Taiko (150 page)

Read Taiko Online

Authors: Eiji Yoshikawa

BOOK: Taiko
9.75Mb size Format: txt, pdf, ePub

Al oír estas palabras de Shigetomo, los hombres se dividieron. Rápidamente colocaron en posición una lanza y desenvainaron las espadas.

—¡Malditos seáis!

Lanzando un grito atronador, alguien saltó a la espesura de bambú. Un sonido como una lluvia de hojas, o quizás un grupo de monos, rompió el silencio de la noche.

—Shigetomo..., Shigetomo —susurró Mitsuhide.

—Estoy aquí, mi señor.

—Ah..., Shigetomo —volvió a decir Mitsuhide, y tanteó a su alrededor como si buscara los brazos que le sostenían.

Le brotaba sangre de un costado, su visión se desvanecía y le resultaba difícil hablar.

—Voy a vendaros y os daré una medicina. Tened un poco de paciencia, os lo ruego.

Mitsuhide sacudió la cabeza para indicar que el vendaje sería innecesario. Entonces movió las manos como si buscara algo.

—¿Qué queréis, mi señor?

—Un pincel...

Shigetomo se apresuró a sacar papel, tinta y un pincel. Mitsuhide cogió el pincel con dedos temblorosos y contempló el papel blanco. Shigetomo sabía que iba a escribir su poema de muerte y empezó a sentir en el pecho una sensación opresiva. No soportaba la idea de ver que su señor hacía tal cosa en aquel lugar, y seguía creyendo que aún tenía que cumplir con su grandioso destino.

—No toméis ahora el pincel, mi señor. Otsu está a tiro de piedra, y si podemos llegar allí os recibirá el señor Mitsuharu. Dejadme que os vende la herida.

Shigetomo dejó el papel en el suelo y empezó a desatarse la faja, pero Mitsuhide agitó de improviso su mano con un vigor sorprendente, cogió el pincel casi con la misma fuerza y empezó a escribir:

No hay dos portales, el de la lealtad y el de la traición.

Pero la mano le temblaba tanto que parecía incapaz de escribir el verso siguiente. Le tendió el pincel a Shigetomo.

—Escribe tú el resto.

Apoyándose en el regazo de Shigetomo, Mitsuhide volvió la cabeza al cielo y se quedó un rato contemplando la luna. Cuando su rostro tenía el color de la muerte, incluso más pálido que el de la luna, habló con una voz sorprendentemente libre de confusión y terminó el poema.

El Gran Camino penetra por la fuente del corazón.

Tras despertar del sueño de cincuenta y cinco años,

regreso al Uno.

Shigetomo dejó el pincel en el suelo y se echó a llorar. En aquel preciso momento, Mitsuhide desenvainó su espada corta y se cortó la garganta. Sakuzaemon y Tatewaki regresaron corriendo y vieron lo sucedido. Acercándose al cuerpo muerto de su señor, cada uno de ellos se atravesó con su propia hoja. Otros cuatro hombres, luego seis y más tarde ocho rodearon el cuerpo de Mitsuhide de la misma manera y le siguieron en la muerte. Al cabo de poco tiempo sus cuerpos sin vida formaban los pétalos y el centro de una flor de sangre en el suelo.

Yojiro se había internado en la espesura de bambúes para luchar con los bandidos. Murakoshi le llamó en la oscuridad, temeroso de que ya le hubieran matado.

—¡Vuelve, Yojiro! ¡Yojiro! ¡Yojiro!

Pero por mucho que le llamara, Yojiro no regresaba. Murakoshi también había sufrido varias heridas. Cuando pudo salir a rastras del bosquecillo de bambúes, vio la silueta de un hombre que pasaba por su lado.

—¡Ah! Señor Shigetomo.

—¿Sanjuro?

—¿Cómo está Su Señoría?

—Ha exhalado su último suspiro.

—¡No! —exclamó Sanjuro, sorprendido—. ¿Dónde?

—Está aquí mismo, Sanjuro. —Shigetomo le indicó la cabeza de Mitsuhide, que había envuelto en un paño y atado a la silla de montar. Desvió la mirada, compungido.

Sanjuro saltó con una fuerza violenta hacia el caballo. Mientras cogía la cabeza de Mitsuhide, lanzó un grito largo y quejumbroso.

—¿Cuáles han sido sus últimas palabras? —preguntó por fin.

—Recitó un poema que empezaba así: «No hay dos portales, el de la lealtad y el de la traición».

—¿Dijo eso?

—Aunque atacó a Nobunaga, su acto no puede considerarse como una cuestión de lealtad o traición. Tanto él como Nobunaga eran samurais y servían al mismo emperador. Cuando finalmente despertó de sus cincuenta y cinco años de sueño, descubrió que tampoco él podía rehuir la culpa y la alabanza del mundo. Tras decir esas palabras, se mató.

—Comprendo. —Murakoshi sollozaba convulsamente y se enjugaba con el puño las lágrimas del rostro—. No escuchó las advertencias del señor Toshimitsu ni se negó a librar una batalla decisiva en Yamazaki, en terreno desventajoso y con un pequeño ejército, porque confiaba en el Gran Camino, y a esa luz retirarse de Yamazaki habría sido tanto como abandonar Kyoto. Cuando veo lo que encerraba su corazón, no puedo dejar de llorar.

—No, aunque fue derrotado, nunca abandonó el Camino, y es indudable que murió con esa ambición acariciada durante tanto tiempo. Mostró al cielo su último poema. Pero, mira, si perdemos tiempo aquí, lo más probable es que regresen esos bandidos y nos ataquen.

—Tienes razón.

—No he podido ocuparme de todo yo solo. He dejado el cadáver de nuestro señor sin cabeza. ¿Querrás enterrarlo para que nadie lo encuentre?

—¿Y los demás?

—Todos ellos se reunieron alrededor de su cuerpo y murieron valerosamente.

—Después de llevar a cabo tus órdenes, también yo buscaré un lugar donde morir.

—Llevo su cabeza al señor Mitsutada, que está en el templo Chionin. Después, pensaré en suicidarme. Así pues, adiós.

—Adiós.

Los dos hombres siguieron caminos separados por el estrecho sendero a través de la espesura de bambú. Era hermoso contemplar las motas de luz diseminadas por la luna.

***

El castillo de Shoryuji cayó aquella noche. Sucedió precisamente mientras Mitsuhide moría en Ogurusu. Los generales Nakagawa Sebei, Takayama Ukon, Ikeda Shonyu y Hori Kyutaro trasladaron allí sus puestos de mando. Encendieron una gran hoguera, alinearon sus escabeles de campaña ante el portal del castillo y aguardaron la llegada de Nobutaka y Hideyoshi. Nobutaka no tardó en aparecer.

Haber tomado el castillo era una victoria espléndida. Soldados y oficiales erguían sus estandartes y miraban a Nobutaka con gran reverencia. Cuando el joven desmontó y pasó entre las filas del ejército, fue saludando a los hombres con una expresión amistosa. Casi se mostró demasiado cortés con los generales, a los que saludó respetuosamente y mostró su gratitud.

Tomando la mano de Sebei, le dijo con especial afecto:

—Gracias a tu lealtad y valor, los Akechi han sido aplastados en un solo día de lucha. El alma de mi padre ha sido apaciguada, y yo no olvidaré esto.

Alabó de la misma manera a Takayama Ukon e Ikeda Shonyu. En cambio Hideyoshi, que llegó con cierto retraso, no les dijo nada. Cuando pasó por su lado en su palanquín, incluso pareció mirarlos con desprecio.

Sebei era un hombre de ferocidad sin igual, incluso entre rudos guerreros, y es posible que se sintiera ofendido por la conducta de Hideyoshi. Se aclaró la garganta, haciendo suficiente ruido para que le oyera. Hideyoshi le miró desde el interior del palanquín y siguió adelante, diciéndole:

—Buen trabajo, Sebei.

Sebei golpeó el suelo con un pie, enojado.

—Incluso el señor Nobutaka ha tenido la cortesía de desmontar por nosotros, pero este hombre es tan arrogante que pasa sin detenerse en su palanquín. Tal vez el Mono cree que ya está dirigiendo el país.

Habló así lo bastante alto para que pudieran oírle cuantos le rodeaban, pero eso era todo lo que podía hacer.

Ikeda Shonyu, Takayama Ukon y los demás tenían el mismo rango que Hideyoshi, pero en algún momento éste había empezado a tratarles como si fuesen sus subordinados. También ellos habían llegado a sentir que, de alguna manera, estaban bajo las órdenes de Hideyoshi. Desde luego, eso era algo que les desagradaba a todos, pero ninguno había protestado.

Al entrar en el castillo, Hideyoshi se limitó a mirar las ruinas del edificio ennegrecidas por el fuego y no quiso descansar. Ordenó que levantaran un recinto con cortinas en el jardín, colocó su escabel de campaña al lado del de Nobutaka, llamó en seguida a los generales y se puso a dar órdenes.

—Kyutaro, dirige un ejército hacia el pueblo de Yamashina y sigue adelante en dirección a Awadaguchi. Tu objetivo es salir en Otsu y bloquear el camino entre Azuchi y Sakamoto. —Entonces se volvió a Sebei y Ukon—. Vosotros iréis a la carretera de Tamba lo antes posible. Parece ser que gran parte del enemigo ha huido hacia Tamba, y no queremos que tengan tiempo de ir al castillo de Kameyama y hacer preparativos. Si ahora somos lentos, es probable que perdamos incluso más tiempo. Si podéis llegar a Kameyama mañana a mediodía, el castillo caerá sin demasiada dificultad.

Algunos fueron enviados a toda prisa a Toba y la zona de Shichijo, mientras otros debían avanzar hasta la proximidad de Yoshida y Shirakawa. Las instrucciones eran muy explícitas, y Nobutaka se limitó a permanecer sentado mientras Hideyoshi las daba. Para todos los generales, la actitud de Hideyoshi era absolutamente presuntuosa.

Sin embargo, incluso Sebei, el primero que había abierto la boca lleno de cólera, aceptó dócilmente las órdenes como los demás. Finalmente distribuyeron provisiones a los soldados por primera vez desde la mañana, se sirvió sake, llenaron los estómagos y partieron de nuevo hacia el campo de batalla.

Hideyoshi comprendía que había un momento y un lugar para hacer que la gente se sometiera a su control, y esta vez su estratagema había consistido en esperar el momento en que cada uno de los generales hubiera conseguido una victoria. Pero Hideyoshi sabía que sus colegas eran hombres de valor sin igual y arrojo ingobernable, y no era tan imprudente como para arriesgarse a dirigirse a ellos como subordinados usando tan sólo esa estratagema.

Un ejército debía tener un dirigente. Aunque Nobutaka debería haber sido, por su rango, el comandante en jefe, sólo había intervenido recientemente en la campaña y todos los generales reconocían que le faltaba autoridad y resolución. Por esa razón no había nadie que pudiera asumir el liderazgo excepto Hideyoshi.

Aunque ninguno de los generales se sentía inclinado a sometérsele, todos sabían que no había nadie más aceptable en todo el grupo. Hideyoshi había planeado que aquella batalla fuese el réquiem por Nobunaga y los había concentrado. Así pues, si ahora se quejaban de su manera de tratarlos como subordinados, no harían más que exponerse a la acusación de egoísmo.

Los generales no tuvieron tiempo para descansar, pues debían partir en seguida hacia los nuevos campos de batalla que les habían destinado. Mientras permanecían juntos para partir, Hideyoshi permanecía en su puesto de mando y señalaba a cada hombre con el mentón.

Hideyoshi se alojó en el templo Mii, y la noche del día catorce hubo otra gran tormenta. Los rescoldos del castillo de Sakamoto se apagaron y, a lo largo de la noche, pálidos relámpagos blancos destellaron sobre el lago color de tinta y Shimeigatake.

A la mañana siguiente, el cielo apareció despejado e hizo de nuevo un cálido día de verano. Desde el campamento principal en el templo Mii, una espesa nube de color amarillo se alzaba desde la orilla oriental del lago en dirección a Azuchi.

—¡Azuchi está ardiendo!

Los generales salieron a la terraza. Hideyoshi y los demás se pusieron una mano sobre los ojos a modo de visera. Entonces llegó un mensajero.

—El señor Nobuo, que estaba acampado en Tsuchiyama, en Omi, y el señor Gamo han unido sus fuerzas y están atacando Azuchi desde esta mañana. Han incendiado la ciudad y el castillo, y el viento del lago ha extendido las llamas por todo Azuchi. Pero allí no quedaban soldados enemigos y no ha habido ninguna batalla.

Hideyoshi imaginaba lo que estaba sucediendo.

—No había ningún motivo para causar ese incendio —musitó malhumorado—. Por mucha autoridad que tenga, el señor Nobuo ha actuado precipitadamente, y Gamo también.

Pero no tardó en calmarse. Nobunaga había empleado la sangre y los recursos de media vida en levantar una cultura que sería profundamente llorada, pero Hideyoshi confiaba en que muy pronto, y con sus propias fuerzas, él levantaría un castillo y una cultura incluso más grandes.

En aquel momento, otra patrulla de soldados llegaron desde el portal del templo principal. Estaban apiñados alrededor de un hombre y le llevaban a presencia de Hideyoshi.

—Un campesino de Ogurusu llamado Chobei dice que ha encontrado la cabeza del señor Mitsuhide.

Era costumbre examinar la cabeza de un general enemigo con solemne decoro y etiqueta, y Hideyoshi ordenó que colocaran su escabel de campaña ante el templo principal. Poco después tomó asiento con los demás generales y contempló en silencio la cabeza de Mitsuhide.

Después la cabeza fue expuesta en las ruinas del templo Honno. Sólo había pasado medio mes desde la mañana en que el estandarte con las campanillas fue alzado en medio de los gritos de guerra del ejército de Akechi.

La cabeza de Mitsuhide fue expuesta para que pudieran verla los ciudadanos de la capital, los cuales se congregaron en el lugar desde la mañana hasta la noche. Incluso quienes habían denunciado la traición de Mitsuhide rezaron ahora una plegaria, mientras otros arrojaban flores bajo el cráneo putrefacto.

Las órdenes militares de Hideyoshi fueron sencillas y claras. Sus leyes se reducían a tres: sed diligentes en vuestro trabajo, no cometáis malas acciones, y los elementos perturbadores serán ejecutados.

Hideyoshi aún no había organizado unos funerales formales por Nobunaga. La grandiosa ceremonia que imaginaba no podía realizarse sólo con el poder militar, y no sería correcto que sólo estuviera bajo sus auspicios. El fuego de la capital se había extinguido, pero las chispas se habían extendido a todas las provincias.

Nobunaga y Mitsuhide estaban muertos, y existía la posibilidad de que el país volviera a verse dividido en tres esferas de influencia, como ocurría antes. Peor todavía, las rencillas familiares y los señores de la guerra rivales que defendían sus intereses locales podrían sumir el país en el caos de los últimos años del shogunado.

Desde el templo Mii, Hideyoshi trasladó todo su ejército a una flota de naves de guerra, a bordo de las cuales subieron desde los caballos hasta los biombos dorados. Era el día dieciocho, y el objetivo consistía en trasladarse a Azuchi. Otra fuerza militar también avanzó serpenteando hacia el oeste, por la ruta terrestre. Los barcos en hilera que avanzaban por el lago eran impulsados por la brisa que hinchaba los estandartes, y reflejaba al ejército de tierra que avanzaba por la costa.

Other books

Evacuation by Phillip Tomasso
Once Forbidden by Hope Welsh
Playing For Keeps by Stephanie Morris
A Hole in the Sky by William C. Dietz
Last Kiss from the Vampire by Jennifer McKenzie
The Stepson by Martin Armstrong
The Prince of Powys by Cornelia Amiri, Pamela Hopkins, Amanda Kelsey
Fireblood by Trisha Wolfe