.
Mitsuhide había enviado al frente a la mayor parte de sus tropas, pero en el campamento debía de haber por lo menos dos mil hombres con sus principales vasallos. Al frente de esta fuerza, Mitsuhide estaba dispuesto a reunirse con lo que quedaba del cuerpo de Sanzaemon y librar una última batalla. Montado en su caballo, gritó las órdenes de ataque en una voz que resonó en todo Onbozuka. Entonces, sin aguardar a que los soldados se reunieran, hizo girar a su caballo y cabalgó colina abajo, acompañado por unos pocos samurais montados.
—¿Quién eres? —preguntó Mitsuhide, deteniendo su caballo.
Alguien había salido corriendo del campamento y, tras bajar la cuesta, estaba en medio del camino, cerrando el paso con los brazos abiertos de par en par.
—¿Por qué me detienes, Tatewaki? —inquirió Mitsuhide severamente.
Era uno de sus vasallos de alto rango, Hida Tatewaki, el cual se apresuró a coger la brida del caballo de Mitsuhide. El indócil animal piafó, incapaz de dominarse.
—¡Yojiro! ¡Sanjuro! ¿Por qué no se lo habéis impedido? —dijo Hida Tatewaki, riñendo a los ayudantes de Mitsuhide—. Bajad del caballo, mi señor. —Tras hacer una inclinación de cabeza, siguió diciendo—: El hombre que está ante mí no es el señor Mitsuhide a quien sirvo. La guerra no se pierde tras una sola derrota. No es propio de vos pensar en perder la vida después de una batalla. El enemigo os ridiculizará por no haberos dominado. Aunque os hayan derrotado aquí, tenéis una familia en Sakamoto y varios generales dispersos en las provincias esperando una palabra vuestra. Sin duda debéis tener un plan para el futuro. Primero retiraos al castillo de Shoryuji.
—¿Qué estás diciendo, Tatewaki? —Mitsuhide sacudió la cabeza casi al mismo tiempo que el caballo agitaba sus crines—. ¿Acaso vas a resucitar todos los hombres que hemos perdido y recuperar su ánimo? No puedo abandonar mis hombres al enemigo y permitir que los maten. Voy a asestar un buen golpe a Hideyoshi y a castigar la traición de Tsutsui Junkei. No busco un lugar para morir en vano. Voy a demostrarles quién es Mitsuhide. ¡Ahora déjame pasar!
—¿Por qué hay ese frenesí en los ojos prudentes de mi señor? Hoy nuestro ejército ha recibido un golpe, como mínimo han muerto tres mil hombres y muchos otros han sido heridos. Nuestros generales han caído y los nuevos reclutas se han diseminado. ¿Cuántos soldados creéis que quedan ahora en este campamento?
—¡Déjame en paz! ¡Hago exactamente lo que me place! ¡Apártate!
—Esta manera de hablar irresponsable demuestra que sólo os precipitáis hacia la muerte, y voy a hacer lo que pueda por impedirlo. Sería distinto que todavía hubiera aquí tres o cuatro mil hombres obstinados, pero me temo que sólo serán cuatrocientos o quinientos los que irán detrás de vos. Todos los demás se han escabullido del campamento desde que oscureció y han huido.
Tatewaki había hablado en un tono estremecido por la emoción.
¿Tan frágil es el intelecto de un hombre? Y cuando ese intelecto falla, ¿se convierte sencillamente en un loco? Tatewaki contemplaba el frenesí de Mitsuhide y se preguntaba cómo podía haber cambiado tanto. Llorando amargamente, recordaba sin poder evitarlo lo prudente e inteligente que Mitsuhide había sido.
Otros generales se habían colocado ahora ante el caballo de Mitsuhide. Dos de ellos ya habían estado en el frente pero, preocupados por la seguridad de su señor, habían regresado al campamento.
—Todos estamos de acuerdo con el señor Hida —dijo uno de ellos—. Shoryuji está cerca y, desde luego, no es demasiado tarde para ir allí primero y estudiar una estrategia para nuestra próxima acción.
Mientras estemos aquí, las fuerzas enemigas se acercarán cada vez más y todo podría terminar aquí mismo. Tenemos que fustigar a nuestros caballos e ir a Shoryuji lo antes posible.
Tatewaki ya no preguntó cuáles eran las intenciones de su señor. Hizo que sonara la caracola y ordenó rápidamente la retirada al norte. Yojiro y otro servidor abandonaron sus caballos y caminaron, cada uno cogiendo la brida del caballo de su señor y conduciéndolo hacia el norte. Les seguían los demás soldados y comandantes que estaban en la colina, pero, tal como había dicho Tatewaki, su número no superaba los quinientos hombres.
Miyake Tobei era el jefe del castillo de Shoryuji. Allí tampoco había más que presagios de derrota y la desolación reinaba en el castillo. Rodeados de lámparas cuyas llamas oscilaban levemente, todos los presentes deliberaron sobre cómo podrían salvarse. Mientras buscaban alguna conclusión racional, incluso Mitsuhide comprendió que no había nada que hacer.
Los centinelas en el exterior del castillo habían informado repetidas veces de la aproximación del enemigo, y el mismo castillo no era lo bastante fuerte para resistir el ímpetu aplastante del ejército de Hideyoshi. Incluso el castillo de Yodo había estado en la misma condición cuando ordenó que lo reparasen unos días atrás. Era como empezar a levantar un dique sólo después de haber oído el sonido de las olas.
Tal vez lo único que Mitsuhide no lamentaba en aquel momento era que una parte de sus generales y soldados hubieran permanecido fieles y librado una furiosa batalla, demostrando patéticamente su lealtad. En cierto sentido, resultaba paradójico que hubiera hombres en el clan de Akechi, el clan que había derribado a su propio señor, que todavía no rompieran el vínculo entre señor y vasallo. Mitsuhide era sin duda un hombre virtuoso, y aquellos hombres manifestaban la férrea ley del samurai.
Por este motivo el número de muertos y heridos era mucho más alto de lo que cabría esperar después de tres horas de batalla. Más tarde se calculó que los Akechi habían sufrido más de tres mil bajas, mientras que las fuerzas de Hideyoshi habían perdido más de tres mil trescientos hombres. El número de heridos era incalculable. Así se comprendía el gran espíritu de las fuerzas de Akechi, que en modo alguno eran inferiores al de su general. Si se considera el pequeño tamaño de la fuerza de Mitsuhide y el terreno desventajoso en el que lucharon, su derrota no podía ser ridiculizada.
***
Delgadas nubes difuminaban la luna del decimotercer día del sexto mes. Uno o dos guerreros montados cabalgaban por separado, mientras los demás les seguían algo rezagados. Trece hombres montados cabalgaban en grupos dispersos desde el norte del río Yodo hacia Fushimi.
Cuando por fin tomaron una oscura trocha en las profundidades de la montaña, Mitsuhide se volvió y preguntó a Tatewaki:
—¿Dónde estamos?
—Éste es el valle de Okame, mi señor.
Motas de luz lunar que se filtraban a través de las ramas caían sobre Tatewaki y los hombres que le seguían.
—¿Tenéis la intención de cruzar al norte de Momoyama y luego salir a la carretera del templo Kanshu desde Ogurusu? —preguntó Mitsuhide.
—Así es. Si seguimos esta ruta y nos acercamos a Yamashina y Otsu antes de que sea de día, no tendremos que preocuparnos.
De repente Shinshi Sakuzaemon detuvo su caballo delante del de Mitsuhide y les hizo una seña para que guardaran silencio. Mitsuhide y los jinetes que le seguían también se detuvieron. Sin siquiera un susurro observaron a Akechi Shigetomo y Murakoshi Sanjuro que avanzaban para explorar. Los dos jinetes habían detenido sus caballos al lado de un arroyo e indicaban a los hombres detrás de ellos que esperasen. Permanecieron allí algún tiempo, esperando.
¿Era una emboscada del enemigo?
Finalmente, una expresión de alivio apareció en sus rostros. Siguiendo las señales de los dos hombres que se habían adelantado, volvieron a ponerse silenciosamente en marcha. La luna y las nubes parecían colgar en medio del cielo nocturno, pero por grande que fuera el sigilo con que avanzaban, cuando los caballos empezaron a subir la cuesta, levantaban piedras o pisoteaban madera podrida, e incluso los ecos de tan nimios sonidos despertaban a las aves dormidas. Cada vez que sucedía tal cosa, Mitsuhide y sus seguidores se apresuraban a refrenar a sus caballos.
Después de su horrible derrota, habían huido al castillo de Shoryuji, donde descansaron. Más tarde discutieron lo que debían hacer, pero al final el único plan posible era el de retirarse a Sakamoto. Todos sus servidores habían persuadido a Mitsuhide para que tuviera paciencia. Dejando a Miyake Tobei al frente del castillo, Mitsuhide partió al anochecer.
La fuerza que le seguía hasta que abandonó Shoryuji era todavía de unos cuatrocientos o quinientos hombres, pero cuando entraron en el pueblo de Fushimi la mayoría habían desertado. Los pocos que quedaban allí eran sus vasallos de más confianza, tan sólo trece hombres.
—Si fuéramos un gran número sólo llamaríamos la atención del enemigo, y todo aquel que no haya decidido acompañar a nuestro señor tanto en la vida como en la muerte sólo sería un estorbo. El señor Mitsuharu está en Sakamoto junto con tres mil soldados. Lo único que me preocupa es que lleguemos allí sanos y salvos. Ruego a los dioses para que ayuden a nuestro pobre señor.
Los vasallos leales que quedaban se consolaban unos a otros de esta manera.
Aunque la zona era montuosa, no había lugares muy empinados. La luna era visible, pero a causa de la lluvia el terreno bajo los árboles estaba enfangado y el camino lleno de charcos.
Además, Mitsuhide y sus servidores estaban extenuados. Ya se encontraban cerca de Yamashina, y si pudieran llegar a Otsu estarían a salvo. Así se daban ánimos mutuamente, pero a los hombres fatigados les parecía como si la distancia fuese de cien leguas.
—Hemos entrado en un pueblo.
—Esto debe de ser Ogurusu. No hagáis ruido.
Aquí y allá se veían chozas de montaña con gruesos tejados de paja. Los seguidores de Mitsuhide habrían preferido evitar las casas en la medida de lo posible, pero la carretera discurría entre ella. Por suerte no se veía una sola luz. Las casas estaban rodeadas por grandes espesuras de bambú bajo una luna blanca, y todo indicaba que la gente estaba profundamente dormida, ajena por completo a la confusión del mundo.
Con ojos entrecerrados que atravesaban la oscuridad, Akechi Shigetomo y Murakoshi Sanjuro escudriñaban el terreno que tenían delante, y recorrieron la estrecha carretera convertida en calle del pueblo sin ningún percance. Hicieron un alto en el lugar donde la carretera se curvaba alrededor de un bosquecillo de bambú y aguardaron a Mitsuhide y su grupo.
Las figuras de los dos hombres y el reflejo de sus lanzas se veían claramente desde las sombras de los árboles que se alzaban cincuenta varas adelante.
El sonido de bambú pisoteado y el gruñido de un animal silvestre rompieron de improviso el silencio en la oscuridad.
Tatewaki, que cabalgaba delante de Mitsuhide, miró hacia atrás instintivamente. En la oscuridad se distinguía el seto de ramas secas de una choza rodeada de bambúes. A unas veinte varas detrás, la silueta de Mitsuhide destacaba como si la hubieran clavado en aquel lugar.
—Mi señor —le llamó Tatewaki.
No obtuvo respuesta. Los bambúes jóvenes oscilaban en un cielo sin viento.
Tatewaki estaba a punto de volverse cuando Mitsuhide espoleó de repente a su caballo y le adelantó sin decir palabra. Estaba inclinado sobre el cuello del caballo. A Tatewaki le pareció extraño, pero de todos modos le siguió, así como los demás.
De esta manera galoparon por la carretera sin incidentes a lo largo de unas trescientas varas. Tras reunirse de nuevo con los dos exploradores, los trece hombres prosiguieron su avance. Mitsuhide cabalgaba en sexto lugar desde la cabeza.
De repente, el caballo de Murakoshi se encabritó. En aquel instante, su espada desenvainada se movió con celeridad por la izquierda.
Se oyó un fuerte chasquido cuando la hoja cortó la punta afilada de una lanza de bambú. Las manos que sujetaban la lanza desaparecieron en seguida en la espesura, pero los demás habían visto claramente lo sucedido.
—¿Qué ha sido eso? ¿Bandidos?
—Deben de serlo. Tened cuidado, parecen estar escondidos en este gran bosque de bambú.
—¿Estás bien, Murakoshi?
—¿Crees que me va a herir la lanza de bambú de algún ladrón errante?
—¡No os distraigáis! Seguid adelante. Las distracciones sólo ocasionarán problemas.
—¿Y Su Señoría?
Todos ellos se volvieron.
—¡Mirad, allí!
De repente todos palidecieron. A unos cien pasos por delante de ellos, Mitsuhide se había caído del caballo. Peor aún, se estaba retorciendo en el suelo, gimiendo de dolor, y parecía como si fuera incapaz de levantarse.
—¡Mi señor!
Shigetomo y Tatewaki desmontaron, corrieron hacia él e intentaron montarle de nuevo en la silla. Mitsuhide ya no parecía tener la voluntad de cabalgar. Se limitó a sacudir la cabeza.
—¿Qué os ha ocurrido, mi señor?
Olvidándose por completo de sí mismos, los demás hombres se apiñaron a su alrededor en la oscuridad. Los gemidos del sufriente Mitsuhide y los suspiros de los hombres llenaban el aire. En aquel momento la luna brilló con más claridad.
De improviso las pisadas sin disimular y los gritos de los bandidos se oyeron desde la oscuridad de la espesura.
—Parece que los cómplices del hombre que nos ha atacado con la lanza de bambú se nos acercan por detrás. Es propio de estos merodeadores tratar de aprovecharse de cualquier muestra de debilidad. Sanjuro y Yojiro, ocupaos de ellos.